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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

Gataca (51 page)

BOOK: Gataca
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Justo antes de cerrar, percibió un resplandor en la oscuridad. Algo redondo y brillante.

Parecía que la luna llena se reflejara en…

«Las lentes de unos prismáticos.»

Lucie tragó saliva con dificultad. ¿Podía estar equivocada? ¿Su imaginación le jugaba una mala pasada por culpa del cansancio? No… Una masa oscura observaba en su dirección, en el lindero del bosque, a una treintena de metros.

Lucie sentía su corazón desbocado. Trató de controlar sus emociones y cerró la ventana, sin el pestillo. Echó las cortinas, apagó la luz y volvió enseguida junto a la ventana, observando discretamente. Miró al vacío. No cabía la menor duda, había alguien junto a los árboles. Se movía pero no se aproximaba.

La sombra acechaba.

Esperaba a que Lucie se durmiera.

Presa del pánico ante aquella idea, Lucie examinó la habitación. La luz de la luna entraba por encima de las cortinas y por los laterales. Vio una lamparilla de noche, un jarrón con flores tropicales… Tiró con todas sus fuerzas de un perchero clavado en la pared y logró arrancarlo. Empuñaba un trozo de madera de unos cuarenta centímetros, con ganchos de hierro. Rápidamente, dispuso el edredón y las almohadas bajo las sábanas y les dio forma de cuerpo.

Acto seguido, se escondió en el baño, situado entre la cama y la ventana.

¿Quién sabía que estaba allí? ¿Quién la vigilaba? ¿Gente de allí? ¿Indios? ¿Militares? ¿Acaso la foto de Louts que había circulado en el aeropuerto había caído en malas manos? ¿Había dado la alarma al enseñar aquella foto? Aquélla era una ciudad pequeña, así que las noticias debían de correr muy rápido.

Lucie pensó en los asesinatos de Louts y Terney. En el intento de asesinato de Chimaux. El tiempo se le hizo interminable. El ventilador zumbaba, y removía el aire húmedo y malsano. Lucie podía oír su propia respiración, como la de un animal acorralado. Estaba loca por no dirigirse a la recepción y pedir ayuda.

Pero quería saber.

De repente, un ruido en la ventana: un pomo al girar. Luego el desplazamiento de un cuerpo pesado sobre la moqueta. Lucie contuvo la respiración, y oyó el leve sonido silbante de una tapa al abrirse. Sabía que el individuo estaba muy cerca. Asió firmemente su arma, la blandió sobre su cabeza y se precipitó a la habitación.

Golpeó en el momento en que la sombra, que se hallaba ahora junto a la cama, se volvía hacia ella. La madera dio en el cráneo y los ganchos en el rostro. El metal penetró en la piel de las mejillas como si fueran de mantequilla. Lucie alcanzó a distinguir el rostro bronceado, el uniforme caqui, la boina verde: un militar. El hombre gruñó y, grogui, hizo un amplio movimiento con el brazo hacia delante, con el puño cerrado. Alcanzó a Lucie en la sien y salió despedida contra la pared. El tabique tembló y el jarrón se rompió. Se produjo un ruido infernal. Apenas tuvo tiempo de recuperar el sentido cuando la silueta ya había saltado por la ventana. Quiso perseguirlo, pero una enorme sombra negra atravesó su campo de visión y la inmovilizó.

Una araña.

La bestia estaba justo en el borde de la cama, casi en equilibrio sobre el vacío. Parecía mirarla fijamente y explorar la textura de las sábanas con sus largas patas. Era toda negra y sobre el abdomen tenía una cruz roja.

Lucie retrocedió, con un grito helado en su garganta, dio media vuelta y salió al pasillo del hotel cuando sus jóvenes vecinos iban hacia allí, alertados por el ruido.

Doblegada por las emociones, se desplomó en sus brazos.

51
En el 36 del Quai des Orfèvres… Lunes, tres de la madrugada. La voz ronca de fumador de Manien.

—La grabación que contiene este CD que tienes ante ti procede del hospital de la Salpêtrière, del servicio de psiquiatría. Es del 14 de marzo de 2007 y nos la ha entregado el doctor Faivre, psiquiatra de Frédéric Hurault. ¿Conoces al doctor Faivre?

Sharko entornaba los ojos. En el minúsculo despacho, la luz excesiva de la bombilla le molestaba en las retinas. Las sombras habían caído sobre las carpetas y las estanterías sumergiéndolas en una tenaz oscuridad. Manien lo interrogaba desde hacía ya veinte minutos. A lo largo del día, le había llevado bocadillos, café y agua, pero se había negado a dejarlo llamar por teléfono.

Leblond no se hallaba en la habitación, pero no debía de estar lejos. De vez en cuando se oía el chirrido de sus suelas en el pasillo.

—Conozco al doctor Faivre de oídas —respondió Sharko.

—Es un tipo amable, con una excelente memoria. Le hice algunas preguntas. Por lo que me explicó, te veías de vez en cuando con Hurault, porque estabais en departamentos contiguos. ¿Lo recuerdas?

—Vagamente. ¿Y qué?

Manien manipulaba el CD.

