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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

Gataca (13 page)

BOOK: Gataca
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—Cuanto más tiempo pasa, más profunda se hace la herida. ¿Cómo podría olvidarlo?

Lucie sintió que estaba resignado, abatido. Un guerrero que había abandonado el combate. Era inútil preguntarle cómo estaba o qué había hecho aquellos últimos meses, pues todo estaba grabado en su rostro huesudo, en sus ojos vacíos en los que ya no centelleaba ninguna estrella. A buen seguro había errado de caso en caso, tragándose los días y las noches. Ahogado en el trabajo, en la sangre. Un medio como otro de embrutecerse, de no pensar, como ella en su centro de atención telefónica. Lucie trató de abstraerse del dolor ácido, de mantener el rigor procedimental y de centrarse de nuevo en el objetivo de su encuentro.

—He estado en la cárcel de Vivonne. El psiquiatra me lo ha contado todo. Tu visita allí, tu investigación acerca de una tal Éva Louts. Tienes que explicármelo, contarme cuanto sepas.

Sharko refrenó su empuje. Había que calmarla, incitarla a regresar al Norte y a olvidarlo todo, pronto.

—Grégory Carnot está muerto, Lucie. Muerto y enterrado. Ya no tienes nada que hacer aquí. Vuelve a casa, olvida todo esto de una vez por todas y sigue con tu vida.

—Ahora estás en la Criminal, según parece. ¿Dónde está tu compañero? ¿Por qué has venido aquí solo? ¿No es oficial, verdad? ¿Por qué?

Sharko hacía girar inútilmente su índice sobre el borde de la taza. No se atrevía ni a mirarla.

—Veo que no has perdido tus dotes de observación.

—¿Por qué, Franck?

El comisario trató inútilmente de disimular. Se las había apañado mejor en su cara a cara con Leblond y Manien. Frente a Lucie, sin embargo, todas las barreras interiores se desmoronaban. Se perdió en un silencio demasiado largo antes de decir la verdad.

—He venido para mirar a Carnot a los ojos. Para ver cómo seguía ese hijoputa. Pero ha muerto…

Lucie trató de reprimir el escalofrío que la hacía estremecerse. Se había enamorado de aquel hombre y pensaba odiarlo más que a cualquier otra cosa en el mundo y en aquel momento sus certidumbres se hacían pedazos. Franck Sharko no las había olvidado nunca ni a ella, ni a Clara ni a Juliette. Vivía con sus fantasmas en lo más hondo de su corazón y eso lo corroía por dentro, como una enfermedad con un pronóstico fatal. Brevemente, Lucie dio a entender al camarero que no quería beber nada y se volvió de nuevo hacia el comisario.

—Solo no lo conseguirás. Deja que te ayude. Necesito saber. Necesito… ¡hacer algo!

—Ya no eres poli.

—Aún lo soy dentro de mí. No se puede renegar de lo que uno es, ni con todos los esfuerzos del mundo. Algo, Franck. Sólo una indicación. Te estoy mirando a los ojos y te lo pido. Dame una pista. Tu presencia aquí demuestra que Carnot aún no está muerto del todo, y lo sabes.

Sharko apretó el puño contra sus labios, como si la decisión que iba a tomar fuera de una importancia capital. ¿Qué maléfica casualidad había podido reunirlos allí en aquel momento, bajo aquella lluvia furiosa, tan lejos de sus casas? Ella le suplicaba, como una pedigüeña.

—No, lo siento. Es demasiado arriesgado. Mis colegas llamarán a las once instituciones penitenciarias de la lista e investigarán sobre el trabajo de Louts. Acabarán llamando a Vivonne y lo averiguarán.

—Salvo si les dices que has llamado a Vivonne y que ya no tienen que hacerlo.

Sharko se mantuvo imperturbable. El rostro de Lucie traslucía su cólera. Se puso en pie.

