Gataca (34 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

BOOK: Gataca
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—Como su hijo.

—Es lógico. Es genético y se transmite de generación en generación.

El roce de las hojas hacía allí un ruido particular, parecía amplificado, cristalino.

—El parto tuvo lugar a las 2:34 de la madrugada, en la sala 3. Terney, una comadrona, un anestesista y la enfermera que atendía a la paciente estaban presentes en la sala de partos. El doctor anotó que la Señora X sufrió convulsiones y su ritmo cardiaco se disparó. ¡Vaya por Dios!

—¿Qué?

Un largo suspiro alzó su pecho. Dirigió una mirada a Lucie.

—La madre de Grégory Carnot murió en el parto, de una hemorragia cataclísmica. Para ser más claro, se desangró.

Lucie recibió la noticia como un golpe. A su pesar, pensó en las palabras de su madre sobre la psicogenealogía y esa transmisión de un mal. Se imaginaba a Carnot como un hijo maldito, diabólico, que hasta había llegado a matar a su propia madre para venir al mundo. Imaginó su rostro rojo como la sangre, su llanto estridente que atravesaba la sala de partos mientras su madre se desangraba y moría.

Lucie fue incapaz de ocultar su decepción: su pista podía acabar allí, en el fondo de aquel archivo.

—¿Y el bebé?

—Grégory Arthur Tanael Carnot… Vino al mundo por cesárea. Cuatro kilos y quinientos gramos, y… ¿cincuenta y cinco centímetros? Es algo… fuera de lo normal. La mayoría de los niños cuya madre sufre preeclampsia nacen con un retraso en el crecimiento, justamente a causa de la insuficiencia de vascularización de la placenta. Sin embargo, ese tipo de caso sucede.

—¿A menudo?

—Rara vez. Pero aún no conocemos todos los mecanismos de la preeclampsia, principalmente las interacciones entre la madre y el feto, que no pueden ser investigadas. También pueden influir las predisposiciones genéticas. En resumidas cuentas, todo eso es muy complicado.

Un bebé que ya era diferente de los otros en el momento de nacer, pensó Lucie. Mata a su madre y queda fuera de las estadísticas ligadas a la preeclampsia…

El dedo índice del especialista recorría la página.

—Aparentemente, era un bebé sin problemas particulares cuando vino al mundo. Las observaciones que figuran aquí son las típicas de cualquier nacimiento.

El doctor extrajo el informe de neonatología y lo hojeó rápidamente.

—Crecimiento, exámenes… Todo es normal. Sin embargo, el doctor Terney requirió un número relativamente elevado de tomas de muestras de sangre del recién nacido, por lo que veo.

—¿Se sabe el motivo?

Meneó la cabeza.

—Aquí no figura nada. El niño permaneció nueve días en neonatología antes de ser trasladado a la guardería. Eso también es lo habitual.

Acto seguido extrajo de la carpeta transparente las copias de los certificados de nacimiento y de defunción. Ver ambos documentos uno junto al otro le provocó desazón a Lucie. Madre e hijo. Una muerta cuando el otro venía al mundo.

—Fecha y redacción del certificado de nacimiento: justo después del parto. Identidad del padre y de la madre: vacías, lo que es normal en el caso de los niños nacidos de un parto anónimo. Para su información, al ser adoptado el niño, el registro civil, que posee su propio certificado de nacimiento, rellena las líneas que han quedado en blanco con la filiación de los padres adoptivos. Nosotros, sin embargo, en los archivos, siempre disponemos del certificado original, el redactado por el jefe médico justo después del nacimiento.

Cambió de página.

—En cuanto al certificado de defunción, redactado por el jefe médico Terney, indica: «Causa del fallecimiento, preeclampsia y hemorragia cataclísmica». Hora, fecha y personas presentes. Todo eso parece correcto.

—¿Eso es todo? ¿Una mujer muere en un hospital y no hay autopsia ni investigación?

—No, si no lo exige uno de sus allegados. Lo que parece el caso, porque no hay más documentos. En caso de defunción siempre hay una entrevista con el jefe médico y únicamente se lleva a cabo una investigación médica, a veces acompañada de una autopsia científica, si las causas del fallecimiento no están definidas. También se estudian de nuevo los informes para tratar de comprender lo sucedido. Créame si le digo que una muerte en un hospital, sobre todo en un parto, jamás se toma a la ligera.

Lucie se cruzó de brazos, desazonada por esas revelaciones. Tenía la impresión de que le faltaba lo esencial. La relación humana entre la paciente y Terney, las razones del abandono del niño…

Cuanto más reflexionaba Lucie, más nerviosa se sentía. Sabía que tenía a mano las respuestas pero era incapaz de asirlas. Mientras sus ojos erraban sobre la carpeta, de repente se quedó mirando fijamente los tres nombres de pila de Carnot escritos sobre la etiqueta frontal.

—Grégory Arthur Tanael Carnot. Dios mío…

Un largo silencio, durante el cual Lucie se quedó inmóvil. El médico advirtió que algo le sucedía.

