Authors: Ian McEwan
Paul Marshall volvió de la batida y se enteró de la noticia por los inspectores. Recorrió con ellos la terraza de un extremo al otro, con un policía a cada lado, y les ofreció cigarrillos de una pitillera de oro. Cuando terminaron la conversación, dio una palmada en el hombro al inspector jefe y pareció como si les despidiese de la casa. Luego entró a parlamentar con Emily Tallis. Leon llevó al médico al piso de arriba, de donde bajó un rato más tarde, intangiblemente engrandecido por su entrevista profesional con el meollo de todas las preocupaciones generales. Él también habló largo y tendido con los dos funcionarios de paisano, y después con Leon y por último con éste y la señora Tallis. No mucho antes de marcharse, el médico puso su mano pequeña, familiar y seca, en la frente de Briony, le tomó el pulso y se dio por satisfecho. Cogió su maletín, pero antes de irse hubo una entrevista final, en murmullos, junto a la puerta de entrada.
¿Dónde estaba Cecilia? Deambulaba por la periferia, sin hablar con nadie, sin dejar de fumar, levantando el cigarrillo hasta los labios con un movimiento ávido y veloz, y luego apartándolo con espasmódico asco. En otros momentos retorcía un pañuelo en la mano mientras recorría de un lado a otro el vestíbulo. Normalmente, habría asumido el control de una situación así y habría dirigido los cuidados de Lola, tranquilizado a su madre, escuchado el dictamen del médico, consultado con Leon. Briony estaba cerca cuando su hermano se aproximó a Cecilia para hablar con ella y ella se apartó, incapaz de ayudar o tan sólo de hablar. En cuanto a su madre, estuvo a la altura de la situación, cosa impropia de ella, libre de migraña y de la necesidad de estar sola. En realidad se creció mientras su hija mayor se sumía en una desdicha privada. Hubo veces en que Briony, convocada de nuevo para contar su relato o algún detalle del mismo, vio a su hermana acercarse hasta donde podía oírla, con una mirada devoradora e impenetrable que puso a Briony nerviosa y la incitó a mantenerse al lado de su madre. Cecilia tenía los ojos inyectados de sangre. Mientras los demás murmuraban en corros, ella se movía inquieta de un extremo a otro de la habitación, o de un cuarto a otro y, por lo menos en dos ocasiones, se apostó fuera de la puerta principal. Nerviosa, se pasaba el pañuelo de una mano a la otra, lo enrollaba entre los dedos, lo desenrollaba, lo apretaba hasta formar una bola, lo cogía con la otra mano, encendía otro cigarrillo. Cuando Betty y Polly sirvieron el té, Cecilia no lo probó.
Circuló la noticia de que Lola, sedada por el médico, por fin se había dormido, y esta noticia causó un alivio momentáneo. Cosa infrecuente, todo el mundo se había congregado en el salón, donde el té se tomó en un silencio exhausto. Nadie lo dijo, pero estaban esperando a Robbie. Además, se esperaba que el señor Tallis llegase de Londres en cualquier momento. Leon y Marshall estaban inclinados sobre un mapa de la finca que estaban dibujando para el inspector. Éste lo cogió, lo examinó y se lo pasó a su ayudante. Los dos agentes habían sido enviados a sumarse a la batida en busca de Pierrot y Jackson, y se suponía que otros policías se encaminaban hacia el bungalow por si Robbie se había presentado allí. Al igual que Marshall, Cecilia permanecía aparte, sentada en el taburete del clavicémbalo. En un momento dado se levantó para que su hermano le prendiese un cigarrillo, pero fue el inspector quien lo hizo con su propio encendedor. Briony estaba sentada en el sofá, al lado de su madre, y Betty y Polly pasaban con la bandeja. Briony no habría de recordar el impulso súbito que la había asaltado. Una idea de gran claridad y poder persuasivo surgió de la nada, y no necesitó anunciar sus intenciones ni pedir permiso a su hermana. Prueba concluyente, limpiamente independiente de su propia versión. Verificación. O incluso otro delito distinto. Sobresaltó a los presentes con su chispa de inspiración y, al levantarse, por poco derribó el té que su madre tenía en el regazo.
