Gataca (26 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

BOOK: Gataca
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El forense se apartó un poco y señaló el torso.

—Mire el pecho. El conjunto de las quemaduras de cigarrillo forma dos letras, una junto a la otra. X e Y…

—X e Y… ¿Es la marca de la masculinidad, verdad?

El forense asintió.

—Exactamente. De los veintitrés pares de cromosomas comunes a cada ser humano, sólo un par es diferente, según el sexo: XX o XY. Los recién nacidos siempre tienen el cromosoma X de su madre, pero su padre les lega su cromosoma X, y en ese caso el sexo es femenino, o su cromosoma Y.

Sharko reflexionó. El asesino había jugado cruelmente con su víctima. Por otro lado, les dejaba, a propósito o no, una pista. Dubitativo, el comisario se dirigió hacia tres cuadros colgados de una de las paredes y dispuestos uno al lado del otro. El primero era una pintura de un pájaro en llamas, en medio de un cielo en fusión: la legendaria ave fénix. El segundo parecía representar una placenta humana: una gran burbuja transparente y vascularizada. Los vasos sanguíneos, de un rojo vivo, parecían extrañas serpentinas y conferían al conjunto de la obra la apariencia de una araña monstruosa. El tercer cuadro contenía una foto ampliada de una momia de un hombre prehistórico, completamente desecado, y tumbado sobre una mesa como si fueran a hacerle una autopsia. El comisario arrugó la nariz ante la placenta.

—O no entiendo nada de arte o ese Terney tenía unos gustos muy raros.

Nicolas Bellanger se acercó. Bajo el ave fénix y la placenta había la firma del artista: «Amanda P.».

—Ya lo has visto. Todo en esta casa está relacionado con el ADN, el nacimiento o la biología, hasta la forma de los muebles. Enmarcar la foto de una momia asquerosa, la verdad… Hasta vive en la calle Darwin, que ya es el colmo.

—Apasionado hasta la muerte, puesto que acabó con una X y una Y en el pecho… Bonito guiño del asesino.

El forense los saludó y se marchó, aún tenía trabajo por hacer. Sin decir palabra, los hombres de la morgue introdujeron el cadáver en una bolsa negra. El ruido de la cremallera resonó en toda la habitación. Solo ahora con Sharko, Nicolas Bellanger se dirigió hacia la pequeña habitación del fondo.

—Ahí es donde estaba el tipo en pijama. Se había encerrado con su libro. Trescientas páginas meticulosamente numeradas con un bolígrafo, pero todas en blanco. ¿Habías visto algo igual?

—A menudo, sí… Basta con ir a un manicomio.

Con un suspiro, Sharko se reunió con Levallois. Pronto se dio cuenta de que los libros estaban ordenados por temas: ciencias, historia natural, geografía… Luego, dentro de cada tema, por orden alfabético.

—Terney era muy meticuloso. Si señaló hacia este lugar, tal vez haya algo inusual. Un libro al revés o que no se halle en el lugar que le corresponda. Algo que destaque entre lo demás.

En su búsqueda, Sharko descubrió algunos libros de títulos evocadores:
Autorización para acabar con las vidas que no merecen ser vividas, La eutanasia, Soluciones contra el envejecimiento de las poblaciones…
Había un montón de libros sobre eugenesia y sobre la pureza de la raza. A la derecha, había una estantería entera de obras sobre virología e inmunología. Nada entretenido.

Levallois recorrió los estantes lentamente, con la mirada puesta en los libros a su alcance. Con su mano enguantada extrajo uno de los libros.

—¡Bingo! Un libro sobre el ADN colocado entre los de geografía. Se titula
La llave y el candado
. Y adivine…

—¿Qué?…

—Escrito por Terney en persona.

Sharko tendió la mano y Levallois le entregó el volumen mientras observaba atentamente la cubierta. En ella había un dibujo de Leonardo da Vinci: un hombre desnudo, de pie, representado sucesivamente en un círculo y un cuadrado. Bajo el título, un texto intrigante: «Los códigos ocultos del ADN».

—Es el hombre de Vitruvio —explicó el joven teniente—. Representa la distribución de las medidas del cuerpo humano, así como las relaciones armoniosas de la anatomía humana. Un hombre con los brazos y las piernas extendidas puede estar inscrito en las figuras geométricas perfectas del círculo y el cuadrado. ¿Sabía que Leonardo da Vinci era zurdo?

—¿Puedes decirme para qué me serviría saberlo?

—Para nada. Es simple cultura general.

Mientras Sharko leía para sí la contracubierta del libro, Bellanger se aproximó.

—¿De qué trata?

—No entiendo ni el resumen. Escucha esto: «¿Por qué los números 26 y 13 hacen sonar y ordenan el armónico mayor de la relación entre los mil millones de codones del genoma humano entero, y el codón más frecuente, entre los 64 tipos de codones posibles? ¿Por qué en los tres mil millones de bases que forman una simple hebra de ADN, cada uno de los codones posee en algún lugar su codón espejo? ¿Por qué el genoma humano entero obedece a las proporciones áureas? Destinado a los especialistas o a los aficionados, esta obra aporta las respuestas a las preguntas que se plantean desde hace tiempo acerca del implacable trabajo de la naturaleza en la construcción de la vida».

