Y colgó.
Sharko dio un puñetazo contra un tabique. Allí estaba, a miles de kilómetros de ella. Y no podía hacer nada. En su rabia e impotencia, fue a por una cerveza y se la bebió de un trago. Una segunda. El líquido le caía por el mentón.
Luego encadenó con whisky. Sin moderación.
Zozobrando, vio su Smith & Wesson sobre la mesa, lo cogió y lo arrojó contra el televisor.
Una hora más tarde se derrumbó, completamente borracho.
A Sharko le costó levantarse del sofá cuando oyó que llamaban insistentemente a la puerta. Miró de reojo su reloj, con los ojos enturbiados: eran las cinco de la tarde.
Casi doce horas de sueño profundo, etílico.
Tenía resaca y un aliento que apestaba a poso de barrica. Aturdido, se puso en pie como pudo y se arrastró hasta la entrada. Cuando abrió, su jefe, Nicolas Bellanger, se hallaba ante él, con mirada sombría. No se anduvo por las ramas.
—¿A qué juegas con Chénaix y Lemoine?
Sharko no respondió. Bellanger entró sin previa invitación y vio los cadáveres de botellas sobre la mesa baja, el revólver en el suelo y el televisor roto.
—Mierda, Franck, ¿creías que tus acciones a la chita callando pasarían inadvertidas? Sigues investigando por tu cuenta, ¿no es cierto?
Sharko se frotó las sienes, con los ojos entrecerrados.
—¿Qué quieres?
—Saber por qué querías que se descifrara a toda prisa una secuencia de ADN. Saber qué has encontrado, dónde y cómo. ¿Quién ha escrito esa secuencia?
Despacio, Sharko se dirigió a la cocina y echó un vistazo al teléfono. No había ningún mensaje de Lucie. Debía de estar en algún sitio en el río. Echó dos aspirinas en un vaso de agua y abrió la ventana de par en par. El aire fresco le sentó bien. Se volvió hacia su jefe.
—Dime primero qué es lo que habéis encontrado vosotros.
Bellanger señaló con el mentón el pecho del comisario.
—Ve a vestirte, zámpate un tubo entero de dentífrico y aséate un poco. Vamos al laboratorio. ¿Has hablado de esta secuencia con alguien? ¿Quién está al corriente?
En sus palabras se sentía la gravedad y la urgencia del asunto.
—¿Tú qué crees?
—Pues ni una palabra a nadie. Nadie tiene que saberlo, no tiene que filtrarse nada. Esta historia puede convertirse en un asunto de Estado.
El comisario se bebió su vaso de agua efervescente con una mueca de asco.
—Dime por qué.
Bellanger inspiró profundamente.
—Esas tres hojas llenas de letras que le diste es el código genético de un verdadero monstruo.
El joven jefe miró fijamente a Sharko y concluyó:
—Un virus prehistórico.
El río era negro y ácido, como un anticipo de lo que sería el infierno. Unas aguas oscuras como la tinta que removían el tanino arrancado a los restos vegetales, con ondas salpicadas de islotes boscosos, asaltadas por las lianas y raíces nudosas. El río Negro se ampliaba y se estrechaba, estrangulado por las murallas de la selva. La claridad naciente apenas se filtraba entre las copas de los árboles, donde alborotaban colonias de monos atraídas por el rugido del motor. El
Maria-Nazare
parecía un barco de vapor en miniatura, y tenía una capacidad máxima de seis personas acomodadas en hamacas. Lucie iba a bordo con una tripulación de tres hombres: su guía Pedro Possuelo, y Candido y Silvério, dos jóvenes hermanos indios baniwa que, según Pedro, vivían en São Gabriel con los doce miembros de su familia… Tres hombres armados con fusiles, machetes y cuchillos, sentados entre los cabos, los bidones de gasolina, las cazuelas y las provisiones apiladas de cualquier manera. Unos individuos de los que sólo conocía sus nombres de pila. No estaba tranquila del todo, pero su guía parecía honrado: la había ido a buscar a la recepción del hotel, saludó al personal, charló con ellos y les explicó que a partir de aquel momento se ocuparía de ella. La gente conocía a aquel guía y sabían que estaban juntos.
Regularmente, en las orillas, aparecían unos rótulos imponentes que anunciaban la presencia de los territorios indios: «
Atenção! Area restrita. Prohibido ultrapassar…»
. Parecía una aduana en una autopista de agua. Pedro fue a acodarse en la popa del barco, junto a Lucie. Comía galletas de mandioca —allí todo era a base de mandioca— y le ofreció una a Lucie. Aceptó. Era buena, blanda, ligeramente salada. Algo con lo que llenar el estómago.
—Conocí a Éva Louts a la salida del aeropuerto, al igual que a usted —explicó Pedro—. Le dije que podía llevarla allá, a la frontera del territorio de los ururus.
—¿Qué pasó «allá»?
Tras tragar un último bocado, Pedro sumergió sus manos en un barreño y se echó agua clara al rostro. El ambiente era muy bochornoso, pringoso y saturado de humedad, como correspondía al paso de la estación de las lluvias a la estación seca. Frente a ellos, el sol acababa de salir: una fruta enorme partida, de color sangre.
