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Authors: Ian McEwan

Expiación (27 page)

BOOK: Expiación
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Jean-Marie dijo:

—Entonces es verdad lo que dicen. Se están retirando.

—Volveremos —dijo Turner, pero no se lo creía ni él mismo.

El vino estaba haciendo efecto en el cabo Nettle. Empezó un deshilvanado elogio sobre lo que llamó el «panecillo gabacho»: lo abundante, lo disponible, lo delicioso que era. Todo era puro cuento. Los hermanos miraron a Turner.

—Dice que las francesas son las mujeres más bellas del mundo.

Ellos asintieron con solemnidad y alzaron los vasos.

Guardaron silencio un rato. La velada casi había llegado a su fin. Escucharon los sonidos nocturnos a los que ya se habían habituado —el retumbo de la artillería, disparos perdidos a lo lejos, una explosión estruendosa en la distancia—, probablemente zapadores que volaban un puente en la retirada.

—Pregúntales por su madre —sugirió el cabo Mace—. Aclaremos eso.

—Éramos tres hermanos —explicó Henri—. El mayor, Paul, el primogénito, murió cerca de Verdún en 1915. Alcanzado de lleno por un proyectil. No se pudo enterrar nada más que su casco. Nosotros dos tuvimos suerte. Salimos indemnes, sin un rasguño. Desde entonces ella siempre ha odiado a los soldados. Pero ahora tiene ochenta y tres años y está perdiendo la cabeza, y está obsesionada con eso. Franceses, ingleses, belgas, alemanes. No hace distinciones. Todos son iguales para ella. Tememos que cuando vengan los alemanes salga a recibirlos con una horqueta y la maten de un tiro.

Fatigosamente, los hermanos se pusieron en pie. Los soldados hicieron lo mismo.

Jean-Marie dijo:

—Les ofreceríamos hospitalidad en nuestra mesa de la cocina. Pero para eso tendríamos que encerrar con llave a mi madre en su cuarto.

—Ha sido un magnífico banquete —dijo Turner.

Nettle estaba cuchicheando algo al oído de Mace, y éste asentía. Nettle sacó de su petate dos cartones de tabaco. Por supuesto, era lo menos que podían hacer. Los franceses hicieron un gesto cortés de negativa, pero Nettle rodeó la mesa y les encajó los cartones debajo del brazo. A Turner le pidió que tradujera.

—Deberían haberlo visto, cuando dieron la orden de destruir los estancos. Veinte mil cigarrillos. Cogimos los que quisimos.

Un ejército entero huía hacia la costa, armado con cigarrillos para combatir el hambre.

Los franceses dieron las gracias educadamente, felicitaron a Turner por su dominio del francés y luego se inclinaron sobre la mesa para meter dentro de la bolsa las botellas y los vasos vacíos. Nadie fingió que volverían a verse.

—Nos iremos con las primeras luces —dijo Turner—. Así que nos despedimos ahora.

Se estrecharon las manos.

Henri Bonnet dijo:

—Los combates que vivimos hace veinticinco años. Todos aquellos muertos. Y ahora los alemanes están otra vez en Francia. Dentro de dos días llegarán aquí y se llevarán todo lo que tenemos. ¿Quién lo hubiese creído?

Turner sintió por primera vez la completa ignominia de la retirada. Estaba avergonzado. Dijo, aún con menos convicción que antes:

—Los expulsaremos, se lo prometo.

Los hermanos asintieron y, con sonrisas finales de despedida, abandonaron el débil círculo de luz de la vela y atravesaron la oscuridad hacia la puerta abierta del granero, y mientras salían los vasos tintineaban contra las botellas.

