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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

Gataca (49 page)

BOOK: Gataca
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Juliette se había transformado en una alucinación. Un fantasmita que sólo Lucie veía en determinados momentos, cuando su mente quería recordarla: en su habitación, junto a las escuelas, paseando a su lado.

Viento… Nada más que viento…

Solo en su ancha cama, acurrucado bajo las mantas, el poli sintió un frío terrible. Lucie, aquel caso, sus propios demonios… La noche precedente, leyó el libro de Napoléon Chimaux y descubrió también él la violencia de los ururus, sus ritos bárbaros, inhumanos, y también la crueldad del joven antropólogo. Eso era lo que describía, por ejemplo:

El jefe organizó un asalto para raptar mujeres de una tribu lejana. Fueron hasta allí y les propusieron a los indígenas enseñarles a rezar, con ayuda de gestos y de gritos. Cuando los hombres se arrodillaron, con la nuca inclinada hacia delante, les cortaron la cabeza con hachas de piedra tallada, se apoderaron de sus mujeres y se dieron a la fuga.

¿Qué había sido de ellos hoy en día? ¿Cómo había evolucionado esa tribu a lo largo de los últimos cuarenta años, codeándose con el explorador francés? Las búsquedas en Google eran infructuosas y los ururus y su jefe blanco seguían siendo un misterio, sin que nadie pudiera acercarse a ellos, objeto de leyendas y múltiples preguntas. Sharko se repitió que ir en su busca era una majadería.

Sin embargo, a Lucie y a él ya se lo habían robado todo.

O, para ser más exactos, ya no les quedaba nada que les pudieran robar.

En la nebulosa de sus pensamientos, en la frontera del sueño, el comisario no podía dejar de pensar en
Apocalypse Now
, de Francis Ford Coppola: aquella viscosa inmersión en las entrañas de la locura humana que se expande a medida que los protagonistas se adentran en la selva. Imaginó a Chimaux como una especie de coronel Kurtz, cubierto de sangre y tripas, aullando al cielo y esclavizando a una horda de bárbaros. Pudo oír claramente aquella palabra repetida al final de la película con una voz terrible y fantasmagórica: «El horror, el horror…».

El horror…

Al cabo de un rato, las imágenes y los sonidos se entremezclaron en su cabeza. Fue incapaz de saber si soñaba, se estaba durmiendo o se despertaba. Y se sobresaltó al oír unos golpes sordos en la puerta de entrada. Atolondrado, echó un vistazo al despertador. Eran las seis en punto de la mañana. Ni las seis y un minuto ni las cinco y cincuenta y nueve minutos. Las seis en punto. Sharko sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Aquella hora tenía un significado muy especial para cualquier policía.

Y en aquel momento supo qué sucedía.

Se levantó y se vistió de cualquier manera con un pantalón y una camiseta. Guardó el pasaporte y el billete electrónico bajo la almohada, metió la maleta en un armario y se dirigió lentamente hacia la puerta.

Al abrir, no hubo ni una palabra. Dos siluetas oscuras se abalanzaron sobre él y lo inmovilizaron contra la pared. Con gestos precisos, violentos, unieron sus manos a la espalda y lo esposaron. Le esgrimieron ante las narices la orden de detención firmada por el juez.

Y acto seguido se lo llevaron, al alba.

48

Terminal 2F del aeropuerto Charles de Gaulle… Miles de electrones gravitando alrededor de átomos de acero. Litros de estrés, miles de millones de neuronas interconectadas y una visión compacta del mundo a través de paneles electrónicos gigantes: Bangkok, Los Ángeles, Pequín, Moscú…

En medio de aquella tempestad de indiferencia, Lucie miraba nerviosa su reloj frente a los mostradores de facturación del equipaje. Estaba rodeada de aventureros de todo pelaje, la mayoría jóvenes, en pareja o solteros, deseosos de nuevas sensaciones. Veintidós personas —ella y Sharko incluidos— con destino a una expedición de diez días al corazón de la selva, todos a cargo de Maxime, su guía. Ya había algunos que trataban de hablarle, de presentarse, pero Lucie no estaba para fiestas.

