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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

Gataca (24 page)

BOOK: Gataca
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—Francamente, ¿tú te pondrías un meteorito en medio del salón?

—No pasaría por la puerta de entrada. Sin embargo, es práctico… para partirle la crisma a alguien.

—¿Piensas en alguien en concreto?

Con las manos a la espalda, Sharko no respondió y se dirigió hacia los minerales. Malaquita estalactiforme, geoda de calcedonia, esférulas… En una sala, enfrente, había esqueletos de «rinoceronte lanudo», como indicaba un cartel, osos de las cavernas de los Urales y, sobre todo, uno, completo, de un mamut adulto. Majestuosamente exhibido, iluminado, con una de las patas sobre un pedestal, aquel montón de huesos era imponente.

—Procede de Rusia —dijo una voz a su espalda—. Me han dicho que deseaba verme.

Sharko se volvió. Frente a él, un tipo embutido en un traje oscuro, con corbata roja y cuello de jirafa. Ferdinand Ferraud, a buen seguro. Sharko se esperaba a un bobo, al estilo del profesor Tornasol, pero el comisario tasador era joven y de físico atractivo. El policía miró en derredor y señaló a otros individuos.

—Podría haberse dirigido a cualquier otra persona. ¿Tanto aspecto tengo de policía?

—En la recepción me han hablado de un hombre delgado, con el cabello cortado a cepillo y una americana muy holgada.

Sharko le mostró su identificación y le presentó a Levallois, que acababa de reunirse con ellos. Acto seguido entró en el meollo de la cuestión.

—Estamos aquí por una venta que tuvo lugar el jueves pasado. Era de esqueletos de mamíferos, de un período que comprendía de… —sacó un folleto que había cogido al entrar—… nuestros días a hace diez mil años.

—«Arca de Noé.» Una exposición y una venta que tuvieron mucho éxito. El año Darwin influyó mucho. La gente se interesa de nuevo por el arte primitivo y el retorno a la naturaleza. El mercado de los fósiles es tan rentable que se organizan contrabandos de todo tipo, principalmente con China y Rusia.

—Desearíamos echar un vistazo al registro de las ventas de ese día.

El comisario tasador consultó su reloj y contestó sin dudar.

—De acuerdo. Desgraciadamente, no puedo concederles mucho tiempo, puesto que la venta comienza dentro de poco.

Ferraud los invitó a seguirlo. Por fin, un tipo que no oponía resistencia alguna y les abría las puertas. Sharko se dijo que debía de estar acostumbrado a recibir la visita de los investigadores de la OCLVBC —la Oficina Central de Lucha contra el Robo de Bienes Culturales— o de la aduana. El tráfico de objetos de arte era un negocio floreciente.

Pasaron entre animales disecados, a cual más extraño. Picozapato del Nilo, damán… El comisario tasador les dio algunas explicaciones para demostrarles que sabía lo que tenía entre manos.

—Si la Evolución se extiende a lo largo de miles de años, se ha podido constatar que sólo desde hace cinco mil años el hombre modifica su curso a un ritmo espantoso y participa activamente en la extinción de las especies. Esas que ven aquí pronto ya sólo existirán en museos o en colecciones particulares. Hay alrededor de nueve mil especies de pájaros y se estima que el 1 por ciento de ellas se ha extinguido en seiscientos años por culpa del hombre.

—El 1 por ciento en seiscientos años no es el fin del mundo —respondió Sharko.

—Es doscientas veces más que el ritmo de extinción natural.

—¡Ah, es mucho!

Señaló las magníficas fotografías de un grupo de hipopótamos tomadas por un célebre fotógrafo.

—Se masacra a los hipopótamos diciendo que no sirven para nada. Luego, desaparecen centenares de especies de peces. ¿Por qué? Porque los excrementos de hipopótamo fertilizan las aguas de los ríos a lo largo de cientos de kilómetros y favorecen la multiplicación del plancton y, en consecuencia, la de los peces. Cada elemento, en un ecosistema, tiene su papel, una razón de ser… Nada es inútil y todo es increíblemente frágil.

