Chimaux cerró los ojos y, al abrirlos de nuevo, ardían como braseros.
Sharko estacionó frente a una señal de prohibido aparcar y salió corriendo de su vehículo, con el Smith & Wesson en la cintura. Dejó atrás el inmenso Instituto Gustave-Roussy y llegó a un gran edificio de cristal y acero, de ángulos depurados y grandes puertas automáticas sobre las que se leía, en letras rojas y negras: «GENOMICS». Se precipitó a la recepción, mostró brevemente su falsa identificación de policía y exigió ver a Georges Noland de inmediato. La recepcionista fue a descolgar el teléfono para avisar a su jefe, pero Sharko se lo impidió.
—No. Acompáñeme directamente hasta él.
—Trabaja en una sala esterilizada en el sótano, donde se almacenan las muestras de tejidos. No tengo acceso y…
>Sharko señaló el ascensor.
—¿Se accede por ahí?
—Con tarjeta, sí. No hay otra manera de bajar.
—En ese caso, llámele pero no le diga que se trata de la policía. Dígale que su hija quiere verlo.
Ella obedeció y colgó unos segundos más tarde.
—Ahora viene.
Sharko se dirigió al ascensor y esperó. Cuando se abrieron las puertas, se abalanzó al interior e inmovilizó a Noland contra la pared del fondo, apoyando discretamente el cañón del arma contra su vientre.
—Vamos a bajar los dos.
La puerta del ascensor se abrió ante un pasillo. Enfrente, protegida por espesos muros de cristal, había una sala con tecnología puntera. Hombres y mujeres con mascarillas y vestidos con monos estériles trabajaban frente a monitores y pulsaban botones que hacían funcionar enormes aparatos criogénicos a presión. Sharko obligó a Georges Noland a entrar en un despacho. Cerró la puerta tras de sí, empujó al genetista contra la pared y le dio un culatazo en la sien. El hombre se dobló en dos, llevándose las manos a la frente. El poli le aplastó el cañón del revólver contra una mejilla.
—Tiene diez segundos para llamar a Brasil y anular el contrato para matar a Lucie Henebelle.
Georges Noland meneó la cabeza.
—No sé de qué…
Sharko lo empujó a un lado y le metió el cañón en la boca, hasta la glotis.
—Cinco, cuatro, tres…
Noland sintió que su corazón dejaba de latir y asintió a toda velocidad. Escupió. El policía lo empujó hacia el teléfono y todo su cuerpo temblaba presa de una peligrosa agitación nerviosa. Marcó un número y esperó… Luego, unas palabras en portugués. Sharko no entendía la lengua pero adivinó que hablaban de cantidades y de dinero. Acto seguido, Noland colgó y se dejó caer pesadamente sobre una silla con ruedas.
—Han pasado por el río al alba. Alvaro Andrades, un militar que vigila el río, los dejará circular libremente a su regreso.
Sharko sintió un inmenso alivio. Lucie seguía viva, en algún lugar. Se acercó a Noland, lo agarró por el cuello de la bata y lo empujó a un rincón, a él y su silla de ruedecillas.
—Lo voy a matar. Le juro que voy a hacerlo. Pero antes, hábleme del retrovirus en forma de medusa, de los perfiles genéticos y de esas madres que mueren al dar a luz. Explíqueme su relación con Chimaux y Terney. Quiero toda la verdad, y ahora mismo.
Napoléon Chimaux señaló con el mentón hacia la futura madre ururu a la que otras mujeres, jóvenes o ancianas, iban a acariciarle la frente, en una larga procesión. A su lado, Lucie oscilaba, y su cabeza caía hacia delante y hacia atrás. Las palabras resonaban, graves, deformadas.
—Toda la magia, el misterio y el secreto de los ururus se halla aquí, ante usted. El modelo más fantástico de Evolución que un antropólogo podía encontrar. Mire lo serena que está esa joven embarazada. Sin embargo, sabe que va a morir. En estos momentos, están todos en perfecta comunión. ¿Acaso ve algún tipo de violencia en este pueblo?
Sus globos oculares rodaron hacia arriba y sus pupilas desaparecieron unos instantes antes de reaparecer, aún más dilatadas. Las venas del cuello se le habían hinchado.
—Los ururus saben exactamente de qué sexo será el hijo que nacerá. La madre come más en el caso de un varón, su vientre se vuelve enorme y los últimos cuatro meses del embarazo se siente muy fatigada. El feto varón le absorbe toda la energía. Quiere venir al mundo a cualquier precio, con las mayores garantías de supervivencia. La placenta se hipervasculariza para proporcionarle más oxígeno y alimento. El hijo será grande, fuerte y tendrá una excelente salud…
Los cantos se sucedían, el ritmo de los pasos se aceleraba, los rostros daban vueltas. Lucie dejaba que el sudor le cayera sobre los ojos ardientes. Aparte de las vagas siluetas, no conseguía distinguir nada más. Recordó vagamente… El barco, la selva… Se vio tumbada sobre hojas, el rostro de Chimaux muy cerca del suyo. Se oyó hablar, llorar, explicar… ¿Qué le habían hecho? ¿Cuándo había sucedido eso?