Se había puesto en la cola porque el avión despegaría al cabo de una hora y cuarto y Maxime insistía en ello. ¿Qué diantre hacía Franck Sharko? No había manera de localizarlo y no había dado noticias. ¿Tendría el teléfono averiado? ¿Un embotellamiento de camino al aeropuerto? Lucie se dijo que acabaría por comparecer, y cuando fue su turno depositó su maleta sobre la báscula, confiada. La empleada del aeropuerto verificó su billete, su pasaporte, colocó una etiqueta en la mochila nueva y pulsó un botón. Sus pertenencias desaparecieron tras una cortina de caucho, en dirección al control y luego a la bodega del avión.

Lucie se alejó del grupo, excitada, nerviosa, y se quedó sola. Luego oyó un aviso por megafonía: el vuelo a Manaos despegaría a la hora prevista y se rogaba a los pasajeros que se dirigieran a la puerta de embarque. Lucie estrujó su vaso de café dentro de su puño y, tras titubear, se dirigió a un cajero automático y retiró el máximo autorizado para su tarjeta, dos mil quinientos euros. Su cuenta quedó en números rojos, qué le iba a hacer. Atravesó nerviosa los controles de seguridad. Volvía la vista atrás sin cesar, miraba a todos lados y alargaba el cuello. Esperaba percibir una señal, oír una voz que gritara su nombre entre la multitud. Se quedó aún unos minutos tras las puertas y luego siguió a los rezagados hacia la sala donde las azafatas ya habían comenzado el embarque: los pasajeros ya subían al avión. Su grupo de aventureros, turistas de todas las edades, brasileños que regresaban a casa… Lucie pensó aún en echarlo todo por la borda y dar media vuelta.

Arrastrada por la corriente de brazos y piernas, se aproximó a la tripulación. Aguardó hasta el último segundo y, finalmente, tendió su pasaporte.

Hubo dos avisos: se rogaba al pasajero Franck Sharko que se presentara de inmediato en la sala de embarque, puerta número 43. Lucie aún lo esperaba e incluso trató de llamarlo una vez más antes de que los obligaran a apagar los teléfonos móviles.

Luego se cerraron las puertas del avión.

Veinte minutos más tarde, el Airbus A 330 despegaba de la pista del aeropuerto parisino. Un tipo de apenas veinte años y parecido a Tintín aprovechó la butaca libre para instalarse al lado de Lucie. Un soltero pesado que empezó a hablarle de senderismo y de material de acampada. Lucie lo espantó educadamente.

Con la frente pegada a la ventanilla, se preguntó por qué nada le salía bien en su puta vida.

Al igual que Éva Louts, iba al encuentro de los salvajes, con una pregunta importante en la punta de la lengua: ¿qué podía haberle sucedido a Franck Sharko para dejarla plantada en una de las citas más importantes de toda su vida?

49

Las «salas de interrogatorio» del 36 no tienen nada que ver con la imagen que uno pueda hacerse de ellas. No hay espejos sin azogue, ni instrumental, ni detector de mentiras. No, simplemente un despacho ridículo, abuhardillado, en el que parece que el techo vaya a caerle a uno sobre la cabeza y se tiene la angustiosa sensación de que las carpetas de los archivos de los casos, apiladas en los armarios, vayan a desplomarse sobre uno.