Durante largo tiempo, tumbado de espaldas, Turner estuvo fumando y mirando la negrura del cavernoso tejado. Los ronquidos de los cabos formaban un contrapunto. Estaba exhausto, pero no tenía sueño. Le incomodaba cada punzada precisa y tensa de la herida. Tuviera lo que tuviese dentro, era afilado y estaba cerca de la superficie, y deseaba tocarlo con la punta de un dedo. La extenuación le volvía vulnerable a los pensamientos que quería evitar. Estaba pensando en el chico francés dormido en su cama, y en la indiferencia con que unos hombres podían arrojar bombas sobre un paisaje. O descargarlas sobre una casa dormida junto a la vía del tren, sin saber o sin importarles quién vivía allí abajo. Era un proceso industrial. Había visto en acción a las unidades de su propio ejército, grupos estrechamente ensamblados, que trabajaban a todas horas, orgullosos de la rapidez con que podían instalar una batería, y orgullosos de su disciplina, ejercicios, instrucción y trabajo de equipo. No necesitaban ver el resultado final: un chico desaparecido. Esfumado. Mientras formaba esta palabra en sus pensamientos, el sueño le iba— venciendo, pero sólo unos segundos. Luego despertaba en el catre, de espaldas, mirando a la oscuridad de su celda. Sentía que estaba otra vez allí. Podía oler el suelo de cemento, y la orina del cubo y el esmalte de las paredes, y oír los ronquidos de los hombres a lo largo de la hilera. Tres años y medio de noches parecidas, sin poder dormir, pensando en otro chico desaparecido, otra vida esfumada que había sido la suya, y esperando al alba, y vaciar el recipiente y otro día malgastado. No sabía cómo había sobrevivido a aquella estupidez cotidiana. La estupidez y la claustrofobia. La mano que le apretaba la garganta. Estar aquí, guarecido en un granero, con un ejército en desbandada, donde una pierna de un niño en un árbol era algo de lo que los hombres normales podían no hacer caso, donde todo un país, toda una civilización estaba a punto de derrumbarse, era mejor que estar allí, en un camastro estrecho, bajo una tenue luz eléctrica, sin esperar nada. Aquí había valles boscosos, arroyos, luz de sol sobre los álamos que no podían quitarle, a menos que lo matasen. Y había esperanza. Te esperaré. Vuelve. Había una posibilidad, al menos eso, de volver. Tenía en el bolsillo la última carta de ella y su nueva dirección. Por eso tenía que sobrevivir, y valerse de su astucia para apartarse de las carreteras principales donde los bombarderos trazaban círculos en el cielo como aves de presa.

Más tarde, se levantó de debajo del abrigo, se calzó las botas y recorrió a tientas el granero para ir a aliviarse fuera. Estaba mareado de cansancio, pero todavía no conciliaba el sueño. Haciendo caso omiso de los gruñidos de los perros, recorrió una vereda hasta una pendiente de hierba para observar los fogonazos en el cielo del sur. Era la tormenta inminente de las unidades blindadas alemanas. Se tocó el bolsillo superior, donde tenía envuelto el poema que ella le había enviado en su carta.
En la pesadilla de la oscuridad, todos los perros de Europa ladran
. Las restantes cartas estaban guardadas en el bolsillo abotonado del interior del abrigo. Poniéndose de pie sobre la rueda de un remolque abandonado pudo ver otras partes del cielo. Había fogonazos de artillería en todas partes, salvo en el norte. El ejército derrotado recorría un pasillo que tenía que estrecharse y que no tardarían en cortar. Los rezagados no tendrían ocasión de escapar. En el mejor de los casos, de nuevo la prisión. Un campo de prisioneros. Esta vez no aguantaría. Cuando Francia cayese, la guerra no tendría fin. No habría cartas de ella, no habría regreso. No podría negociar una liberación anticipada a condición de alistarse en la infantería. Nuevamente la mano en la garganta. La perspectiva sería la de mil o miles de noches encarcelado, repasando insomne el pasado, aguardando a reanudar su vida, si alguna vez conseguía reanudarla. Quizás lo sensato fuese marcharse ahora, antes de que fuera demasiado tarde, y caminar día y noche hasta llegar al Canal. Escabullirse, abandonar a su suerte a los cabos. Se volvió, empezó a bajar la cuesta y se lo pensó mejor. Apenas veía el suelo que tenía delante. No avanzaría en la oscuridad y era fácil romperse una pierna. Y quizás los cabos no fuesen tan imbéciles: Mace con sus colchones de paja, Nettle con su regalo de tabaco a los hermanos Bonnet.