—¿Así que dejarás que me marche sin nada? ¿Sin darme la oportunidad de encontrar respuestas? ¿Qué le diré a Juliette cuando sea mayor? ¿Cómo le explicaré lo que sucedió?

Se dirigió hacia el perchero mientras Sharko la miraba fijamente, sin aliento. Como si el mundo se hundiera a su alrededor, se pasó las manos por la cara.

—Dios… —murmuró.

En aquel momento, en su cabeza, todo se precipitó. Cuando ella se disponía a salir, gritó:

—¡Muy bien!

Los rostros sombríos se volvieron hacia él. Lucie se sentó de nuevo a su lado. Él se levantó, se dirigió a la barra y volvió con un papel y un lápiz.

—¿Puedes pedir un permiso de tu trabajo? ¿Cosa de dos o tres días?

Lucie sintió algo pernicioso crecer dentro de ella, algo que creía haber perdido para siempre: una excitación peligrosa que pulverizaba todas sus promesas. Sobre todo la de cuidar de Juliette, no volver a dejarla sola, acompañarla cada día todas las semanas a la escuela e ir a buscarla cada tarde, en el momento en que se abre la verja y se dibujan las sonrisas. Cumplir, simplemente, con su papel de madre. El predador que creía muerto para siempre estaba latente en algún lugar y hoy se había despertado.

—Sí.

—Esperaba que me dijeras que no.

—Yo también. Pero he dicho que sí.

Un silencio. Un último titubeo que podía cambiarlo todo…

—En ese caso, escúchame atentamente. He pasado buena parte de la noche en el 36, rebuscando en las facturas, los extractos de cuentas y los reintegros de la tarjeta de Éva Louts. Y he descubierto algo muy curioso. El 28 de agosto, un movimiento bancario indica que Louts retiró dinero en Montaimont, cerca de Val-Thorens, en Saboya. La víspera se había visto con Grégory Carnot y el psiquiatra de la cárcel.

El comisario prosiguió sus explicaciones. Prefirió no hablar de los dos viajes a Latinoamérica. Demasiado lejos, demasiado complicado, demasiado incomprensible de momento. Lucie debía mantenerse en la periferia de la investigación, tener la impresión de trabajar y de ser útil…

—Sacó doscientos euros, era tarde. Montaimont es un pueblo de mala muerte. ¿Utilizó el dinero para hospedarse aquella noche? En vista de la suma, su estancia debió de ser sólo durante el fin de semana, puesto que en el centro de primatología no constataron su ausencia. ¿Por qué un viaje tan precipitado al corazón de los Alpes? Es tan curioso que lo he comentado antes con el psiquiatra y ni él ni Carnot hicieron alusión alguna a esa región.

Anotó el nombre del pueblo en el papel y se lo tendió a Lucie.

—Ve allí y vuelve. Debo ser tu único interlocutor. Nadie, absolutamente nadie, debe saber que trabajamos juntos en el caso. No nos conocemos.

—De acuerdo.

—Como has sugerido, diré a mis colegas que he llamado a Vivonne porque quería saber qué buscaba Louts… Tú intenta reconstruir el recorrido de la estudiante, me haces llegar la información y vuelve a casa, en Lille. ¿Estás lista?

—Más que nunca. Las montañas supondrán un cambio respecto al ambiente nauseabundo de mi centro de atención telefónica. Hace un año que no he hecho vacaciones, encadenando trabajos interinos y currillos. Quizá ya es hora. Me marcharé directamente, llevo algunas mudas en la mochila.

—Ya no eres poli, no lo olvides.

—Gracias por recordármelo. ¿Tienes una foto de la víctima?

El policía sacó una foto de identidad del interior de su impermeable y se la acercó.

—Louts era una chica guapa, casi una chiquilla. Solitaria como tú, tenía unas ganas inmensas de vivir. Saltaba desde puentes, hacía esgrima, trabajaba mucho y quería llegar lejos en la vida. Daré con el cabrón que le ha hecho eso. Haré que la pague.

