—Una semana después de México, Éva Louts fue a Manaos, la capital del estado de Amazonia, en Brasil. ¿Alude a ello en su tesis?
Jaspar abrió unos ojos como platos.
—¿Brasil? No, no… No hay nada que se refiera a un viaje allí. Ni estadísticas, ni datos. ¿Manaos también es una ciudad violenta?
—No más que otras, aparentemente. En cualquier caso, tras su fracaso en México, Éva parecía proseguir con investigaciones muy precisas. ¿Habla la tesis de los estudios con presos franceses? ¿De un tal Grégory Carnot, por ejemplo?
—No. Tampoco habla de eso.
Sharko dejó la hoja sobre las otras, escéptico. Nada acerca del viaje a Brasil, nada acerca de Grégory Carnot ni de las visitas a las cárceles. Desde Manaos, Louts había salido del marco de su tesis. El comisario trató de ahondar en aquella pista.
—Fue a las cárceles durante el día, cuando debería haber estado en su centro. Por eso quería empezar a las cinco de la tarde, no quería que se descubrieran sus visitas a instituciones penitenciarias. Interrogó a los presos, obtuvo sus fotos… A la luz de su lectura, de sus conocimientos, ¿por qué fue Éva a visitar a presos, todos ellos zurdos, jóvenes y que habían cometido asesinatos violentos?
Jaspar reflexionó unos segundos.
—Humm… Su razonamiento sería así muy diferente del que aplicó en el caso de México. No buscaba un zurdo tras un crimen, sino un crimen tras un zurdo. Se preguntaba tal vez si la lateralidad y la violencia podrían estar relacionadas en el caso de individuos aislados y que vivieran en un lugar civilizado… ¿Esos zurdos violentos tenían puntos en común? ¿Tenían una razón de existir, perdidos entre los diestros? Sólo veo esa posible pista, lo siento.
Eso no aclaraba las cosas, se dijo Sharko. Vio, abajo, a Levallois que ascendía los peldaños de dos en dos. Le hizo una última pregunta a la primatóloga:
—¿Hay algo más que debería saber sobre esa tesis?
—No creo, pero puede leerla para su investigación o para su enriquecimiento personal. Al margen de los modelos matemáticos y de algunos datos complejos, el resto debería ser accesible para usted. Éva había escrito un estudio de gran nivel y muy preciso. Un trabajo que, sin duda, habría armado revuelo en el mundo científico. Y que lo armará si acaba viendo la luz.
El joven teniente recuperó el aliento en el último peldaño. Vio a Sharko y le hizo una señal, antes de mirar hacia un gran cartel que explicaba la manera de funcionar de los virus. El comisario de policía le dio las gracias encarecidamente a la primatóloga.
—Evidentemente, de todo esto no diga ni una palabra mientras siga en curso la investigación.
—Puede confiar en mí. Daré un paseo por la galería. Manténgame al corriente de sus progresos. Puede llamarme cuando quiera, incluso por la noche. Duermo muy poco. De veras, me encantaría comprender o ayudarlo, en la medida de lo posible.
—Lo haré.
Ella le sonrió tímidamente, le dio la mano y se alejó. Sharko la siguió unos segundos con la mirada y luego se dirigió a su colega.
—¿Qué hay del fósil?
—No procede de aquí, por la simple razón de que no disponen de fósiles de chimpancé de esa época en su zooteca.
—¿Así que hemos errado el tiro?
—Al contrario, hemos dado con una pista sensacional. El director me ha dicho que, desde hace una semana, y hasta mañana, hay una exposición sobre mineralogía y fósiles en Drouot. El jueves pasado hubo una subasta de esqueletos de mamíferos de miles de años de antigüedad. No hay duda de que en el lote debía de haber simios. Tengo el nombre del comisario tasador que se ocupó de la subasta. Esta noche estará en la avenida Montaigne, a las nueve, para dirigir otra subasta.
—¿Se le puede localizar ahora?
—Lo he llamado a la sala de subastas, pero no lo he encontrado. Siempre llega por lo menos media hora antes.
Sharko se dirigió a la escalera.
—En ese caso, ya sé dónde podemos pasar la velada.
—Vaya… Tenía algo previsto…
—Ya has ido al cine esta semana. No hay que abusar, ¿no crees?
Levallois se tomó el comentario con humor y luego volvió a ponerse serio.
—¿Y tú, tienes algo nuevo?
—Parece que sí. Te lo explicaré en el 36.
En cuanto estuvieron fuera, la temperatura ascendió. Sharko dejó la tesis en manos de su compañero.
—¿Podrás dejarla sobre mi mesa? Le echaré un vistazo.
Se fue hacia la izquierda, camino de los grandes jardines.
—El
scooter
está al otro lado, Franck.
Sharko se dio la vuelta.
—Ya lo sé, pero volveré a pie y pasaré un momento por la barbería. Además, creo que he entendido esa historia de la Evolución. Tenemos piernas, y probablemente son para que caminemos. A fuerza de coger el coche u otros medios de transporte éstas acabarán desapareciendo.
