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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

Fragmentos de honor (21 page)

BOOK: Fragmentos de honor
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—Sí, señor. El príncipe y el almirante Vorhalas parten ya, señor.

—Muy bien. Adelante. Vorkosigan, corto.

Se acomodó en su asiento y tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Ahora, a esperar. Pasarán unas doce horas antes de que el príncipe llegue a la órbita de Escobar. Empezarán a desembarcar poco después. Una hora para que las señales nos lleguen desde Escobar. Una hora para que las señales regresen. Mucho tiempo. Una batalla puede terminar en dos horas. Podríamos reducir ese tiempo en tres cuartos si el príncipe nos permitiera movernos.

Su tono desenfadado enmascaraba su tensión, a pesar de su consejo a Illyan. La habitación en la que se hallaba apenas parecía existir para él. Su mente se movía con la flota, girando en una tensa constelación alrededor de Escobar, rápidos correos chispeantes, sombríos cruceros, lentos transportes de tropas, los vientres repletos de hombres. En sus dedos, olvidado, un lápiz óptico giraba una y otra vez.

—¿No sería mejor que comiera algo, señor? —sugirió Illyan.

—¿Qué? Oh, sí, supongo. Y usted, Cordelia… debe tener hambre. Adelante, Illyan.

Illyan se marchó a buscar comida. Vorkosigan trabajó ante su consola unos cuantos minutos más antes de apagarla con un suspiro.

—Supongo que será mejor pensar también en dormir. La última vez que dormí fue a bordo de la
General Vorhartung
, cerca de Escobar… hace día y medio, supongo. Más o menos cuando la capturaron a usted.

—Nos capturaron un poco antes. Nos remolcaron durante casi un día.

—Sí. Enhorabuena, por cierto, por una maniobra de éxito. No era un verdadero crucero de batalla, ¿no?

—La verdad es que no puedo decirlo.

—Alguien quiere considerarlo una victoria.

Cordelia reprimió una sonrisa.

—Por mí, bien. —Se preparó para soportar más preguntas pero, curiosamente, él cambió de tema.

—Pobre Bothari. Desearía que el emperador le concediera una medalla. Me temo que lo mejor que podré hacer por él es hospitalizarlo adecuadamente.

—Si al emperador le desagradaba tanto Vorrutyer, ¿por qué lo puso al mando?

—Porque era el hombre de Grishnov, y bien famoso como tal, y el favorito del príncipe. Por poner todos los huevos en una sola cesta, como si dijéramos. —Se interrumpió, cerrando el puño.

—Me hizo sentir que había encontrado el mal definitivo. Creo que después de él no habrá nada que me asuste de verdad.

—¿Ges Vorrutyer? No era más que un villano pequeño. Un artesano anticuado cometiendo crímenes uno a uno. Los actos verdaderamente imperdonables los cometen hombres tranquilos en preciosas habitaciones de seda verde; esos tratan con la muerte al por mayor, a toneladas, sin lujuria, ni ansia, ni deseo, ni ninguna emoción redentora que los excuse, sólo el frío temor a algún supuesto futuro. Pero los crímenes que esperan impedir en ese futuro son imaginarios. Los que ellos cometen en el presente… ésos son reales. —Su voz se fue apagando mientras hablaba, de modo que al final casi lo hacía en susurros.

—Comodoro Vorkosigan… Aral… ¿qué le está reconcomiendo? Está tan tenso que parece que se vaya a poner a andar por el techo de un momento a otro.

Él se echó a reír.

—Me apetece. Es la espera, supongo. Soy malo esperando. No es buena cosa en un soldado. Envidio su habilidad de esperar pacientemente. Parece tan calmada como la luz de la luna sobre el agua.

—¿Es bonito eso?

—Mucho.

—Parece bonito. No tenemos ninguna de esas dos cosas en casa. —Ella parecía absurdamente complacida por el cumplido implícito.

