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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

Fragmentos de honor (25 page)

BOOK: Fragmentos de honor
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Entró un guardia.

—Perdóneme, señor, pero el piloto de la lanzadera escobariana pregunta por la capitana Naismith. Están listos para despegar.

Couer habló desde el monitor de comunicaciones.

—Señor, tengo en línea al capitán del correo.

Cordelia dirigió a Vorkosigan una mirada de indefensa frustración, a la que él respondió con una pequeña sacudida de cabeza, y ambos se volvieron sin decir nada para cumplir las exigencias del deber. Ella se marchó meditando acerca del comentario del cirujano al marcharse.
Y nosotros que pensábamos que estábamos siendo cuidadosos… Tenemos que hacer algo con nuestras miradas
.

12

Viajó a casa con doscientas personas más, casi todos escobarianos, en un crucero de pasajeros de Tau Ceti rápidamente preparado para la ocasión. Los exprisioneros pasaron mucho tiempo intercambiando historias y compartiendo recuerdos; sesiones sutilmente guiadas, advirtió Cordelia poco después, por el puñado de oficiales psíquicos que los escobarianos habían enviado junto con la nave. Después de algún tiempo su silencio sobre sus propias experiencias empezó a destacar, y aprendió a captar las técnicas informales para la terapia de grupo, supuestamente improvisada, y las evitó como pudo.

No fue suficiente. Cada dos por tres se encontró perseguida, silenciosa pero implacablemente, por una joven de rostro sonriente llamada Irene; dedujo había sido asignada a su caso. Aparecía en las comidas, en los pasillos, en los salones, siempre con una nueva excusa para iniciar una conversación. Cordelia la evitaba cuando podía, y le daba la vuelta a la conversación hábilmente, o a veces con brusquedad cuando no podía.

Pasada otra semana la chica desapareció, pero Cordelia regresó a su camarote un día y descubrió que su compañera había sido sustituida por una mujer mayor de aspecto tranquilo y ojos firmes, vestida de civil. No era una de las exprisioneras. Cordelia se tendió en la cama y la observó mientras deshacía sus maletas.

—Hola, soy Joan Sprague —se presentó alegremente la mujer.

Hora de dejar las cosas claras.

—Buenas tardes, doctora Sprague. ¿Me equivoco si la identifico como la jefa de Irene?

Sprague se detuvo.

—Tiene usted razón. Pero prefiero mantener las cosas en un plano informal.

—No, no es verdad. Prefiere que las cosas «parezcan» informales. Yo aprecio la diferencia.

—Es usted una persona muy interesante, capitana Naismith.

—Sí, bueno, hay más riqueza en usted que en mí. Suponga que accedo a hablar con usted. ¿Retirará al resto de sus perros?

—Estoy aquí para que hable usted… pero cuando esté preparada.

—Entonces pregúnteme lo que quiera saber. Acabemos de una vez para que podamos relajarnos.

Me vendría bien un poco de terapia al respecto
, pensó Cordelia tristemente.
Me siento tan mal

Sprague se sentó sobre la cama, con una sonrisita en el rostro y una expresión de completa atención en los ojos.

—Quiero intentar ayudarla a recordar qué ocurrió cuando fue prisionera a bordo de la nave insignia barrayaresa. Llegar a su inconsciente, por horrible que fuera, es el primer paso para su curación.

—Hum, creo que tal vez nos estamos precipitando. Recuerdo todo lo que pasó durante ese periodo con absoluta claridad. No tengo ningún problema con eso. Lo que me gustaría es olvidarlo, o al menos lo suficiente para dormir de vez en cuando.

—Ya veo. Continúe. ¿Por qué no describe lo que sucedió?

Cordelia le resumió los hechos, desde el momento del salto en la Colonia Beta hasta después del asesinato de Vorrutyer, pero acabó antes de la entrada de Vorkosigan, diciendo vagamente:

—Me fui moviendo por distintos escondites en la nave durante un par de días, pero al final me atraparon y me devolvieron a los calabozos.

—Bien. No recuerda haber sido torturada o violada por el almirante Vorrutyer, ni recuerda haberlo matado.

—No me violó. Y no lo maté. Creí que lo había dejado claro.

La doctora sacudió la cabeza, apenada.

—Los informes dicen que los barrayareses la sacaron dos veces del campamento. ¿Recuerda lo que sucedió en esas ocasiones?

—Sí, por supuesto.

—¿Puede describirlo?

Cordelia vaciló.

—No.

El secreto del asesinato del príncipe no significaría nada para los escobarianos (no podían sentir más antipatía hacia los barrayareses que la que ya sentían), pero el mero rumor de la verdad podía ser devastador para el orden civil de Barrayar. Disturbios callejeros, amotinamientos militares, la caída del emperador de Vorkosigan… eso era el principio de las posibles consecuencias. Si había una guerra civil en Barrayar, ¿podría morir Vorkosigan en ella?
Dios, por favor
, pensó Cordelia, cansada,
que no haya más muertes

Sprague parecía enormemente interesada. Cordelia se sintió presionada. Se recuperó.

