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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

Gataca (14 page)

BOOK: Gataca
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—¿Es usted policía?

—No, Éva es mi medio hermana. Se ha marchado al extranjero sin dejarnos ninguna dirección. Trato por todos los medios de dar con ella. Sé que probablemente estuvo aquí, en su hotel. ¿Es usted el único que trabaja aquí?

—Sí.

Escéptico, se puso unas gafas y examinó la foto más atentamente. Luego abrió el registro, pasó las páginas y apoyó su índice sobre una línea escrita con una caligrafía minúscula.

—Ahí está. Éva Louts, sí.

Lucie apretó los puños, acababa de superar la primera etapa. El hombre calló, como si buscara en lo más hondo de su memoria. Echó un nuevo vistazo a la foto. Sus ojos centellearon ligeramente. Algo le había llamado la atención, Lucie estaba segura de ello. Insistió.

—Piense… La vio aquí, en el mismo sitio donde estoy yo. Acuérdese.

Su boca se cerró tanto que pareció desaparecer bajo su barba. Indicó un número de móvil anotado en el registro, justo bajo el nombre de la joven.

—¿Es el teléfono de Éva Louts? —preguntó Lucie.

El recepcionista sacó un móvil de su bolsillo, a la par que se rascaba la cabeza.


Pazienza, pazienza
. Creo que ese número lo tengo… lo tengo en los contactos de mi propio teléfono.
Curioso

Durante un breve instante, Lucie olvidó la fatiga, las preocupaciones y que se había embarcado en la búsqueda de una chica a la que ni siquiera conocía. El subidón de la investigación le picoteaba la lengua. El mejor colocón, capaz de hacerle olvidar a uno lo peor.

—Ya está. Es él. Es su número de móvil.

Le mostró la pantalla de su teléfono y señaló un nombre: Marc Castel. Lucie sintió un nudo en la garganta.

—¿Quién es?

—Marc es… un guía de alta montaña. Lo recomiendo a menudo a los turistas que quieren escalar o caminar por la montaña. Debí de anotar ahí el número para que ella lo copiara, ya no lo sé, de hecho.

Lucie frunció el ceño.

—¿Adónde quería ir Éva Louts con ese guía? ¿Y por qué?

—No lo sé. Cuanto puedo decirle es que según el registro se quedó aquí dos noches, antes de marcharse el lunes, al alba… Lo mejor será que le pregunte a Marc. Vive en Val-Thorens. Le indicaré cómo llegar hasta allí.

—Genial.

—Vaya mañana por la mañana temprano. A las siete, como muy tarde, porque luego Marc se marcha allá arriba y no se le vuelve a ver hasta la noche.

Esbozó un plano aproximado y anotó una dirección y se lo tendió a Lucie, que le dio las gracias mientras le devolvía la llave de la habitación.

—¿Podría darme la seis? Según su registro, era la de Éva.

La habitación número 6 era agradable pero tremendamente pequeña. Una bañera en la que uno debía de partirse la espalda, una cama individual y un televisor del tamaño de un volumen de Harry Potter. La única ventana daba a algo negro e infinito, sin duda la ladera de una montaña. Bajo la luz enfermiza de una lamparilla, Lucie se sentó sobre el colchón y se quitó los zapatos con un suspiro de alivio. Se masajeó un buen rato los pies, pensativa. En su cabeza rondaban varios rostros. Sharko, Louts, Carnot. Un trío infernal sin ningún punto en común. Y, sin embargo… ¿Qué podía unirlos? ¿El azar, la casualidad, el destino? ¿O algo aún más poderoso?

Delicadamente, sacó un pequeño medallón transparente del bolsillo de sus vaqueros y lo deslizó bajo el edredón. Era un óvalo de plástico, con un pequeño gancho para colgarlo, que contenía la última foto que les había tomado a las gemelas juntas. La viva a la izquierda, la muerta a la derecha. Había hecho fabricar decenas de aquellos medallones y los tenía por todas partes. En el coche, en su casa, en su ropa. Sus hijas la acompañaban allí adonde fuera.

La acompañarían hasta los últimos segundos de su vida.

Lucie pasó diez minutos escribiéndole un largo SMS a su hija. Juliette lo descubriría por la mañana, a la hora del desayuno, cuando guardara el móvil en su cartera nueva.

Una vez que se hubo lavado y desvestido, y tras programar la alarma de su teléfono móvil, se sentó en la cama, jugueteando con su pistola Mann de colección. Acariciaba la culata y rozaba el gatillo con un suspiro. A través de él, recordaba los olores de la brigada, los del café solo, la tinta de los informes acabados de imprimir o los cigarrillos de algunos de sus colegas. ¿Cuánto hacía que no había pensado en esos retazos de su vida? El arma estaba cargada, bastaba con quitar el seguro. Dado que había vuelto a vestir de policía, más valía llevar el papel hasta sus últimas consecuencias. Esperaba, sin embargo, no tener que volver a usarlo. Porque sería para matar.

