Fragmentos de una enseñanza desconocida (70 page)

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Authors: P. D. Ouspensky

Tags: #Autoayuda, #Esoterismo, #Psicología

BOOK: Fragmentos de una enseñanza desconocida
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En lo que concierne a la relación de los centros a los cosmos, se abrían delante de mí numerosas posibilidades de estudio.

Lo que atrajo luego mi atención fue el hecho de que mi tabla coincidía con ciertas ideas y aun con los números de los "cálculos cósmicos del tiempo" que se encuentra entre los Gnósticos y en la India.

"Un día de luz es un millar de años del mundo. y treintiséis y media miréadas de años del mundo (365.000) son un solo año de luz."
[17]

Aquí los números no coinciden, pero en los textos hindúes en ciertos casos la correspondencia es flagrante. Hablan de la "respiración de Brahma", de los "días y noches de Brahma", de una "edad de Brahma".

Si tomamos como años los números dados en los textos hindúes, entonces el Mahamanvantara, es decir, la "edad de Brahma", o 311.040.000.000.000 años (un número de 15 cifras) casi coincide con el período de existencia del
sol
(un número de 16 cifras); y la duración del "día y noche de Brahma", 8.640.000.000 (número de 10 cifras) casi coincide con la duración del "día y noche del sol" (número de 11 cifras.)

Si tomamos la idea hindú del tiempo cósmico sin tener en cuenta los números, aparecen otras correspondencias interesantes. Así si tomamos a Brahma como el Protocosmos, entonces la expresión "Brahma inspira y espira el Universo" coincide con la tabla, porque la respiración de Brahma (o el Protocosmos —un número de 20 cifras) coincide con la vida del Macrocosmos, es decir nuestro universo visible o el mundo de las estrellas.

Hablé mucho con Z. de la tabla del tiempo y tenía mucha curiosidad por saber lo que G. diría cuando lo viéramos.

Mientras tanto, los meses pasaron. Finalmente —ya estábamos en junio— recibí un telegrama de Alexandropol: "Si quiere descansar, venga a verme aquí." ¡Muy propio de G.!

Dos días después, salí de San Petersburgo. Rusia "sin autoridades" presentaba un espectáculo curioso. Todo parecía mantenerse por inercia. Pero los trenes aún marchaban regularmente y los guardas expulsaban de los vagones a una indignada muchedumbre de viajeros sin boletos. Me tomó cinco días llegar a Tiflis, en lugar de los tres que era lo normal.

El tren llegó a Tiflis de noche. Era imposible salir a la ciudad. Me vi obligado a esperar en el comedor de la estación hasta la mañana. La estación estaba llena de una muchedumbre de soldados que por su propia cuenta volvían del frente del Cáucaso. Muchos estaban ebrios. Hubo "meetings" durante toda la noche en el andén delante de las ventanas del comedor y se pusieron al voto resoluciones. Durante los "meetings" hubo tres "cortes marciales" y tres hombres fueron fusilados en el andén. Un "camarada" ebrio que había irrumpido en el comedor explicaba a cada uno que el primero había sido fusilado por robo. El segundo, por error, porque había sido tomado por el primero. Y el tercero también había sido fusilado por error, porque había sido tomado por el segundo.

Me vi obligado a pasar el día en Tiflis. El tren para Alexandropol no partió hasta la noche. Llegué al día siguiente por la mañana. Encontré a G. instalando un generador para su hermano.

Una vez más, comprobé su increíble capacidad para adaptarse a cualquier trabajo, a cualquier labor.

Conocí a sus padres. Eran personas de una cultura muy antigua, muy particular. Su padre era aficionado a los cuentos regionales, las leyendas y las tradiciones; tenía la naturaleza de un "bardo"; sabía de memoria millares y millares de versos, en los dialectos locales. Eran griegos de Asia Menor; pero entre ellos hablaban armenio, como todos los de Alexandropol.

En los primeros días que siguieron a mi llegada, G. estuvo tan ocupado que no tuve ocasión de preguntarle qué pensaba sobre la situación general, ni lo que esperaba hacer. Pero cuando pude hablarle, me dijo que no estaba de acuerdo conmigo, que todo se calmaría pronto y que podríamos trabajar en Rusia. Agregó que en todo caso quería volver a San Petersburgo para ver la Nevsky con el pequeño mercado de granos de girasol del cual yo le había hablado, y decidir allá lo que tendría que hacer. No pude tomarlo en serio, porque conocía sus modos de hablar, y esperé.

En efecto, a la vez que me dijo esto con una aparente seriedad, G. me sugirió que no estaría mal ir a Persia o aún más lejos; que conocía un lugar en las montañas de Transcaucasia donde se podía vivir varios años sin encontrarse con nadie.

En general me quedaba un sentimiento de incertidumbre; pero a pesar de todo esperaba convencerlo en el camino a San Petersburgo, de que deberíamos partir al extranjero si todavía fuera posible.

