Fenris, El elfo (19 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Fenris, El elfo
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—Suéltame —jadeó, a duras penas— o disparo.

Los ojos de piedra del Cazador relampaguearon un breve instante. Retiró la mano del cuello del elfo, pero no la hoja del puñal, que seguía rozando su pecho.

—Parece que estamos en un callejón sin salida —dijo el Cazador.

—Eso parece. ¿Quién te ha contratado?

—Eso no es asunto tuyo.

—Quiero saber el nombre de la persona que me quiere muerto.

—Dada tu condición de bestia, yo diría que todo el mundo.

Ankris respiró hondo, pero no respondió.

—Poco importa su nombre, elfo —prosiguió el Cazador—, porque vas a morir de todas formas. Ninguna presa se me ha escapado jamás.

—Inténtalo y dispararé —gruñó Ankris—. A esta distancia no puedo fallar.

—Tampoco yo —sonrió el Cazador.

Rápido como el pensamiento, se echó a un lado y descargó el puñal sobre Ankris; pero este reaccionó a tiempo y logró esquivarlo y apretar el gatillo de la ballesta al mismo tiempo. La flecha fue a dar en el hombro del Cazador, que retrocedió y se la arrancó de su cuerpo sin una sola queja. Pero cuando fue a lanzarse sobre el elfo, descubrió que este, con sorprendente rapidez, había recuperado su arco y ya tenía una flecha preparada y apuntando a su corazón.

—No quieres matarme, elfo. De lo contrario, ya habrías disparado esa flecha.

—No me provoques —gruñó Ankris—, porque, si insistes en irritarme, podría recordar con más detalle cómo me perseguiste como a un perro por el bosque y me atacaste sin mediar palabra. Y no es un recuerdo agradable, créeme.

—¿Qué vas a hacer conmigo?

—Arrodíllate.

—¿Qué? ¿Ante ti? Jamás.

—Lanza ese puñal lejos de ti y arrodíllate en el suelo, con las manos detrás de la cabeza.

Los ojos del Cazador relampaguearon, pero finalmente obedeció. Ankris avanzó hacia él, todavía con el arco tenso, y lo rodeó hasta colocarse a su espalda.

—¿Qué se siente cuando dejas de ser un depredador y te conviertes en una presa? —dijo el elfo suavemente.

—No sé a qué juegas, elfo. Sé que no vas a matarme.

—Oh, ¿de verdad? ¿Estás seguro de que sabes cómo funciona la mente de un elfo?

—¿Qué es lo que quieres?

—Jura que no volverás a perseguirme.

—Jamás incumplo un contrato.

—¿Y si yo te contratara a ti para matar a la persona que te ordenó que me mataras?

—¿Por quién me tomas? Eso no cambia el hecho de que haya un contrato anterior. He de acabar contigo de todas formas.

—Por si no lo habías notado, tienes una flecha apuntando a tu cabeza.

—Adelante, mátame. No voy a humillarme más.

Ankris entrecerró los ojos.

—Tú lo has querido —dijo.

Pero no disparó, sino que golpeó la cabeza del Cazador con una piedra. Cuando el hombre se desplomó en el suelo, inconsciente, Ankris respiró hondo y se acercó a su bolsa para registrarla. Extrajo de ella un pergamino enrollado. Lo abrió, pero no lo leyó.

No le hizo falta. Un breve vistazo al membrete le había dicho lo que necesitaba saber.

El escudo de la Casa Ducal del Río encabezaba el documento.

Nuevamente, Shi—Mae.

Quiso romper el pergamino en pedazos, pero no tuvo fuerzas. Tampoco quiso llevárselo consigo. Lo volvió a guardar en el macuto del Cazador.

Sabiendo que no tenía mucho tiempo, rebuscó entre las pertenencias de su enemigo y se quedó con su daga, con su ballesta y con todas sus flechas, excepto las de punta de plata. Ya había visto —y sufrido— suficiente plata para el resto de su vida.

Después, ató de pies y manos al Cazador y se dio la vuelta para marcharse.

Vaciló un momento. La sensatez le decía que debía matarlo. Pero estaba cansado de que su vida estuviera teñida de sangre y de muertes sin sentido. No deseaba matar a nadie más, ni siquiera al hombre que lo había perseguido tan implacablemente. Y, además, quizá no se atreviera a seguirlo hasta el lugar adonde pensaba ir.

Por otro lado, tal vez el Cazador tuviera la oportunidad de librar al mundo de otros seres como Novan.

Este argumento terminó de convencerlo. Y, así, Ankris abandonó al Cazador, maniatado, en medio del bosque y se preparó para reemprender su viaje.

En un principio había pensado descansar unos cuantos días más antes de continuar la marcha, pero la llegada del Cazador le había hecho cambiar de idea: debía partir inmediatamente. No dudaba que el Cazador lo seguiría, pero en esta ocasión Ankris podía sacarle varios días de ventaja. Por otro lado, el elfo sabía muy bien cómo avanzar sin dejar rastro tras de sí. Si el Cazador lo había encontrado la primera vez, era porque Ankris no sabía que lo estaba siguiendo y, por tanto, no se había preocupado por borrar sus huellas.