El pasado…

Tras dejar la pistola en la mesita de noche, se tumbó sobre el colchón, con las manos detrás de la cabeza y mirando al techo. Aquella habitación deprimente incitaba al suicidio. A su alrededor no había ni un ruido, aparte del gorgoteo del agua y el aire en las cañerías. Lucie podía sentir cómo respiraba la montaña. Un pulmón lúgubre, de alveolos de granito, que parecía bombearle todo el aire. Se tumbó de lado, apagó la luz y se acurrucó como un niño.

Oscuridad absoluta.

Pensó entonces en Éva Louts. No sabía nada acerca de aquella pobre chica. ¿Había mirado a los ojos a su asesino? ¿Había comprendido, en los últimos instantes, la razón de su muerte? Clara no la había comprendido. Se fue de este mundo gritando.

«¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!»

Y mamá no estuvo allí… Mamá nunca había estado allí.

Pero con Juliette recuperaría el tiempo perdido multiplicándolo por dos.

Su vocecilla, triste y frágil, se oyó en la noche.

—¿Qué viniste a hacer a este nido de ratas, Éva? ¿Qué viniste a buscar en lo alto de las montañas?

Cerró sus ojos anegados en lágrimas, dispuesta a entregarse a aquella pesadilla recurrente que la torturaba desde que ocurrió la tragedia.

Todos aquellos cuerpos carbonizados, alineados como tumbas…

A pesar de los gritos que oía dentro de su cabeza y del miedo a dormirse, el sueño se apoderó de ella bajo la gruesa manta caliente.

15

Lucie estaba asombrada por la belleza del paisaje que la rodeaba. Al pie del chalet de Marc Castel, en lo alto de Val-Thorens, disfrutaba de una vista panorámica del parque nacional de la Vanoise. Cumbres nevadas hasta donde alcanzaba la vista. Unas cimas puntiagudas, hieráticas, al asalto de un cielo de cristal. Más cerca, como si pudiera tocarlas, unas pequeñas montañas rojizas, verdes, amarillas, que jugaban con las sombras de la luz. A primera hora de aquella mañana, la naturaleza ofrecía lo más bello que tenía y también lo más fresco: cubierta con su fina chaqueta a más de dos mil metros de altitud, con sus guantes negros de lana, Lucie estaba helada.

El hombre que le abrió la puerta no tenía nada que envidiar al paisaje. Unos ojos de un verde perturbador, cabello corto y moreno y una carita de ángel que le daba un aire de Indiana Jones. Le sacaba una cabeza a Lucie y bajo su camiseta ceñida se dibujaba la fina musculatura de los escaladores. Sin duda, la mujer del Norte lo había pillado al salir de la cama.

—Discúlpeme si le molesto, pero… el propietario de Las Diez Marmotas me sugirió que viniera a verle aquí antes de que se marchara a la montaña.

La miró de arriba abajo, como si aterrizara de otro planeta.

—Pero ¿sabe qué hora es? ¡No son ni las siete! ¿Quién es usted?

Lucie volvió a utilizar la foto, que tendió ante ella. Habló con tono autoritario. En vista de la agresividad de aquel tipo, se habían acabado las buenas maneras.

—Soy Amélie Courtois, de la policía criminal de París. Necesito saber qué quería esta chica.

Él cogió la foto maquinalmente, sin dejar de mirar a Lucie.

—Entre un momento. Me estoy muriendo de frío.

Lucie entró en la casa, toda de madera, y cerró la puerta tras de sí. Adoraba el ambiente del interior de aquellos grandes chalets de montaña. Los tonos color miel, la suavidad de los suelos de madera, la fuerza bruta de las vigas. En el salón, un gran ventanal acristalado ofrecía una vista de postal. Debía de ser muy agradable despertarse allí, cada mañana, como si uno estuviera en las nubes, lejos de la negrura de las grandes ciudades, de la contaminación, de los bocinazos.

El hombre la miró inquisitivamente.

—¿Policía criminal? ¿Qué quiere de Marc?

—¿Qué? ¿No es usted Marc?

—Sólo un amigo.

Lucie apretó los dientes, ¿aquel borde no se lo habría podido decir antes? Con un suspiro, observó las grandes fotos colgadas de las paredes. Primeros planos de marmotas, de muflones, coreografías de montañas perdidas entre las nubes. Todo el esplendor de otro mundo, compartido por un puñado de privilegiados.

—Simplemente querría hacerle unas preguntas, acerca de una de sus clientes. ¿Dónde está?

El hombre señaló con el mentón hacia las cimas, a través del ventanal.

—Allá arriba… ¿No ha visto helicópteros al venir hacia aquí?

—Sí. Parece como si hicieran viajes de ida y vuelta hacia las cumbres transportando unos grandes rollos.

—En efecto, vuelan desde las seis y media de la mañana. Desde hace unos días, participa en el cubrimiento de las partes más sensibles del glaciar de Gébroulaz, en previsión del próximo verano. Los helicópteros transportan regularmente a los hombres y el material.

—¿Ahora se embalan los glaciares?

