—¿Franck? ¿Estás ahí?
No hubo respuesta. Echó un vistazo a su reloj. Casi las nueve de la mañana, Dios santo. Apresuradamente, cogió su móvil. Mensajes. Su madre se inquietaba por la falta de noticias. Inmediatamente, la llamó para tranquilizarla y decirle que todo iba bien.
Por teléfono le fue difícil dar con las palabras adecuadas, explicar que aún tardaría en volver, sin provocar incomprensión y cólera en su interlocutora. Ante aquellos intentos de explicaciones, del móvil surgían frases duras: ¿cómo podía hundirse de nuevo en la pesadilla que había destrozado su vida? Carnot estaba muerto, muerto y enterrado, ¿por qué no lo admitía de una vez? ¿Por qué no podía hacer el duelo de aquel cabrón? ¿Por qué seguía persiguiendo fantasmas? ¿En casa de quién había dormido? Y esto y lo otro y lo de más allá… Cinco minutos aguantando el chaparrón de reproches.
Sin enfadarse, Lucie preguntó cómo estaba Juliette. ¿Su madre la había acompañado por la mañana a la escuela? ¿La pequeña se llevaba bien con sus nuevas compañeras?
Marie respondió sólo con unos síes secos, y luego colgó.
Lucie se dijo que, en el fondo, su madre tenía toda la razón del mundo. Siempre había sido incapaz de construir una relación estable y completa con sus hijas, de ofrecerles el amor de una «verdadera» madre. Su oficio de policía había sido a la vez la causa y la excusa, necesitaba echar de menos a sus hijas para amarlas, deseaba ver lo peor alrededor de ella misma y perseguir a los hijoputas más abyectos para volver del trabajo extenuada y tomar conciencia de que tenía la inmensa suerte de contar con una familia a la que querer.
Desde la tragedia, sin embargo, Lucie se había enfrentado a otra verdad, aún más insoportable: nunca había querido tanto a Clara. Y cuando, a sus ojos, Juliette se convertía en Clara, le daba todo su afecto. Pero cuando Juliette era sólo Juliette… A veces Lucie la amaba y a veces…
Prefirió no insistir. Con un suspiro, se dirigió a la cocina. Sobre la mesa había una nota para ella: «Hazte un café. Aún tienes ropa tuya en el armario de mi habitación. Y vete antes de esta noche, por favor». Apretando los dientes, arrugó el papel en una bola, lo tiró a la basura y se dirigió a la habitación. El magnífico circuito de trenes en miniatura había sido desmontado completamente y las vías estaban apiladas de cualquier manera en bolsas de plástico, a punto para tirarlas. No había decoración ni color alguno, la cama estaba hecha con las sábanas al estilo cuartelario, sin una arruga, como si fuera la habitación de un enfermo terminal. Incluso la pequeña locomotora Ova Hornby a escala 0, con su vagoneta negra para el carbón y la leña, de la que Sharko nunca se separaba, había desaparecido.
Lucie encontró su ropa del verano anterior en el fondo de la cómoda. Estaba cuidadosamente envuelta en plástico y con bolas de naftalina. Sharko tiraba a la basura sus trenes tan apreciados pero no la ropa de una mujer a la que no debería haber vuelto a ver…
Cogió el paquete de ropa y se sorprendió al descubrir, detrás de unos jerseys de Sharko, una caja de munición y un revólver. Era un Smith & Wesson, calibre 357 Magnum. Lucie lo cogió. La mayoría de los policías poseían una segunda arma en su casa, generalmente destinada a la práctica de tiro, o porque eran coleccionistas. Por curiosidad, abrió el tambor. Se estremeció al descubrir que había una bala dentro. Una bala bien colocada, que saldría disparada por el cañón si alguien apretara el gatillo. ¿Podía tratarse de un olvido? Sharko, en vista de su estado, ¿podía cometer semejante error? Prefirió no hacerse preguntas acerca del uso que podía o que pensaba hacer de aquella arma y la guardó de nuevo en el mismo lugar.
Del paquete cogió unos vaqueros negros, ropa interior limpia y un jersey beis de manga corta. Dirección al baño. Un papel, pegado en la pared, ilustraba la pérdida de peso del policía. Estaba a punto de cruzar la barrera de los setenta kilos. Lucie sintió una opresión en el pecho. Se lavó y se vistió lo más rápido posible, en aquel silencio sepulcral, frente al espejo demasiado grande en el que no podía evitar ver a Sharko cavilar acerca de su soledad cada mañana, cada tarde, cada noche. El calvario de un condenado a trabajos forzados de por vida, que quería purgar su pena hasta el final. Y si un día se hundía, ahí estaría su arma, junto a la cama, para ayudarlo…
Tras beber un café y lavar los platos, vio un sobre cerca de la unidad central del ordenador. No recordaba haberlo visto el día anterior. ¿Lo habría traído Sharko por la noche? ¿O lo había dejado allí voluntariamente para que ella le echara un vistazo?
