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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

Gataca (38 page)

BOOK: Gataca
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Al oír ese término curioso, Lucie se sintió arrastrada por un torbellino. Recordó el cuadro del pájaro de fuego, colgado en la pared de la biblioteca de Terney, a la izquierda de la placenta. El ave fénix… Supo que estaba a punto de poner el dedo sobre un asunto de enorme importancia, insospechado, pero era absolutamente incapaz de intuir su esencia.

La voz grave de Gaëlle Lecoupet la distrajo de sus pensamientos.

—Ahora, si me lo permite, vamos a verla. Hay que tener un corazón resistente.

Excitada por sus descubrimientos y las asociaciones de ideas que se producían en su mente, Lucie la miró.

—Tengo corazón de policía, así que por fuerza tiene que ser resistente.

La mujer pulsó el botón de «Play».

34

Una pantalla negra ante las dos espectadoras. Luego una fecha incrustada en la parte inferior: «9/6/1966», y una gama de grises. Hojas, árboles. Una violencia selvática. Las imágenes desfilaban en blanco y negro. Un film de calidad correcta, probablemente rodado con material amateur. Alrededor del que sostenía la cámara había hojas de palmera, lianas y helechos. Bajo sus pies, en una pendiente, crujían las hierbas. Frente a él, se abría una brecha en el muro de vegetación, que dejaba ver unas chozas abajo. Por la débil luminosidad, debía de ser al anochecer o al alba. A menos que la selva fuera tan tupida que impidiera que se filtrara la luz.

La cámara se adentró en las profundidades y avanzó sobre una tierra negra y húmeda: un cuadrado de unos cincuenta metros que la vegetación trataba de devorar. Se oían los pasos y el estremecimiento de los árboles alrededor. El objetivo enfocó los restos de una hoguera. En medio de las cenizas, huesecillos calcinados, unas piedras dispuestas en círculo y cráneos de animales.

Lucie se frotó rápidamente el mentón, sin dejar de mirar a la pantalla.

—Parece un poblado indígena abandonado.

—Es un poblado indígena, pero «abandonado» no es la palabra adecuada. Lo entenderá enseguida.

¿Qué quería decir? A medida que el film avanzaba, la ex policía sentía sus manos cada vez más húmedas. En la pantalla, unos gritos taladraron el silencio y la imagen se inmovilizó en el techo vegetal. No había ni un resquicio de cielo. Sólo podía verse el frondoso ramaje interminable. Arriba, a tres o cuatro metros, una colonia de monitos se dispersaban entre las ramas. Los gritos estridentes eran incesantes. La cámara enfocó a uno de los primates, de cuerpo oscuro y cabeza clara, probablemente blanca. El animal escupió y desapareció trepando por una liana. A pesar de la inmensidad del lugar, imperaba una sensación de encierro y opresión. Una prisión viva, con barrotes de clorofila.

El cámara acabó por ignorar a los simios curiosos y siguió avanzando en dirección a una choza. La imagen se tambaleaba al ritmo de sus pasos pesados y lentos. A primera vista, los techos estaban hechos de hojas de palmera trenzadas, y las paredes, de cañas de bambú atadas unas a otras con lianas. Unas viviendas arcaicas, cada una de las cuales debía de poder albergar a cuatro o cinco personas y que parecían surgidas de otros tiempos.

En la entrada apareció súbitamente una nube de mosquitos y moscas que semejaba una tormenta de arena. Lucie se acomodó en su sillón, incómoda. Sus ojos aguardaban la aparición del horror en cualquier momento.

El cámara entró despacio en la choza, cual intruso al acecho del menor movimiento. Desapareció todo rastro de luz y revoloteaban manchas negras. La banda sonora estaba saturada de zumbidos. Inconscientemente, Lucie se rascó la nuca.

Insectos en masa… Temía lo peor.

El haz de una linterna, probablemente situada debajo de la cámara, rasgó la oscuridad.

Y apareció el horror.

Al fondo, en el rayo de luz, seis cuerpos retorcidos como gusanos unos junto a otros. Al parecer, una familia de indígenas completamente desnudos. Una amalgama de rostros hinchados, con los ojos ya secos e invadidos por moscas y larvas. Sus narices, bocas y anos rezumaban sangre, como si hubieran explotado por dentro. Tenían los vientres hinchados, probablemente a causa de los gases intestinales. El que filmaba no escatimaba detalles y multiplicaba planos interminables y planos de detalle. Todos los cadáveres tenían el cabello negro, los pies gastados, la piel curtida de las tribus ancestrales. Pero estaban irreconocibles, devorados por la angustia y la muerte.

Lucie tuvo la impresión de haberse olvidado de respirar. Le era fácil imaginar la pestilencia en el interior de la choza, los efectos del calor y la humedad en aquellos cuerpos putrefactos. La furia de las moscas verdes era la prueba de ello.