De repente, un hombre surgió de entre el gentío, armado con una piedra tallada, afilada como un escalpelo. Se agachó junto a la mujer embarazada.
Noland enjugó en silencio la sangre que manaba de su sien y bruscamente se abrieron sus labios apretados, con una mueca maligna.
—La ciencia no avanza fabricando sillas de ruedas. La ciencia siempre ha exigido sacrificios. Pero usted es incapaz de comprender esos valores.
—Ya me las he visto con tarados de su calaña, iluminados que se creen que todo les está permitido y que niegan la existencia de los demás. No se preocupe de si voy a entenderlo o no. Quiero toda la verdad.
El genetista plantó su mirada torva en los ojos del policía, que no vio en ella más que desprecio.
—Le voy a escupir la verdad en los morros, pero ¿está seguro de querer oírla?
—Estoy dispuesto a escuchar lo que sea. Comience por el principio, en los años sesenta…
Un silencio… Dos pares de ojos que se devoraban… Noland acabó por abdicar.
—Cuando descubrió a los ururus, Napoléon Chimaux recurrió a mi laboratorio para analizar algunas muestras de sangre de su tribu, para examinar, en un principio, su estado de salud. No había en ello ninguna mala intención, eso se hacía sistemáticamente cada vez que se descubría un nuevo pueblo. Era en 1965, cuando acababa de escribir su libro y recorría los institutos de antropología con sus huesos de ururu. Fui yo y sólo yo quien tuvo el privilegio de trabajar con él, porque apreciaba mi trabajo sobre los genes y compartía mis ideas.
—¿Qué ideas?
—Las contrarias al aumento de la esperanza de vida. El incremento del número de viejos va en contra de los planes iniciales de la naturaleza. La «gerontocracia» no hace más que… crear problemas, provocar enfermedades y pudrir nuestro planeta. La vejez, la procreación tardía o todos esos medicamentos que prolongan la existencia, son violaciones de la selección natural… —Hablaba con asco, recalcando cada palabra—. Somos el virus de la Tierra y nos propagamos sin morir nunca. Cuando Napoléon Chimaux se dio cuenta de que, al igual que en la época prehistórica, la sociedad de los ururus se equilibraba por sí sola mediante sus muertes y sus nacimientos trágicos, me pidió mi opinión científica. ¿Los ururus llevaban a cabo sus rituales debido a su cultura, a una memoria colectiva perpetuada de generación en generación, o los ejercían porque la genética no les dejaba otro remedio? Simpatizamos y desarrollamos afinidades. Me llevó allí adonde nadie había ido jamás para que viera con mis propios ojos a sus grandes indios blancos.
Sentado con las piernas cruzadas, Chimaux puso las manos tranquilamente sobre sus rodillas. Las llamas se reflejaban en sus pupilas dilatadas. Lucie apenas lograba oírlo. De su mente surgían pensamientos como relámpagos, al ritmo de las inmensas llamas que danzaban frente a ella y se hacían pedazos: vio bolas de helado aplastadas por el suelo… un coche circulando por una autopista… un cuerpo carbonizado sobre una mesa de autopsias… Lucie apartó la cara, como si la hubieran abofeteado. Divagaba y a la vez trataba de oír la voz de Chimaux entre los gritos y alaridos que resonaban en el interior de su cráneo. Deseaba tanto comprender.
—Ese hombre, frente a usted, es el padre y sacará al bebé antes de matar a la madre.
El joven indígena, disfrazado de la cabeza a los pies, se había arrodillado junto a la joven. Hablaba en voz muy baja y le acariciaba las mejillas. Y se oía también la voz de Chimaux, sin cesar, obsesiva, tan próxima y a la vez tan lejana.