Además, estaba el hecho de que pocos hombres serían capaces de seguirlo hasta el lugar adonde pensaba dirigirse.

No tardó mucho en prepararse. Cogió algunas cosas útiles de la cabaña de Novan y emprendió la marcha al ponerse el sol.

Mientras se alejaba en la semioscuridad, dejando atrás la cabaña que había compartido con el mago, Ankris sintió que algo en su interior moría con él. La muerte de Novan lo había transformado por dentro y le había hecho replantearse muchas cosas, pero también lo había afectado profundamente ver con sus propios ojos el contrato del Cazador, que era el símbolo del rechazo de su propia gente y del odio de la joven a la que había amado.

Sin embargo se dio cuenta, no sin sorpresa, de que no había sentido dolor al ver el escudo de Shi—Mae en aquel pergamino. Solo se había sentido terriblemente cansado, deseoso de olvidar todo aquello y comenzar una nueva vida en cualquier otro lugar, sin mirar atrás. Y recordó lo que le había dicho Novan: «Mientras no seas capaz de mirar al pasado sin dolor, nunca te forjarás una nueva identidad y un destino diferente».

¿Había llegado el momento? Mientras caminaba en dirección al norte, hacia su destierro definitivo, Ankris se dijo a sí mismo que sí. Ya no añoraba a Shi—Mae, ya no sentía aquella angustia en el corazón al pensar en ella. Habían pasado demasiadas cosas desde entonces, y él ya no era el muchacho asustado que había abandonado el Reino de los Elfos, confiando, en el fondo, en poder regresar algún día.

Ahora había visto las pasiones humanas, había experimentado el miedo a la muerte, había perdido su última esperanza, había explorado su lado salvaje y había matado a lo más parecido a un amigo que había tenido jamás. Ya nada volvería a ser igual.

Y ahora sabía que el Cazador tenía razón: jamás volvería a caminar entre los elfos.

Y supo también que el joven Ankris, el muchacho que había amado a Shi—Mae, había muerto para siempre.

Durante varios meses se encaminó hacia el norte. Se transformó las noches de luna llena, pero eso ya no le importaba, puesto que había asumido que no podía hacer nada contra ello. Sin embargo, conforme el clima se iba haciendo más duro y la tierra más árida, el elfo se sentía cada vez más reconfortado. No tardaría en llegar a las Tierras Muertas, un lugar salvaje e inexplorado donde la civilización no había llegado todavía, un lugar donde solo algunos animales habituados al frío extremo lograban sobrevivir. Allí pensaba pasar el resto de su vida, como elfo o como lobo, pero sin volver a asesinar a nadie.

No había vuelto a tener noticias del Cazador. Era de suponer que no había logrado seguirle el rastro.

Por fin, cuando cruzó la cordillera que separaba las tierras habitadas del páramo helado en el que planeaba vivir, se sintió libre por primera vez en mucho tiempo. Cierto era que aquel paisaje no se parecía en nada al bello y exuberante bosque en el que se había criado, pero eso no le importaba. La soledad y aridez de las Tierras Muertas encajaba a la perfección con su estado de ánimo.

Fue muy duro sobrevivir los primeros días. Había llevado ropa de abrigo, pero eso no bastaba para proteger su cuerpo del terrible frío. Además, las pocas bestias que vivían en las Tierras Muertas tenían el pelaje blanco, lo cual hacía difícil distinguirlas entre la nieve a la hora de cazar, incluso para la vigilante mirada de un elfo.

Por las noches dormía en una cueva al pie de la montaña. La primera noche de luna llena mató a un gran oso blanco y, por fortuna, al despertar como elfo a la mañana siguiente, descubrió que los restos aún seguían allí. Se hizo una capa con la piel del animal y aún le sobró para poder cubrir parte del suelo de la cueva y hacerla más habitable.

Poco a poco fue aprendiendo a sobrevivir allí. Al principio no comía mucho, pero las noches de luna llena la bestia, hambrienta, nunca dejaba de cazar alguna cosa, y el elfo terminó por poder cazar también.

Ya se había acostumbrado a su nueva y austera vida cuando una noche de plenilunio sucedió algo.

La bestia rondaba por la zona oeste de las montañas cuando le llegó un olor conocido.

Un humano.

Con un gruñido de alegría, la bestia siguió el olor hasta una figura cubierta de pieles que caminaba sobre la nieve. Era una muchacha, una muchacha humana, y, a pesar de que pendían de su cinto un cuchillo y una honda, la bestia no se sintió en absoluto intimidada: ninguno de los dos objetos olía a plata, y la chica era muy joven todavía.

De modo que el lobo corrió hacia ella, gruñendo, convencido de haber encontrado una presa fácil. La muchacha se volvió y lo vio, y lanzó un grito... de advertencia, no de miedo. La bestia debería haberse percatado de que aquella no era una joven corriente, pero olía demasiado bien y él tenía demasiada hambre.

Algo silbó en el aire y una enorme piedra golpeó la cabeza del lobo; este se detuvo un momento, aturdido, pero enseguida volvió a la carga. Enseñando todos los dientes, con los ojos alentados por una llama asesina, la bestia saltó sobre la muchacha, cayó sobre ella y la arrojó al suelo...

