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Authors: Ian McEwan

Expiación (28 page)

BOOK: Expiación
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Él, a su vez, le describía la plaza de armas, el campo de tiro, los ejercicios, las «novatadas», el cuartel. No cumplía los requisitos para la instrucción de oficial, por suerte, porque tarde o temprano toparía en el comedor de oficiales con alguien que conociese su pasado. Entre los soldados rasos era un hombre anónimo, y resultó que haber estado en la cárcel confería cierto prestigio. Descubrió que se había adaptado bien a un régimen castrense, a los terrores de la inspección del equipo y a doblar las mantas en cuadrados concretos, con las etiquetas alineadas. A diferencia de sus compañeros, no consideraba que la comida fuera mala. Los días, aunque fatigosos, eran muy variados. Las marchas a campo traviesa le causaban un placer que no se atrevía a expresar a los demás reclutas. Estaba ganando peso y fortaleza. Su educación y su edad le eran adversos, pero su pasado compensaba esto y nadie le buscaba las cosquillas. Por el contrario, le tenían por un perro viejo y avisado, que conocía las mañas de «ellos» y que te echaba una mano a la hora de rellenar un impreso. Al igual que Cecilia, limitaba sus cartas a las tareas diarias, interrumpidas por una anécdota graciosa o alarmante: el recluta que salía a desfilar sin una bota; la oveja que irrumpía corriendo en el cuartel y a la que nadie lograba echar el guante, el sargento instructor que a punto estuvo de resultar herido en el campo de tiro.

Pero había una evolución exterior, una sombra a la que él no tenía más remedio que aludir. El año antes, después de Munich, estaba seguro, como todo el mundo, de que habría guerra. Estaban acelerando e intensificando la instrucción, y ampliando otro campamento para acoger a más reclutas. Su inquietud no procedía del combate en que tal vez participase, sino de la amenaza al sueño de Wiltshire. Ella reflejaba los mismos temores con sus descripciones de trámites de emergencia en el hospital: más camas, cursillos especiales, ejercicios de urgencia. Pero para los dos había también algo fantástico en todo aquello, remoto aunque posible. Otra vez no, decía mucha gente. Y ellos dos seguían aferrándose a sus esperanzas.

Había otro asunto, más cercano, que preocupaba a Robbie. Cecilia no había hablado con sus padres, con su hermano o con su hermana desde noviembre de 1935, cuando Robbie fue condenado. No les escribía ni quería que conociesen su dirección. Las cartas le llegaban a través de la madre de él, que había vendido el bungalow y se había trasladado a otro pueblo. Por medio de Grace, Cecilia comunicó a su familia que se encontraba bien y que no quería que se pusieran en contacto con ella. Leon había ido al hospital un día, pero ella no habló con él. Leon esperó toda la tarde delante de las puertas. Cuando ella le vio, se refugió dentro hasta que él se fue. A la mañana siguiente estaba ante la puerta de la residencia de enfermeras. Ella pasó de largo sin mirarle siquiera. Leon la agarró del codo, pero ella se zafó y siguió andando, exteriormente indiferente a su súplica.

Robbie sabía mejor que nadie cuánto amaba ella a su hermano, lo próxima que se sentía a su familia y lo mucho que la casa y el parque significaban para ella. El no podría volver nunca, pero le apenaba pensar que Cecilia estaba destruyendo por su culpa una parte de sí misma. Transcurrido un mes de instrucción, él se lo dijo. No era la primera vez que habían abordado el tema, pero la cuestión era cada vez más clara.

