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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

Gataca (35 page)

BOOK: Gataca
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Lucie sintió un gran alivio al poder dar por fin un nombre a un rostro en blanco, a aquella mujer fallecida en el parto, probablemente con horribles dolores. No pidió ni lápiz ni papel para apuntar la información, sobre todo no quería atosigar a su interlocutora y provocar que se bloqueara. Todo debía ser informal, volátil. Pero Lucie memorizaba cada una de las palabras.

La enfermera prosiguió.

—Era muy joven, veinte o veintiún años. Una mujer guapa de largos cabellos morenos y ojos muy oscuros.

—¿Por qué deseaba un parto anónimo?

—Ya no quería aquella criatura y era demasiado tarde para abortar… Unas semanas antes, su novio la había abandonado como un cobarde. A su edad, se sentía incapaz de criarlo sola.

Lucie apretó los puños. Una futura madre, joven, abandonada por aquel al que amaba, aquel que le habría prometido de todo y al que ingenuamente había creído. Era su misma historia personal. Las suturas de su pasado se desgarraban una tras otra y aquella maldita investigación la hería en lo más hondo. Trató de dejar a un lado sus sentimientos, de abstraerse de su propio dolor de mujer y madre. Tenía que mantenerse fuerte y concentrada.

—Cuénteme sus recuerdos tal como le vengan a la memoria —dijo Lucie—. Tómese el tiempo que desee.

Pierrette cerró los ojos un buen rato y luego volvió a abrirlos.

—Amanda Potier era pintora, empezaba entonces y no se ganaba la vida con sus cuadros. Vivía en un pequeño apartamento de la periferia de Reims, por Neuvillette, a unos kilómetros de aquí. Ella y el doctor Terney se conocían ya antes de su ingreso, él le había comprado algunas obras en la inauguración de una exposición, para apoyarla y animarla. Ella parecía quererlo mucho. Él incluso le encargó algunas obras, unos cuadros relacionados con el ADN y el nacimiento que deseaba para decorar su casa. Ella me confió que tenía unos gustos muy extraños pero que pagaba bien.

Lucie recordó entonces el cuadro que había entrevisto colgado en la biblioteca de Terney y en las fotografías del escenario del crimen. Aquella especie de placenta inmunda y la firma, Amanda P., en una esquina. Tenía un vago recuerdo de ese nombre y esa inicial que había visto rápidamente en una de las fotos.

—… Amanda explicaba que habían comido juntos y habían hablado sobre todo de arte. Luego, un día, su conversación versó sobre su embarazo. El doctor la convenció de que dejara a su antiguo ginecólogo y de que la visitara él. Se ocupó de ella durante los cuatro últimos meses de su embarazo.

Lucie trataba de pensar al mismo tiempo. Stéphane Terney había querido acercarse a cualquier precio a Amanda, y a su futuro bebé. Llevó su razonamiento aún más lejos: ¿Terney se había acercado a Amanda Potier a propósito? ¿La vigilaba, cuando ella lo tomaba por su amigo? ¿Le había comprado obras para ganarse su confianza? Lucie planteó de repente una pregunta que le vino a la cabeza.

—¿Sabe por qué el doctor vino a instalarse a Reims en 1986? ¿Por qué eligió esta maternidad? Terney gozaba de un puesto excelente en París, tenía diversas investigaciones en curso y viajaba mucho. Así las cosas, ¿por qué encerrarse en provincias?

Pierrette se encogió de hombros tímidamente.

—Creo que simplemente aprovechó una oportunidad. Al doctor Grayet, su predecesor, le faltaban tres años para jubilarse. Dimitió en el momento en que el doctor Terney presentó su candidatura.

Un golpe violento en el pecho de Lucie.

—¿Dimitir, a tres años de la jubilación? ¿Estaba prevista esa dimisión?

La enfermera meneó la cabeza, con los labios apretados.

—Grayet nunca nos había hablado de ello, y nunca nos lo hubiéramos imaginado de él. Pero era así… Quería disfrutar de la vida, creo. Dejó el hospital discretamente, sin bombo ni platillos.

—¿Cómo se llamaba ese doctor, exactamente? ¿Su nombre de pila?

—Robert. Robert Grayet. Pero no podrá interrogarlo. Murió de Alzheimer hace cinco años, fui a su entierro. Es triste acabar así.

Lucie almacenaba esas informaciones capitales. ¿Era posible que Terney hubiera provocado la dimisión de su predecesor para reemplazarlo y así estar cerca de Amanda Potier y convertirse en su médico? A Lucie le daba vueltas la cabeza. Parecía completamente inconcebible. Y, sin embargo, las fechas cuadraban: Terney dejó París en 1986 y se instaló en Reims, cuando Amanda estaba embarazada… Se ocupó de su embarazo y dio a luz en enero de 1987. Lucie se remontó en el tiempo. París, igualmente en 1986. Según el artículo de Wikipedia, Terney se divorció unas semanas antes de marcharse. Tal vez algún acontecimiento provocó la ruptura… Tal vez su primera esposa estaba al corriente de algo relacionado con Amanda Potier o Robert Grayet.