Guiado por sus ronquidos, volvió a la cama. Pero seguía sin llegar el sueño, o le llegaba en rápidas zambullidas de las que emergía aturdido por pensamientos que no podía elegir ni controlar. Los viejos recuerdos le perseguían. Rememoró otra vez su único encuentro con ella. Seis días después de salir de la cárcel, un día antes de presentarse cerca de Aldershot para el servicio. Cuando concertaron una cita en el salón de té Joe Lyons, en el Strand, en 1939, llevaban sin verse tres años y medio. Llegó temprano al local y se sentó en un rincón que dominaba la puerta. La libertad era aún algo nuevo. El ritmo y el trasiego, los colores de abrigos, chaquetas y faldas, las ruidosas y animadas conversaciones de los compradores del West End, el trato amistoso de la chica que le atendió, la espaciosa ausencia de amenaza: se recostó y disfrutó de la envolvente vida cotidiana. Sólo él podía apreciar su belleza.

Durante el tiempo de encierro, la única mujer autorizada a visitarle fue su madre. Para evitar que se sulfurara, dijeron. Cecilia le escribía todas las semanas. Enamorado de ella, deseoso de conservar la cordura por ella, estaba, por supuesto, prendado de sus palabras. Cuando le contestaba, simulaba que era el mismo de siempre, procuraba aparentar que estaba cuerdo. Por miedo a su psiquiatra, que actuaba también como censor de ambos, no podían mostrarse sensuales, ni siquiera cariñosos. La cárcel estaba considerada moderna e ilustrada, a pesar de su escalofrío Victoriano. Con precisión clínica, habían diagnosticado que la sexualidad de Robbie era morbosamente obsesiva, y que necesitaba tanta ayuda como corrección. No había que estimularle. Algunas cartas —tanto de él como de ella— fueron confiscadas a causa de alguna tímida expresión de afecto. En consecuencia, hablaban de literatura, y empleaban personajes a manera de códigos. En Cambridge, se habían cruzado en la calle sin detenerse. ¡Todos aquellos libros, todas aquellas parejas felices o trágicas de las que nunca habían hablado! Tristán e Isolda, el duque Orsino y Olivia (y también Malvolio), Troilo y Crésida, el señor Knightley y Emma, Venus y Adonis. Turner y Tallis. Una vez, desesperado, aludió a Prometeo, encadenado a una roca, con el hígado devorado todos los días por un buitre. En ocasiones ella era la paciente Griselda. Mencionar un «rincón tranquilo en una biblioteca» era una expresión cifrada que significaba el éxtasis sexual. Consignaban asimismo la pauta diaria, con aburrido y amoroso pormenor. El describía cada aspecto de la rutina carcelaria, pero nunca le hablaba de lo estúpida que era. Ya era bastante evidente. Nunca le dijo que temía hundirse. También estaba clarísimo. Ella nunca le escribió que le amaba, aunque lo habría hecho si hubiera creído que pasaría la censura. Pero él lo sabía.

Ella le dijo que había cortado toda relación con su familia. Nunca volvería a hablarles a sus padres, a su hermano ni a su hermana. El seguía de cerca todos sus pasos hacia su diploma de enfermera. Cuando ella le escribió: «Hoy he ido a la biblioteca a buscar el libro de anatomía del que te hablé. He encontrado un rincón tranquilo y he fingido que leía», él supo que ella se nutría de los mismos recuerdos que a él le consumían todas las noches debajo de delgadas mantas carcelarias.

Cuando ella entró en el salón con su capa de enfermera, él, despertando con un sobresalto de un sopor placentero, se levantó tan aprisa que derramó el té. Era consciente de que le quedaba grande el traje que su madre le había guardado. La chaqueta no parecía posarse en ningún punto de sus hombros. Se sentaron, se miraron, sonrieron y miraron a otro lado. Robbie y Cecilia habían hecho el amor durante años: por correo. En sus misivas cifradas habían intimado, pero qué artificial parecía ahora su cercanía al entablar una charla trivial, un desvalido catecismo de preguntas y respuestas corteses. A medida que la distancia se abría entre ellos, comprendieron lo lejos que habían ido en sus cartas. Habían imaginado y deseado aquel momento durante tanto tiempo que ahora no sabían evaluarlo. El había estado excluido del mundo, y carecía de confianza para retroceder en busca de un pensamiento más osado.
Te quiero, y me has salvado la vida
. Le preguntó por su alojamiento. Ella le habló de él.

—¿Y te llevas bien con tu casera?

