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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

Gataca (4 page)

BOOK: Gataca
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El bigotudo agente del servicio urgente de la policía jugueteaba con un cigarrillo apagado entre sus dedos.

—No hay nada que hacer. Ese macaco asqueroso no se ha movido ni un centímetro desde que llegamos. Nos han dado la orden de que les esperáramos antes de dormirlo.

Sharko se volvió hacia Jaspar, que se había mantenido alejada.

—¿Quién ha descubierto el cadáver?

La primatóloga no escuchó la pregunta. Se aproximó rápidamente y con aspecto sombrío miró fijamente al hombre bigotudo.


Shery
no es un macaco. Es una hembra de chimpancé de la que me ocupo desde hace más de treinta y siete años.

El policía se encogió de hombros.

—Macacos o no, todos acaban por volverse contra nosotros, tarde o temprano. Ahí está la prueba.

El teniente Jacques Levallois le dio a entender amablemente que podía salir a tomar el aire. La tensión era palpable, y la atmósfera estaba electrizada. Sharko repitió con calma la pregunta.

—¿Quién ha descubierto el cadáver?

Jaspar estaba a su lado. Menuda y robusta, se retorcía los dedos nerviosamente y hacía cuanto podía para evitar que su mirada se cruzara con la de la desventurada víctima. Sharko sabía que para la mayoría de la gente, una vez pasada la curiosidad, es imposible mirar a la muerte a la cara. Además, la visión de aquel ser medio desnudo era particularmente insoportable.

—Hervé Beck, nuestro cuidador de animales. Cada mañana viene a limpiar las jaulas a las seis de la mañana. Al entrar, ha avisado inmediatamente a la policía.

—¿La puerta de la jaula estaba cerrada cuando ha llegado?

—No, estaba abierta de par en par. Hervé la ha cerrado al ver el cadáver, para evitar que
Shery
huyera.

—¿Dónde está Hervé?

—Fuera, con los demás.

—Muy bien. Ese pisapapeles, junto al cuerpo… ¿Tiene idea de su procedencia?

—El despacho en el que trabajaba Éva.

—¿Se le ocurre qué pudo impulsar a la estudiante a abrir la jaula y entrar en ella con un pisapapeles?


Shery
es la mascota de nuestro centro. Contrariamente a otros animales, sólo está en la jaula para dormir y el resto del día se pasea libremente por donde le apetece. De vez en cuando roba objetos, sobre todo si son brillantes. Éva tenía que hacerla entrar en la jaula y encerrarla una vez acabadas sus observaciones. Dado que a menudo se ausentaba durante el día, venía a trabajar bastante tarde y era la última en marcharse. Confiábamos en ella.

La primatóloga miró a su desgraciada compañera.


Shery
es absolutamente inofensiva. Es conocida entre los primatólogos de toda Francia por su amabilidad, su inteligencia y, sobre todo, por su capacidad de expresarse.

—¿Expresarse?

—Habla ameslan, el lenguaje gestual de los sordomudos americanos. Lo aprendió hace más de treinta años en el Instituto de comunicación entre chimpancés y humanos, en Ellensburg. Durante toda mi vida, me he maravillado ante sus progresos, y he compartido sus alegrías y sus penas. Se lo repito, es imposible que ella…

Se calló de repente, ante una terrible evidencia: un mono cubierto de sangre, con una víctima a sus pies, golpeada con un pisapapeles y mordida. ¿Qué había podido suceder? ¿Cómo podía
Shery
haber cometido semejante abominación? Clémentine trató de comunicarse con el animal, pero a pesar de sus exhortaciones, de sus llamadas a través de la reja, la mona postrada permanecía inmóvil.

—No quiere decirnos nada. Creo que está verdaderamente traumatizada.

Sharko y su colega Levallois intercambiaron una mirada. El joven teniente cogió su teléfono móvil y salió. Sharko metió las manos en los bolsillos de sus vaqueros demasiado holgados. No se sentía cómodo ante aquel pobre animal acurrucado en un rincón y aquel cadáver tan joven que le miraba de hito en hito con sus pupilas vacías.

—Señora, habrá una investigación y se abrirán diligencias judiciales. Mi compañero ha ido a llamar a un equipo de técnicos que vendrán a tomar algunas muestras y a unos colegas que se ocuparán de la investigación de proximidad.

Esas palabras parecieron tranquilizar a la primatóloga, pero se trataba pura y simplemente del procedimiento habitual. Incluso el caso de un tipo colgado de una soga en una habitación cerrada por dentro exigía que se abrieran diligencias judiciales. Se debía confirmar la hipótesis del suicidio, descartando la del accidente y la del crimen disfrazado. Sharko miraba al mono. Durante unos segundos se preguntó si aquellos animales también tendrían huellas digitales.

—Comprenderá que deberán entrar en la jaula y también tomarle algunas muestras a su… mona, principalmente en las encías y las uñas, para verificar si hay sangre de la víctima, cosa que demostraría la agresión. Habrá que dormirla.

Tras un instante inmóvil frente a los sólidos barrotes, Clémentine Jaspar asintió sin gran convicción.