Y, de pronto, el lobo comenzó a transformarse rápidamente y, a pesar de que la luna llena seguía brillando en el cielo, el elfo despertó.

Se descubrió a sí mismo temblando de frío, metamorfoseado de nuevo en elfo, tendido sobre una muchacha humana que lo miraba con una mezcla de curiosidad, temor y fascinación en sus ojos oscuros. El elfo quiso decir algo, pero, de pronto, ella lo golpeó en la cabeza con una piedra, sin contemplaciones, y todo se puso negro.

Cuando despertó, yacía sobre el suelo de una enorme cueva. Miró a su alrededor, confuso, y vio a la muchacha no lejos de él. Llevaba una antorcha encendida en la mano y examinaba algo que había en la pared.

Muchas preguntas acudieron a la mente del elfo, pero no fue capaz de responder a ninguna de ellas. Aquella chica le había devuelto su forma élfica... ¿O tal vez lo había soñado? ¿Cómo había llegado hasta aquella cueva? ¿Había sido ella quien había cargado con él durante todo el camino?

—¿Quién eres? —le preguntó.

La muchacha se volvió hacia él y lo estudió con interés. No parecía haber entendido la pregunta. También él la miró. Vestía su cuerpo con pieles, llevaba el enmarañado cabello oscuro recogido detrás de la cabeza y tenía la frente y las mejillas adornadas con pinturas tribales.

—¿Cómo te llamas? —insistió el elfo.

Tampoco esta vez respondió ella. Sin embargo, empezó a hablar en un idioma que él no conocía.

—Espera, no te entiendo —la detuvo el elfo—. ¿Quién... eres...tú? —preguntó muy lentamente, mirándola a los ojos y señalándola directamente con el dedo.

La chica pareció comprender. Sonrió y se señaló a sí misma.

—Ronna —dijo.

—Ronna —repitió el elfo.

Ella sonrió otra vez. Entonces lo señaló a él y dijo:

—Fenris.

—¿Fen...ris? ¿Qué es eso?

—Fenris —insistió Ronna.

—No, escucha, yo... no me llamo así.

La joven lo cogió de la mano y tiró de él hasta ponerlo en pie. Entonces lo guió hasta la pared que había estado estudiando. El elfo la siguió, intrigado, y vio en ese momento qué era lo que le había llamado tanto la atención. La pared de la gruta estaba cubierta de pinturas murales que mostraban pequeñas figuras antropomórficas en diversas escenas de caza.

—Fenris —insistió ella, señalando la parte superior del dibujo.

Y el elfo comprendió.

Sobre las figuras humanas, vigilándolas o protegiéndolas, o tal vez las dos cosas, la mano anónima que había pintado aquel mural había trazado también la forma de un enorme lobo.

—Fenris —repitió Ronna, señalando el lobo pintado; colocó entonces el dedo sobre el pecho del elfo—. Fenris —dijo nuevamente, sonriendo.

XII. LA TRIBU DEL LOBO

Caminaron durante un par de días más, siempre hacia el este. Al caer la tarde del segundo día los sorprendió una tormenta de nieve, pero a Ronna no pareció molestarla. La humana era pequeña y no muy alta, pero su cuerpo fibroso y sus piernas musculosas indicaban que se trataba de una muchacha fuerte y resistente, acostumbrada a caminar sobre la nieve, a correr para cazar y a vivir en condiciones extremas.

Al elfo le costó bastante mantener su ritmo. Podría haberse negado a acompañarla, pero sentía curiosidad por saber hacia dónde lo guiaba y, sobre todo, quería averiguar de qué modo había logrado ella devolverle su forma élfica la noche en que la había atacado.

Cuando tenía las manos y los pies tan helados que pensó que no podría seguir caminando, su penetrante mirada percibió a lo lejos, tras la cortina de nieve, unas formas achaparradas que parecían medias naranjas que creciesen de la tierra. Tuvieron que acercarse todavía un poco más para que pudiera reconocerlas: se trataba de curiosas viviendas semiesféricas cubiertas de pieles.

Habían llegado a una aldea.

Multitud de preguntas cruzaron por su mente. Tenía entendido que ningún ser humano habitaba en las Tierras Muertas y, sin embargo, allí había una población entera; a juzgar por el número de tiendas, no era muy grande, compuesta tal vez por una docena de familias, pero se trataba de una población, al fin y al cabo. Ronna lanzó un potente grito gutural, utilizando las manos a modo de bocina, y enseguida varias personas salieron de las cabañas y acudieron a su encuentro. Tiritando de frío, el elfo los miró. Todos ellos eran bajos, robustos y de cabellos oscuros, como Ronna; también se habían pintado el rostro con motivos tribales muy semejantes a los que lucía la muchacha; variaban en algunos casos, por lo que el elfo dedujo que aquellas pinturas tenían algún tipo de significado, quizá como indicativo del rango o función de cada uno dentro del grupo. Vestían también con pieles blancas, de osos en su mayoría, y portaban lanzas, arcos y hondas.

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