No se le ocurrió nada mejor que decir, y temió el silencio que pudiera instaurarse, y la torpeza que sería un preludio del momento en que ella le dijera que había sido agradable volver a verse. Ahora tenía que volver al trabajo. Todo lo que tenían descansaba en unos pocos minutos, años atrás, en una biblioteca. ¿No era demasiado endeble? Bien podía ella reconvertirse en una especie de hermana. ¿Estaba decepcionada? Él había adelgazado. Había encogido en todos los sentidos. La cárcel le hizo despreciarse a sí mismo, mientras que ella seguía tan adorable como él la recordaba, especialmente con su uniforme de enfermera. Pero ella también estaba nerviosísima, incapaz de sortear las sandeces. Trataba de mostrarse frivola sobre el mal genio de su casera. Al cabo de unos cuantos comentarios parecidos, en realidad ella miraba al pequeño reloj que llevaba colgado encima de su pecho izquierdo, y le decía que faltaba poco para que terminase la pausa del almuerzo. Habían estado juntos media hora.

Él la acompañó hasta la parada del autobús en Whitehall. En los preciosos minutos finales él le escribió su dirección, una fría sucesión de siglas y números. Le explicó que no tendría un permiso hasta que terminara la instrucción básica. Después, le concederían dos semanas. Ella le miraba, moviendo la cabeza con cierta exasperación, y luego, por fin, él le tomó la mano y se la estrechó. El gesto tenía que transmitir todo lo que no había sido dicho, y ella respondió, a su vez, con una presión de la mano. Llegó el autobús y ella no la soltó. Estaban frente a frente. Él la besó, ligeramente al principio, pero se acercaron y, cuando sus lenguas entraron en contacto, una parte incorpórea de él mismo lo agradeció abyectamente, porque sabía que ahora tenía un recuerdo atesorado al que recurrir en los meses siguientes. Lo recreaba ahora, en un granero francés, de madrugada. Estrecharon el abrazo y siguieron besándose mientras la gente de la cola pasaba por delante. Algún gracioso graznó algo en el oído de Robbie. Ella lloraba sobre su mejilla, y entristecida aplastaba los labios contra los de Robbie. Llegó otro autobús. Ella se despegó, le presionó la muñeca y subió sin decir una palabra y sin mirar atrás. Él la vio sentarse en un asiento y cuando el autobús arrancó cayó en la cuenta de que debería haberla acompañado hasta el hospital. Había desperdiciado minutos de su compañía. Tenía que aprender de nuevo el modo de pensar y de actuar por sí mismo. Echó a correr a lo largo de Whitehall, con la esperanza de alcanzarla en la parada siguiente. Pero el autobús estaba ya muy lejos y no tardó en perderse hacia Parliament Square.

Siguieron carteándose todo el tiempo que duró la instrucción. Liberados de la censura y de la necesidad de ser inventivos, actuaban con cautela. Impacientados por la vida epistolar, conscientes de las dificultades, se guardaban de ir más allá de cogerse las manos y darse un único beso en una parada de autobús. Decían que se amaban, empleaban «cariño» y «queridísima», y sabían que su futuro radicaba en estar juntos, pero se abstenían de intimidades más explícitas. Ahora se trataba de permanecer en contacto hasta aquellas dos semanas. Por medio de una amiga de Girton, ella encontró en Wiltshire una casa de campo que podrían prestarles, y aunque apenas pensaban en otra cosa en los ratos de asueto, procuraban no divagar al respecto en sus cartas. Por el contrario, hablaban de sus rutinas respectivas. Ella estaba ahora en el pabellón de maternidad, y cada día deparaba milagros ordinarios, así como instantes dramáticos o hilarantes. También había tragedias, comparadas con las cuales sus propios problemas se reducían a nada: niños que nacían muertos, madres que morían, hombres jóvenes llorando en los pasillos, madres adolescentes desorientadas y abandonadas por sus familias, deformidades infantiles que producían amor y vergüenza en dosis confusas. Cuando ella le relataba un desenlace feliz, el momento en que la batalla había concluido y una madre extenuada cogía a su hijo en brazos por primera vez y contemplaba extasiada una cara nueva, era la tácita evocación del porvenir de Cecilia, el que habría de compartir con Robbie, lo que confería a la carta un poder sencillo, si bien, a decir verdad, él pensaba menos en el nacimiento que en la concepción.

BOOK: Expiación
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