Todos la observaron cuando se precipitó fuera del salón, pero nadie le preguntó nada, tanta era la fatiga general. Ella, por su parte, subió los escalones de dos en dos, vigorizada ahora por una sensación de estar actuando bien y de ser buena, y de estar a punto de dar una sorpresa que sólo podría granjearle elogios. Era como la sensación que, la mañana de Navidad, sentía a la hora de entregar un regalo que sin duda produciría placer, un alegre sentimiento de irreprochable amor propio.
Recorrió corriendo el pasillo del segundo piso hasta la habitación de Cecilia. ¡En qué sórdido desorden vivía su hermana! Las dos puertas del ropero estaban abiertas de par en par. Había varias filas de vestidos torcidos, y algunos casi descolgados de sus perchas. En el suelo yacían dos vestidos, uno negro y otro rosa, prendas caras de seda formando un revoltijo, y alrededor de ellos zapatos volcados de canto. Briony pasó por encima de aquel enredo de ropas para dirigirse al tocador. ¿Qué impulso habría impedido a Cecilia cerrar con sus tapas y cierres y roscas los perfumes y estuches de cosmética? ¿Por qué nunca vaciaba el cenicero apestoso? ¿O por qué no hacía la cama ni abría la ventana para que entrara aire fresco? El primer tirador sólo se abrió unos centímetros: estaba atascado, atiborrado de frascos y cajas de cartón. Aunque fuera diez años mayor que ella, en Cecilia había algo irremediable e indefenso. Aunque Briony temía la mirada feroz que su hermana le había lanzado abajo, pensó que hacía lo correcto en el momento de abrir otro cajón, que Cecilia la tenía a ella para, con la mente clara, actuar en su lugar.
Cinco minutos después, cuando volvió a entrar triunfante en el salón, nadie le prestó la menor atención y todo seguía igual que antes: adultos cansados y afligidos que sorbían el té y fumaban en silencio. En su excitación, no se había parado a pensar a quién debía entregar la carta; en un giro de su imaginación, les vio a todos leyéndola al mismo tiempo. Decidió dársela a Leon. Cruzó el salón hacia su hermano, pero al llegar delante de los tres hombres juntos cambió de idea y puso la hoja de papel doblada en las manos del policía con la cara de granito. Si él tenía una expresión, no la cambió cuando cogió la carta ni tampoco cuando la leyó, cosa que hizo con gran celeridad, casi de un vistazo. Los ojos del inspector toparon con los de Briony y luego se desviaron hacia Cecilia, que miraba a otra parte. Con un levísimo movimiento de muñeca, indicó al otro agente que tomara la carta. Cuando éste la hubo leído, se la pasó a Leon, quien la leyó a su vez, la dobló y se la devolvió al inspector jefe. Briony estaba impresionada por la reacción muda: tal era el conocimiento del mundo que tenían los tres hombres. Sólo entonces Emily Tallis reparó en lo que llamaba la atención de los tres. En respuesta a la pregunta neutra de su madre, Leon dijo:
—Es sólo una carta.
—Quiero leerla.
Por segunda vez aquella noche, Emily se vio obligada a hacer valer sus derechos sobre mensajes transmitidos en sus dominios domésticos. Intuyendo que no requerían nada más de ella, Briony fue a sentarse en el Chesterfield y observó desde la perspectiva de su madre la caballerosa desazón que compartían Leon y los policías.
—Quiero leerla.