—Lo comprendo, pero prométame que no le harán daño mientras no se descubra la verdad. Esta mona es mucho más humana que la mayoría de la gente que nos rodea. La recogí agonizante en la selva, herida por unos cazadores furtivos. A su madre la mataron ante sus ojos. Es como si fuera mi hija. Es toda mi vida.

—No puedo prometérselo, pero haré cuanto esté en mi mano.

Clémentine Jaspar inspiró con tristeza.

—De acuerdo. Voy a por la pistola hipodérmica.

Habló en voz muy baja. Sharko se acercó a la jaula y se puso en cuclillas, sin tocar los barrotes. No cabía duda alguna: la señal de la mandíbula del animal en el rostro era evidente. El mono era culpable y la situación estaba clara. El animal la había golpeado con el pisapapeles y la había mordido en el rostro, y nunca encontrarían una explicación para sus actos. El comisario ya había oído hablar de la repentina violencia de esos primates, capaces incluso de masacrar a su propia progenitura, sin motivo aparente. Éva Louts probablemente había sido imprudente o quizá había abordado a la mona en un mal momento. Una cosa era palmaria: el futuro de aquel pobre animal de orejas de soplillo y de rostro simpático era muy negro.

—Treinta y siete años, carroza. Tienes la edad de una mujer a la que amé… ¿Lo sabías? Nunca es tarde para que se te vaya la olla, ¿verdad? ¿Por qué no nos explicas sencillamente lo que ha pasado?

Jaspar reapareció con un aparato parecido a una pistola de pintura. Sharko se puso en pie y miró al techo.

—Veo que por todas partes hay cámaras de vigilancia. Ha pensado en…

—No serviría de nada. Era Éva Louts quien tenía que accionar el sistema de alarma y ponerlo todo en marcha al cerrar las puertas.

Con un suspiro, la directora apuntó con su pistola a la mona.

—Perdóname, cariño…

En ese preciso instante,
Shery
se volvió y miró fijamente a la mujer. Con los puños cerrados apoyados en el suelo, avanzó lentamente hacia el borde de la jaula. Los dedos de Jaspar temblaban sobre el gatillo.

—Lo siento, no puedo hacerlo.

Sharko tomó el arma de sus manos.

—Deje. Yo lo haré.

Pegada a los barrotes, la mona se incorporó un poco y unió sus manos, con las palmas hacia el exterior, se las llevó a la altura del rostro y retrocedió ligeramente. En el momento en que Sharko apuntaba al animal con la pistola, Jaspar lo detuvo.

—¡Espere! ¡Por fin nos está hablando!

Shery
hizo otros signos: ambas manos a uno y otro lado de la cabeza, agitaba las palmas hacia abajo, como un fantasma que quisiera asustar a unos niños. Luego la mano derecha sobre los labios, antes de dejarla caer hacia el suelo. Volvió a repetir esa serie de gestos, tres, cuatro veces, y se dirigió junto al cuerpo de Éva Louts, a la que acarició cariñosamente la mejilla arrancada. Jamás Sharko había tenido la impresión de percibir tanta emoción en la mirada de un ser vivo. Aquel animal desprendía algo profundamente humano. Contra su propia voluntad, sintió que tenía su curtido corazón de policía en un puño. ¿Cómo diablos podía emocionarse ante un mono?

—¿Qué ha dicho?

—No deja de repetir lo mismo: «Miedo, monstruo, malvado… Miedo, monstruo, malvado…».

Jaspar recobró la esperanza.

—Ya se lo decía,
Shery
es inocente. Alguien ha estado aquí. Alguien que le ha hecho daño a Éva.

—Pregúntele a
Shery
si conoce a ese «monstruo malvado».

Con las manos y los labios, la mujer ejecutó una serie de signos que el chimpancé observó atentamente.

—Su lexigrama se compone de más de cuatrocientas cincuenta palabras. Nos entenderá si nos expresamos claramente.

Tras unos momentos,
Shery
sacudió negativamente la cabeza. Sharko no se lo podía creer: la mujer, a su lado, conversaba con un mono, nuestro primo en la cadena de la Evolución.

—Pregúntele por qué ese monstruo vino aquí.

De nuevo, los gestos, ante los que
Shery
reaccionó. Los dedos índice y corazón de la mano derecha formaron una «V» y se cruzaron rápidamente con la mano izquierda abierta. Luego señaló el cadáver, con un claro movimiento del brazo.

—«Matar.» «Matar a Éva.»

Sharko se frotó el mentón, escéptico y estupefacto.

—En su opinión, ¿qué significa «monstruo» para ella?

—La figura agresiva, nefasta, que trata de hacer daño. No puede tratarse de un hombre, puesto que hubiera utilizado el término apropiado, «hombre». Eso… eso es lo que no logro entender.

—¿Los monos pueden inventarse cosas o mentir?

—En un reflejo de supervivencia, pueden «engañar». Si unos monos se pelean a muerte en masa, un mono observador puede lanzar un grito que avise de un ataque desde el aire, con la única intención de provocar la huida de los otros y así dispersar al grupo. Pero un animal nunca mentirá en su propio interés. La mentira es típicamente humana.