Lo abrió. Contenía las fotos de la escena del crimen de Terney: la biblioteca, el museo y sus fósiles, los tres cuadros extraños uno al lado del otro —Lucie hizo una mueca de asco ante la placenta y la momia del cromañón— y, por supuesto, el cadáver, fotografiado desde todos los ángulos. Arrugó la nariz. El hombre, de edad avanzada, había sido torturado con saña. Sus ojos miraban al vacío, como si buscaran la última respuesta a la pregunta que deben de hacerse todas las víctimas antes de morir: ¿por qué?
Tras poner en marcha el ordenador, abrió el navegador e introdujo el nombre «Stéphane Terney» en el motor de búsqueda. La página se cargó de resultados, el primero de los cuales era una página de Wikipedia consagrada al investigador. Lucie clicó sobre el enlace y se sorprendió ante la extensión y la densidad del artículo. Un verdadero artículo de periodista. Se dijo que, a pesar de todo, Internet era genial.
Empezó a leer.
Stéphane Terney nació el 8 de marzo de 1945 en Burdeos. La foto anexa lo presentaba a los cincuenta años. Traje oscuro, rasgos severos, los labios rectos y finos, sin rastro de una sonrisa.
En su juventud, Terney fue ante todo deportista, al igual que su padre, que en sus tiempos fue campeón de Francia de los cuatrocientos metros lisos. Stéphane Terney practicaba atletismo seis horas semanales y a los catorce años participó en el campeonato regional de Aquitania en la prueba de diez mil metros y en otras competiciones, pero no consiguió nunca clasificarse entre los tres primeros. Pronto dio la espalda a sus estudios y, a los dieciséis años, se enroló en el 57.º regimiento de infantería que contaba con un excelente equipo de corredores de fondo. Terney se volcó en las carreras y obtuvo buenos resultados que satisfacían a sus superiores pero, en paralelo, lo obligaron a cursar una formación de enfermero militar. En la otra orilla del Mediterráneo estalló la guerra de Argelia, y Terney, que se sentía indispensable para su equipo, no lo vio venir: al igual que otros miles, fue enviado a la gran ciudad de Orán, al noroeste del país. Allí, la infiltración del FLN y de la OAS entre la población provocaba conatos de violencia. Los secuestros, los atentados y el miedo reinaban en los barrios musulmanes y europeos. Terney se ocupaba de los heridos y los curaba como podía. Los brazos arrancados por explosiones eran innumerables, el terror era omnipresente y el joven enfermero, que no estaba en absoluto acostumbrado a codearse con la violencia, trataba de acostumbrarse. Había heridos que gemían y lloraban en sus brazos.
Los hechos más graves tuvieron lugar el 5 de julio de 1962. Civiles que empuñaban cuchillos y otras armas asaltaron los edificios de los europeos, derribaron las puertas de los apartamentos, abrieron fuego en restaurantes, detenían a la gente, la raptaban o la degollaban al azar. Hubo gente colgada de ganchos de carnicero, mutilaciones y ojos arrancados en un horror sin límites. Debido a los acuerdos de paz, los soldados franceses tardaron en intervenir y cuando Terney salió a la calle tuvo la impresión de hundirse en otro mundo. Dos imágenes lo marcaron en su propia carne. La primera fue la de un individuo sentado apoyado contra una pared, vivo, que sostenía sus tripas con las manos, con una sonrisa. La locura y la muerte lo rondaban. Y la segunda…
Lucie se removió en su silla, incómoda. Tantos detalles sórdidos… Era evidente que el autor de la página de Wikipedia había conocido y entrevistado a Terney para escribir su artículo. El científico le había confesado sus recuerdos más íntimos, sus dolores infernales, y los había expuesto a todo el mundo. ¿Era una manera de purgarse? ¿Una necesidad de reconocimiento?
Tras serenarse, prosiguió la lectura.
La segunda imagen… Terney, con su botiquín en mano, avanzaba con las tropas. El ruido de las botas Rangers en las calles desiertas. De repente, unos gritos agudos, casi imperceptibles, surgieron del interior de una vivienda. El enfermero pensó primero en un gato y luego se dio cuenta de que debía de tratarse de un recién nacido. Empujó la puerta. Sus botas pisaron un charco de sangre negra y espesa. Frente a él, en el suelo, descubrió a una civil fallecida, completamente desnuda y mutilada. Un bebé lloraba entre sus piernas, sobre las baldosas, en un charco blanquecino. La criatura aún estaba unida a su madre por el cordón umbilical. Con un grito, Terney se precipitó y cortó aquel vínculo de vida con unas tijeras. El bebé, pringoso y sanguinolento, calló brutalmente y murió al cabo de un minuto. Unos soldados hallaron a Terney inmóvil en un rincón, abrazado al niño muerto.
Una semana después se hallaba en Francia, liberado de sus obligaciones militares. ¿La causa? Una excesiva fragilidad psicológica.
A los diecinueve años, Terney ya no veía el mundo de la misma manera: de repente y de manera muy acentuada, sopesaba el precio de la vida humana y sentía el deseo irreprimible de llevar a cabo «algo importante en favor de sus conciudadanos». Estudiaría y sería médico. ¿Esa decisión surgía de lo más profundo de sí mismo? ¿Era una vocación real? La verdad es que Terney cursó unos estudios brillantes en París y se especializó en ginecología y obstetricia. Quería cuidar de los embarazos y traer al mundo a los bebés.