—Había un oficial mío que murió durante la exploración betana del planeta… Está usted enterada de eso, supongo. —La doctora asintió—. Ellos hicieron los preparativos para poner una lápida en su tumba, como yo había pedido. Es todo.

—Comprendo —suspiró Sprague—. Tuvimos otro caso como el suyo. La chica también fue violada por Vorrutyer, o por alguno de sus hombres, y los médicos de Barrayar lo encubrieron. Supongo que intentaban proteger su reputación.

—Oh, creo que la conocí a bordo de la nave insignia. Estaba también en mi refugio, ¿verdad?

La expresión de sorpresa de Sprague lo confirmó, aunque hizo un vago gesto indicando confidencialidad profesional.

—Tiene razón respecto a ella —continuó Cordelia—. Me alegro de que la estén atendiendo. Pero se equivoca conmigo. Se equivoca con la reputación de Vorrutyer también. El motivo de que inventaran esta estúpida historia respecto a mí es porque consideraron que parecería peor para él que lo matara una mujer débil que uno de sus propios soldados.

—Las pruebas físicas de su reconocimiento médico son suficientes para que ponga en duda eso —dijo Sprague.

—¿Qué pruebas físicas? —preguntó Cordelia, momentáneamente despistada.

—La evidencia de torturas —replicó la doctora, con expresión sombría, incluso airada. Pero la ira no iba dirigida contra ella, advirtió Cordelia.

—¿Qué? ¡No me torturaron!

—Sí. Una tapadera excelente. Espectacular… Pero no pudieron ocultar las huellas físicas. ¿Es consciente de que tenía un brazo roto, dos costillas rotas, numerosas contusiones en el cuello, cabeza, manos, brazos… en todo su cuerpo, de hecho? Y su bioquímica: pruebas de estrés extremo, privación sensorial, considerable pérdida de peso, desórdenes de sueño, exceso de adrenalina… ¿continúo?

—Oh —dijo Cordelia—. Eso.

—¿Oh, qué? —repitió la doctora, alzando una ceja.

—Puedo explicarlo —dijo Cordelia ansiosamente. Soltó una risita—. En cierto modo, supongo que puedo echarles la culpa a ustedes, los escobarianos. Estaba en una celda de la nave insignia durante la retirada. La alcanzaron… y todo se estremeció como un guijarro en una lata, incluyéndome a mí. Ahí fue donde me rompí los huesos y eso.

La doctora tomó nota.

—Muy bueno. Muy bueno, sí. Sutil. Pero no lo suficiente… Sus huesos se rompieron en dos ocasiones diferentes.

—Oh —dijo Cordelia. ¿Y ahora cómo voy a explicar lo de Bothari, sin mencionar el camarote de Vorkosigan? «Un amigo trató de estrangularme…»

—Me gustaría que pensara en la posibilidad de aplicarle terapia con drogas —dijo la doctora Sprague cuidadosamente—. Los barrayareses han aplicado una tapadera excelente con usted, aún mejor que la otra, que requirió que sondeáramos profundamente. Creo que va a ser aún más necesario en su caso. Pero hemos de tener su cooperación voluntaria.

—Menos mal.

Cordelia se tumbó en la cama y se cubrió la cara con la almohada, pensando en la terapia con drogas. Era algo que le helaba la sangre en las venas.

Se preguntó cuánto podría soportar el sondeo en busca de recuerdos que no existían antes de que empezara a crearlos para satisfacer la demanda. Y aún peor; el mismo efecto del sondeo podía sacar a la luz aquellos agónicos secretos que tenía en la cabeza: las heridas secretas de Vorkosigan.

Suspiró, se quitó la almohada de la cara y la abrazó contra su pecho. Alzó la cabeza y vio que Sprague la observaba con preocupación.

—¿Todavía está aquí?

—Siempre estaré aquí, Cordelia.

—Eso es lo que me temía.

Sprague no le sacó nada más después de eso. Ahora Cordelia tenía miedo de dormir, por miedo a hablar o a que la interrogaran en sueños. Daba pequeñas cabezadas, y despertaba sobresaltada cada vez que había movimiento en el camarote, como cuando su compañera de habitación se levantaba para ir al cuarto de baño todas las noches. Cordelia no admiraba los propósitos secretos de Ezar Vorbarra en la última guerra, pero al menos se habían cumplido. La idea de que todo aquel dolor y toda aquella muerte hubieran sido en vano la atormentaba, y decidió que todos los soldados de Vorkosigan, sí, incluso Vorrutyer y el comandante del campamento, no habrían muerto inútilmente por culpa de ella.

Terminó el viaje mucho peor de como lo había empezado, flotando al borde de un verdadero colapso, acosada por penetrantes dolores de cabeza, insomnio, un misterioso temblor en la mano izquierda y los principios de un tartamudeo.

El viaje desde Escobar a la Colonia Beta fue mucho más fácil. Sólo duró cuatro días, en un correo rápido betano enviado especialmente para ella, cosa que le sorprendió. Contempló los noticiarios en el holovid de su camarote. Estaba mortalmente agotada de la guerra, pero encontró por casualidad una mención a Vorkosigan, y no pudo resistir prestar atención para ver qué consideración tenía de él la opinión pública.