—No me sorprende.

—Si
Shery
dice que ha visto a un monstruo, es que realmente ha visto a un monstruo. Tal vez un simio de mayor tamaño y muy agresivo, que consideró un monstruo.

Sharko ya no sabía qué pensar. Le pesaba la fatiga y su mente se enturbiaba. Un mono, una jaula, un cadáver mordido en la mejilla e incluso el objeto contundente propio de todas las historias policiales, todo parecía muy sencillo. Casi demasiado perfecto, por otra parte. Pero tal vez allí había habido un «monstruo», y en ese caso aquel mono capaz de hablar había sido testigo de un crimen.

Necesitaba otro café, alguna cosa en el estómago. Mientras reflexionaba, el chimpancé volvió a su rincón, dándoles de nuevo la espalda. El policía apuntó con la pistola.

—Quiero creerte,
Shery
, pero de momento no tengo otra elección.

Disparó. Una pequeña flecha con la punta roja se clavó en la espalda del mono, que trató de arrancársela, antes de tambalearse y finalmente desplomarse a solo unos centímetros del cadáver de Éva Louts. Jaspar apretó con fuerza los labios.

—No hay elección… Lo siento, cariño…

Sharko le devolvió la pistola hipodérmica y preguntó:

—Según usted, ¿por qué le habría hecho daño a Éva Louts un «monstruo malvado»?

—Lo ignoro, pero anteayer descubrí algo muy curioso acerca de Éva Louts. Tal vez tenga relación…

—¿De qué se trata?

Jaspar miró de nuevo hacia el cadáver y luego al cuerpo inerte de
Shery
. Suspiró profundamente.

—Vaya a tomarse un café, no para de bostezar. Luego se lo explicaré. Mientras, iré… iré a comunicárselo a sus padres.

Sharko la asió de la muñeca.

—No, déjelo. La vida de sus padres se hará pedazos, la muerte de una hija no se anuncia así, por teléfono. Nuestros equipos se ocuparán de ello. Desgraciadamente, esos malos tragos forman parte de nuestro trabajo.

3

En una escuela primaria, el inicio del curso siempre constituye un momento de alegría para la mayoría de los chiquillos. Tras dos meses de ausencia, se reencuentran por fin con sus compañeros, explican sus vacaciones, exhiben su nueva mochila de Spiderman o su nueva bolsa de Dora la Exploradora. Zapatillas de deporte relucientes, olor a cuero nuevo, lápices y gomas por estrenar… Los chavales se miran los unos a los otros, se saludan y bromean. El mundo de la infancia estalla con mil colores y brillos.

Cuando Lucie llegó cerca de la verja, aquel lunes por la mañana, los alumnos se dividían en distintos grupos en el patio. Gorjeos, chillidos e incluso algunas lágrimas. Dentro de unos minutos sonaría la campana y niñas y niños volverían a encontrarse mezclados en su nueva clase para un año más de aprendizaje. Algunos padres acompañaban a su progenitura, en particular a los más pequeños, los que llegaban del parvulario. Una etapa importante en el camino de la vida.

La escuela privada Sainte Hélène no era la escuela a la que Lucie llevaba a Juliette, antes de la tragedia. Un psiquiatra infantil le había explicado que no había reglas precisas para sobrevivir al fallecimiento de una hermana y aún era más complicado en el caso de unas gemelas. Por ello, Lucie había preferido la ruptura con el antiguo centro escolar. Nuevos compañeros, nuevos profesores y nuevas costumbres para la pequeña. Y también para Lucie era mejor aquella ruptura umbilical con el pasado. No quería ser aquella a la que mirasen de reojo, a la que nadie se atreviera a abordar sin pronunciar previamente la eterna frase de «Siento mucho lo que le ha sucedido». Allí nadie la conocía, nadie la miraría… Sería sólo una madre, una más entre la multitud.

Pegada a la verja, Lucie observó a los chiquillos en el patio y buscó durante unos minutos entre la masa coloreada. Por fin vio a Juliette. La pequeña sonreía, temblaba de impaciencia y manifestaba un apremiante deseo de reiniciar la escuela. Permaneció unos segundos sola entre la masa indiferente y se incorporó a la fila, tirando de su nueva mochila con ruedas. Nadie se fijaba en ella, los chavales ya se conocían, conversaban y reían. La profesora dirigió una mirada hacia la verja donde se encontraban los padres, como diciendo que todo iría bien, y prosiguió su tarea. La Tierra no dejaba de girar y la vida seguía en todas partes, costara lo que costase.

Tras sonar la campana, cuando ya la mayoría de los padres se alejaba, Lucie se precipitó al patio, en dirección a las aulas. Se dirigió a la maestra mientras los niños desaparecían en el pasillo.

—Discúlpeme, señorita. Hay algo importante que he olvidado preguntar. Es respecto a los recreos. ¿Las profesoras vigilan a los alumnos? ¿La verja esa de ahí está siempre cerrada?

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