Ella le escribió en respuesta: «Se pusieron en tu contra, todos ellos, incluso mi padre. Cuando arruinaron tu vida estropearon la mía. Optaron por creer el testimonio de una niña estúpida e histérica. De hecho, la animaron no dándole ocasión de rectificar. Ella tenía entonces trece años, lo sé, pero no quiero volver a hablar con ella. En cuanto a los demás, no puedo perdonarles lo que hicieron. Ahora que me he alejado empiezo a comprender el esnobismo que esconde su idiotez. Mi madre nunca te perdonó tus notas brillantes. Mi padre prefirió enfrascarse en su trabajo. Leon reveló ser un cretino risueño y pusilánime que se puso de parte de todos los demás. Cuando Hardman decidió encubrir a Danny, nadie de mi familia quiso que la policía le hiciera las preguntas obvias. La policía te tenía a ti para acusarte. No quería que el caso se le complicase. Sé que parezco amarga, pero, querido mío, no quiero serlo. Soy francamente feliz con mi nueva vida y mis nuevas amistades. Siento que ahora respiro. Y sobre todo, vivo por ti. Seamos realistas, había que elegir: o tú o ellos. ¿Cómo elegir a los dos? No tuve un solo instante de duda. Te quiero. Creo en ti totalmente. Eres lo que más amo, la razón de mi vida. Cee.»

Se sabía de memoria estas últimas líneas y ahora las musitó en la oscuridad. La razón de mi vida. No de vivir, sino de la vida. Ahí estaba el quid. Y ella era la razón de su vida, y el porqué debía sobrevivir. Yacía de costado, mirando hacia donde creía que estaba la entrada del granero, aguardando los primeros indicios de luz. Estaba demasiado inquieto para dormir ahora. Lo único que quería era caminar hacia la costa.

No tuvieron la casa campestre en Wiltshire. Tres semanas antes de terminar la instrucción, fue declarada la guerra. La reacción militar fue automática, como los reflejos de una almeja. Todos los permisos fueron anulados. Algún tiempo después, dijeron que estaban «aplazados». Dieron una fecha, la cambiaron, la anularon. Luego, veinticuatro horas antes, distribuyeron pases para el tren. Dispusieron de cuatro días hasta que él hubo de incorporarse a su nuevo regimiento. Corría el rumor de que los trasladarían. Ella había intentado reorganizar las fechas de sus vacaciones, y lo consiguió en parte. Cuando lo intentó otra vez, no pudieron cambiárselas. Cuando llegó la postal de Robbie, en la que le comunicaba su llegada, ella estaba de camino hacia Liverpool, para un cursillo sobre la terapia de los traumas graves en el hospital Alder Hey. El día en que él llegó a Londres trató de seguirla hacia el norte, pero los trenes eran lentísimos. Tenía prioridad el tráfico militar que se dirigía al sur. En la estación de New Street de Birmingham perdió una conexión y el siguiente tren fue suprimido. Tendría que esperar hasta el día siguiente. Deambuló por los andenes durante media hora, en un torbellino de indecisión. Por último, optó por regresar. Presentarse tarde en el regimiento era una falta grave.

Cuando ella volvió de Liverpool, él estaba desembarcando en Cherburgo y ante él se extendía el invierno más insulso de su vida. Los dos, por supuesto, estaban consternados, pero ella consideró un deber actuar de un modo positivo y apaciguador. «No voy a marcharme,» le escribió, en su primera carta después de Liverpool. «Te esperaré. Vuelve.» Se estaba citando a sí misma. Sabía que él se acordaría. A partir de entonces, terminaba así todas sus cartas a Robbie en Francia, hasta la última de todas, que llegó justo cuando dieron la orden de regresar a Dunkerque.

Fue un largo y crudo invierno para la fuerza expedicionaria británica en el norte de Francia. No ocurrió mucho más. Cavaron trincheras, aseguraron vías de suministro y les mandaron hacer ejercicios nocturnos, absurdos para la infantería, pues no les explicaron su finalidad y había escasez de armas. Cuando estaba de permiso, cada uno de los hombres era un general. Hasta el último soldado raso estaba persuadido de que la guerra no volvería a librarse en las trincheras. Pero el armamento antitanques que esperaban no llegó nunca. De hecho, tenían pocas armas pesadas. Fue una época de aburrimiento y de partidos de fútbol contra otras unidades, de marchas que duraban todo el día por carreteras rurales con todo el equipo a cuestas, sin nada más que hacer durante horas que seguir el paso y soñar despiertos al compás de las botas sobre el asfalto. Se extraviaba en pensamientos sobre ella y proyectaba la carta siguiente, refinando las frases, procurando hallar comicidad en el tedio.