Sharko estaba solo, sentado en una silla de madera sencilla, con las muñecas esposadas, frente a una pared en la que colgaba un calendario y ante una lámpara de oficina. Manien y Leblond dejaban que se cociera a fuego lento, encerrado allí como un león enjaulado. Era domingo. Los pasillos estaban vacíos y Manien había elegido un despacho en la planta administrativa, debajo de la de la Criminal, para asegurarse de que nadie los molestaría. Ni agua, ni café, ni teléfono. Aquellos cabrones no respetaban ni los procedimientos. Pretendían que tuviera los nervios a flor de piel, que estuviera tenso y, sobre todo, que él mismo se interrogara. Una técnica policial que obliga al sospechoso a hacerse un montón de preguntas y a cuestionarlo todo.

El comisario ya no podía más. Era casi mediodía. Seis horas, esposado, sentado en una silla, en aquel despacho caluroso que apestaba a rencor. Pensaba en Lucie y eso lo corroía por dentro. Debía de haber llamado a su teléfono, varias veces, a la vez inquieta e impaciente. Y se habría embarcado hacia Manaos, Sharko estaba seguro de ello.

Se había adentrado sola en las tinieblas, sin comprender.

Sólo con pensarlo se volvía loco.

Los dos cabrones volvieron a entrar en la sala, con un cigarrillo en los labios. Iban y venían regularmente, sin decir nada, sólo para demostrar que trabajaban en el caso. En esa ocasión, Manien llevaba una gruesa carpeta bajo el brazo. Dejó un CD sobre la mesa de despacho y sólo preguntó:

—¿Hablaste con Frédéric Hurault en la Salpêtrière?

—Hablar no es un delito.

—Simplemente responde a mi pregunta.

—Alguna vez.

Manien volvió a marcharse hablando en voz queda con su colega. Iban a jugar con él, aprovecharían las veinticuatro horas de que disponían para putearlo. Mucha gente atrapada en aquellos despachos acababa por confesar crímenes que no había cometido. Se privaba al drogadicto de heroína, al alcohólico de su botella o a la madre de su hijo, y se amenazaba, se intimidaba, se acorralaba… Cada ser humano tiene una barrera psicológica que puede derribarse a fuerza de amenazas, insultos, intimidaciones o humillaciones.

Una vez solo, Sharko miró hacia el CD. ¿Qué contenía? ¿Por qué le había preguntado acerca de la Salpêtrière? ¿Por qué el fiscal de la República había autorizado su detención? Más de una hora más tarde, ambos hombres regresaron con preguntas y volvieron a marcharse. Castigo psicológico.

Otra salva. En esa ocasión, Manien se sentó frente a Sharko, al otro lado de la mesa, mientras Leblond permanecía junto a la puerta de entrada, de brazos cruzados. El gilipollas jugaba con una goma elástica.

Manien encendió una grabadora digital y señaló con el mentón hacia el CD.

—Tenemos la prueba de que mataste a Frédéric Hurault.

Sharko no titubeó. Cualquier psiquiatra o policía lo habría dicho: para sobrevivir a un interrogatorio hay que negar, negarlo todo, sopesando las palabras. No se puede responder, por ejemplo: «¿Qué prueba?».

—No lo maté.

Manien abrió la carpeta, asegurándose de que Sharko no pudiera ver el contenido. El comisario señaló con el mentón hacia la carpeta de cartón.

—¿Qué hay ahí dentro? ¿Unas cuartillas vírgenes?

Manien extrajo de la carpeta una foto y la deslizó hacia el comisario.

—Vírgenes, sí. Echa un vistazo.

Sharko titubeó. Podía negarse a colaborar, ponerse tozudo, pero obedeció. A todas luces, desde el momento de su detención, Manien le había arrojado un guante para retarlo. Ambos conocían las reglas y ambos sabían que al cabo de veinticuatro horas sólo uno de ellos sería el vencedor.

Cuando vio la foto, sintió una violenta angustia que se apoderaba de él, y su rostro se retorció. Sólo tenía ganas de una cosa: gritar. No pudo reprimir un temblor.

—Parece que eso sí te afecta, ¿verdad? —dijo el interrogador.

Sharko apretó los puños a su espalda.

