Fenris, El elfo (15 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Fenris, El elfo
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Intentó levantarse y llegó a caminar algunos pasos, pero las piernas le fallaron y cayó de rodillas al suelo. En ese momento, un relámpago iluminó el cielo... y la figura de un enorme e imponente humano que, plantado ante él, lo miraba fijamente, apuntándolo con una ballesta cargada.

—A...yúdame, por favor —pudo decir Ankris—. Estoy herido...

Los ojos del hombre no mostraban ninguna emoción. Ankris no lo sabía entonces, pero aquel rostro poblaría durante mucho tiempo sus peores pesadillas.

Su visión de elfo, que le permitía ver mejor que el humano en la oscuridad, le salvó la vida en esta ocasión. Porque vio claramente cómo el hombre disparaba la ballesta, y solo tuvo apenas un segundo para rodar por el suelo y esquivar la flecha, que se clavó en la tierra embarrada, peligrosamente cerca de su cara.

Ankris, horrorizado, sintió que multitud de preguntas acudían a su mente. Pero el instinto y el ansia de supervivencia lo obligaron a saltar para ocultarse entre los matorrales. Oyó gruñir al hombre tras él y, haciendo acopio de sus últimas fuerzas, se puso en pie y echó a correr bajo la lluvia.

La persecución fue breve, pero horrible para el elfo, quien, sin fuerzas, herido de muerte, se arrastraba como podía por el bosque, buscando desesperadamente un refugio. No sabía quién era aquel humano que lo perseguía implacablemente, pero no quería quedarse a averiguarlo. Jadeando, sintiendo que se le escapaba la vida gota a gota y sin fuerzas para plantar cara y luchar, la única ventaja que tenía sobre su perseguidor era su visión élfica, que le permitía orientarse mejor en la noche. Fue este el único motivo por el cual logró esquivar algunas flechas más. Pero, finalmente, una de ellas se clavó dolorosamente en su pierna derecha y lo hizo caer, cuan largo era, sobre un charco.

Agotado, Ankris no tuvo fuerzas para moverse ya. Quedó de bruces en el suelo, desangrándose, sujetando el puñal en la mano; pero sabía que aquella daga de plata no lo salvaría de su despiadado perseguidor y, por eso, sintiéndose derrotado, ya no se movió.

—Al fin te tengo, sabandija —gruñó el hombre.

Ankris oyó, por encima del murmullo de la lluvia que seguía cayendo sin piedad sobre los dos, cómo el humano cargaba su ballesta. Cerró los ojos y esperó.

Pero la muerte no llegó.

Hubo un sonido parecido a un siseo, y un grito de dolor. Ankris abrió los ojos y vio una sombra sobre él, y después la noche se iluminó con una extraña luz verdosa que parecía sobrenatural.

—Vámonos —dijo una voz seca en su oído.

Y Ankris ya no vio ni oyó nada más.

Los días siguientes los pasó consumido por la fiebre, cabalgando entre pesadillas en las que se mezclaban el granjero, Shi—Mae, el sabio, Aonia, el brujo, los soldados del rey y, por encima de todo, el rostro de ojos de piedra de aquel hombre lo suficientemente desalmado como para perseguir a un elfo malherido e indefenso por todo el bosque, como si fuese un animal.

Tardó bastante en abrir los ojos y, cuando lo hizo, se encontró en una choza desordenada pero cálida, tendido sobre una cama de hierbas. Un alegre fuego ardía en un rincón y al elfo le pareció ver que proyectaba sobre la pared la sombra de un lobo. Pero enseguida cayó de nuevo en su delirio y olvidó rápidamente lo que había visto, asimilándolo a las imágenes que aparecían en sus sueños.

Una vez abrió los ojos y se encontró en la cabaña que había creído ver en sueños. Solo que esta vez era consciente de estar despierto.