Lucie se puso de nuevo en camino tras la comida. El simpático propietario italiano de Las Diez Marmotas le había preparado un espléndido
risotto
de
crozets
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con el que, sin duda, se tendría en pie hasta la noche. No lamentaba llevar varias horas sentada al volante, pues el descenso del glaciar había sido doloroso, con un calambre fastidioso en el muslo que la dejó clavada en el hielo cinco buenos minutos. La ida y vuelta a allí arriba, sin embargo, había merecido la pena. Lucie estaba tras la pista de «algo», una extraña cosa prehistórica que despertaba en ella un montón de ideas.
Al final del trayecto, los relieves se habían achaparrado y los valles se habían vuelto más anchos mientras los Alpes quedaban ya a lo lejos. Las cañadas dieron paso a los suaves valles, los campos en pendiente y los ríos nerviosos. A última hora de la tarde, Lyon apareció como una roca negra sobre un lago de brasas: una ciudad bulliciosa, vibrante. Los trabajadores regresaban a sus domicilios y embotellaban la ronda de circunvalación. Una vida organizada al milímetro, en la que cada uno, una vez en casa, concedería unas horas a su esposa, sus hijos, Internet, antes de ir a acostarse, pensando en los quebraderos de cabeza del día siguiente. Lucie se lo tomó con paciencia, y aprovechó para llamar a su madre. Sabía que Juliette estaba en clase de música, la chiquilla estudiaba solfeo desde hacía dos años. Le pidió a Marie que la abrazara por ella y le dijera lo mucho que la quería. ¿Se ocupaba de
Klark
? Le explicó algunas cosas, aunque le dijo que «estaba resolviendo un viejo problema» y colgó rápidamente. Tardó aún media hora más en salir de aquella aglomeración de coches y dirigirse al distrito VII de la ciudad.
Cerca de su destino, vio en la pantalla de su móvil que había recibido un nuevo mensaje. Otra vez Sharko, que le pedía noticias. Era, por lo menos, el cuarto SMS. Un poco exasperada, respondió rápidamente que estaba bien y que ahondaba en la investigación, sin dar más detalles.
Lucie pasó junto al famoso estadio Gerland, donde se apiñaban ya los forofos abigarrados, con sus banderas con el escudo del Olympique Lyonnais. Se dio cuenta de que era miércoles y pensó que tal vez sería un partido de primera división aplazado. Pronto la gente tomaría al asalto la calle y los bares. Vio una plazoleta en la calle Curien, cerca de la Escuela Normal Superior. Pudo ver, a su izquierda, el Saona en el punto en que se unía con el Ródano y formaba la península de la Presqu’île. La plaza estaba llena de estudiantes entre edificios de diseño: arquitectura de perspectivas, con cristales tintados y líneas puras. A diferencia de Lille, llano y rojizo por sus construcciones de ladrillo, Lyon daba la impresión de un caos controlado, tanto por el relieve como por sus colores vivos.
Durante el trayecto, Lucie había logrado ponerse en contacto con la secretaría del Instituto de Genómica Funcional y logró concertar, con su falsa identidad de policía, una entrevista con Arnaud Fécamp, uno de los investigadores de la unidad del CNRS
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que se había hecho cargo de los hombres de los hielos. El científico trabajaba en la plataforma Palgène, única en Europa y especializada en el análisis de ADN fósil. Por teléfono le había confirmado lo que Lucie sospechaba: Éva Louts estuvo en el laboratorio diez días antes.
A buen paso llegó a la plaza René Descartes y entró en el edificio, un impresionante bloque de hormigón y cristal de cuatro plantas que albergaba todo tipo de especialidades científicas ligadas a la vida: biología, filogenia molecular, desarrollo posnatal… En el extremo derecho del vestíbulo, dos grandes columnas salomónicas rojas y azules se elevaban a varios metros de altura: el símbolo representaba la estructura de doble hélice del ADN. Lucie recordaba vagamente sus cursos de biología en el último curso del instituto, en particular los nombres de los cuatro tipos de «barrotes» de aquella gigantesca escalera helicoidal, barrotes formados por las letras G, A, T, C: guanina, adenina, timina y citosina. Cuatro bases nitrogenadas, comunes a todos los seres vivos, y cuyas alambicadas combinaciones, que forman, entre otras cosas, los genes y los cromosomas, están en el origen de unos ojos azules, el sexo femenino o las enfermedades genéticas. Lucie leyó una inscripción en la base de esa curiosa construcción: «Desde hace millones de años, el ADN se halla oculto en nuestras células. Lo estamos desvelando».
Todo estaba limpio, inmaculado, perfecto: Lucie tuvo la impresión de moverse en un decorado de ciencia-ficción en el que los empleados fuesen robots. Arnaud Fécamp, afortunadamente, no tenía nada de un ser fabricado con pernos.
