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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

Fantasmas (27 page)

BOOK: Fantasmas
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Acabábamos de empezar nuestra vida adulta y estábamos dando los primeros pasos de vida en común. En aquellos días, cuando yo hablaba de nuestros niños dando de comer a las focas Angie me miraba de una forma que me hacía sentir vagamente convencido e intensamente esperanzado... esperanzado respecto a mí y a lo que acabaría siendo. Angie tenía unos ojos inmensos, no muy diferentes de los de una foca, castaños y con unos círculos dorados brillantes alrededor de sus pupilas. Me miraba sin pestañear, escuchándome con los labios entreabiertos, tan atenta como lo haría un niño con su cuento favorito antes de dormirse.

Pero después de ser arrestado por conducir borracho, la más mínima mención de Alaska la hacía poner caras raras. Que me arrestaran también me hizo perder el trabajo, lo cual, he de admitirlo, no supuso una gran pérdida, puesto que no era más que un empleo temporal como repartidor de pizzas, y Angie luchaba por pagar las facturas. Estaba preocupada y no compartía su preocupación conmigo, sino que me evitaba siempre que podía, algo difícil, pues compartíamos un apartamento de tres habitaciones.

Yo seguía sacando el tema de Alaska de vez en cuando, tratando de atraerla de nuevo a mi lado, pero eso sólo servía para enfadarla aún más. Decía que si yo no era capaz de mantener el apartamento limpio estando en casa solo todo el día, ¿cómo estaría nuestro refugio? Se imaginaba a nuestros hijos jugando entre montones de caca de perro, con el porche delantero hundido, motos de nieve oxidadas y chuchos famélicos sueltos por el jardín. Decía que oírme hablar de aquello le daba ganas de gritar, tan patético era, tan ajeno a la realidad. Decía que temía que yo tuviera un problema, tal vez alcoholismo, o depresión clínica, y que debería ver a alguien, aunque no tuviéramos dinero para ello.

Nada de esto explica por qué me dejó, por qué se marchó sin avisar. No fueron el juicio, ni mis problemas con la bebida ni mi falta de metas. La verdadera razón de que rompiéramos fue más terrible que todo eso, tan terrible que éramos incapaces de hablar de ella. Si Angie la hubiera sacado a colación yo me habría burlado de ella. Y además yo no podía hacerlo, porque mi política consistía en que nunca había sucedido.

Me encontraba preparando la cena (un desayuno en realidad: huevos y beicon), cuando Angie llegó del trabajo. Siempre me gustaba tener la cena preparada cuando ella llegaba, era parte de mi plan para demostrarle que no era un caso perdido. Le dije que cuando estuviéramos en el Yukón tendríamos nuestros propios cerdos, ahumaríamos nuestro propio beicon y mataríamos un lechón para la cena de Navidad. Me dijo que eso ya no le hacía gracia. No fue tanto lo que dijo, sino cómo lo dijo. Yo le canté la canción de
El señor de las moscas
—mata el cerdo, bébete su sangre— en un intento de hacerle reír por algo que desde el principio no había tenido ninguna gracia, y ella dijo en voz muy alta: «Para, haz el favor de parar». Llegado este momento dio la casualidad de que yo tenía un cuchillo en la mano, que había usado para abrir el paquete de beicon, y ella estaba apoyada en la encimera de la cocina, a unos pocos metros. De repente una imagen vivida se formó en mi cabeza, me imaginé girándome y cortándole la garganta con el cuchillo. En mi imaginación la vi llevarse la mano a la garganta, con sus ojos de bebé foca desorbitados por el asombro, vi sangre de color de zumo de grosella empapando su jersey de cuello de pico.

Y mientras tenía estos pensamientos miré su garganta, y después sus ojos. Ella también me miraba y tenía miedo. Dejó su vaso de zumo de naranja muy despacio en el fregadero, dijo que no tenía hambre y que necesitaba echarse un rato. Cuatro días más tarde bajé a la esquina a comprar pan y leche y cuando volví se había marchado. Me llamó desde casa de sus padres y me dijo que necesitábamos separarnos por un tiempo.

Fue sólo un pensamiento. ¿Quién no ha tenido un pensamiento así alguna vez?

 

Cuando debía dos meses de alquiler y mi casero me amenazaba con ponerme de patitas en la calle con una orden judicial, decidí que era tiempo de mudarme. Mi madre estaba reformando la casa y le dije que quería ayudarla. Necesitaba hacer algo desesperadamente, no había trabajado en cuatro meses y tenía que presentarme ante el juez en diciembre.

Mi madre había tirado las paredes de mi antiguo dormitorio y quitado las ventanas. Los agujeros de la pared estaban cubiertos con plásticos y el suelo con trozos de escayola. Me instalé en el sótano, en una cama plegable que coloqué entre la lavadora y la secadora, y puse mi televisor en una caja de leche a los pies de la cama. No podía dejarla en el apartamento, la necesitaba para que me hiciera compañía.