De ahí surgió su fascinación por el mecanismo de la creación, desde la fecundación al nacimiento, así como por los procesos que el organismo materno lleva a cabo. ¿Cómo puede existir una alquimia tan compleja? ¿Cómo la naturaleza puede absorber tanta inteligencia? Pronto, como complemento a sus actividades, se convirtió en especialista en el sistema inmunitario, principalmente en el comportamiento de los mecanismos de defensa que preservan la vida del embrión y luego del feto. ¿Por qué el sistema inmunitario, que ataca cualquier cuerpo extraño e incluso rechaza los trasplantes, permite que un organismo la mitad de cuyo patrimonio genético es un intruso (puesto que es paterno) se desarrolle en el vientre materno? ¿Qué secretos de la Evolución permiten la fecundación in vivo, en el propio interior del ser humano?
Terney se apasionó entonces por esas grandes cuestiones sobre la vida y trabajó así en dos terrenos: como ginecólogo obstetra y como investigador. Con apenas treinta años, publicó muchos trabajos en la prensa especializada. A partir de 1982 —Terney tenía treinta y siete años— se convirtió en una de las autoridades mundiales en la preeclampsia, una hipertensión arterial de la madre durante el embarazo, un fenómeno inexplicado, misterioso, que afecta al 5 por ciento de las mujeres y que en la mayoría de los casos hace nacer bebés débiles y delgados, muchos de los cuales no sobreviven.
Lucie bostezó y se estiró. Numerosos enlaces permitían navegar a través de artículos de Wikipedia conexos. Inmunología, preeclampsia, obstetricia… Diez veces mejor que un informe policial. Se levantó y fue a servirse un segundo café. Un vistazo por la ventana de la cocina. Podía ver los fresnos del parque de la Roseraie, allí donde a Sharko le gustaba pasear. ¿Seguía pasando una hora o dos, cada semana, sentado en su viejo banco de madera? ¿Iba aún cada miércoles a visitar la tumba de su familia? A lo lejos, entre una especie de bruma gris, alcanzaba a ver la torre Eiffel, minúscula, y el mar infinito de casas.
Lucie regresó lentamente al salón. Terney le parecía un tipo brillante, de extremada inteligencia, que halló un sentido a su vida en el caos argelino. Pero ¿qué cicatrices profundas había dejado en él la violencia de aquella tierra en llamas? ¿Qué sentía cada vez que traía a una criatura al mundo? ¿Que curaba una herida interior? ¿Que reequilibraba la injusticia del mundo?
Se sentó de nuevo y, llevándose la taza a los labios, prosiguió la lectura.
Al especializarse en el ADN y en la preeclampsia, y redactar artículos sobre ello, Terney comenzó a desarrollar sus primeras ideas eugenésicas. En esa época, viajó mucho y conoció a numerosos investigadores del sistema inmunitario, y defendía sus ideas de manera sutil, con ejemplos probados: los males sociales y sanitarios —tuberculosis, sífilis, alcoholismo—, las taras congénitas determinadas por la reproducción cada vez más tardía, que debilitaban el patrimonio genético de la humanidad. El primer objetivo de sus ataques fueron los dispositivos sociales de protección de los más desfavorecidos, de los enfermos y de los más débiles. Estaba claramente en contra de la caridad cristiana. En su actividad como ginecólogo obstetra, en la que su excelencia compensaba su arrogancia, aprovechó la ley Veil y no dudó en aconsejar el aborto a sus pacientes en caso de embarazos de riesgo, por pequeño que fuera éste. «Por el bien de todos.»
Terney continuó su ronda de contactos con investigadores, especialistas y estudiantes, exponiendo sin cesar ejemplos llamativos. En conferencias ante cientos de personas, se dirigía al público: pedía a los asistentes que alzaran la mano si algún amigo o familiar había sufrido cáncer. Hacía lo mismo luego con la diabetes y, finalmente, con la esterilidad. En los tres casos había gente que alzaba la mano, Terney pedía finalmente a cuantos habían levantado la mano una vez, que lo hicieran de nuevo. Casi todos alzaban las manos. Ante la estupefacción del público, el investigador soltaba una frase impactante: «Nuestra población ha envejecido demasiado y su riqueza genética se agota. Nuestra generación de niños es la primera que tiene peor salud que la de sus padres».
Lucie interrumpió su lectura, pues aquel párrafo la había dejado estupefacta. Ella también habría alzado la mano: uno de sus antiguos colegas de trabajo era diabético y su tío murió de un cáncer de garganta a los cincuenta y dos años. Pensaba también en el Alzheimer y en todo tipo de alergias. Enfermedades cada vez más numerosas, que no existían hace cien años. Terney llevaba razón. Con el paso del tiempo, cada vez nos reproducimos más tarde y cada vez más los niños nacen con más problemas que sus padres.
Perturbada por esa realidad palmaria, prosiguió la lectura del texto.