Illyan regresó con una bandeja, y Cordelia no consiguió sacarle nada más a Vorkosigan. Comieron, y le tocó el turno a Vorkosigan de dormir, o al menos de tumbarse en la cama con los ojos cerrados, porque se levantaba cada hora para ver el desarrollo de las nuevas tácticas.

El teniente Illyan lo observaba por encima de su hombro, y Vorkosigan le señalaba rasgos característicos de la estrategia a medida que se iban produciendo.

—Me parece bien —comentó Illyan una vez—. No comprendo por qué está tan ansioso. Podríamos conseguirlo, a pesar de los recursos superiores de los escobarianos a la larga. No les servirán de nada si los agotan a la corta.

Temerosos de volver a sumergir a Bothari en un coma profundo, lo dejaron regresar a la semiconsciencia. El sargento permaneció sentado en un rincón, encogido en un nudo miserable, despertando y dormitando con malos sueños en ambos estados.

Al final Illyan se fue a dormir a su propio camarote, y Cordelia echó otra cabezada. Durmió largo rato, y no despertó hasta que Illyan regresó con otra bandeja de comida. Encerrada en aquella habitación, Cordelia empezaba a perder la noción del tiempo. Vorkosigan, sin embargo, lo vivía minuto a minuto. Después de comer, se metió en el cuarto de baño para lavarse y afeitarse, y regresó con un nuevo uniforme verde, tan acicalado como si estuviera preparado para celebrar un encuentro con el emperador.

Comprobó las últimas actualizaciones tácticas por segunda vez.

—¿Han empezado a desembarcar tropas ya? —preguntó Cordelia.

Él miró su cronómetro.

—Hace casi una hora. Deberíamos recibir los primeros informes de un momento a otro. —Se sentó y permaneció quieto, como un hombre sumido en profunda meditación, el rostro como de piedra.

El informe táctico de esa hora llegó, y Vorkosigan empezó a estudiarlo, al parecer comprobando detalles. A la mitad, en la pantalla apareció la cara del comandante Venne.

—¿Comodoro Vorkosigan? Recibimos algo muy extraño. ¿Quiere que le envíe una copia de los datos tal como llegan?

—Sí, por favor. Inmediatamente.

Vorkosigan fue sorteando un puñado de conversaciones de todo tipo, y encontró la señal de un comandante, un hombre moreno y fornido que hablaba a su cuaderno de bitácora con acento gutural teñido de miedo.

—… nos atacan con
lanzaderas
! Devuelven nuestro fuego disparo a disparo. Los escudos de plasma están ahora al máximo… no podemos darles más potencia y seguir intentando disparar. Debemos bajar los escudos y tratar de incrementar nuestra potencia de fuego o renunciar al ataque…

La estática interrumpió la transmisión.

—… no sé cómo lo hacen. No pueden haber creado motores lo bastante grandes en esas lanzaderas para generar esto…

Más estática. La transmisión se cortó bruscamente.

Vorkosigan seleccionó otra. Illyan se inclinó sobre su hombro, ansioso. Cordelia permaneció sentada sobre la cama, en silencio, la cabeza gacha, escuchando. La copa de la victoria: amarga en la lengua, pesada en el estómago, triste como la derrota…

—… la nave insignia está siendo atacada ferozmente —informó otro comandante. Cordelia reconoció la voz con un respingo y dobló el cuello para verle la cara. Era Gottyan: evidentemente había conseguido por fin su rango de capitán—. Voy a bajar todos los escudos y tratar de destruir una a impulso máximo.

—¡No lo hagas, Korabik! —gritó Vorkosigan sin esperanza. La decisión, fuera cual fuese, ya había sido tomada hacía una hora, y sus consecuencias estaban inevitablemente fijas en el tiempo.

Gottyan volvió la cabeza hacia un lado.

—¿Preparado, comandante Vorkalloner? Vamos a intentar… empezó a decir, y fue ahogado por la estática, luego por el silencio.