Era de día y la luz del sol se filtraba por la pequeña ventana. Junto a él, preparando algo en un caldero, se hallaba un hombre de cabellos grises, vestido con ropas pardas y tocado con un gorro que le cubría casi toda la cabeza.

—¿Dónde... estoy? —logró murmurar Ankris.

El hombre se volvió hacia él y lo miró, y el elfo sintió una extraña sensación de familiaridad, de empatia, a pesar de que estaba completamente convencido de que no lo había visto nunca.

—Estás en mi casa —dijo—. A salvo.

—Me... perseguían.

—No te preocupes por el Cazador. Ya me he encargado de él.

El Cazador... el rostro del hombre que había estado a punto de asesinarlo acudió de nuevo a su mente, y el elfo no pudo evitar un estremecimiento.

—¿Lo has... matado?

—No. Y no por falta de ganas, créeme. Pero de momento estás a salvo, así que descansa; lo necesitas.

Ankris quiso darle las gracias, pero el cansancio lo venció y volvió a sumirse en un agitado sueño.

La siguiente vez que despertó, el hombre seguía allí y le estaba cambiando las vendas del hombro.

—Fea herida —comentó en cuanto lo vio con los ojos abiertos—. Muy fea. Plata, ¿eh? Mala cosa. Tuviste suerte de que te encontrara.

—¿Quién eres?

—Un amigo. Pero, si lo prefieres, puedes llamarme Novan.

—Yo soy Ankris.

—Ankris, ¿eh?

—No; Ankris.

—Eso he dicho: Ankris.

El elfo no insistió. Ya se había dado cuenta, hacía tiempo, de que los humanos pronunciaban con mucha rudeza las musicales palabras élficas. Aquel en concreto no parecía ser una excepción.

Ankris pasó los siguientes días entre el sueño y la vigilia. Durante los momentos en que permanecía despierto, averiguó más cosas.

Novan era un mago, aunque no vistiera la túnica roja con la que solían ataviarse los de su clase. La cabaña que era su hogar se alzaba en un lugar de difícil acceso al otro lado de las montañas. Al intervenir para salvar al elfo había empleado un conjuro de ataque, pero, si bien había logrado herir al Cazador, su magia no le había causado tanto daño como esperaba.

—No pude entretenerme más, así que te saqué rápidamente de allí, utilizando el conjuro de teletransportación, que permite viajar instantáneamente...

—... a un lugar que hayas visto antes —asintió Ankris—. Sí, lo sé.

Novan lo miró con un brillo extraño en la mirada.

—¿Acaso eres un mago?

—No. Pero sí lo era alguien que estuvo muy cercano a mí.

Sonrió con tristeza al recordar cómo había visto a Shi—Mae practicando aquel hechizo. Era un conjuro muy útil, pero solo los magos expertos lograban realizarlo en cualquier situación; requería mucha concentración enviar la mente hacia el lugar de destino, y si el mago sentía miedo, nervios o ansiedad, el hechizo no funcionaba.

Por ello, Ankris miró a Novan con un nuevo respeto. O era un mago muy experimentado o tenía los nervios de acero... o, simplemente, no temía al Cazador.

—Al teletransportarte hasta aquí —prosiguió Novan—, he hecho que el Cazador pierda tu rastro. Tardará mucho en encontrarte.

Ankris preguntó por el Cazador, pero el mago no quiso hablar del tema hasta que el joven se sintió algo mejor. Cuando ya parecía que las heridas sanarían bien y Ankris recuperó parte de sus fuerzas perdidas, ambos mantuvieron una seria conversación en el porche, bajo la luz del atardecer.

—Mira esto —dijo el mago, enseñándole una flecha.

El elfo la cogió con precaución.

—¿Es del Cazador?

—Sí. Fíjate en la punta.

Ankris la observó de cerca.

—Plata.

—De la mejor calidad —asintió Novan—. Ese tipo es un profesional.

—¿Qué quieres decir?