G. evidentemente esperaba algo. El generador marchaba bien, pero no nos movíamos.

En la casa había un interesante retrato de G. que me dijo mucho sobre él. Era la ampliación de una foto tomada cuando era muy joven. Estaba con una levita negra, sus cabellos crespos peinados hacia atrás. Este retrato me mostró cuál había sido su profesión de entonces, de la cual nunca hablaba. Esto me sugirió muchas ideas interesantes. Pero como fui yo quien hizo este descubrimiento, guardaré el secreto.

Traté varias veces de hablarle a G. de mi "tabla del tiempo en los diferentes cosmos", pero él evitaba toda conversación teórica.

Alexandropol me gustó mucho. El barrio armenio parecía una ciudad de Egipto o de la India del Norte, con sus casas de techos planos en los que crecía la hierba. Sobre la colina se hallaba un antiquísimo cementerio armenio, desde el cual se podían ver las cumbres nevadas del monte Ararat. En una de las iglesias armenias había una imagen maravillosa de la Virgen. El centro de la ciudad parecía un pueblo ruso, pero su mercado era típicamente oriental, sobre todo por los caldereros que trabajaban en sus barracas al aire libre. Aparentemente lo menos interesante era el barrio griego donde se encontraba la casa de G. En cambio, sobre los barrancos se extendía el suburbio tártaro, muy pintoresco, pero también uno de los más peligrosos, a juzgar por lo que decían en los otros barrios de la ciudad.

No sé lo que pueda quedar de Alexandropol después de todos estos movimientos de independencia, de estas repúblicas, confederaciones, etc. Creo que lo único que se puede garantizar es la vista del monte Ararat.

Casi nunca logré ver ni hablar a solas con G. quien pasaba una gran parte de su tiempo con su padre y su madre. Me gustaba mucho la relación que tenía con su padre, que manifestaba una consideración extraordinaria. El padre de G. era un hombre viejo y robusto, de mediana estatura, siempre con la pipa entre los dientes y con un gorro de astrakán. Era difícil creer que tuviera más de 80 años. Apenas hablaba el ruso. Tenía la costumbre de conversar con G. durante horas y me gustaba ver cómo éste lo escuchaba, riendo un poco de vez en cuando, pero sin perder un segundo el hilo de la conversación, alimentándola con sus preguntas y sus comentarios. Evidentemente, el anciano gozaba al hablar con su hijo. G. le consagraba todo su tiempo libre y jamás demostraba ninguna impaciencia; por el contrario, todo el tiempo manifestaba un gran interés por lo que decía. Aunque esta actitud era en parte deliberada, no lo podía ser totalmente o no hubiera tenido ningún sentido. Yo estaba muy interesado y atraído por esta expresión de sentimiento de parte de G.

En total permanecí dos semanas en Alexandropol. Finalmente, una hermosa mañana G. me dijo que partiríamos a San Petersburgo dentro de dos días, y así lo hicimos.

En Tiflis vimos al general S. que había frecuentado durante algún tiempo nuestro grupo de San Petersburgo. Sin duda, la conversación con él le hizo ver a G. la situación bajo un nuevo aspecto, puesto que modificó sus planes.

Durante el viaje, al salir de Tiflis, tuvimos una conversación interesante en una pequeña estación entre Bakú y Derbent. Nuestro tren se detuvo para dejar pasar los trenes de los "camaradas" que volvían del frente del Cáucaso. Hacía mucho calor. A lo lejos brillaba el mar Caspio, y alrededor de nosotros resplandecía la arena. Las siluetas de dos camellos se perfilaban en el horizonte.

Traté de hacer que G. hablara del futuro inmediato de nuestro trabajo. Quería comprender lo que pensaba hacer y lo que esperaba de nosotros.

—Los acontecimientos están en contra de nosotros, le decía. Se ve bien claro que es imposible hacer cualquier cosa en este torbellino de locura colectiva.

—Por el contrario, respondió G. Solo ahora es posible. Los acontecimientos no están de ninguna manera en contra de nosotros. Lo único que pasa es que van demasiado rápido. Ese es todo el problema. Pero espere cinco años y verá que los obstáculos de hoy nos habrán sido útiles."

No comprendía lo que G. quería decir. Tampoco me fue más claro después de cinco, ni después de quince años. Al mirar las cosas desde el punto de vista de los "hechos", era difícil imaginarse cómo hubiéramos podido ser ayudados por acontecimientos tales como guerras civiles, asesinatos, epidemias, hambre, y todo en Rusia volviéndose salvaje, la mentira sin fin de la política europea y la crisis general que sin la menor duda era el resultado de esta mentira.

Pero si en lugar de mirar todo esto desde el punto de vista de "los hechos" se mirara desde el punto de vista de los principios esotéricos, lo que G. quería decir se haría más comprensible.

¿Por qué no habían aparecido estas ideas antes? ¿Por qué no las tuvimos cuando Rusia existía todavía y Europa era para nosotros el cómodo y agradable "extranjero"? Aquí se encontraba sin duda la llave de la enigmática observación de G. ¿Por qué no aparecieron estas ideas? Probablemente porque no pueden aparecer sino en el momento mismo en que la atención de la mayoría de la gente se deja llevar enteramente en otra dirección, y en que estas ideas no pueden alcanzar sino a los que las buscan. Yo tenía razón desde el punto de vista de los "hechos". Nada nos hubiera podido molestar más que los "acontecimientos". Al mismo tiempo es probable que fueron precisamente estos "acontecimientos" los que nos permitieron recibir lo que nos fue dado.