Lucie sintió un ligero escalofrío. Los ojos de su interlocutor eran tan oscuros, su voz tan extraña… Sharko arrojó unas monedas sobre la mesa. Le dio también tres billetes de cien euros que cogió de un fajo grueso.

—Para los gastos. Es mi caso, así que no tienes por qué pagar tú.

Lucie quiso rechazar el dinero pero él se lo estrujó en la mano y cerró su pequeño puño.

—Cógelo… No me falta el dinero, ya lo sabes.

Se puso en pie. Tenía un montón de preguntas que hacerle, le hubiera gustado saber más acerca de su relación con Juliette, pero no podía. Tenía que mantener las distancias. Permanecer lejos de Lucie, a cualquier precio, y apartar el peligroso sentimiento que ya se adueñaba de él.

Descolgó su impermeable mojado del perchero, justo detrás de él.

—Bueno, ahora tengo que volver. Mañana vuelvo a trabajar. Lo repito: el episodio de Vivonne queda entre tú y yo.

Lucie permaneció sentada. Finalmente se guardó los billetes en el bolsillo y luego pasó su índice por la foto de Éva Louts.

—Tu número de teléfono, Franck. Ya no lo tengo.

Se lo dio y se abotonó su impermeable gris hasta el cuello. Aún trastornado por su inesperado encuentro con Lucie, no pudo entonces evitar preguntarle, en voz queda:

—Dime qué te cuenta Juliette, Lucie. ¿Te susurra lo que sucedió durante aquellos trece días de cautiverio? ¿Te despierta por las noches? ¿Te lo reprocha? ¿Es amable contigo?

Lucie tardó en responder.

—Juliette es un ángel. Haga lo que haga o diga lo que diga, siempre la querré.

Sharko se arrepintió, ya lamentaba haber inmiscuido a Lucie en su propia historia. Lo que ella necesitaba era volver a su casa y descansar. Quiso recuperar la foto pero Lucie puso la mano encima para evitarlo.

—¿Por qué, Franck?

Sharko no respondió y se limitó a despedirse. Su súbita debilidad psíquica lo asqueaba.

—Llámame sólo si obtienes respuestas —dijo finalmente—. Y después vuelve a casa.

Se dirigió a la salida y se hundió en la borrasca. Se oían los truenos de la tormenta y los relámpagos torturaban el horizonte. El policía sintió que se fundía con la naturaleza. Una vez solo en el habitáculo de su coche, dijo en voz baja:

—¿Por qué? Porque ambos estamos malditos, Lucie.

14

Tenía la sensación de conducir a través de la nada.

Tras dejar atrás Chambéry, alrededor de medianoche, Lucie ya sólo se fiaba de las indicaciones de su GPS. De creer al aparato, faltaban unos cincuenta kilómetros.

Sola, anónima, fatigada por la carretera y las incesantes curvas, Lucie se sentía perdida en un vacío sideral. Sólo temía una cosa: que su coche se averiara. Porque alrededor de ella se extendía un paisaje apocalíptico que la luz celeste no conseguía iluminar. Si las montañas probablemente fueran bellas de día, por la noche parecían titanes encolerizados, monstruos inmóviles, de cuerpo de hielo, que desgarraban el horizonte y bebían cualquier rayo de luz. Lucie imaginó a Éva Louts en la misma situación que ella, impulsada por una fuerza que la había obligado a recorrer todos aquellos kilómetros, en plena redacción de su tesis, hacia lo más profundo de las tinieblas.

Notre-Dame-du-Cruet, un pueblo fantasma en un circo montañoso que cruzó en unos minutos. Un ambiente fúnebre, sin una sombra que se moviera. Parecía como si sus habitantes reposaran todos en el fondo de sus tumbas. Lucie siempre se había preguntado qué debía de hacer la gente en pueblos de mala muerte como aquél, donde el hospital más cercano se encuentra por lo menos a cincuenta kilómetros y donde los supermercados son del tamaño de un estudio parisino.