—Que alguien lo contrató para matarte, muchacho. Ningún Cazador malgasta sus flechas por nada. Aunque este es especialmente sádico. Me refiero a lo de perseguirte por el bosque y todo eso. La mayoría de los Cazadores solo matan hombres—lobo las noches de luna llena. Es como una especie de código de honor, ¿sabes? Aunque, bien mirado, es una tontería, porque matando al lobo matan al hombre de todas formas. Pero en principio no abatirían a un licántropo con forma humana. O élfica, en tu caso.

Ankris se había quedado mirándolo con la boca abierta.

—¿Lo sabes?

El mago rió suavemente.

—Chico, claro que lo sé. En otro momento hablaremos de eso. Ahora me interesa saber quién ha contratado a un Cazador para matarte.

Ankris se estremeció.

—No me buscaba a mí.

—Claro que sí; llegó a la región poco después que tú. De hecho, en el pueblo ya sabían de su presencia cuando tú llamaste a la puerta de esa granja. Fueron a buscarlo en cuanto te atraparon.

—¿Cómo sabes...?

—He hecho averiguaciones. Dime, ¿no lo habías visto antes?

—No. Y, que yo sepa, nadie en tierras de humanos sabía hasta ahora que yo soy... lo que soy. Por eso no es posible que me esté persiguiendo a mí. No puede estar siguiéndome desde el Reino de los Elfos.

—¿Por qué no? ¿Nadie te odia allí?

Ankris entrecerró los ojos; las palabras de Shi—Mae en el juicio todavía resonaban en su mente. Pero... ¿le odiaba ella tanto como para enviar a un asesino tras sus pasos?

—Entiendo —asintió el mago al ver su expresión—. Tú y yo tenemos mucho de que hablar. Te queda mucho por aprender, Ankris.

—Lo dices mal —repitió el elfo por enésima vez—: es
Ankris...
tienes que hacer vibrar la «n»... y una «s» más silbante... y no pronuncies la «k» tan fuerte... y... no sé, también tiene que ver con el tono, lo dices todo igual, cuando en realidad una sílaba tiene un tono más alto que la otra... ¿entiendes?
Ankris.

—Rectifico: te queda mucho por aprender,
elfo.

Aquel día no le contó nada más, pero Ankris pronto averiguó más cosas. Días más tarde, el mago regresó a la cabaña después de una tarde en el bosque y arrojó a los pies del elfo un venado ensangrentado.

—¿Qué es esto?

—La cena.

Ankris se inclinó para examinarlo. Algo de gran tamaño había clavado sus enormes y afilados colmillos en la garganta del animal.

—¿Qué lo ha matado?

—Yo —respondió Novan con una torcida sonrisa.

Ankris pensó que era una broma. Aún no terminaba de captar el peculiar humor de los humanos, y mucho menos el del mago con el que compartía la cabaña. Pero apenas dos días después, de nuevo sentados en el porche, contemplando el atardecer, ambos mantuvieron otra conversación importante, y el elfo comprendió entonces que no se trataba de una broma, ni mucho menos.

—Pronto será luna llena —le explicó Ankris.

—¿Y qué?

—Que me transformaré. Y ya no tengo mi poción. Lo mejor será que me marche lejos, para asegurarme de que no te hago daño.

—¿Tú? ¿A mí? —se burló Novan—. Ya querría verte intentándolo, muchacho.

Ankris sintió que la ira lo llenaba por dentro.

—Tú no lo entiendes, mago. Soy un asesino. Soy una bestia salvaje todas las noches de luna llena. Yo que tú no bromearía con eso.

Novan le dirigió una sonrisa siniestra.

—Yo no bromeo con esas cosas, elfo. Y no me asusta nada de lo que hayas podido hacer. Porque te aseguro, amigo mío..., que yo soy cien veces peor.

Y, todavía con aquella sonrisa en los labios, Novan se levantó y retrocedió unos pasos.

Y entonces se transformó.