Agoreramente, no alteró su tono. Leon se encogió de hombros y esbozó una sonrisa forzada de disculpa —¿qué objeción podía alegar?—, y la benévola mirada de Emily se posó en los dos inspectores. Pertenecía a una generación que trataba a los policías como inferiores, tuvieran el rango que tuvieran. Obedeciendo a una seña de su superior, el inspector más joven cruzó el salón y le entregó la carta. Por fin, Cecilia, que debía de haber estado abismada en sus pensamientos, denotó cierto interés. La carta descansaba ahora en el regazo de su madre, y Cecilia se puso de pie y avanzó hacia ellos desde el taburete del clavicémbalo.
—¿Cómo te atreves? ¿Cómo os atrevéis todos?
Leon se levantó también e hizo un gesto de calma con las palmas de las manos.
—Cee…
Cuando ella hizo una tentativa de arrebatar la carta a su madre, vio que se interponían no sólo su hermano, sino los dos policías. Marshall, también de pie, no se inmiscuyó.
—Es mía —gritó—. ¡No tenéis ningún derecho!
Emily ni siquiera levantó la vista de la lectura, y se tomó el tiempo de leer la carta varias veces. Cuando hubo acabado afrontó la furia de su hija con su propia versión, más fría.
—Si hubieras hecho lo que debías, jovencita, con toda tu educación, y me hubieses enseñado esto, habríamos podido hacer algo a tiempo y tu prima se hubiera ahorrado esa pesadilla.
Por un momento Cecilia permaneció sola en el centro del salón, moviendo los dedos de la mano derecha y mirándolos por turnos, sin poder creer en su parentesco con aquellas personas, sin poder empezar a decirles lo que ella sabía.
Y aunque Briony se sentía reivindicada por la reacción de los adultos, y estaba experimentando el principio de un dulce rapto interior, también se alegraba de estar sentada en el sofá con su madre, parcialmente protegida por los hombres de los sanguinolentos ojos de desprecio de su hermana. Cecilia los paseó sobre ellos durante varios segundos antes de volverse y salir del salón. Cuando atravesaba el recibidor emitió un grito de pura irritación que fue amplificado por la cruda acústica de las baldosas desnudas del suelo. En el salón reinó un sentimiento de alivio, casi de relajación, cuando la oyeron subir la escalera. La vez siguiente en que Briony se acordó de mirar, la carta estaba en las manos de Marshall y se la estaba devolviendo al inspector, que la introdujo, desdoblada, en una carpeta que el policía más joven le tendía abierta.
Las horas de la noche iban desfilando y Briony no se sentía todavía cansada. A nadie se le ocurrió mandarla a la cama. Un tiempo inconmensurable después de que Cecilia se hubiera ido a su dormitorio, Briony fue con su madre a la biblioteca para mantener la primera entrevista formal con la policía. La señora Tallis permaneció de pie mientras su hija se sentaba ante un lado del escritorio y los inspectores se sentaban ante el otro. El que tenía la cara de piedra antigua, que era el que hacía las preguntas, resultó ser infinitamente amable y habló sin apresurarse, con una voz bronca que era a la vez deferente y triste. Como ella podía mostrarles el lugar exacto donde Robbie había atacado a Cecilia, todos se desplazaron hacia aquel extremo de las estanterías para verlo más de cerca. Briony se introdujo en el rincón, dando la espalda a los libros, para indicarles la postura que tenía su hermana, y vio los primeros tornasoles azulados del alba en los cristales de las ventanas altas de la biblioteca. Salió de donde estaba y se dio media vuelta para mostrar la posición que ocupaba el agresor, e indicó dónde se encontraba ella.
Emily dijo:
—¿Por qué no me lo has dicho?
Los policías miraron a Briony y esperaron. Era una buena pregunta, pero a ella jamás se le hubiera ocurrido preocupar a su madre. Sólo hubiera servido para provocarle una migraña.
—Nos han llamado para cenar y luego los gemelos se han fugado.