—Una pequeña parte. Con el cambio climático de los últimos años, todos los glaciares del planeta han comenzado a transpirar, y en particular los de los Alpes. Desde hace un siglo, algunos de ellos han perdido el 80 por ciento de su volumen. Este año se está llevando a cabo un proyecto piloto para tratar de evitar que el Gébroulaz se funda, como se hizo el año pasado en Suiza, en Andermatt. Seis mil metros cuadrados de hielo que hay que cubrir con dos films diferentes de cuatros milímetros de grosor para protegerlo de los rayos U, del calor y de la lluvia.

Sandeces, pensó Lucie. El hombre era responsable de esas catástrofes y en lugar de extraer lecciones de las mismas, de hacer todo lo posible para evitar esas hecatombes, se dedicaba a poner simples cataplasmas. Señaló la foto.

—¿Y la chica?

—No tiene que preguntármelo a mí. Llegué aquí hace sólo unos días.

—¿Cuándo volverá Marc?

—No volverá hasta la tarde. Y a mediodía come en el glaciar.

Lucie se guardó la foto y pensó. Tenía ante ella dos soluciones: esperar sensatamente o bien…

—Lléveme a los helicópteros.

16

En el ascensor de su edificio, Sharko hizo girar la llave en la cerradura y pulsó el -1, una planta privada que permitía acceder al garaje subterráneo. No había pegado ojo, pensando en Lucie toda la noche. Se había preocupado tanto por ella que no pudo evitar enviarle un mensaje a las 3:10 de la madrugada, «¿Va todo bien?», al que ella respondió simplemente hacia las seis: «Todo va bien».

Durante el descenso, se miró en el espejo. Por primera vez desde hacía una eternidad, había engominado un poco sus cabellos canosos y se los había peinado hacia atrás. No había utilizado aquel gel desde hacía tanto tiempo que el producto se había solidificado dentro del bote. Con un impulso matutino, también se había vestido con su viejo traje de color antracita, uno de los que lo habían acompañado en sus grandes casos criminales. Cada policía tiene su fetiche: una pipa, una bala de la suerte o una medalla. En su caso, era aquel traje e ignoraba la razón. Para que no le cayera el pantalón tuvo que hacerse un agujero más en el cinturón negro con un deshuesador, pues no disponía de destornillador. Flotaba en el interior de su americana y las hombreras le caían. Era como si Laurel se hubiera vestido con la ropa de Hardy, pero no le importaba. Aquel traje de buen corte le hacía sentirse bien y tenía mejor aspecto.

Se sobresaltó al llegar al emplazamiento de su Renault 21. Una sombra surgió de detrás de la columna del garaje junto a la que se apilaban los objetos que tiraría cuando hubiera una nueva recogida de trastos. Sobre todo, kilos y kilos de raíles en miniatura y decorados de poliuretano.

—¡Joder, vaya susto!

El individuo en cuestión era Bertrand Manien. Cara de salvaje, ojos negros de topo. Se llevó un cigarrillo a los labios y le dio a la piedra de su encendedor. Un chasquido resonó en la cavidad de hormigón y un resplandor amarillento rodeó su rostro de sílex. De todos los capitanes de la Criminal, Manien era sin duda el que tenía un pasado más sombrío y caótico. Había pasado por todas las brigadas, se había ocupado de prostitución, proxenetismo o estupefacientes, y conocía los bajos fondos parisinos. Burdeles clandestinos, cuartos oscuros de sadomaso, clubs de dudosa reputación en los que algunos se lo habían encontrado fuera de las horas de servicio. Sin olvidar su largo paso por la unidad de represión de la trata de seres humanos. Una brigada de la que nadie salía indemne, pues la crudeza de los casos —en los que también estaban implicados menores— desafiaba cualquier imaginación.

Nadie salía indemne, salvo Bertrand Manien y a menudo se vanagloriaba de su currículo.

—No está mal tu traje. Y llevas un buen corte de pelo, también. ¿Algo ha cambiado en tu vida, Sharko? ¿Por fin una mujer?

—¿Qué quieres?

—He estado en casa de Frédéric Hurault. El pobre tipo vivía apenas a tres kilómetros de aquí. Erais casi vecinos. Por eso he pensado que podría acercarme hasta aquí.

¿Desde cuándo esperaba? ¿Cómo había entrado? ¿Por qué estaba solo? ¿Y por qué aquella alusión a la presencia de una mujer? Sharko quiso abrir la puerta del coche pero Manien la bloqueó poniendo una mano sobre la chapa.

—Un momento. ¿Por qué siempre tienes prisa?

El comisario sintió un nudo en la garganta. Si Manien se había plantado allí, otro podría haberlo seguido el día anterior hasta la cárcel de Vivonne, o incluso haber entrado en su domicilio para registrarlo. No había nada tan repugnante ni retorcido como un poli encarnizándose con otro.

—¿Qué quieres?

—Tienes una buena plaza para un coche tan cutre. Ni sabía que aún existieran los Renault 21. ¿Por qué no lo aparcas en la calle?

—Porque esta plaza existe y es mía.

Manien jugaba con los silencios y las miradas. Rodeó el vehículo y lo observó como si se dispusiera a despiezarlo.

—¿Puedes decirme dónde estuviste el viernes pasado por la noche?

Sharko saludó a un vecino con la cabeza y dejó que se alejara.

Bajó el tono de su voz.

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