Ankris se levantó de un salto, espantado, mientras el cuerpo del mago se cubría de pelo negro, su rostro se transformaba en un hocico y sus manos en garras. Y cuando, bajo la forma de un enorme lobo, Novan volvió a mirar al elfo, pareció casi como si se riera.

—¿Sorprendido? —gruñó.

—Soy un Señor de los Lobos —le explicó más tarde, ya metamorfoseado en hombre, cuando ambos, sentados nuevamente en el porche, contemplaban las estrellas—. Eso quiere decir que soy un hombre—lobo capaz de controlar mis cambios.

Ankris recordó lo que su amigo el brujo le había contado al respecto.

—Pero se necesitan siglos para lograr tanto autodominio —dijo.

—Bueno, yo solo necesité ciento veinte años —al ver que Ankris lo miraba con sorpresa, Novan sonrió—. Y ahora tengo doscientos cincuenta y tres años. Ya ves, soy mayor que tú, a pesar de ser humano. ¿Cuál es tu edad? Algo más de un siglo, ¿verdad? No me mires así, elfo: soy un mago y conozco conjuros rejuvenecedores que alargan la vida. Aun así, no soy inmortal, y ya ves que tampoco soy precisamente un mozo. En cambio tú, cuando tengas mi edad, todavía serás joven, ¿me equivoco?

Ankris guardó silencio durante un momento, asimilando la información. Después, dijo:

—¿Eso quiere decir que puedes transformarte cuando lo deseas?

—Así es.

—Entonces, ¿por qué te transformas? Si yo hubiese logrado lo que tú, jamás volvería a ser un lobo.

—¿Eso crees? —Novan soltó una risita baja—. Pues te equivocas. El lobo es nuestro poder y nuestra fuerza, muchacho. La licantropía no es una maldición, sino un don.

Ankris lo miró horrorizado.

—Pero tú ya no matas, ¿verdad? Quiero decir... que no asesinas a otros humanos.

Novan se rió de nuevo.

—Qué divertido eres, mi querido elfo. ¿Qué te hace suponer eso?

—¡Pero puedes controlar tus cambios! —casi gritó Ankris—. ¡Puedes elegir dejar de ser un asesino!

—¿Puedo elegir... igual que has hecho tú? —se burló—. Sí, claro, chico, tú no eres un asesino y todo el mundo estará convencido de que tienes buenas intenciones. Como aquellos granjeros, que intentaron asesinarte a pesar de que tú les aseguraste que no eras peligroso, ni habías matado al muchacho del pueblo, ¿verdad?

Ankris comprendió, de pronto.

—Fuiste tú. Tú lo mataste.

Novan se encogió de hombros.

—Salí de caza. Y, si no lo hubiera hecho, tú ahora estarías muerto. ¿No lo habías pensado? El Cazador vino a buscarte y salió al bosque la última noche de luna llena. Y se pasó horas persiguiendo mis huellas, pensando que eran las tuyas. Gracias a eso no te encontró durmiendo en tu cueva, absolutamente indefenso. ¿Qué habría sucedido entonces, eh? Y no te equivoques: aunque odio a los Cazadores, no los culpo; ellos existen porque hay personas que los contratan. No importa que luches contra la bestia y la domines, para ellos siempre serás un monstruo.

—No es verdad —musitó Ankris, pálido—. Eres horrible, Novan.

El mago rió suavemente.

—Te invito a salir de caza este plenilunio, ¿qué me dices? ¿Te apuntas?

—Por supuesto que no —respondió inmediatamente Ankris, horrorizado.

A pesar de sus palabras, Novan regresó al pueblo a petición del elfo, para tratar de recuperar sus cosas. Cuando volvió, las noticias que traía no eran precisamente alentadoras.

—El sabio intentó impedirlo —le explicó—, pero no le hicieron caso: han quemado todas tus pertenencias en una hoguera en la plaza, como si estuvieran apestadas.

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