—Ese marido se ha reproducido y sus genes tienen el futuro asegurado, porque su bebé nacerá fuerte y gordo y se convertirá en un buen cazador. Ese hombre apenas tiene dieciocho años. Pronto tendrá nuevas compañeras, mujeres de la tribu. Distribuirá de nuevo su semilla… Luego, dentro de unos años, se dará muerte en otra ceremonia. Las ancianas le habrán transmitido el arte de matarse limpiamente, sin sufrimiento, respetando las tradiciones. Imagínese mi estupefacción cuando descubrí el… funcionamiento de los ururus, hace ya mucho tiempo. Las mujeres eran eliminadas al dar a luz un varón y se les permitía vivir si se trataba de una hembra. Se mataba a los hombres de menos de treinta años pero que ya habían llevado a cabo lo que la naturaleza les exigía: combatir cuando era necesario, asegurar su propia descendencia y la perennidad de la tribu. ¿Por qué existía en esa tribu única esa cultura tan particular, tan cruel? ¿Qué papel desempeñaba la selección natural en todo ello? ¿Cómo intervenía la Evolución?
Bebió un líquido oscuro que le provocó muecas de asco, y escupió a un lado.
—Supongo que habrá leído mi libro. No hacía falta, no dice más que sandeces. La violencia de los ururus no existe, porque no tiene tiempo para desencadenarse: los varones adultos se sacrifican en cuanto les aparecen los primeros síntomas de desequilibrios, de «visiones invertidas». Yo inventé la legendaria violencia de este pueblo y fui de universidad en universidad hablando de ella. Era necesario que esta tribu asustara tanto como fascina, ¿lo entiende? Era necesario que la gente tuviera miedo de venir aquí, a encontrar a estos cazadores altos y fuertes. En el mundo entero me hicieron pasar por loco, asesino, un degenerado sediento de sangre, pero esa imagen me convenía. Tenían que temernos. Éste es mi pueblo, y no lo abandonaré nunca.
— Lo innato, lo adquirido… La cultura, los genes… Unos debates interminables. ¿El ADN determinaba la cultura ururu o la cultura ururu modificaba el ADN? Chimaux defendía la segunda opción, evidentemente. Tenía su propia teoría, puramente darwinista, sobre el funcionamiento de esa tribu: los ururus eran zurdos para combatir mejor contra sus adversarios, y ese carácter había quedado inscrito en sus genes porque suponía una gran ventaja evolutiva. Los varones nacían a costa de la vida de sus madres porque ellos sobrevivirían y de todas formas más tarde conquistarían a otras mujeres y las fecundarían a su vez. Las hembras no mataban a sus madres al nacer porque, por un lado, no combatían ni cazaban y por lo tanto no necesitaban ser fuertes, y por otro, para que las madres pudieran reproducirse de nuevo y dieran a luz un varón. Los ururus varones morían jóvenes porque se habían reproducido jóvenes, como el cromañón, y la naturaleza ya no los requería. En cuanto a las madres, morían a una edad más avanzada porque se ocupaban de la progenitura… Para Chimaux, la cultura ururu modificaba realmente sus genes y había creado ese magnífico modelo evolutivo. Pero yo, por mi parte, estaba convencido de que aquello era ante todo genético, que los genes habían moldeado esa cultura basada en los sacrificios humanos. Que los ururus nunca tuvieron otra elección: había que eliminar a las madres al traer al mundo a sus hijos si no querían verlas desangrarse entre horribles sufrimientos. La incomprensible violencia que se adueñaba de ellos al convertirse en adultos y que anunciaba el fin de su vida era puramente genética, oculta en lo más profundo de sus células, y no estaba influida por el entorno o la cultura. Los ritos no eran más que aderezo y superstición .
— Y así fue como a Chimaux y a usted se les ocurrió una idea monstruosa para contrastar ambas teorías… Practicaron inseminaciones .
Noland apretó los dientes .
— Chimaux tenía un ego descomunal y siempre quería tener razón, pero era incapaz de tomar decisiones. Fue idea mía, sólo mía. Siempre he tomado yo las decisiones más importantes. Es mi nombre el que deberá quedar grabado para la posteridad, y no el suyo .
— Se acordarán de su nombre, puede estar seguro de ello .
El científico apretó los labios .
— Lo único que tuvo que hacer Chimaux fue tomar el poder entre los ururus. De ahí la idea del sarampión… una idea MÍA. Fui yo quien filmó los cadáveres de la población diezmada, y no él. Fui yo quien hizo el trabajo sucio para que él pudiera apropiarse de la tribu .
En sus labios aparecían pequeñas burbujas de espuma. Sharko sabía que se hallaba ante una de las manifestaciones más perversas de la locura humana: hombres que dilapidaban su inteligencia superior con el único objetivo de llevar a cabo el mal. Frente a él tenía la genuina encarnación del científico loco .