Mi madre no era lo que se dice compañía. El primer día de mi vuelta a casa sólo me habló para decirme que no podía usar su coche. Si quería emborracharme y estrellar uno ya podía empezar a ahorrar. Casi toda su comunicación era no verbal. Cuando quería decirme que era hora de que me levantara, daba golpes al suelo del piso de arriba, que retumbaban en todo el sótano. Me hizo saber lo mucho que le disgustaba mi presencia con una mirada feroz, mientras, ayudada de una palanca, arrancaba los tablones del suelo de mi dormitorio, tirando de ellos con furia silenciosa, como si quisiera arrancar también todo rastro de mi infancia en aquella habitación.

El sótano estaba sin terminar, con el suelo de cemento picado y un laberinto de tuberías bajas colgando del techo, pero al menos tenía su propio cuarto de baño, una estancia insólitamente pulcra, con un suelo de linóleo con estampado floral y un bol de popurrí aromático sobre la cisterna. Cuando entraba a echar un pis podía cerrar los ojos, inhalar su aroma e imaginar la brisa meciendo las copas de los altos pinos del norte de Alaska.

Una noche, allí en el sótano me despertó un frío intenso; mi aliento flotaba, de color azul y plata, en el halo de luz del televisor, que me había dejado encendido. Me había bebido un par de cervezas antes de dormirme y tenía tal necesidad de orinar que me dolía. Normalmente dormía con un gran edredón cosido a mano por mi abuela, pero lo había manchado de comida china y echado a lavar, y nunca me acordaba de meterlo en la secadora. Para sustituirlo había saqueado el armario de la ropa blanca justo antes de acostarme, y me había hecho con varios cobertores que usaba cuando era pequeño, entre ellos, una abultada colcha azul decorada con personajes de
El imperio contraataca
y una manta roja con dibujos de aviones. Ninguna de las prendas por sí sola era lo suficientemente grande para cubrirme del todo, pero las había colocado superpuestas, una sobre los pies, otra para las piernas y la entrepierna y una tercera sobre el pecho. Me habían dado calor suficiente como para quedarme dormido, pero ahora se habían caído y cuando me desperté estaba encogido intentando entrar en calor, con las rodillas casi pegadas al pecho y los brazos alrededor de ellas. Los pies desnudos estaban destapados y no sentía los dedos, como si me los hubieran amputado por congelación.

Tenía la cabeza confusa y sólo estaba despierto a medias. Necesitaba orinar y entrar en calor, así que me levanté y caminé a tientas hasta el cuarto de baño con la manta más pequeña sobre mis hombros, para ahuyentar el frío. Tenía la sensación de estar todavía hecho una pelota con las rodillas pegadas al pecho, aunque, sin embargo, avanzaba. Sólo cuando me encontré frente al retrete buscando la bragueta de mis calzoncillos me di cuenta de que mis rodillas flotaban y que mis pies no tocaban el suelo, sino que colgaban a casi medio metro del retrete.

La habitación parecía dar vueltas, y por un momento me sentí mareado, no por el susto, sino por una especie de maravillada ensoñación. No estaba sorprendido; supongo que algo en mi interior había estado esperando, casi deseando aquel momento en que pudiera volar de nuevo.

Aunque volar no era exactamente lo que estaba haciendo, sino más bien flotar de forma controlada. Era otra vez un huevo, torpe y en equilibrio. Mis brazos se agitaban nerviosos a ambos lados del cuerpo, hasta que los dedos de una mano rozaron la pared y me ayudaron a estabilizarme.

Sentí una tela que se movía sobre mis hombros y bajé la vista con cuidado, temiendo que un movimiento repentino me devolviera al suelo. Por el rabillo del ojo vi el dobladillo brillante de una manta y un trozo de parche, con un emblema rojo y amarillo. La sensación de mareo me invadió de nuevo y me tambaleé en el aire. La manta se deslizó, al igual que aquel día casi catorce años atrás y cayó de mis hombros. En ese mismo instante me precipité al suelo golpeándome una rodilla con el retrete y metiendo una mano dentro, en el agua helada.

* * *

Me senté con la capa sobre las rodillas, estudiándola, mientras el resplandor plateado del amanecer iluminaba las ventanas del sótano.

Era aún más pequeña de lo que recordaba, del tamaño de una funda de almohada. El relámpago rojo de fieltro seguía cosido a la espalda, aunque un par de puntos se habían soltado y una de las esquinas del relámpago se había despegado. El parche de marine de mi padre seguía en su sitio, como un rayo contra un cielo de fuego.

Por supuesto que mi madre no la había mandado a la incineradora. Ella nunca tiraba nada, pues tenía la teoría de que todo podría necesitarlo más adelante. Acumular cosas era una manía, y no gastar dinero, una obsesión. No sabía nada de reformar casas, pero jamás se le habría pasado por la cabeza contratar a alguien para que la ayudara. Mi dormitorio acabaría destrozado y yo seguiría durmiendo en el sótano hasta que ella tuviera que usar pañales y yo ocuparme de cambiárselos. Lo que ella llamaba autosuficiencia era en realidad pura tacañería, y no pasó mucho tiempo antes de que me contagiara y renunciara a intentar ayudarla.