—La primera vez que intenté llegar al territorio de los ururus debió de ser hará unos quince años. Un antropólogo millonario, algo excéntrico, quería probar suerte. Acercarse a quienes no dejan que nadie se acerque a ellos.
Mostró un gran corte en la clavícula izquierda y unos pequeños bultos bajo su piel, a la altura de los muslos.
—Perdigones de escopeta… Los guardo como recuerdo de mis años de lucha contra los ladrones. Era joven, y no tenía miedo a morir. En aquella época, aquel hombre me pagó una fortuna a cambio de aventurarme allí. Las condiciones de exploración eran mucho más duras que hoy en día. Los barcos no eran tan buenos, no había GPS y los ururus estaban selva adentro. En la actualidad, se han acercado a las orillas del río. Pocas horas después de desembarcar, Chimaux y sus salvajes estuvieron a punto de matarnos a todos —chasqueó los dedos—, así… Pero se dio cuenta de que saldría ganando si nos dejaba con vida en lugar de masacrarnos. Hoy nos utiliza a los guías como mensajeros.
Golpeando nerviosamente la punta de sus botas altas de montaña contra el acero del puente, Lucie observaba los flancos negros y apacibles del río. Imaginaba rostros grises que la espiaban, individuos armados de arcos y cerbatanas. Veía serpientes gigantes surgir de entre las ondas. Demasiadas películas de terror, demasiadas tonterías occidentales le daban una falsa imagen de aquel mundo perdido.
—¿Mensajeros? ¿En qué sentido?
—Desde hace un tiempo, conducimos hasta la frontera del territorio de los ururus a todos los curiosos, científicos y especialistas que lo desean, sin hacer preguntas. No me importa lo que vaya usted a hacer allí. Mientras haya dinero para hacer funcionar el negocio, ¿me entiende?
—Perfectamente.
—Chimaux asusta y amenaza a esos extranjeros. Se oculta en la selva, los rodea, a veces disfrazado de manera espantosa. A veces también los agrede, como advertencia, para demostrar que ese territorio es suyo. Está completamente loco.
Lucie se aferró a la borda. Pedro hablaba con naturalidad, como si la muerte y el infierno formaran parte de su vida cotidiana.
—Deja en manos del azar la suerte que deparará a cada uno de ellos. Todos los aventureros saben cómo son las cosas, conocen las reglas, el peligro, pero todos quieren probar suerte, porque en eso consiste al fin y al cabo una exploración. Todos quieren desvelar el secreto de la tribu ururu. ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? ¿De dónde procede su legendaria violencia? El libro escrito por Chimaux causó el efecto contrario al previsto. En lugar de asustar, se convirtió en un catalizador de deseo que desencadenó pasiones. En este planeta no falta gente que trate de descifrar el horror.
Pedro señaló con el mentón las inaccesibles orillas.
—Los indios son peligrosos. Hasta hace pocos años, a lo largo de la orilla no había rótulos de prohibición, sino cabezas cortadas. Los indígenas están ahí, a nuestro alrededor. La mayoría de ellos nos detestan. Cada vez que han aparecido blancos sólo han sido fuente de conflictos, guerras y enfermedades. Esos indígenas han sido masacrados, esclavizados y sus mujeres violadas. Los años pasan pero las heridas no cicatrizan. Hoy, los amables occidentales creen amansarlos con gorras o lectores de mp3, pero siguen siendo los invasores.
Lucie se dio cuenta de la fragilidad de aquel mundo de fronteras sensibles, fluctuantes como las de la vegetación. Pedro la miró a los ojos.
—Al igual que esa chica, usted no se parece a los que suelo llevar allí. ¿Es usted consciente de que conmigo no tiene un seguro de vida y que también puede dejarse ahí la piel?
—Sí… Lo sé…
Lucie se dejó rodear por el silencio y la luz esmeralda. Tenía miedo, no de morir, sino de dejar este mundo sin haberse despedido de aquellos a los que amaba. A pesar de todo, sentía que era en aquella exuberante mezcla de vida y de podredumbre donde la aguardaba su destino.
Una explosión del motor la hizo volver en sí. En mitad del río flotaba un tronco muerto, que rodaba lentamente sobre sí mismo como un cocodrilo herido.
—¿Éva Louts logró entrar en contacto con Chimaux y los ururus?
Él asintió.
—Con ella, algo pasó en la selva. No sé cómo lo hizo, pero lo logró. Chimaux se la llevó consigo tres días. Por lo que sé, jamás había autorizado a nadie a entrar en sus tierras. Mis hombres y yo la esperamos en nuestro campamento, fuera del territorio, con los fusiles en la mano.
Escupió al río.
—Durante el trayecto de regreso, no nos contó nada. Sabía guardar un secreto. Me confió, sin embargo, que volvería y me lo explicaría en el momento oportuno. Se marchó a Francia y no hemos vuelto a verla.