— Luego… en efecto, inseminé a mujeres, sin su consentimiento. La criogenia existía desde los años treinta, y los espermatozoides congelados de los ururus recorrieron miles de kilómetros en pequeños contenedores criogénicos para llegar hasta aquí. Había parejas de franceses de pura cepa que acudían a verme porque no podían tener hijos. Espermogramas demasiado débiles, óvulos poco fecundos… Visitaba a aquellas mujeres, y algunas deseaban una inseminación de esperma de su marido. Para mí era muy fácil hacerlo con el producto seminal de los ururus. Era invisible. Esos indios son blancos, con rasgos caucásicos, y los bebés que nacían tenían aspecto de pequeños europeos. Sólo la intolerancia a la lactosa, que forzosamente se transmitía del espermatozoide ururu al niño, podía delatar esa manipulación, y también el hecho de que el niño no se pareciera al padre. Pero, incluso en esos casos, las familias siempre encontraban parecidos razonables…
Sharko apretó aún con más fuerza la culata de su arma. Nunca había tenido tantos deseos de disparar .
— E incluso inseminó a su esposa .
— No pretenda juzgarme tan a la ligera. Para su conocimiento, nunca amé a mi mujer. No sabe nada de mí ni de mi vida. Ignora qué significan las palabras «obsesión» y «ambición ».
—¿ A cuántas pobres inocentes inseminó ?
— Pretendía inseminar a varias decenas, pero la tasa de fracasos era muy elevada, no funcionaba bien. La técnica aún estaba en pañales y quizá los espermatozoides soportaban mal la criogenización y el transporte. Al final sólo funcionó con tres mujeres…
— La suya… y la abuela de Grégory Carnot, entre otras, ¿es así ?
— Así es. Esas tres mujeres inseminadas tuvieron una hija cada una, todas niñas .
— Una de las criaturas nacidas de esa inseminación era, pues, Amanda Potier, madre de Grégory Carnot, y la otra, Jeanne Lambert, madre de Coralie y de Félix…
Asintió .
— Tres niñas con genes ururus, portadoras del virus que, a su vez, dieron a luz a siete criaturas, tres chicos y cuatro chicas…
La generación de las criaturas cuyos códigos genéticos figuraban en el libro de Terney, pensó Sharko .
— … Esa generación de siete era, para mí, la generación de la verdad. Félix Lambert… Grégory Carnot… y cinco más. Siete niños con genes ururus, nacidos en el seno de buenas familias, que recibieron amor y que, sin embargo, reproducían el esquema de la tribu. Sus madres morían al dar a luz a varones y vivían en caso contrario. Unos varones jóvenes que… se volvían violentos. Eso comenzó hace un año. Grégory Carnot fue el primero en el que, al fin, se manifestó lo que yo había estado esperando desde hacía muchos años. Carnot, veinticuatro años… Lambert, veintidós… Parece que en nuestra sociedad el virus se activa antes, más cerca de los veinte que de los treinta. Sin duda, la mezcla con los genes occidentales… modificó ligeramente el comportamiento de mi retrovirus .
Suspiró .
— Yo tenía razón: la cultura no pintaba nada en todo aquello. Todo era puramente genético. Más que genético, incluso, puesto que más adelante supe que en realidad se trataba de un retrovirus con una estrategia increíblemente eficaz, que supo hallar en la tribu prehistórica unos huéspedes perfectos .
A pesar de la tensa situación, sus ojos seguían brillando. Era el tipo de fanático que seguiría siéndolo toda su vida, que creería en ello hasta el final, y al que no se podría encerrar en una cárcel .
—¿ Qué papel desempeñaba Terney en todo ello? —preguntó Sharko .
— En aquel tiempo, desconocía la existencia del virus. No entendía qué era lo que mataba a las madres, pensaba en un problema inmunológico, algo relacionado con el sistema inmunológico, en los intercambios entre la madre y el feto durante el embarazo. Terney era un fanático y además un paranoico, pero era un genio. Conocía el ADN y los mecanismos de reproducción como la palma de su mano. Me ayudó a comprender y fue él quien descubrió el retrovirus. Imagínese cómo me sentí cuando lo vi por primera vez a través de un microscopio…
Sharko pensó en aquella medusa asquerosa flotando en su líquido. Una asesina de humanos…
— …Bautizamos ese retrovirus con el mismo nombre que el proyecto de inseminación: Fénix. Sabía que Terney picaría el anzuelo, que no rechazaría la oportunidad de seguir el embarazo de una madre que llevaba en su seno un producto puro de la Evolución. Yo vigilaba a Amanda Potier y sabía que estaba embarazada. Era prácticamente la materialización del sentido de la vida de Terney, de su búsqueda, de sus investigaciones… Grégory Arthur TAnael CArnot, G A TA CA, era en cierta medida su propio hijo… Con su reputación y sus conocimientos le fue fácil obtener las muestras de sangre de los siete niños tras su nacimiento, analizarlas y ayudarme a conocer mejor a Fénix .
— Hábleme de ese Fénix. ¿Cómo funciona esa porquería ?