Bellanger se quedó mudo. Sharko hojeó las primeras páginas.

—Parece complicado y procedimental. Hay páginas y páginas de secuencia del ADN, fórmulas matemáticas por todas partes, gráficos y poco texto… ¿Por qué Terney nos iba a indicar ese libro?

—Está escrito en el subtítulo: los códigos ocultos del ADN… Piensa en la X y la Y en el pecho del cadáver. ¿Ese libro no contendrá alguna pista en sus páginas?

Bellanger examinó el libro, taciturno, y lo guardó en una bolsa de plástico.

—Voy a entregar esto inmediatamente a los biólogos del laboratorio de la científica. Si es necesario, que esta noche no duerman. Necesito saber en qué mierda nos hemos metido.

De regreso al 36, Sharko fue hasta una de las celdas de detención. Sentado en un rincón, el tipo del pijama pasaba páginas apaciblemente, una tras otra. Su mirada era viva, y en sus ojos brillaba una lucecilla, como si buscara algo en aquellas páginas vírgenes. Tendría apenas veinte años, cabello rubio, hirsuto, y unas manos largas y huesudas, con los pulgares ligeramente curvados hacia el exterior. Sus labios murmuraron unas palabras que Sharko no alcanzaba a comprender.

—¿Quién eres? —le preguntó el policía—. ¿Qué murmuras entre dientes? ¿Y qué buscas en esas páginas en blanco?

El joven no alzó la cabeza. Con las mandíbulas apretadas, Sharko se incorporó y se dirigió a una pequeña sala de reuniones, en la tercera planta. Los rostros eran gredosos y estaban visiblemente fatigados. Había tazas vacías y algunos cadáveres de cigarrillos sobre la mesa. Era la una de la madrugada y ya a nadie le apetecía hablar. Pascal Robillard mordisqueaba una goma elástica, Jacques Levallois no cesaba de bostezar y Nicolas Bellanger daba las últimas indicaciones.

—Prioridad: averiguar quién es el tipo del pijama. Hay que hacer que hable, comprender qué hacía allí. Pascal, llama a los hospitales psiquiátricos y a las comisarías locales, andamos tras un fugado… Investiga también el pasado de Terney. Quiero saber quién es, con quién trabajó, si tiene enemigos. Tal vez conociera a ese chiflado, igual es de su familia. Un primo, un sobrino, un chaval al que habría tratado de joven por vete tú a saber qué razón… Tú, Sharko, ocúpate de su entorno profesional y sentimental. Interroga a sus colegas de la clínica de Neuilly y a sus amigos. En vista de los mensajes en su contestador, era un mujeriego. Indaga eso también. El caso está adquiriendo envergadura y no lo resolveremos solos. A partir de mañana, la mayoría de los hombres de Manien vendrán a trabajar con nosotros a tiempo completo, para echarnos una mano. Necesitamos brazos y cabezas pensantes.

Sharko apretó las mandíbulas.

—¿No trabajan en el caso Hurault?

—¿El caso Hurault? Andan perdidos. No tienen ni la sombra de una pista. Por eso el jefe le ha dado prioridad a nuestro caso y aumenta nuestros efectivos.

—Manien se cabreará.

—Que se joda.

Bellanger se volvió hacia Levallois.

—Tú, Jacques, te vas a zampar la autopsia, empieza dentro de una hora. ¿Estás listo para pasar la noche en vela?

El joven teniente asintió.

—Alguien tendrá que hacerlo.

—Perfecto. También le he dado tu número de móvil al responsable del laboratorio de biología, para lo del libro sobre el ADN,
La llave y el candado
. Confío en que te llamará a media noche para darte una buena noticia.

—Ya es medianoche.

Bellanger logró esbozar una sonrisa, miró a sus hombres y limpió la pizarra a su espalda.

—Vamos… Aún tengo que liquidar tres toneladas de papeleo antes de que amanezca. Hasta luego.

Sharko estaba furioso e inquieto. Sentado al volante de su coche, trataba de llamar a Lucie, sin éxito. Era tarde, eso sí, pero ¿por qué diablos no respondía? ¿Le habría ocurrido algo en Montmartre o durante su huida? ¿Habría tenido un accidente? Frenó en seco en un semáforo en rojo que no había visto. La chica del Norte ocupaba de nuevo su pensamiento, y lo estaba volviendo loco. Las compuertas interiores que había tratado de cerrar a cal y canto se abrían de par en par y se derribaban todas las barreras.

Cuando llegó al rellano de su apartamento, entumecido, exhausto, sumido en negros pensamientos, una sombra, sentada frente a su puerta, se puso en pie.

Lucie Henebelle, con el móvil en la mano y el libro de Terney en la otra, lo esperaba sin poder disimular su impaciencia. Lo miró a los ojos.

—Dime que no han encontrado nada acerca de mí.

25

Sharko hizo entrar a Lucie y cerró la puerta con llave tras de sí. La llevó de la muñeca hasta en medio del salón y se precipitó hacia la ventana de la cocina.