Sharko pensó en las desventuradas mariposas del abedul blancas, en la capacidad del hombre para provocar desastres. Bosques destruidos, muerte de los corales, alteración de los ecosistemas, agujero en la capa de ozono, contrabando de marfil, caza furtiva o vertidos de petróleo en los océanos. La lista era inacabable. La aniquilación de miles, de millones de años de Evolución. Cosas en las que era mejor no pensar si uno no quería morir de inquietud.

Subieron una escalera que permitía observar las salas desde arriba y, sobre todo, acceder a una serie de despachos. Ferraud entró en uno de ellos, abrió un armario cerrado a cal y canto y extrajo la carpeta correspondiente. Se humedeció la punta de los dedos.

—¿Qué buscan exactamente?

Levallois, que quería demostrar que también existía, tomó la iniciativa.

—La identidad del o de los compradores de fósiles de chimpancés de unos dos mil años de antigüedad.

El hombre hojeaba el listado a una velocidad impresionante. De repente, su mirada se inmovilizó. Con media sonrisa, alzó los ojos hacia sus interlocutores.

—Sólo teníamos una pieza de ese período, tienen ustedes suerte.

—¿Se vendió?

—Sí.

Los dos policías se miraron fugazmente.

—Y recuerdo al comprador, un coleccionista apasionado. Nos entregó un cheque de doce mil euros. Compró un ejemplar de cada gran simio que ofrecimos. Cuatro esqueletos de excelente calidad, que contaban con más del 20 por ciento de sus huesos originales.

Sharko frunció el ceño. El comisario tasador explicó:

—Para su información, esos fósiles no lo son en realidad. El mamut de abajo, por ejemplo, sólo tiene el 5 por ciento de sus huesos originales. En su forma inicial no le interesaría a nadie porque estaría demasiado estropeado y no sería estético. El resto de la osamenta es sintético y lo monta una empresa especializada en la exhumación, la preparación y el transporte de fósiles, con sede en Rusia. El SPPL, Saint-Petersburg Paleontological Laboratory, que tiene como objetivo convertirlos en verdaderas obras de arte.

Ferraud rodeó el nombre en su hoja y la tendió a los policías.

—Entregado a domicilio, el viernes por la mañana, por nuestros servicios de transporte. Aquí tienen su dirección exacta, que seguro que el comprador no se inventó. ¿Desean saber algo más?

23

Montmartre, de noche. Las sombras huidizas bajo el resplandor fatigado de las farolas. Sus callejuelas adoquinadas, su forma ojival recortada en lo alto, parcelada por sus interminables escaleras. Un dédalo de callejas que se entrecruzan y, en el centro, su Minotauro: Stéphane Terney.

Lucie había estacionado su vehículo en la calle Lamarck, cerca de una boca de metro cuyas escaleras se adentraban en el subsuelo en espiral. Pequeños restaurantes y bares aún abiertos absorbían a los escasos paseantes. El aire era espeso, pegajoso. Una atmósfera de final de verano, saturada de humedad como si estuviera a punto de caer una tormenta. Con aquel bochorno, el barrio parecía una fortaleza, un islote protegido por la bruma lejos del tumulto de los Campos Elíseos o de la plaza de la Bastilla.

Para obtener la dirección del organizador del robo del cromañón, a Lucie le había bastado llamar a información telefónica. En la capital y los alrededores existían tres personas con ese nombre, pero el nombre de la calle donde vivía una de ellas no dejaba duda alguna.

Calle Darwin.

Charles Darwin… El padre de la teoría de la Evolución y autor de
El origen de las especies
, recordó Lucie de sus lejanas clases de biología. Extraña coincidencia.