Horrorizada, descubrió que su trabajo con la comisión de investigación judicial había hecho que la prensa betana y escobariana lo acusaran por la manera en que habían sido tratadas las prisioneras, como si él hubiera estado al mando desde el principio. La vieja historia falsa sobre Komarr salió de nuevo a la luz, y su nombre fue vilipendiado por todas partes. La injusticia de todo aquello la puso furiosa, y dejó de ver las noticias, disgustada.

Por fin orbitaron la Colonia Beta, y ella se acercó a la cabina para echarle un vistazo a casa.

—Ahí está por fin la vieja caja de arena —saludó el capitán alegremente—. Van a enviar una lanzadera a recogerla, pero hay una tormenta sobre la capital y trae un poco de retraso, hasta que remita un poco y puedan bajar las pantallas del puerto.

—Puedo esperar a llegar para llamar a mi madre —comentó Cordelia—. Probablemente estará en el trabajo. No tiene sentido molestarla allí. El hospital no está lejos del espaciopuerto. Puedo tomarme una buena bebida relajante mientras espero a que termine el turno y venga a recogerme.

El capitán le dirigió una mirada peculiar.

—Oh, bueno.

La lanzadera llegó por fin. Cordelia estrechó las manos de todo el mundo, agradeciendo a la tripulación del correo sus atenciones, y subió a bordo. La azafata de la lanzadera la recibió con un montón de ropa nueva.

—¿Qué es todo esto? ¡Santo cielo, uniformes de la Fuerza Expedicionaria por fin! Más vale tarde que nunca, supongo.

—¿Por qué no se lo pone? —la instó la azafata, sonriendo de oreja a oreja.

—¿Por qué no?

Hacía tiempo que llevaba el mismo uniforme escobariano prestado, y estaba harta de él. Tomó la ropa celeste y las brillantes botas negras, divertida.

—¿Por qué botas de montar, por el amor de Dios? Casi no hay caballos en la Colonia Beta, excepto en los zoos. Lo admito, tienen un aspecto espléndido.

Al descubrir que era la única pasajera de la lanzadera, se cambió al momento. La azafata tuvo que ayudarla con las botas.

—Quien las diseñó tendría que estar obligado a llevarlas en la cama —murmuró Cordelia—. O tal vez lo hace.

La lanzadera descendió, y Cordelia se acercó a la ventana, ansiosa por ver su ciudad natal. La neblina ocre se abrió por fin, y bajaron trazando espirales hasta el espaciopuerto y el muelle de atraque.

—Parece que hay un montón de gente hoy.

—Sí, el presidente va a dar un discurso —dijo la azafata—. Es muy excitante. Aunque yo no le voté.

—¿Freddy
el Firme
tiene tanto público en uno de sus discursos. Tanto mejor. Así podré mezclarme entre la multitud. Esta nave es demasiado llamativa. Creo que hoy preferiría ser invisible.

Podía sentir el comienzo del agotamiento, y se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que estuviera extenuada por completo. La doctora escobariana tenía razón en sus principios, si no en sus deducciones: todavía había un precio emocional que pagar, hecho un nudo en algún lugar bajo su estómago.

Los motores de la lanzadera se apagaron, y ella se levantó para dar las gracias a la sonriente azafata, incómoda.

—N-no habrá un co-comité de re-recepción para mí ahí fuera, ¿verdad? Creo que no podría soportarlo.

—Tendrá ayuda —le aseguró la azafata—. Aquí viene.

Un hombre con un
sarong
civil entró en la lanzadera, sonriendo de oreja a oreja.

—¿Cómo se encuentra, capitana Naismith? Soy Philip Gould, secretario de prensa del presidente.

Cordelia se quedó de una pieza. Secretario de prensa era un cargo a nivel ministerial.

—Es un honor conocerla.

Ella vaciló.

—N-no pla-planearán algún ti-tipo de espectáculo ahí fuera, ¿no? Qui-quiero irme a casa.

—Bueno, el presidente ha planeado un discurso. Y tiene algo para usted —dijo él, tranquilizador—. De hecho, esperaba poder hacer varios discursos con usted, pero podremos discutir eso más tarde. La verdad es que no esperábamos que la Heroína de Escobar sufriera miedo escénico, pero hemos preparado unas palabras para usted. La acompañaré en todo momento y la ayudaré con las entradas, y con la prensa. —Le pasó un visor manual—. Intente parecer sorprendida cuando salga de la lanzadera.

—Estoy sorprendida. —Cordelia ojeó rápidamente el guión—. ¡E-esto es una sa-sarta de mentiras!

Él pareció preocupado.

—¿Siempre ha tenido ese pequeño defecto en el habla? —preguntó con cautela.

—N-no, es mi
souvenir
del servicio psíquico escobariano, y la úl-última guerra. ¿A qu-quién se le ha o-ocurrido esta basura, por cierto?

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