El dobladillo satinado de la capa era lo suficientemente largo como para que pudiera anudármela alrededor del cuello.

Estuve sentado largo rato en el borde de la cama, con los pies levantados como una paloma en un palomar, y con la manta que me llegaba a la mitad de la espalda. El suelo estaba a tan sólo un metro de mí, pero yo lo miraba como si estuviera a quince. Por fin me decidí y tomé impulso.

Mantuve el equilibrio. Me tambaleé inseguro hacia atrás y hacia delante, pero no me caí. El aire se me quedó en el diafragma y pasaron varios segundos hasta que conseguí expulsarlo, con un bufido equino.

Ignoré los tacones de mi madre golpeando el suelo del piso de arriba a las nueve de la mañana. Lo intentó de nuevo a las diez, esta vez abriendo la puerta y gritándome:« ¿Vas a levantarte de una vez?». Le grité que ya estaba levantado y era cierto: estaba a tres metros del suelo.

Para entonces llevaba horas volando... aunque, insisto, llamar volar a aquello trae a la cabeza una clase de imagen concreta, uno piensa en Superman. Imaginen, en lugar de eso, a un hombre sentado en una alfombra mágica con las rodillas apretadas contra el pecho. Ahora eliminen la alfombra mágica y tendrán una idea aproximada.

Tenía una sola velocidad, que podría calificarse de majestuosa. Flotaba como en un desfile. Todo lo que tenía que hacer para deslizarme hacia delante era mirar en esa dirección y allá que iba, propulsado por un gas poderoso, pero invisible, por la flatulencia de los dioses.

Al principio me costó girar, pero poco a poco aprendí a cambiar de dirección del mismo modo que uno rema en una canoa. Conforme me desplazaba por la habitación alargaba un brazo y encogía el otro. Y así, sin esfuerzo, viraba a izquierda o a derecha, dependiendo del remo metafórico que hundiera en el aire. Una vez pillé el truco, girar se convirtió en algo emocionante, como las cosquillas en la boca del estómago cuando uno entra acelerando en las curvas.

También podía elevarme inclinándome hacia atrás, como en un respaldo reclinable. La primera vez que lo intenté subí tan rápidamente que me golpeé la cabeza con una cañería y vi estrellitas y puntos negros delante de los ojos. Pero me reí y me froté el chichón que me estaba saliendo en plena frente.

Cuando por fin dejé de volar, casi llegado el mediodía, estaba exhausto y permanecí echado en la cama mientras todos los músculos me dolían por el esfuerzo de mantener las rodillas encogidas durante tanto tiempo. Me había olvidado de comer y estaba mareado e hipoglucémico. Pero incluso así, tumbado bajo las mantas en el sótano que poco a poco se volvía menos frío, me sentía flotar. Cerré los ojos y me dejé llevar a los infinitos confines del sueño.

 

A última hora de la tarde me quité la capa y subí a prepararme unos bocadillos de beicon. El teléfono sonó y lo descolgué automáticamente; era mi hermano.

—Dice mamá que no la estás ayudando arriba —dijo.

—Hola. Yo estoy bien, gracias. ¿Y tú?

—También me ha dicho que te pasas el día en el sótano viendo la televisión.

—No hago sólo eso —contesté, pareciendo más a la defensiva de lo que me habría gustado—. Y si tanto te preocupas por ella, ¿por qué no vienes a casa los fines de semana y haces de manitas en la obra?

—Cuando estás en tercero de Medicina no puedes cogerte un fin de semana cuando te apetece. Tengo que planear con antelación hasta cuándo voy al cuarto de baño. Un día de la semana pasada pasé diez horas en urgencias. Se había terminado mi turno, pero entró una mujer mayor con una fuerte hemorragia vaginal...

Al oír aquello me reí, una reacción a la que Nick respondió con un largo silencio de desaprobación. Después continuó.

—Me quedé una hora más hasta asegurarme de que estaba bien. Eso es lo que quiero para ti. Que hagas algo que te saque de tu pequeño mundo.

—Hago cosas.

—¿Qué cosas? A ver, por ejemplo, ¿qué has hecho hoy durante todo el día?

—Hoy... bueno, no ha sido un día muy normal. No he dormido en toda la noche. He estado... digamos que flotando de un lado a otro. —Reí otra vez sin poder evitarlo.

Nick se quedó callado unos segundos y después dijo:

—Si estuvieras en caída libre, Eric, ¿crees que te darías cuenta?

 

Salté del borde del tejado como se lanza un nadador desde el borde de una piscina al agua. El estómago me daba vueltas y me picaba la cabeza, un picor ardiente y helado al mismo tiempo, con todo el cuerpo agarrotado y esperando que llegara la caída libre. Éste es el fin de la historia, pensé, y se me ocurrió que toda aquella mañana volando en el sótano no había sido más que una ilusión, una fantasía esquizofrénica, y que ahora me caería y me rompería en pedazos, cuando la ley de la gravedad se impusiera. Pero en lugar de eso descendí, y después me elevé con mi capa de niño ondeando a mi espalda.

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