Desde su regreso de Lyon, había estado en su burbuja. Cuando abandonó el apartamento del joven del casco de botella, en el barrio de la Duchère, fue a una librería a comprar el libro de Stéphane Terney: un libro científico, con ejemplos y demostraciones matemáticas que no parecían muy interesantes. Luego, tras advertir a su madre que regresaría por la noche muy tarde o incluso al alba, se puso en camino sin detenerse ni pensar en otra cosa que en el caso. Pisando el acelerador a fondo, había tenido un único deseo: hallarse frente a aquel que, sin duda alguna, tendría que rendir cuentas por el robo de la momia y arrojaría luz sobre su extraña relación con Grégory Carnot.

A grandes pasos, dejó atrás una hilera de casas y se halló frente a la de Terney: una fachada de hormigón pintada de blanco, con dos plantas, garaje privado y una sólida puerta metálica que le daba el aspecto de una caja fuerte gigante. Eran casi las once de la noche y no se veía luz alguna en las ventanas de la primera planta. Demasiado tarde, muy tarde para llamar a la puerta sin despertar sospechas. Al fin y al cabo, Lucie casi no sabía nada acerca de Terney y pisaba un terreno resbaladizo: aquel hombre, amparado por un montón de títulos y diplomas, según el pelirrojo y el libro sobre el ADN, debía de ser peligroso.

Ante esa difícil situación, observó los alrededores y se dirigió hacia un callejón sin salida, unos metros más allá, que se adentraba en el bloque de viviendas. El estrecho callejón era un atajo hacia una calle paralela y, sobre todo, permitía acceder a las terrazas y los pequeños jardines situados en la parte posterior de las viviendas. Bastaba escalar una alta barrera de cemento para conseguirlo.

Tras ponerse sus guantes de lana, Lucie se propulsó hacia arriba, se agarró al reborde con las palmas de las manos y tras varias tentativas logró encaramarse, no sin hacerse rasguños en los codos y los antebrazos. Acto seguido, su cuerpo cayó pesadamente sobre la hierba. Gruñó en silencio. No se había roto nada, pero ese pequeño ejercicio le demostró, una vez más, que ya no estaba en forma como antaño.

Había acertado. Si las casas desde la calle sólo mostraban una fachada anónima, por aquel lado hacían gala de las extravagancias de sus propietarios. Terrazas colgantes, varengas hexagonales, jardines japoneses de exuberante vegetación… Un París adinerado, al abrigo de la envidia.

En la calle Darwin, Lucie había contado el número de fachadas que separaban la casa de Terney del callejón. Tras cruzar discretamente el cuarto jardín, creyó que se hallaba en el lugar adecuado.

Rápido análisis de la situación: era imposible entrar por abajo, a causa de la veranda de doble cristal. En el primer piso, en cambio, vio una ventana entreabierta. Tal vez la habitación del científico. Inclinada, se dirigió hacia la veranda, se encaramó al depósito de agua situado bajo el canalón y unos segundos después se halló sobre el plexiglás del techo. Echó un vistazo en derredor: no había nadie en las ventanas. La gente se aborregaba frente al televisor, hacía el amor o dormía.

Cerca de la ventana, sacó el arma de su bolsillo. En su cabeza todo iba muy deprisa: la ilegalidad, el peligro, los problemas que tendría por entrar allí sin autorización. ¿Y si había heridos? Dudó unos segundos e, impelida por una fuerza que siempre la había movido, entró.

Apuntó hacia la cama. Nadie. La habitación estaba vacía, pero las sábanas estaban arrugadas. Los rincones de la habitación estaban completamente a oscuras. Lucie dejó que sus ojos se habituaran a la oscuridad. Sintió una opresión en el corazón cuando vio las zapatillas y el batín tirados de cualquier forma en el suelo.

Terney estaba allí, en algún lugar.

En la casa.