—¿Te han visto entrar? ¿Has hablado con alguien?

—No.

—¿Por qué no contestabas a mis llamadas?

Lucie miró a su alrededor. Hacía más de un año que había estado en aquel apartamento por primera vez. En aquella época, ella durmió en el sofá y él en la cama. El sillón seguía allí, pero las fotos de su mujer y de su hija, tan numerosas entonces, habían desaparecido. Ningún recuerdo de su vida pasada, ni tampoco decoración ni objetos. ¿Por qué tenía Lucie la fría impresión de que aquel apartamento se había quedado sin vida, sin alma, como esos que se visitan tras la muerte del propietario? Observó a Sharko, que colgaba su arma reglamentaria de un perchero, como siempre había hecho. ¿Cuántos años hacía que repetía aquel mismo gesto? A pesar de su corte de cabello a cepillo, sus arrugas se habían hinchado aún más y su rostro parecía resquebrajarse como el yeso mal fraguado. La fatiga lo consumía, como una droga perniciosa.

Lucie se quedó de pie.

—Quería hablar contigo cara a cara, no por teléfono.

Calló un momento, con un nudo en la garganta. Sus manos apretaban nerviosamente el libro de Terney.

—Quería también darte las gracias por lo que has hecho, hace un rato. Te has puesto en peligro por mí. No tenías ninguna obligación.

Sharko fue a abrirse una cerveza. A las dos de la madrugada, necesitaba una descompresión y un poco de alcohol lo ayudaría. Lucie rechazó el vaso que le ofreció.

—Guárdate tus agradecimientos —respondió con sequedad—, a lo hecho, pecho.

—Tampoco estás obligado a hablarme tan fríamente. Ahora, dime: el tipo en pijama… ¿Quién es? ¿Es él quien ha matado a Terney?

—De momento no se sabe nada. Dado su estado mental y su situación, cuesta imaginar que haya sido capaz de infligir semejantes torturas. ¿Te ha visto?

—No.

—Explícame cómo, tras irte a los Alpes, sin información, con las manos vacías, has aterrizado en casa de Terney antes que quince tipos de la Criminal.

Trataba de blindar su corazón y sus sentimientos, pero sus órganos sangraban. Lucie finalmente se sentó al borde del sillón y se peinó el cabello hacia atrás. Tras un día como aquél, con tantos kilómetros andados y en coche, ya no se tenía en pie. Lentamente, comenzó a explicar:

—Unas semanas antes de entrevistarse con Carnot, Éva Louts leyó un artículo científico y vio un dibujo invertido. Se trataba de un fresco de uros pintado en una gruta prehistórica. Un caso excepcional que no ha tenido eco en la prensa y que en aquel momento tampoco llamó la atención a Louts. Hace diez días, sin embargo, cuando vio el dibujo al revés de Grégory Carnot, se fue de inmediato a la gruta en cuestión para ver el fresco de los uros con sus propios ojos.

Lucie siguió hablando serenamente, sin ahorrar detalles. Habló de la familia de neandertales masacrada por el
sapiens
con un arpón. Del transporte de los cuerpos al centro genómico de Lyon. Del robo del cromañón. Del científico pelirrojo, Arnaud Fécamp, que le pareció sospechoso. Relató su persecución por Lyon, su intervención violenta en el edificio de la Duchère, luego su viaje a Montmartre con una sola idea en la cabeza: comprender. A lo largo de sus explicaciones, Sharko se había crispado y su cara se desfiguró. Se puso en pie, furioso, y miró a Lucie severamente.

—¡Podrían haberte matado! ¿Qué diablos se te ha metido en la cabeza?

—A mi hija la mataron. A mí no. ¿Mala suerte?, ¿casualidad? Me da igual. Lo que importa es que estoy aquí, frente a ti, y que avanzamos.

Un silencio. Músculos tensos, nucas doloridas, aplastados por el cansancio nervioso. Lucie se puso en pie y se dirigió a la cocina.

—¿Las cervezas están en el frigorífico?

Sharko asintió. La vio dirigirse hacia allí, abrirse una cerveza y volver. No había perdido sus dotes de policía, aún tenía la mente despierta, en alerta, inteligente. Algo en su cabeza la había salvado de la aniquilación total que la tragedia hubiera podido provocar.

La voz femenina lo arrancó de sus pensamientos.

—¿Habéis encontrado alguna pista del cromañón o de su genoma en casa de Terney?

—No. No hay laboratorio secreto ni nada semejante. Sin embargo, había fotografiado esa momia y había colgado la foto en su biblioteca, junto a un cuadro de un ave fénix y otro de una placenta. En cuanto al genoma… No se ha hallado ningún material informático en el domicilio de la víctima. Sin duda, lo han robado.

—¿Hay información sobre ese hombre?

—La estamos reuniendo, mañana la examinaremos. A primera vista, era un médico de partos, especialista en problemas neonatales, y autor del libro que tienes en las manos. Un pluridisciplinar.

—Cuéntame lo que habéis descubierto. Dime cómo aterrizasteis vosotros en casa de la víctima.

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