Vorkosigan dio un fuerte puñetazo contra la mesa.

—¡Maldición! ¿Cuánto van a tardar en darse cuenta…? —Miró la señal de nieve, y luego volvió a pasar la transmisión, observándola con una expresión aterradora, pesar y furia y náuseas mezcladas. Luego seleccionó otra banda, esta vez un gráfico informático del espacio alrededor de Escobar, donde las naves aparecían como pequeñas luces de colores que chispeaban y se perdían. Parecía algo diminuto, y brillante, y simple, como un juego de niños. Sacudió la cabeza, tenía los labios tensos y blanquecinos.

El rostro de Venne volvió a interrumpir. Estaba pálido, con peculiares arrugas de tensión en la comisura de su boca.

—Señor, creo que será mejor que venga a la Sala de Tácticas.

—No puedo, Venne, sin violar el arresto. ¿Dónde está el comodoro Helski, o el comodoro Couer?

—Helski fue con el príncipe y el almirante Vorhalas, señor. El comodoro Couer está aquí. Es usted el oficial de más rango a bordo.

—El príncipe fue bastante explícito.

—El príncipe… creo que el príncipe está muerto, señor.

Vorkosigan cerró los ojos y exhaló un suspiro, sin alegría. Los volvió a abrir y se inclinó hacia delante.

—¿Está confirmado? ¿Tiene alguna nueva orden del almirante Vorhalas?

—Está… el almirante Vorhalas estaba con el príncipe, señor. Su nave fue alcanzada. —Venne se volvió para ver algo por encima de su hombro, luego se giró de nuevo—. Está… —Tuvo que aclararse la garganta—. Está confirmado. La nave del príncipe ha sido… aniquilada. No quedan más que residuos. Está usted al mando ahora, señor.

El rostro de Vorkosigan se volvió frío y triste.

—Entonces transmita de inmediato las órdenes de Contingencia Azul. Que todas las naves cesen el fuego inmediatamente. Pongan toda la energía en los escudos. Y que esta nave se dirija a Escobar a máxima velocidad. Tenemos que recortar el lapso temporal de nuestras transmisiones.

—¿Contingencia Azul, señor? ¡Eso es retirada total!

—Lo sé, comandante. Lo escribí yo.

—Pero retirada total…

—Comandante Venne, los escobarianos tienen un nuevo sistema de armas. Se llama campo de espejo de plasma. Es un nuevo prototipo betano. Vuelve la potencia del atacante contra sí mismo. Nuestras naves se están destruyendo a sí mismas con su propia potencia de fuego.

—¡Dios mío! ¿Qué podemos hacer?

—Nada, a menos que queramos empezar a abordar sus naves y estrangular a esos hijos de puta uno a uno. Es atractivo, pero poco práctico. ¡Transmita esas órdenes! Y ordene al comandante de ingenieros y al oficial en jefe de los pilotos que vayan a la Sala de Tácticas. Y que el comandante de la guardia baje aquí para relevar a sus hombres. No quiero que me hagan pedacitos cuando salga por la puerta.

—¡Sí, señor! —Venne cortó la comunicación.

—Primero tenemos que conseguir que esos soldados den la vuelta —murmuró Vorkosigan, levantándose de la silla. Se giró y vio que Cordelia e Illyan lo estaban mirando.

—¿Cómo sabía…? —empezó a decir Illyan.

—¿… lo de los espejos de plasma? —terminó Cordelia.

Vorkosigan continuó impasible.

—Usted me lo dijo, Cordelia, cuando dormía, mientras Illyan estaba fuera. Bajo la influencia de una de las pociones del cirujano, por supuesto. No sufrirá ningún efecto secundario.

Ella se enderezó, anonadada.

—¡Qué… miserable… la tortura habría sido más honrosa!

—¡Oh, qué limpieza, señor! —lo felicitó Illyan—. ¡Sabía que tenía usted razón!