—¿Qué le ocurre?

A Lucie le costó recuperar la voz. Su cuerpo entero hervía.

—El nombre… ¿Quién le puso ese nombre?

—Debe de tratarse de un deseo de su madre, que debió de indicar los nombres y apellido que quería que llevara el niño antes de dar a luz. Tras el nacimiento, el obstetra o la comadrona transcriben su elección en el certificado. Si la madre no hubiera indicado nombres y apellido, esas casillas hubieran quedado en blanco y el funcionario del registro civil, en el ayuntamiento, habría elegido tres nombres, el último de los cuales hubiera sido utilizado como apellido de la criatura. «Carnot» no es un nombre, así que forzosamente fue la madre quien eligió esa identidad… ¿Por qué lo pregunta?

Lucie cogió la carpeta y puso su índice sobre cada una de las primeras letras de los nombres y apellido del asesino de su hija.

—Sus iniciales forman G A T C. Las bases de la molécula del ADN.

El médico frunció el ceño.

—Es cierto. ¿Cómo ha descubierto eso?

—Digamos que… Últimamente me las he tenido que ver a menudo con esa molécula.

Boquiabierto, Blotowski extrajo el pequeño sobre marrón sellado de la carpeta.

—Una curiosa coincidencia…

—No se trata de una coincidencia. No fue la madre quien le puso el nombre, sino Terney.

—Pero ¿por qué haría algo semejante?

—No lo sé, pero curiosamente me hace pensar en el hierro al rojo vivo con el que se marca al ganado para identificar a las bestias y poderlas seguir. La trazabilidad, ¿me entiende?

Blotowski no respondió, ensimismado en sus pensamientos. Lo que aquella mujer le decía sobrepasaba el entendimiento. Lucie señaló con el mentón el sobre sellado que Blotowski mantenía cogido con los dedos.

—¿Ahora lo abrirá?

El especialista rompió el sello con su abrecartas. Lucie se dijo para sí que esa historia del secreto encerrado en un sobre era meramente simbólica. Cualquiera que dispusiera de una llave podía entrar allí y romper el sello para descubrir la identidad de la madre.

Abrió el sobre y lo volvió hacia Lucie.

—Vacío. La madre prefirió conservar el anonimato. Lo siento.

Lucie se había quedado inmóvil. No podía marcharse con ese fracaso. Grégory Carnot nació allí. Alguien, mencionado en esos informes, se había ocupado de él, lo había alimentado y lavado desde su primer llanto. Por fuerza algo tenía que saber acerca de ese niño. En el momento en que el médico guardaba la carpeta transparente en el clasificador, ella se lo impidió.

—Espere un segundo.

Cogió la ficha de ingreso, la consultó rápidamente y señaló con el índice el nombre de una enfermera que estuvo presente en el parto. Aquella mujer también había atendido a la madre en la unidad de obstetricia, de principio a fin. A buen seguro ambas mujeres conversaron y esa enfermera tenía que conocer la relación entre Terney y la madre.

—Pierrette Solène, enfermera. ¿Aún trabaja aquí?

—No he oído nunca su nombre.

El jefe médico guardó el clasificador y le sonrió.

—Para calmar su decepción, voy a echar un vistazo a los archivos del personal y le daré la dirección de su domicilio en aquella época, tal vez aún viva allí. ¿Le parece bien? Y después, ¿nos tomamos un café, señorita Courtois?

31

Era más de la una del mediodía cuando Lucie llamó a la puerta de la casita de Pierrette Solène. Aparte del café que se había tomado en la maternidad con Blotowski, quien había intentado ligar con ella descaradamente, no había comido nada desde que se marchó de París. Tras esa visita, tendría que ir necesariamente a comer a algún sitio. Tenía que recargar las baterías, para no acabar en una cuneta, desvanecida al volante. En dos días había recorrido más kilómetros que en un año entero.

La enfermera vivía en una de esas casitas baratas, de bloques de hormigón, de fachada blanca y enlucida, en el corazón de un barrio tranquilo en la periferia de la ciudad. Según el certificado del registro civil que le había proporcionado Michel Blotowski, la mujer debía de tener en la actualidad sesenta y ocho años y dejó el hospital de la Colombe ocho años atrás para disfrutar de una jubilación probablemente más que merecida.

Pierrette Solène entreabrió la puerta y asomó la cabeza. Vestía un sencillo vestido de flores y unos escarpines negros de los tiempos de Maricastaña. Las arrugas surcaban su rostro y sus mejillas, y dibujaban formas geométricas complejas. Llevaba unas grandes gafas de montura marrón, con cristales ligeramente de aumento y con las varillas unidas por un cordel.

—Lo lamento, pero venda lo que venda, no me interesa.

—No vendo nada, señora. Soy de la policía.

Lucie mostró su carnet, más rato en esta ocasión. Pierrette Solène, recelosa, lo observó con atención, con los ojos ligeramente entornados. Lucie trató de ganarse su confianza.