De repente, uno de los cuerpos se estremeció. El agonizante abrió unos grandes ojos oscuros y enfermos a la cámara. Lucie se sobresaltó y no pudo reprimir un grito. El hombre tendió la mano como si pidiera socorro y sus dedos delgados y negros se crisparon en el aire antes de que el brazo cayera sobre el suelo como un tronco muerto.

Vivos… Algunos de ellos aún estaban vivos…

Lucie miró brevemente de reojo a su vecina, que retorcía un pañuelo entre sus manos. Recordó la violencia de su pesadilla: aquella criatura carbonizada que de repente abría los ojos, como allí. Sobrecogida, volvió a mirar el film. El horror proseguía. El pie del cámara golpeó ligeramente los cuerpos, para verificar si estaban vivos o muertos. Un gesto insoportable. Lucie recobró el aliento cuando el hombre salió de aquella carnicería. Arriba, los monos seguían allí, opresivos, inmóviles ahora en las ramas. Era como si la selva estuviera cubierta con una tapadera. Aquella sensación de alivio fue breve. En las otras chozas, el espectáculo era similar: familias aniquiladas, entremezcladas con unos pocos últimos supervivientes a los que se filmaba y se dejaba morir como si fueran animales.

El film concluía con un plano amplio de la aldea diezmada: una decena de chozas con sus habitantes muertos o agonizantes y entregados a las tinieblas de la selva.

Fundido en negro.

35

—Explícame qué es la intolerancia a la lactosa… ¿A quién afecta, en qué proporción y por qué?

Mientras conducía, Sharko llamó a Paul Chénaix, su amigo forense. Quería asegurarse de la causa y de la rareza de esa característica para demostrarse a sí mismo que se hallaba en el buen camino. Conectó el altavoz para que Jacques Levallois pudiera oírlo.

El médico respondió tras unos segundos de reflexión.

—Me obligas a hurgar en mis viejos recuerdos de medicina y biología, pero la explicación es tan notable que sí la recuerdo. En aquella época me dejó de piedra. Está relacionado directamente con la selección natural y la Evolución. ¿Sabes algo de este asunto?

Sharko y Levallois se cruzaron una mirada inquisitiva.

—¿Si sé algo? Mi colega y yo estamos metidos en ello hasta el cuello. Suéltalo.

—Perfecto. En primer lugar hay que saber que la lactosa es un compuesto específico de la leche de los mamíferos. La diferencia individual entre tolerancia e intolerancia a la lactosa es puramente genética. La intolerancia a la lactosa se manifiesta en los humanos tras el destete del bebé por la madre, a partir del momento en el que se le da leche de vaca.

—Hasta ahí, nada del otro jueves.

—Ahora es cuando se vuelve interesante, presta atención. La tolerancia a la lactosa, y he dicho la tolerancia, es bastante reciente en la historia de la Evolución, se remonta a hace unos cinco mil años y sólo existe en las poblaciones humanas que domesticaron vacas para consumir directamente la leche. En el caso del Hombre, con mayúscula, el gen de la tolerancia a la lactosa se halla sobre todo en las regiones geográficas en las que, en las vacas, también existen genes implicados en una alta producción de leche.

—Luego… la naturaleza intervino en vacas y hombres, modificando su ADN y creando genes que no existían antes…

Sharko pensaba al mismo tiempo en la tesis de Louts: la violencia de un pueblo, que determina su carácter «zurdo» en su ADN. La cultura, que influye en la genética…

—Así es. Gen de alta producción lechera en el caso de las vacas y gen de la tolerancia en el de los hombres. Si no recuerdo mal, es lo que se denomina una coevolución, o una carrera armamentística entre vacas y hombres: la selección natural hizo que el hombre, en su origen cazador y recolector y que se alimentaba exclusivamente de carne y fruta, pudiera beber la leche de las vacas que domesticara. A la par, también hizo que las vacas fueran mejores productoras de leche. Y cuanta más leche producían, más leche bebían los hombres… De ahí la expresión de «carrera armamentística». Extraordinario, ¿no crees?

—Si he entendido tu explicación, significa que las personas que hoy son intolerantes a la lactosa no cuentan con ese gen porque tuvieron antepasados que no domesticaban vacas…

—Así es. Esos individuos intolerantes debieron de tener antepasados que vivían lejos del centro de domesticación de las razas bovinas lecheras. Cuanto más lejos estaban las vacas, menos soportaban la leche los individuos y no desarrollaban el gen. En el momento en que cursé mis estudios, las cifras indicaban alrededor de un 5 por ciento de intolerantes a la lactosa en Europa y algo así como un 99 por ciento en China, por ejemplo. Un 70 por ciento de la población mundial es intolerante. Dale de beber leche a un asiático y vomitará allí mismo. Contrariamente, cualquier francés de pura cepa desde hace generaciones puede consumir leche a discreción. ¿He respondido a tus preguntas?

—Genial. Gracias, Paul.

El comisario colgó, impresionado. Esas cosas de la Evolución ponían a prueba el cerebro, pero realmente era así como la naturaleza, el hombre y las especies habían cobrado vida, a lo largo de milenios. Y por ese motivo su sentimiento de hallarse tras la buena pista se reforzaba aún más. Levallois extrajo sus propias conclusiones en voz alta.