—Joder, me enseñas la foto de los cadáveres de dos chiquillas en una bañera.

Manien exhaló una nube de humo, como si quisiera rodearse de un aura maléfica.

—¿Recuerdas la primera vez que hablamos acerca de Frédéric Hurault en mi despacho? Fue el lunes pasado.

—Ya sé que fue el lunes pasado.

—¿Por qué no me dijiste que sus hijas eran gemelas?

Sharko recordaba perfectamente la visión apocalíptica, aquella lejana mañana de domingo de 2001. Unos cuerpecitos desnudos, rigurosamente idénticos, con las cabezas hundidas en la bañera. Trató de conservar la sangre fría, aunque presentía que sus nervios podían traicionarlo en cualquier momento. Manien había dado con el punto débil, con la rótula dolorida sobre la que apretaría hasta romper los ligamentos. Sharko se dijo que a partir de aquel momento tenía que aguantar. Sólo aguantar.

—¿Y por qué debería habértelo dicho? ¿Tan importante es? ¿Crees que eso va a ayudarte a atrapar al asesino? No puedo creer que aún estés trabajando en ese caso.

Manien giró la foto y la puso bien a la vista ante Sharko, aumentando el suplicio.

—Míralas. Dos gemelas rubitas y guapas que no tenían ni diez años. Su padre les hundió la cabeza en el agua, a ambas a la vez. Imagínate la escena… ¿No te recuerda nada?

Sharko sentía que en su cabeza se formaba una tormenta, pero permaneció en silencio. En su mente resonaban palabras, frases. «Tenemos la prueba de que mataste a Frédéric Hurault.»

Manien expuso lentamente sus conclusiones.

—Retrocedamos un año. Agosto de 2009. Salías con una colega de Lille, Lucie Henebelle, una mujer menudita y guapa, con un buen polvo. Te felicito.

—¡Que te den por el culo!

—Madre de dos gemelas de ocho años. Fueron secuestradas en la playa mientras tú charlabas tranquilamente con la madre.

Entrecortaba sus frases con largos silencios, atento al menor cambio en la expresión de su sospechoso.

—Cinco días después, hallaron un primer cuerpo en el bosque, carbonizado… Ni siquiera su propia madre pudo reconocerlo. Y el segundo, descubierto siete días después, corrió la misma suerte en casa de Grégory Carnot. Ocho años después del caso Hurault te viste de nuevo enfrentado al asesinato de unas gemelas. Sólo que en esta ocasión te tocaba muy de cerca. ¡Parece mentira cómo puede encarnizarse el destino!

Sharko se había aislado mentalmente. Su cuerpo seguía frío como el mármol pero por dentro estaba ardiendo. ¿Cómo había obtenido Manien aquellos detalles de su vida privada? ¿Hasta dónde había llegado en esa violación de la intimidad?

—… Y desde entonces todo te ha ido de mal en peor. Se acabaron los despachos de Nanterre y volviste a la Criminal, conmigo. Te convertiste en una piltrafa humana, no lograbas salir del pozo y te dedicaste a recoger la mierda de las calles, porque ya no te quedaba nada más. Henebelle no te perdonaba. En cierta medida, tú le habías robado a sus hijas. Y no tenías manera de devolvérselas…

Sharko ya no lograba responder. ¿Qué podía decir? ¿Qué podía hacer? Se contentó con mirar fijamente a Manien con asco. El otro exhaló otra nube de humo en su dirección. Su rostro era gris, impasible.

—A veces, para devolverle algo a alguien uno se ve obligado a robárselo a otro. Y eso es lo que has hecho tú, has robado una vida. Una vida que se merecía arder en el infierno. Una vida que te pareció equivalente a la de Grégory Carnot. Has aplicado la ley del Talión. Ojo por ojo, diente por diente.

Sharko suspiró y se puso en pie. Caminó un poco y estiró la nuca. Se detuvo frente al reptil silencioso y lo miró a los ojos.

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