Puede que fueran los primeros destellos de verde en los senderos franceses, y la neblina de campánulas vislumbradas en los bosques lo que le hizo sentir la necesidad de reconciliación y de un recomienzo. Resolvió que trataría de convencerla de nuevo de que estableciese contacto con sus padres. No hacía falta que les perdonase, ni que recitase los antiguos argumentos. Bastaría con escribirles una carta breve y sencilla, informándoles de dónde estaba y de quién era. ¿Quién sabía los cambios que podrían producirse en los años venideros? El sabía que si ella no hacía las paces con sus padres antes de que uno de los dos muriera, a Cecilia nunca dejaría de remorderle la conciencia. Él no se perdonaría nunca a sí mismo si no la exhortaba a hacerlo.

De modo que le escribió en abril, y la respuesta de ella no le llegó hasta mediados de mayo, cuando finalmente ya se estaban replegando sobre sus propias líneas, no mucho antes de que llegara la orden de retirada completa hasta el Canal. No había habido contacto con el fuego enemigo. Ahora tenía la carta en el bolsillo superior de su guerrera. Era la última que había recibido de ella antes de que se desmoronase el sistema de reparto de correo.

No iba a hablarte de esto ahora. Todavía no sé lo que pensar y quería esperar a que estuviéramos juntos. Ahora que he recibido tu carta, no tiene sentido no decírtelo. La primera sorpresa es que Briony no está en Cambridge. No fue el pasado otoño, no ocupó su plaza. Me asombró porque el doctor Hall me había dicho que la esperaban. La otra sorpresa es que está estudiando enfermería en mi antiguo hospital. ¿Te imaginas a Briony con una cuña? Me imagino que todos dijeron lo mismo de mí. Pero es una fantasiosa, como sabemos a nuestras expensas. Compadezco al paciente al que le ponga una inyección. Su carta es confusa y confunde. Quiere que nos veamos. Está empezando a entender el pleno alcance de lo que hizo y sus consecuencias. Es evidente que el no haber ido a la universidad tiene algo que ver en esto. Dice que quiere ser útil de una fqrma práctica. Pero tengo la impresión de que ha elegido la enfermería como una especie de penitencia. Quiere venir a verme y que hablemos. Podría equivocarme, y por eso quería esperar a hablar de esto contigo en persona, pero creo que quiere retractarse. Creo que quiere cambiar su testimonio y hacerlo de un modo oficial o jurídico. Quizás ni siquiera sea posible, ya que tu apelación fue rechazada. Debemos conocer mejor las leyes. Quizás debería consultar a un abogado. No quiero que concibamos esperanzas en vano. Tal vez ella no tenga intención de hacer lo que creo, o quizás no esté dispuesta a llevarlo a cabo. Recuerda lo soñadora que es.

No haré nada hasta que tenga noticias tuyas. No te habría dicho nada de esto, pero cuando me escribiste para repetirme que debería contactar con mis padres (admiro tu espíritu generoso), tenía que decírtelo porque la situación podía cambiar. Aunque no sea jurídicamente posible que Briony vaya a ver a un juez y le diga que se lo ha pensado mejor, al menos puede contárselo a mis padres. Luego que ellos decidan lo que quieren hacer. Si son capaces de escribirte una disculpa como es debido, quizás podamos comenzar desde otro punto de partida.

Pienso continuamente en Briony. Estudiar enfermería, cortar las relaciones con su ambiente es un paso más grande para ella de lo que fue para mí. Yo por lo menos cursé mis tres años de Cambridge, y tenía un motivo evidente para repudiar a mi familia. Ella también debe de tener sus razones. No puedo negar que tengo curiosidad por conocerlas. Pero estoy esperando, querido mío, a que me digas lo que piensas. Sí, y, por cierto, ella me ha dicho también que Cyril Connolly, del
Horizon
, ha rechazado un escrito suyo. Así que, por lo menos, alguien es capaz de poner coto a sus desdichadas fantasías.