—Si lo he comprendido, Grégory Carnot y Félix Lambert no sólo tienen en común su extrema violencia y su edad. Hay causas genéticas más profundas que los unen. Hay las visibles, como la altura, el hecho de ser zurdos y la corpulencia, y las invisibles, como la intolerancia a la lactosa.

—Lo has entendido. No sé con qué nos las vemos, exactamente, pero todo eso me huele a medicina y genética.

El coche se adentró entre la arboleda frondosa. El ejército de árboles cerró filas alrededor del Peugeot 407 y el cielo desapareció. Unas hileras negras de troncos se alzaban a un lado y otro y sólo dejaban aparecer, de vez en cuando, las discretas fachadas de unas bellas residencias. Bajo aquella luminosidad decreciente, el comisario se fió de las indicaciones del GPS. Un poco más adelante tomó la Route Ronde, circuló unos centenares de metros y vio, apartada entre el bosque, al fondo de un inmenso jardín arbolado, la finca de los Lambert: una magnífica casa señorial del siglo XIX, de dos plantas, construida con grandes piedras blancas talladas y con el tejado de pizarra. La hiedra devoraba la fachada y alzaba un segundo muro vegetal. Dos automóviles, un cupé deportivo y un Peugeot 207 clásico estaban aparcados en la avenida.

—Están aquí —susurró el comisario—. Lambert padre e hijo. Y no puede decirse que estén necesitados.

—Deberíamos pedir refuerzos.

—Primero quiero sondear el terreno.

El comisario estacionó más lejos, en el arcén, y fue andando hasta unos diez metros de la entrada. El acceso estaba protegido por una verja cerrada y el conjunto de la finca —que se extendía en varias hectáreas— parecía rodeado por un muro de ladrillo de tres metros de altura.

—No es cuestión de llamar al interfono —dijo el comisario en voz baja—. Tenemos que aprovechar el efecto sorpresa y evitar que Félix Lambert, de una u otra manera, pueda tendernos una trampa o huir.

—En ese caso, ¿me explicas cómo vamos a entrar?

—No eres muy rápido de reflejos, que digamos. Sígueme.

—¿Qué? ¿Y no vamos a llamar a nadie? Ya sabes que nos estamos saltando el…

Sharko caminó junto al muro, adentrándose en el denso bosque.

—… reglamento —murmuró el joven teniente entre dientes.

Tras titubear, acabó por seguir a su colega, que ya desaparecía entre la vegetación. Los árboles se pegaban a él, los helechos le fustigaban los tobillos, las ramas se retorcían contra el muro como si, de una manera u otra, la naturaleza tratara de reconquistar sus derechos sobre el hombre. Tras avanzar durante unos minutos, Sharko retrocedió para ampliar su campo de visión y logró distinguir la parte más alta de la fachada oeste de la casa.

—Parece un frontón sin ventana. Es el mejor sitio para entrar al jardín sin ser vistos.

Levallois pataleaba.

—Es una locura. ¡Mierda!, ese tipo ha matado a dos chavales. No sabemos a quién vamos a encontrarnos ahí detrás. Y, además…

Sharko se volvió hacia él y lo miró fijamente, interrumpiendo en seco sus lamentaciones.

—O me sigues o te quedas aquí lloriqueando. Pero en ambos casos, cierra la boca de una vez, ¿de acuerdo?

El comisario observó los árboles y dio con una rama lo bastante baja como para trepar por ella, apoyando a la vez las suelas en el muro. Ya no estaba para ese tipo de acrobacias y escaló como un muñeco desarticulado. Pero poco importaba la manera y el dolor en sus miembros fatigados, sólo contaba el resultado. Con la americana cubierta de manchas verdosas y con los mocasines estropeados, aterrizó sobre la hierba profiriendo un gruñido y corrió de inmediato hasta el muro de la casa.

Levallois lo seguía a unos metros y llegó junto a él, empuñando el arma.

Sharko recobró el aliento. Alrededor de él no se movía nada, excepto algunos pájaros entre las ramas y las hojas que se estremecían. El ambiente era demasiado tranquilo, demasiado silencioso. Sharko presentía que aquello no auguraba nada bueno. Rápidamente, giró hacia la otra fachada, seguido por su colega. La hiedra caía sobre sus hombros. Avanzando con prudencia, echó un vistazo a través de la primera ventana que encontró. Una sala amplia, de techo muy alto y una lámpara inmensa. Sin duda, el salón. Sharko oyó ruidos. Cerró los ojos y escuchó atentamente. Unos ruidos graves resonaban en las paredes.

Bum, bum, bum…

—La tele —susurró Levallois—. Parece que tengan el volumen a tope…

Agachándose y con la Sig Sauer en la mano, el comisario prosiguió el avance y se dirigió hacia otra ventana que daba a una cocina. Levallois le cubría la retaguardia y vigilaba de reojo en todas direcciones. Vio que el comisario palidecía y se quedaba inmóvil de repente.

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