Explicó cómo le habían dado la carta al atardecer, en el puente. ¿Qué le indujo a abrirla? Era difícil describir el momento impulsivo en que no se había parado a pensar en las consecuencias de su acto, o explicar que la escritora que había llegado a ser, precisamente aquel día, necesitaba saber, comprender todas las cosas que se le presentaban. Dijo:
—No lo sé. Me estaba entrometiendo. Me he odiado por eso.
Fue más o menos en ese momento cuando un agente asomó la cabeza por la puerta para comunicar una noticia que pareció en consonancia con la calamidad de la noche. El chófer del señor Tallis había telefoneado desde una cabina cercana al aeropuerto de Croydon. El coche del Ministerio, prontamente puesto a su disposición por deferencia del ministro, había sufrido una avería en las afueras. Jack Tallis dormía, tapado por una manta, en el asiento trasero del vehículo, y probablemente tendría que continuar viaje en el primer tren de la mañana. Una vez que se hubieron asimilado y lamentado estos hechos, Briony fue amablemente trasladada al propio lugar de autos, a los sucesos en la isla del lago. En aquel estadio temprano, el inspector se cuidó de no acosar a la niña con preguntas probatorias, y dentro de este espacio habilitado con tacto ella pudo tejer y moldear su relato con sus propias palabras, y establecer los hechos clave: había luz suficiente para que ella reconociese una cara conocida; cuando él se alejó de ella y rodeó el claro, sus movimientos y su estatura le parecieron asimismo familiares.
—Lo has visto, entonces.
—Sé que era él.
—Olvidemos lo que sabes. Has dicho que lo has visto.
—Sí, lo he visto.
—Igual que me ves a mí.
—Sí.
—Lo has visto con tus propios ojos.
—Sí. Lo he visto. Lo he visto.
Así concluyó la primera entrevista formal. Mientras estaba sentada en el salón, notando por fin el cansancio, pero reacia a acostarse, interrogaron a su madre, y a continuación a Leon y a Paul Marshall. Hicieron comparecer al viejo Hardman y a su hijo Danny. Briony oyó decir a Betty que Danny había pasado toda la noche en casa con su padre, y que éste lo corroboraba. Enviaron a la cocina a varios agentes que volvieron a la casa después de haber estado buscando a los gemelos. En las horas confusas y poco memorables de aquel amanecer, Briony dedujo que Cecilia se negaba a salir de su cuarto y a bajar para ser interrogada. En los días que siguieron no le darían cuartel, y cuando finalmente refirió su versión de lo que había sucedido en la biblioteca —en sí mismo, un relato mucho más escandaloso que el de Briony, a pesar de que el encuentro hubiera sido mutuamente consentido—, no hizo más que confirmar la opinión general que se había formado: el señor Turner era un hombre peligroso. La reiterada sugerencia de Cecilia de que Danny Hardman era la persona a quien debían dirigirse fue escuchada en silencio. Era comprensible, aunque poco ético, que la joven encubriera a su amigo arrojando sospechas sobre un chico inocente.
Poco después de las cinco, cuando se habló de que estaban preparando el desayuno, al menos para los agentes, porque nadie más tenía hambre, corrió por la casa el anuncio de que una figura que podría ser Robbie se acercaba a través del parque. Quizás alguien había estado vigilando desde una ventana del piso de arriba. Briony no supo cómo se tomó la decisión de que todos salieran a esperarle en la puerta. De repente, todos se congregaron allí: la familia, Paul Marshall, Betty y sus ayudantes y los policías, un comité de recepción cerrando filas en la entrada delantera. Sólo Lola, en un coma sedado, y Cecilia, enfurecida, se quedaron arriba. Tal vez fuera porque la señora Tallis no quiso que la presencia contaminante entrara en la casa. El inspector quizás temiese una violencia que sería más fácil de atajar al aire libre, donde había más espacio para proceder a una detención. Toda la magia del alba había desaparecido ya, reemplazada por una mañana gris que sólo se distinguía por una bruma estival que sin duda no tardaría en disiparse.