Lucie dejó de lado las preguntas que la rondaban y prosiguió.

—¿Amanda Potier no tenía familia? ¿Nadie iba a verla a la maternidad?

—Sí, por supuesto. Sus padres vinieron de Villejuif, la mantenían. Su madre era una mujer muy guapa, aún joven, que se le parecía mucho. Una futura abuela de unos cuarenta años…

La enfermera hacía girar su dedo índice alrededor de la taza de café. Los recuerdos le dolían, pero Lucie no soltó presa.

—Durante su hospitalización, ¿cómo se comportaba el doctor con ella?

—Estaba siempre allí, muy cerca de la paciente. De día y de noche. Incluso nos suplía en nuestras tareas de enfermería. Recuerdo los exámenes a los que la sometía, las tomas de muestras de sangre. Amanda estaba extremadamente fatigada y tenía un vientre descomunal. Recuerdo también que comía muchísimo. Fruta, galletas, todo lo que caía en sus manos.

—¿El doctor y ella eran íntimos?

Apretó los dientes.

—No lo suficiente para que el doctor llorara su muerte en la sala de partos, en cualquier caso.

Lucie reflexionó, cada vez más azorada. Ahora tenía la certeza de que Grégory Carnot nunca había sido un niño como los demás. Algo en él había interesado sobremanera al médico. Algo que tal vez obligó a Terney a divorciarse, a mudarse y a construir su vida alrededor de aquella criatura. Aquello desbordaba el entendimiento.

—Hábleme ahora del día del parto.

Pierrette Solène tragó saliva con dificultad.

—La noche del 4 de enero, los aparatos a los que estaba conectada Amanda Potier se volvieron locos. Su tensión era muy alta y el corazón se aceleraba. Le faltaba una semana para salir de cuentas pero había que sacar al bebé a toda costa. El doctor llamó inmediatamente al anestesista y a una comadrona y la condujo a la sala de partos.

Ahora su voz era temblorosa, la emoción la dominaba.

—Luego todo sucedió muy deprisa y empeoró. La paciente comenzó a sufrir convulsiones y se produjo la hemorragia. No lográbamos estabilizarla. El doctor practicó una cesárea. Era… era horrible. Enseguida perdió por lo menos un litro de sangre. Era como si el cuerpo se vaciara de toda su energía, de manera incomprensible.

Lucie sintió que se le ponían los pelos de punta.

—Amanda Potier ni siquiera vio nacer a su hijo. En treinta años de carrera, sólo he visto a tres madres morir en una sala de partos. Cada vez fue una experiencia profundamente traumática, inhumana, que no le deseo a nadie.

Lucie imaginó el ambiente en la sala de partos. Sangre por todas partes, la línea plana en el monitor, los rostros abatidos. Y la ignominiosa sensación de fracaso.

—¿Y el bebé?

Pierrette hizo una mueca de repugnancia.

—Él estaba en plena forma mientras su madre se desangraba. Un bebé gordo, con un peso muy por encima de la media. Un caso muy raro dada la preeclampsia.

Hablaba con amargura teñida de cierta repugnancia.

—¿Pudo seguir la evolución del bebé? —preguntó Lucie.

—No. Se lo llevaron a neonatología y ya no era mi trabajo. A decir verdad, nunca supe qué había sido de él. Creo que… que no quería volver a oír hablar de él. Su madre murió ante mis propios ojos mientras él estaba perfectamente.

Hizo una mueca de asco.

—Y con lo que me ha explicado usted hoy… Eso aún me indigna más…

La imaginación de Lucie carburaba a toda máquina y ante ella aparecían sórdidas imágenes. No podía evitar ver un bebé monstruoso, cubierto de materias orgánicas, de sangre, agitando sus miembros pringosos de un lado a otro y chillando. Pierrette se restregó el rostro un buen rato. Parecía dubitativa, suspiró, y por fin dijo:

—Esa noche vi algo, señora. Algo que nunca he contado a nadie. Algo que contradecía el diagnóstico de preeclampsia del doctor.

Lucie se inclinó hacia delante. Se sentía al borde del abismo, al igual que la enfermera, que prosiguió lentamente:

—Tenía que ver con la vascularización de la placenta.

La placenta… Lucie pensó de nuevo en el cuadro en la biblioteca de Terney. A la enfermera le costaba pronunciar unas palabras que probablemente jamás habían salido de su boca.

—La preeclampsia hace que las placentas sean muy, muy pobres en vasos sanguíneos, es sistemático, incluso en el caso de bebés de talla normal. Cuando ese bebé salió por cesárea, el doctor se apresuró a aspirar inmediatamente la placenta que había quedado en el vientre materno. La comadrona y el anestesista no vieron nada, aquélla se ocupaba del bebé y éste hacía lo posible para tratar de ver algo entre toda aquella sangre y estabilizar a la paciente. Pero yo sí la vi.

Un silencio. Lucie aguardaba ansiosamente sus palabras.

—¿Qué vio exactamente?