Lucie tensó sus músculos y sus sentidos se aguzaron aún más. Los ínfimos crujidos del suelo bajo sus pies le parecieron amplificados. El hombre que se ocultaba entre aquellas paredes tal vez había asesinado a una estudiante y no dudaría en matarla a ella. Un verdadero predador, que tenía la inmensa ventaja de conocer el terreno. Lucie se sintió estúpida, irresponsable. ¿Por qué no había avisado a Sharko? ¿Por qué arriesgarse tanto cuando su hijita la esperaba en casa? ¿Qué tenía en la cabeza para hallarse allí sola, frente al peligro?

Trató de recuperar su sangre fría. Empujó la puerta con la punta de los dedos y avanzó por el pasillo. La vivienda estaba iluminada por las farolas de la calle. Frente a ella, una barandilla de aluminio, retorcida en forma de doble hélice como la molécula del ADN, reseguía el pasillo y daba abajo al salón. Lucie oyó unas voces difusas, unas risas que se perdieron en el aire húmedo, afuera. Llenándose los pulmones de aire, avanzó, pegada a la pared, examinando las habitaciones mientras caminaba en silencio. En el piso de abajo vio un contestador telefónico cuya pantalla parpadeaba, con la cifra 7 en un tamaño grande.

Siete mensajes… Lucie se relajó un poco. Sin duda, Stéphane Terney no se hallaba oculto en su casa, sino simplemente ausente. Y desde hacía bastante tiempo, por lo que parecía.

Siguió avanzando. Una de las habitaciones, gigantesca, llamó su atención. Tuvo la sensación de hallarse en el antro de un coleccionista macabro. En la penumbra, esqueletos en posición de ataque. Fósiles prehistóricos en perfecto estado, animales de todo tipo y de todos los tamaños que identificó como reconstrucciones de dinosaurios. En unas vitrinas, minerales, conchas de piedra, partes anatómicas. Fémures, cúbitos, dientes, sílex. El médico había creado su propio museo de la Evolución.

Una visión, al fondo, le revolvió el estómago. Se trataba de cinco esqueletos. Junto a ellos, una inscripción pintada sobre una tela: «Los cinco grandes simios». Reconoció el de un hombre y también el de un chimpancé, más bajo, más achaparrado, al que le faltaba la parte superior: el cráneo y las mandíbulas.

Con la nuca dolorida, Lucie se volvió y vio que algunas tablas del suelo de madera habían sido arrancadas. Debajo, un escondrijo vacío. ¿Alguien había registrado la casa?

Finalmente, salió. Terney era más que un apasionado, vivía sumergido en plena Evolución, hasta el extremo de residir en la calle Darwin. Aquí y allá, objetos de arte o pinturas relacionados con el ADN, la magia de la naturaleza, lo infinitamente pequeño. Filamentos helicoidales, primeros planos de células, fractales coloreados. Aquel pasillo no acababa nunca. ¿Cuántos metros cuadrados tenía la casa?

Súbitamente un olor la puso en alerta. Una pestilencia que conocía demasiado bien, una mezcla de carne muerta y gases intestinales. Sus dedos se aferraron aún más a la culata de su Mann. Con la punta del pie, empujó la última puerta antes de la escalera y se adentró en un cubo de sombra. Tras apuntar con el arma hacia los ángulos oscuros, aplastó el interruptor con el puño.

El horroroso espectáculo apareció ante ella bruscamente.

Stéphane Terney yacía en el suelo, tendido sobre el costado derecho, junto a una silla caída en el suelo.

El cuerpo desnudo había sido atado con cinta adhesiva, con las manos delante y los pies atados al travesaño. Unas amplias cuchilladas cruzaban el torso, los brazos, las pantorrillas: unas sonrisas negras, inmóviles, que habían horadado la carne. Un trozo de cinta adhesiva, que había sido utilizada como mordaza, colgaba de una de las mejillas. El hombre había caído de la silla de costado, pero los índices de ambas manos señalaban hacia delante, como si hubiera tratado de indicar alguna cosa. Lucie se volvió hacia la dirección indicada. Una biblioteca, en la que había cientos de libros, colocados uno junto a otro hasta varios metros de altura. Una cripta de papel. ¿Qué libro en particular señalaba la víctima?

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