Ha quedado en mi memoria el recuerdo de otra conversación. Una vez más, el tren se eternizaba en una estación y nuestros compañeros de viaje caminaban sin cesar por el andén. Le hice a G. una pregunta a la que yo no encontraba respuesta, a propósito de la división de uno mismo en "Yo" y en "Ouspensky". ¿Cómo puede uno reforzar el sentimiento del "Yo" y reforzar la actividad del "Yo"?

—Usted no puede hacer nada especial para eso, dijo G. Vendrá como resultado de
todos
sus esfuerzos. (Subrayó la palabra «todos».) Tómese usted como propio ejemplo. Ahora debería sentir su «Yo» diferentemente. ¿Nota usted una diferencia o no?"

Traté de tener la "sensación de mí", como G. nos la había enseñado, pero debo decir que no constaté ninguna diferencia con lo que había sentido anteriormente.

—Eso vendrá, dijo G. Y cuando venga, lo sabrá. No hay duda posible respecto a esto. Es una sensación enteramente nueva."

Más tarde comprendí lo que quería decir, de qué clase de sensación hablaba, y de qué cambio. Pero comencé a experimentarlo solamente dos años después de nuestra conversación.

Tres días después de nuestra salida de Tiflis, durante una parada del tren en Mozdok, G. me dijo que yo tenía que regresar solo a San Petersburgo mientras él y nuestros otros tres compañeros se quedarían en Mineralni Vodi, y luego irían a Kislovodsk.

—Usted irá a Moscú, luego a San Petersburgo, y les dirá a nuestros grupos de allá, que allí comenzaré un nuevo trabajo. Los que deseen trabajar conmigo pueden venir. Y le aconsejo no tardar mucho."

Me despedí de G. y de mis compañeros en Mineralni Vodi y continué solo mi viaje.

Era claro que de mis planes de salir al extranjero no quedaba nada. Pero eso ya no me inquietaba más. No dudaba de que pasaríamos un período muy difícil, pero eso tampoco me importaba. Comprendía lo que me había dado miedo. No se trataba de los verdaderos peligros; tenía miedo de actuar estúpidamente, es decir, de no partir a tiempo cuando sabía perfectamente bien lo que me esperaba. Ahora parecía que se me hubiera quitado toda responsabilidad hacia mí mismo. No había cambiado de opinión; como antes, podía decir que quedarse en Rusia era una locura. Pero mi actitud era completamente diferente. Ya no tenía que decidir.

Viajaba como antes, solo, en primera clase, y cerca de Moscú me hicieron pagar más porque mi reservación y mi billete tenían diferentes direcciones. Dicho en otras palabras, todavía continuaban los buenos viejos tiempos. Pero los periódicos que compraba por el camino estaban llenos de noticias acerca de los fusilamientos en las calles de San Petersburgo. Ahora eran los bolcheviques los que disparaban a la muchedumbre; estaban ensayando su fuerza.

Por esa época la situación se definía poco a poco. Por un lado se encontraban los bolcheviques que todavía no sospechaban el increíble éxito que les esperaba, pero ya comenzaban a sentir la falta de toda resistencia y a comportarse cada vez más insolentemente. Por otro lado, estaba el "segundo gobierno provisional" en el cual los puestos subalternos estaban ocupados por gente seria que comprendía la situación, pero cuyos altos cargos estaban ocupados por teóricos y charlatanes insignificantes; además había la "inteligentzia" que había sido diezmada por la guerra; y por último, lo que quedaba de los antiguos partidos y los círculos militares. Todos estos elementos tomados en conjunto se dividían a su vez en dos grupos; uno, que en contra de todos los hechos y del sentido común, aceptaba la posibilidad de un arreglo de paz con los bolcheviques, los que se aprovechaban muy astutamente de esto, ocupando una tras otra todas las posiciones, y el otro que, dándose cuenta de la imposibilidad de toda negociación con los bolcheviques, se encontraba al mismo tiempo desunido e incapaz de intervenir abiertamente.

El pueblo guardaba silencio, aunque quizás jamás en la historia la voluntad del pueblo haya sido expresada tan claramente —y esta voluntad era:
¡detener la guerra!

Pero ¿quién podía detener la guerra? Esta era la pregunta capital. El gobierno provisional no se atrevía. Y era claro que la decisión no podía venir de los círculos militares. Sin embargo, el poder pasaría obligatoriamente a los primeros que pronunciasen la palabra:
paz.
Y como sucede a menudo en tales casos, la palabra buena vino del lado malo. Los bolcheviques pronunciaron la palabra
paz;
primero, porque para ellos todo lo que decían no tenía ninguna importancia. No tenían la menor intención de cumplir sus promesas, podían entonces decir todo lo que querían. En esto consistía su principal ventaja y su mayor fuerza. Además, había otra cosa. La destrucción es siempre mucho más fácil que la construcción. ¡Cuánto más fácil es quemar una casa que edificarla!

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