—No se inquiete, no sucede nada grave. Mi investigación me ha llevado hasta el hospital de la Colombe. Según el archivo de personal, usted trabajó allí durante más de treinta años. Trato de remontar en el tiempo y simplemente deseo hacerle algunas preguntas sobre un período preciso.

Pierrette Solène echó un vistazo a la acera y al Peugeot 206 de Lucie, aparcado junto a la acera.

—¿Dónde está su colega? Los policías siempre van de dos en dos en las series de la tele. ¿Por qué va usted sola?

Lucie le dirigió una sonrisa educada.

—Mi colega está interrogando a otras personas en el hospital. En cuanto a las series… No debería creer todo lo que cuentan, la realidad del oficio de policía es muy diferente.

Tras un ligero titubeo, la sexagenaria invitó a su interlocutora a entrar. Cinco minutos después, Lucie se hallaba sentada en un sofá cubierto con una gruesa manta de lana, con una taza de café azucarado entre las manos. Un gato pelicorto europeo se deslizaba afectuosamente entre sus piernas. La tele emitía una serie americana, justamente, que hablaba de amor y pasión. El rostro de Pierrette pronto se animó cuando Lucie le pidió información acerca de Stéphane Terney.

—Fue mi jefe durante los cuatro años en que ejerció en la Colombe. Era un buen médico, un apasionado que siempre quería hacer demasiadas cosas.

—¿Qué quiere decir?

—Se metía en todo: obstetricia, ginecología, inmunología… Todo cuanto gira en torno a la procreación lo fascinaba. No contaba las horas y estaba siempre en la Colombe. En el trabajo, gobernaba sus equipos con mano de hierro. No le gustaba que la gente hiciera vacaciones. El trabajo, nada más que el trabajo.

—¿Se ocupaba a menudo de los partos?

—Sí. A pesar de su aparente dureza, le gustaba mucho traer bebés al mundo. En cualquier caso, por lo menos una vez al día se pasaba por las salas de parto para cortar cordones umbilicales y saludar a las madres de las que se ocupaba en ginecología. Y eso, a cualquier hora. Jamás había visto a un jefe de servicio hacer algo semejante. Nos imponía una vida dura pero, en conjunto, lo apreciábamos.

Lucie recordaba el artículo de Wikipedia. Terney, soldado enfermero, que descubre a un bebé en el suelo, unido a su madre por el cordón umbilical. Nunca se había liberado de Argelia ni de los traumas de la guerra. Llevándose la taza de café a los labios, Pierrette miró de repente a Lucie con tristeza, como si de repente se diera cuenta de la razón de su visita.

—¿Le ha ocurrido algo al doctor Terney?

Lucie le comunicó la terrible noticia y dejó que encajara el golpe. Tras los gruesos cristales de sus gafas, Pierrette, con la mirada perdida, tenía la vista clavada en el suelo. Los recuerdos del hospital debían de afluir a su mente, los buenos y los malos, recuerdos que cobrarían un nuevo valor como consecuencia del fallecimiento y que ella guardaría en una caja preciosa. Lucie aprovechó la ocasión.

—Hábleme de la noche del 4 de enero de 1987. Una fría noche de invierno en la que el doctor Terney trajo al mundo a un niño al que llamó Grégory Carnot. Usted estaba de guardia, aquella noche, en la sala de partos 3 de la maternidad. La madre murió al dar a luz debido a una grave hemorragia ligada a una preeclampsia. ¿Lo recuerda?

El rostro de la enfermera parecía atrapado en un bloque de hielo. Su labio superior comenzó a temblar y se llevó una mano a la boca, estupefacta. Depositó su taza, que tintineó contra el plato de porcelana. Lucie apretó los puños, uno contra otro: veinte años después, Pierrette Solène aún llevaba los estigmas de aquella noche. Contra lo que cabía esperar, la veterana enfermera se puso en pie y se contentó con decir:

—Todo eso queda muy, muy lejos. Ya no recuerdo nada, lo siento.

Lucie también se puso en pie y se situó a unos centímetros de ella.

—No puede haberlo olvidado. ¿De qué tiene miedo?

Pierrette titubeó unos segundos.

—¿Puede asegurarme que no tendré problemas?

—Se lo garantizo.

Un silencio. La enfermera reflexionaba. Lucie se dijo que cargaba con un tremendo secreto, un secreto que tal vez Terney la obligó a guardar durante todos aquellos años. Ahora que estaba muerto, que ella había dejado el hospital, los cerrojos iban a saltar.

Pierrette apagó el televisor. Un silencio sepulcral rodeó a las dos mujeres. Lucie volvió a tomar la palabra al suponer que habría que guiar un poco a la enfermera.

—Durante su estancia en el hospital, usted estuvo junto a esa mujer, le sirvió las comidas y cuidó de ella antes del parto. ¿Sabe cómo se llamaba? Es muy importante para mi investigación.

—Claro que lo sé. Se llamaba Amanda Potier.

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