¿Te acuerdas de aquellos gemelos prematuros de los que te hablé? El más pequeño ha muerto. Ocurrió de noche, cuando yo estaba de guardia. La madre se llevó un disgusto enorme. Nos dijeron que el padre era peón de albañil, y supongo que esperábamos un sujeto insolente con un pitillo colgando del labio. Había estado en East Anglia con unos constructores asignados al ejército, construyendo defensas costeras, y por eso llegó tan tarde al hospital. Resultó ser un tipo muy guapo, de diecinueve años, más de un metro ochenta de alto, de pelo rubio caído sobre la frente. Tiene un pie zopo, como Byron, y por eso no se había alistado. Jenny dijo que parecía un dios griego. Fue de lo más dulce y amable y paciente consolando a su joven esposa. Nos conmovió a todos. Lo más triste fue que estaba consiguiendo tranquilizarla cuando terminó el tiempo de la visita y vino la monja y le obligó a marcharse con todos los demás. Conque tuvimos que apechugar con lo otro. Pobre chica. Pero eran las cuatro, y las reglas son las reglas.

Salgo pitando con esta carta para la estafeta de Balham, a ver si tengo la suerte de que cruce el Canal antes del fin de semana. Pero no quiero acabar con una nota triste. En realidad estoy muy emocionada por la noticia sobre mi hermana y lo que podría representar para nosotros. Me divirtió tu historia sobre las letrinas de los sargentos. Les leí ese pasaje a las chicas y se partían de risa. Me alegro muchísimo de que el oficial de enlace haya sabido que hablas francés y te haya encomendado una tarea donde aprovecharlo. ¿Por qué ha tardado tanto en enterarse? ¿No se lo dijiste? Tienes razón en lo del pan francés: diez minutos después, vuelves a tener hambre. Todo aire y ninguna sustancia. Balham no es tan malo como te dije, pero te contaré más la próxima vez. Te adjunto un poema de Auden sobre la muerte de Yeats que he recortado de un
London Mercury
del año pasado. Iré a ver a Grace este fin de semana y buscaré tu Housman en las cajas. Tengo que darme prisa. Pienso en ti cada minuto. Te quiero. Te esperaré. Vuelve. Cee.

Le despertó la presión suave de una bota contra la región lumbar.

—Vamos, jefe. Quinto levanta.

Se incorporó y miró su reloj. La entrada del granero era un rectángulo de un negro azulado. Calculó que había dormido menos de cuarenta y cinco minutos. Mace, diligentemente, vació de paja los sacos y desarmó la mesa. Sentados en silencio sobre balas de heno, fumaron el primer cigarrillo del día. Al salir fuera encontraron un tarro de arcilla con una pesada tapadera de madera. Dentro, envueltos en un paño de gasa, había una barra de pan y un pedazo de queso. Turner dividió allí mismo las provisiones, con un cuchillo de caza.

—Por si nos separamos —murmuró.

Ya había una luz encendida en la granja y los perros ladraron como locos cuando se alejaban. Saltaron una cancilla y empezaron a cruzar el campo en dirección al norte. Al cabo de una hora hicieron un alto en un bosquecillo para beber de las cantimploras y fumar. Turner estudió el mapa. Los primeros bombarderos volaban ya muy alto, una formación de unos cincuenta Heinkels que se dirigían hacia la costa. El sol despuntaba y había pocas nubes. Un día perfecto para la Luftwaffe. Caminaron otra hora en silencio. Como no había camino, eligieron el trayecto por medio de la brújula, a través de campos de vacas y ovejas, tulipanes y trigo joven. Apartados de la carretera, no estaban tan a salvo como él pensaba. En un pasto de ganado había cráteres de bombas, y fragmentos de carne y piel manchada desperdigados por una extensión de cien metros. Pero los tres estaban enfrascados en sus pensamientos y ninguno habló. A Turner le preocupaba el mapa. Conjeturó que estaban a cuarenta kilómetros de Dunkerque. Cuanto más se aproximaran, más difícil sería mantenerse alejados de las carreteras. Todo convergía. Había que vadear ríos y canales. Si tenían que dirigirse a los puentes, volver a atajar a campo traviesa sólo sería una pérdida de tiempo.

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