—Esa placenta, casi parecía… una tela de araña por la cantidad de vasos sanguíneos que había en su superficie. Para que se haga una idea, en toda mi vida profesional nunca he visto una placenta tan irrigada. Es por esa razón por lo que el bebé era gordo y alto, disponía de todos los recursos para desarrollarse correctamente.

Nerviosa, Lucie se puso en pie bruscamente.

—Un momento…

Corrió a su coche y regresó con el sobre marrón que contenía las fotos de la escena del crimen. Cogió una que mostraba el cuadro de la placenta en primer plano y la tendió a la enfermera.

—¿La placenta de Amanda Potier se parecía a ésta?

Pierrette asintió con repugnancia.

—Exactamente. Estaba tan vascularizada como ésta. Pero… ¿De dónde ha salido eso?

—Del domicilio del doctor. Le pidió a Amanda que se la pintara.

—Amanda pintó su propia placenta. ¡Oh, por Dios, es asqueroso!

—Eso significa que el doctor estaba al corriente de esa placenta ultrairrigada y que eso le interesaba sobremanera.

La enfermera devolvió la fotografía a Lucie.

—Todo esto es muy extraño. ¿Lo sabría gracias a las ecografías?

—Eso creo.

Hubo un silencio. Ambas intentaban comprender. Lucie mostró igualmente el cuadro del fénix, por si acaso, pero la enfermera no identificó de qué se trataba.

Pierrette prosiguió.

—Quizá no me creerá, pero cuando… cuando el doctor descubrió la placenta de su paciente durante el parto vi que le brillaban los ojos. Como… si estuviera fascinado. Fue muy breve, no duró ni un segundo, pero tuve esa sensación.

Se frotó los antebrazos.

—Mire, no le miento, tengo los pelos de punta. Cuando descubrió que lo había sorprendido, me dirigió la mirada más fría que he visto en mi vida y durante la aspiración, me miró fijamente sin abrir la boca. Comprendí en el acto que debía guardar silencio… Y, un minuto más tarde, la madre estaba muerta.

Lucie reflexionaba a toda velocidad. Se sentía profundamente perturbada por las palabras de su interlocutora. ¿Qué era esa historia de la placenta? ¿Qué significaba ese destello de alegría en la mirada de Terney mientras su paciente se moría en la sala de partos? ¿Había sacrificado a una madre, obligándola a dar a luz, para hacer nacer a cualquier precio al bebé?

La misma pregunta volvía una y otra vez: ¿por qué tenía que venir al mundo ese bebé? Pierrette seguía hablando con voz monocorde y ahora sentía la necesidad de vaciarse completamente.

—El doctor Terney, el anestesista, la comadrona y yo tuvimos una reunión unas horas después con el jefe del hospital y se redactó un informe. Oficialmente, Amanda Potier había muerto de preeclampsia. Terney tenía todos los elementos: los resultados de los exámenes y de las pruebas de proteinuria, la tensión alta e incluso las estadísticas que demostraban que la preeclampsia podía dar bebés correctamente proporcionados. El hospital no tenía ninguna responsabilidad. Los padres de la paciente nunca pensaron en presentar una demanda.

—¿Usted no habló de la placenta?

Pierrette meneó la cabeza, como haría un niño que no quisiera confesar su falta.

—¿Y qué hubiera cambiado eso? Era mi palabra contra la del médico. La placenta había sido destruida. Y además, la madre había fallecido y no hubo error médico. Se produjo una hemorragia y no pudo hacerse nada. No deseaba complicar las cosas ni poner en peligro mi carrera.

Suspiró, aparentemente abatida.

—¿Quiere saber qué pienso, veintitrés años después? La enfermedad que mató a Amanda Potier parecía una preeclampsia y así podía diagnosticarse, porque algunos elementos no mentían, pero no lo era. Y hoy estoy convencida de que el doctor sí sabía de qué se trataba. Ese cuadro monstruoso, además, es la prueba evidente de ello.

Se alzó de su sillón apoyándose con las manos.

—Ahora, discúlpeme, pero creo que no tengo mucho más que contarle. Todo esto forma parte del pasado y ya es muy tarde para despertar viejos fantasmas. El doctor ha muerto, descanse en paz…

—Nunca es demasiado tarde. Al contrario, las respuestas se esconden en el pasado.

A su vez, Lucie se levantó del sofá. Su viaje no había sido en vano, incluso a pesar de que ahora hubiera aún más preguntas en el aire. En cualquier caso, estaba segura de una cosa: lentamente pero con seguridad, el ginecólogo obstetra había tejido una telaraña que había llevado al nacimiento de un monstruo.

Aunque avanzara entre una niebla espesa, Lucie sabía que su búsqueda de la verdad se concretaba cada vez más. Amanda Potier, Stéphane Terney y Robert Grayet, su predecesor en la Colombe, habían muerto y se habían llevado consigo sus siniestros secretos. Para Lucie, no había muchas opciones: tenía que remontarse en el tiempo e ir en busca de la primera de las ex mujeres de Stéphane Terney.

Aquella de la que se divorció justo antes de su precipitado traslado a Reims.

Uno de los rastros del pasado que, tal vez, poseía una parte de la verdad.

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