Un cuarto de hora más tarde, por fin llegó a Montaimont, con los ojos agotados, las mandíbulas doloridas y la nuca hecha trizas. Sobre el salpicadero, la foto de Éva. Una chica guapa y sonriente, de desbordante juventud. Junto al retrato, una botella de agua vacía, un envoltorio de bocadillo y el número de móvil de Franck Sharko. Lucie veía su aspecto de espantapájaros en las sombras del bar. Parecía un adicto al crack, irrecuperable. El tiburón no era más que un cazón, frágil y vulnerable. ¿Cómo lograba levantarse de la cama cada mañana y encontraba la motivación para ir a trabajar? «Daré con el cabrón que le ha hecho eso. Haré que la pague», dijo con una voz fría, carente de cualquier sentimiento. También había visto todos aquellos billetes en su cartera. Billetes grandes, al menos dos mil euros en efectivo, había calculado. Sabía que había cobrado mucho dinero de un seguro de vida, tras la muerte de su mujer y de su hija. Hubiera podido permitirse una jubilación de lujo, en algún lugar al sol, pero seguía arrastrando los pies sobre los adoquines gastados, con un montón de dinero en la cartera. ¿Por qué infligirse semejante sufrimiento cotidiano?

De nuevo la carretera estrecha. Menos de quinientas almas perdidas, diseminadas en el interior de un circo montañoso. La iluminación pública emitía una pobre luz cobriza. Fachadas decrépitas. Algunos coches dormidos en el arcén. Un pueblo aislado de todo, situado allí como si una mano divina hubiera lanzado desde el cielo un puñado de chalets en mitad de los Alpes.

El GPS indicaba que había llegado a la calle donde estaba el cajero automático. A la luz de los faros, en el centro del pueblo se adivinaban algunos pobres escaparates. Louts debió de conducir como ella, llegó tarde, retiró el dinero en efectivo y forzosamente debió de dormir en algún lugar. Lucie recorrió las calles vecinas. Tras dar vueltas durante diez minutos, un rótulo luminoso atrajo finalmente su atención. Representaba una marmota bastante
kitsch
. Menudo ambiente.

El hotel Las Diez Marmotas estaba algo apartado de la carretera, al otro extremo del pueblo. Era un edificio sin pretensiones, de fachada blanca y balcones de madera, con una puerta cochera. Como mucho, disponía de diez habitaciones. Lucie estacionó en una especie de aparcamiento con suelo de gravilla y, una vez que hubo descendido del coche, se estiró una y otra vez. El aire fresco, cortante, la obligó a ponerse rápidamente la chaqueta. Finalmente, sacó del portaequipajes sus pocas pertenencias. Unos vaqueros, dos camisetas, ropa interior…

Eran casi las dos de la madrugada cuando se presentó ante el recepcionista, un tipo de unos sesenta años que vestía un chándal, con barba de montañero, cabello gris y ojos negros. Miraba un documental sobre animales en la Rai Uno, si a aquello se le podía llamar «mirar».

—Buenas noches. ¿Tiene una habitación?

Miró de arriba abajo a su interlocutora con ojos apagados, y se dirigió a un tablón donde colgaban más de las tres cuartas partes de las llaves. No podía decirse que los clientes hicieran cola frente a la puerta.


Si, signora
. La 8. ¿Su nombre?

Un italiano, con un fuerte acento, que hacía vibrar las erres hasta el infinito. Lucie improvisó:

—Amélie Courtois.

Apuntó nombre y apellido en el registro.

—¿Cuántas noches se quedará?

—Una o dos. Depende.

—¿Turismo?

Lucie dejó la foto de Éva Louts sobre el mostrador.

—Esta mujer tal vez estuvo aquí hace diez días. Fue el sábado 28 de agosto, para ser más precisa. ¿La reconoce?

Miró la foto y luego a Lucie, con desconfianza. Vio en sus ojos un brillo apagado: el tipo que, ante todo, quería evitar meterse en líos.

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