Vorkosigan le dirigió una mirada de disgusto.

—No importa. Confirmamos la información demasiado tarde para que sirviera de nada.

Llamaron a la puerta.

—Vamos, Illyan. Es hora de llevar a mis soldados a casa.

10

Apenas una hora después, Illyan regresó por Bothari. Cordelia permaneció doce horas sola. Pensó en escapar de la habitación, como era su deber de soldado, y preparar algún tipo de sabotaje. Pero si Vorkosigan estaba llevando a cabo una completa retirada, apenas serviría de nada.

Permaneció tendida en la cama, sumida en un negro cansancio. Él la había traicionado: no era mejor que el resto. «Mi guerrero perfecto, mi querido hipócrita», y parecía que Vorrutyer lo conocía mejor que ella, después de todo. No. Eso era injusto. Había cumplido con su deber al extraer aquella información; ella había hecho lo mismo al ocultarla el máximo tiempo posible. Y de soldado a soldado, aunque novato (cinco horas de servicio, ¿no?), tenía que darle la razón a Illyan: había sido elegante. No podía detectar ningún efecto secundario después de lo que fuera que él había utilizado para la invasión secreta de su mente.

Lo que fuera que había utilizado… ¿Qué podía haber sido? ¿De dónde lo había sacado, y cuándo? Illyan no se lo había traído: se había mostrado tan sorprendido como ella cuando Vorkosigan dejó caer esa información. Había que creer que él guardaba un arsenal secreto de drogas interrogatorias oculto en sus habitaciones, o…

—Santo Dios —susurró, no una imprecación, sino una plegaria—. ¿Con qué me he topado ahora?

Recorrió la habitación, las conexiones encajando incontrolablemente en su sitio.

Se sintió absolutamente segura. Vorkosigan nunca la había interrogado: sabía de antemano lo de los espejos de plasma.

Aún más, parecía que era el único hombre del mando barrayarés que lo sabía. Vorhalas no tenía ni idea. Y el príncipe tampoco. Ni Illyan.

—Poner todos los huevos en una sola cesta —murmuró—. ¿Y… tirar la cesta? ¡Oh, no puede haber sido un plan suyo! Desde luego que no…

Tuvo una súbita visión del plan, completo: el plan para asesinar en masa más grande de la historia de Barrayar, y el más sutil, los cadáveres ocultos en montañas de cadáveres, irrecuperables para siempre.

Pero él debía de haber obtenido la información de alguna parte. Entre el momento en que ella lo dejó sin más preocupaciones que una sala de máquinas llena de amotinados, y ahora, que se esforzaba por rescatar a una flota a la desbandada hasta un lugar seguro antes de que la destrucción que habían desatado les rebotara. En algún lugar en una habitación tranquila y de seda verde, donde un gran coreógrafo diseñaba una danza de muerte, y el honor de un hombre de honor quedaba roto en la rueda de su servicio.

Vorrutyer, el de la vanidad demoníaca, se fue encogiendo más y más ante aquella visión que crecía por momentos, convirtiéndose en un ratón, en una pulga, en una mota.

—Dios mío, ya me pareció que Aral estaba nervioso. Debía estar medio loco. Y el emperador… el príncipe era su hijo. ¿Puede ser verdad? ¿O me he vuelto tan loca como Bothari?

Se obligó a sentarse, luego a tenderse, pero los planes y contraplanes todavía giraban en su cerebro, un amasijo de traiciones dentro de traiciones alineándose bruscamente en un punto del espacio y el tiempo para conseguir su fin. La sangre le latía en el cerebro, densa y mareante.

—Tal vez no sea cierto —se consoló por fin—. Se lo preguntaré, y eso es lo que dirá. Sólo me interrogó en sueños. Les dimos una paliza, y yo soy la heroína que salvó a Escobar. Él no es más que un soldado que realiza su trabajo.

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