Estaba incluso, por así decirlo, entrado en carnes. Embutido en su bata, era más bajo que Lucie y tenía el cabello extremadamente corto, de un pelirrojo resplandeciente. Cara redonda, lisa, a pesar de unas pronunciadas arrugas en la frente. Manos regordetas, cubiertas de pecas. Era difícil adivinar su edad, pero Lucie estimó que debía de rondar los cuarenta años.
—¿Amélie Courtois?
—Sí.
Le dio la mano.
—Mi jefa está reunida, así que yo me ocuparé de usted. Si lo he entendido bien, ¿está investigando acerca de esa estudiante que nos visitó hace poco?
Mientras ascendían en un ascensor ultraperfeccionado —en el que una voz femenina indicaba las plantas—, Lucie le explicó la razón exacta de su visita: el asesinato de Éva Louts, la visita al glaciar, su paso por Lyon unos días antes… Fécamp dio claras muestras de que la noticia lo había afectado. Sus carnosas mejillas sonrojadas temblaban con la vibración del ascensor.
—Confío sinceramente en que darán con el asesino. No conocía en particular a esa estudiante, pero no hay derecho a que se hagan semejantes cosas.
—También nosotros confiamos en atraparlo.
—Miro a menudo las series de televisión, Maigret y compañía, y si el 36 del Quai des Orfèvres se ocupa del caso, es que debe de ser muy serio.
—Lo es.
Lucie se esforzaba por no darle información y ceñirse a los procedimientos. De todas maneras, disponía de pocos datos, y con razón: era tan poli como él.
—Hábleme de Éva Louts.
—Como tantos investigadores o estudiantes interesados en la evolución de la vida, vino aquí sólo para ver a los famosos hombres de los hielos, hacer unas fotos y tomar algunas notas.
—¿Sabe usted con qué objetivo?
—Por una investigación sobre el hombre de Neandertal, creo. Clásico. Creo que no descubrirá mucho más, por desgracia.
Una vez más, Louts había utilizado el pretexto de una investigación sobre el hombre de Neandertal, tal vez porque deseaba ocultar los motivos reales de su visita. Una chica prudente, consideró Lucie, que sabía cómo no llamar la atención. La puerta se abrió a un largo pasillo de linóleo azulado. Había vagos olores de productos desinfectantes.
—Podemos ir al despacho de mi jefa, si lo desea. Estaremos más cómodos para conversar.
—Sería una lástima estar aquí y no echarles un vistazo a los hombres de hielo. Tengo mucho interés por ver el aspecto de aquellos que podríamos considerar como nuestros antepasados.
Fécamp reflexionó unos segundos y le dirigió una breve sonrisa. Sus dientes eran particularmente blancos y anchos.
—Bueno, tiene usted razón, merece la pena aprovechar la oportunidad. Uno no se encuentra cada día frente a unos individuos de treinta mil años.
Fueron a un vestuario donde había apilados, por decenas, trajes embalados. El investigador le dio una de las bolsas a Lucie.
—Póngase esto. Debe de ser su talla. Entraremos en un rectángulo blanco y acristalado de más de cien metros cuadrados en el que el aire se filtra cinco veces, la temperatura se mantiene constante a 22º C y las salas se limpian con lejía varias veces al día.
Lucie obedeció. Para impresionar y ponerle la guinda a su papel de policía, sacó su pistola de la chaqueta.
—¿Puedo llevarla conmigo? ¿Hay detectores de metales o cosas semejantes?
Fécamp tragó saliva, mirando fijamente el arma compacta.
—No, cójala. ¿Está cargada?
—¿Usted qué cree?
Lucie guardó la semiautomática de pequeño tamaño en el bolsillo posterior de sus vaqueros, y también su teléfono móvil.
—El equipo ideal para un policía —suspiró Fécamp—. Pistola y teléfono. Odio los teléfonos móviles. A fuerza de ganarle terreno a la naturaleza y de cambiar nuestros comportamientos por culpa de esos malditos aparatos, acabaremos echándolo todo a perder.
«Uno de esos tipos que dan lecciones de cómo hay que vivir», pensó Lucie. Sin responderle, se puso la blusa y el pantalón sobre su ropa y los protectores de los zapatos, guantes de látex, mascarilla y gorro quirúrgicos.
—¿En qué consiste exactamente la paleogenética?
Fécamp parecía ponerse la ropa con lasitud. Unos gestos precisos, milimétricos, que debía de haber repetido hasta el infinito, día tras día.
—Analizamos los genomas de la biodiversidad pretérita, es decir la cartografía de los genes surgidos del ADN antiguo procedente de fósiles que, a veces, tienen cientos de millones de años. Gracias a las partes orgánicas de los huesos y de los dientes que resisten el paso de los siglos, podemos remontarnos en el tiempo y comprender el origen de las diferentes especies y sus lazos de filiación. ¿Quiere un ejemplo concreto? Gracias a la paleogenética, ahora sabemos que Tutankamón murió hace más de tres mil años de paludismo combinado con una enfermedad ósea. Su ADN nos reveló que no era hijo de Nefertiti, sino de la hermana de Akenatón, su padre. Tutankamón fue, dicho sin ambages, fruto de un incesto.