A la señal de uno de sus hombres, Pedro Possuelo se volvió. Fue hacia la proa, acompañado de Lucie. Hicieron sonar la sirena. El brasileño señaló con el dedo una cabaña grande junto a un pontón lejano que prácticamente cortaba el río.
—Hemos llegado al puesto de la avanzadilla de la FUNAI. Controlan todos los accesos río arriba. No lo olvide. Oficialmente, se halla de visita en las reservas indias. —Le puso una cámara fotográfica entre las manos—. Un reportaje fotográfico, ¿de acuerdo?
—De acuerdo…
Él le tendió la mano.
—Doscientos.
Lucie le dio los billetes que evitarían muchas preguntas, el registro y el retraso en su viaje. El motor cambió de marcha y una gran humareda blanca surgió de ambos costados de la embarcación. Progresivamente, unas sombras negras, humanas, se fueron perfilando entre la neblina. Metralletas en bandolera, uniformes, botas: eran militares. Avanzaban despacio por el pontón y uno de ellos se había quedado en la cabaña, con un aparatoso teléfono por satélite a la oreja. Los costados del
Maria-Nazare
chocaron lentamente contra las boyas de amortiguación. Pedro saltó al pontón y les dio la mano. Se conocían. Hubo un intercambio de frases en portugués, comprobación de la documentación, dinero que circuló de mano en mano y algunas miradas inquisitivas dirigidas a Lucie. Luego, sonrisas, palmaditas en los hombros y abrazos. No había problema. Pedro volvió al barco y ordenó partir.
El motor se puso de nuevo en marcha…
Y en ese momento, el hombre de la garita salió y se situó en medio del pontón, con las manos a la cintura. Entre los retazos de bruma, miró fijamente a Lucie con una sonrisa fría. Dos grandes cicatrices enrojecidas, aún frescas, cruzaban su rostro.
Lucie no pudo ni tragar saliva. Era él. El tipo de la viuda negra.
Mientras el barco ganaba velocidad, lo vio llevarse el índice a la altura de la garganta y hacer un lento movimiento horizontal, a la vez que movía los labios.
Lucie no necesitó entender el portugués.
«Estás muerta…»
Su sombra sólida acabó por difuminarse entre la niebla. Lívida, Lucie observó con recelo a Pedro, que estaba escamando pescado con su cuchillo, sentado con las piernas cruzadas sobre el pontón. ¿Por qué? ¿Tenía que desconfiar hasta de sus acompañantes? ¿Qué les aguardaba al final del camino?
—¿Quién era el hombre de la cabaña? —preguntó ella.
Pedro respondió sin mirarla, ocupado con el pescado.
—Alvaro Andrades. Aquí lo llaman el señor del río. He visto su gesto y me ha parecido entender lo que le decía. «A la vuelta, estás muerta.» ¿Qué pasa con él? Sobre todo, no quiero líos…
—No habrá líos. ¿Chimaux y él mantienen relación?
Pedro se puso en pie y recogió el pescado y el barreño.
—Andrades es dueño del río. Dicen las malas lenguas que quiere acabar con Chimaux. Registra de cabo a rabo todos los barcos que van en el otro sentido, hacia São Gabriel. A nosotros también nos tocará a la vuelta. Y por eso me preocupa su gesto. ¿Qué quiere de usted?
—No lo sé, no lo conozco.
Descendió a la crujía inferior, dejando a Lucie con sus cavilaciones. Tras la selva surgía de nuevo la selva, cada vez más espesa y asfixiante. La belleza de los contrafuertes óseos del Pico da Neblina dio paso a interminables alfombras de árboles lisas como cantos rodados. Un horizonte perdido, sin esperanza. Bóvedas de ramajes y una masa espesa de vegetación y plantas tropicales. Ya no parecía que el barco avanzara, sino que el decorado desfilara a ambos lados, idéntico, como una película rebobinada sin cesar. Lucie pensó en la imagen de Sharko, en
A través del espejo…
Aquella carrera imposible, en vano, en dirección a ninguna parte.
Once horas más tarde, el motor se puso al ralentí… Mientras, habían comido pescado hervido en un caldo especiado y un puré de fécula y habían bebido una cerveza artesanal. Frente a ellos, el río se bifurcaba: afluentes, cada vez más estrechos, imbricados unos en los otros, hasta allí donde alcanzaba la vista. A veces, algo centelleaba en la orilla —la mica, el oro de los imbéciles— o se veía a los caimanes desaparecer bajo el agua. Pedro asombraba cada vez más a Lucie, ¿cómo podía orientarse en aquel laberinto pantanoso, estrangulado por troncos putrefactos? El guía se enorgullecía: era el único que se aventuraba por aquel camino que permitía ganar un tiempo precioso. Se hallaban ahora en la frontera de lo imposible. La vegetación lo había invadido todo: agua, tierra y cielo. Las raíces se abrevaban, excavaban y avanzaban. Las lianas colgaban en el agua, como interminables estalactitas, y las ramas retorcidas arañaban la superficie negra. Un universo sin frontera, hostil a cualquier forma de vida humana.
Pedro hizo virar el barco treinta grados para situarse a unos metros de la orilla y arrojó el ancla.