—¿Sabías que en psiquiatría tienen cámaras de vigilancia?

—Como en todas partes, supongo.

—Hay sobre todo en los vestíbulos y frente al hospital, allí donde los pacientes pueden ir a fumarse un pitillo y charlar. Allí donde bebías tus cafés mientras esperabas que fuera la hora de tu cita… Lo archivan todo, por razones de seguridad y por si surgieran problemas ulteriores. Llegan a guardar sus grabaciones más de cinco años. Cinco años, ¿te imaginas? Es normal, al fin y al cabo, tratándose de chiflados…

Sharko sintió que se deslizaba por una pendiente. Si los que lo interrogaban lo hubieran conectado a los aparatos habrían constatado que, a pesar de su aparente serenidad, su presión se había disparado como una flecha y su cuerpo había comenzado a transpirar de manera anormal. El día y la noche habían sido un calvario. Esta vez no respondió. Manien sintió que lo estaba dominando y prosiguió.

—Como imaginarás, hemos encontrado varias cintas en las que estáis tú y Frédéric Hurault hablando, con un café en la mano. Esa búsqueda me ha llevado los dos últimos días. Horas y horas de visionado, viendo a locos deambulando en pijama…

—¿Y qué?

—¿Y qué? Me preguntaba: un asesino de niños, juzgado irresponsable y al que «sólo» le cayeron nueve años de internamiento en un hospital psiquiátrico, ¿qué podría explicarle al policía que lo detuvo?

—Seguramente cosas del tipo «¿Cómo va tu esquizofrenia?», «¿Aún oyes voces?». La típica conversación cuando se juntan dos locos. ¿Cómo quieres que me acuerde?

Manien hizo girar el CD entre sus dedos. Un rayo de luz danzaba sobre la superficie, como el ojo de un faro siniestro.

—El vídeo de este CD no tiene sonido, pero se os ven claramente los labios, a los dos. Hemos podido reconstruir uno de vuestros diálogos gracias a un especialista en lenguaje labial. Ya sabes, esos que leen en los labios.

Manien se regodeó al ver la expresión súbitamente intrigada de Sharko y se puso en pie, satisfecho.

—Ya ves, comisario. Te vamos a joder. Hemos dado con una grabación.

Silencio. Manien hundió el dedo en la llaga.

—Ese día, Hurault te dijo que había engañado a todo el mundo. A los polis, a los jueces y al jurado. Te confesó que era plenamente consciente de sus actos cuando mató a sus hijas. Y por esa razón, tres años más tarde, le clavaste varias veces un destornillador en el vientre. Hiciste que pagara por lo que había hecho.

Anonadado, Sharko se inclinó para coger el vaso de agua. Sus dedos temblaban y tenía los ojos irritados. Su cuerpo entero se desmoronaba. Bebió lentamente y tragó poco a poco cada sorbo de un agua tan fría como los barrotes de una cárcel. Por supuesto, podría exigir ver el CD, pero ¿no supondría esto entrar en su juego y hundirse aún más? Sus palabras y sus reacciones estaban grabadas, y a partir de aquel momento todo iría en su contra…

Sondeó a Manien, titubeando un buen rato sin saber qué hacer y de repente su mirada se dirigió al calendario, al fondo.

Reprimió las palabras que se disponía a pronunciar.

Retrocedió en su silla y calculó mentalmente.

Y se llevó las manos abiertas a la cara.

—Es un farol. ¡Maldita sea, todo el interrogatorio no es más que un farol!

Manien se quedó un instante desconcertado. Sharko resplandecía de alegría y le llevó un rato recuperarse, antes de preguntar:

—¿De qué fecha me has dicho que es la grabación?

—Del 14 de marzo de 2007… Pero…

Manien se volvió hacia el calendario a sus espaldas, sin comprender al principio qué sucedía. Cuando miró de nuevo a Sharko, el comisario estaba de pie, con ambos puños apoyados sobre la mesa.

—Hace tres años. Si mis cálculos son correctos, fue un… un miércoles. Nunca, jamás, tuve cita en el hospital un miércoles. Siempre eran los lunes o lunes y viernes si tenía dos citas la misma semana. Pero nunca un miércoles. ¿Y sabes por qué? Porque mi mujer y mi hija murieron un miércoles y ese día siempre voy a su tumba. Ir al hospital un miércoles para sacar de mi cabeza a la chiquilla que me recordaba a mi hija era pura y simplemente inconcebible. La enfermedad me lo prohibía, ¿lo entiendes?

Sharko se rio.

—Has querido apabullarme con detalles, dar fechas y lugares, para que creyera que tenías algo, pero tanto detalle te ha traicionado. Has caído en tu propia trampa… No tienes ningún vídeo de Hurault conmigo. Sólo has hecho… suposiciones.

Sharko retrocedió tres pasos. Apenas se tenía en pie.

—Son las tres de la madrugada. Llevo veintiuna horas pudriéndome aquí. El combate ha terminado. Creo que podemos dejarlo aquí, ¿te parece?

Manien miró al techo, contrariado. Cogió el CD y lo tiró a la papelera, y acto seguido detuvo la grabadora digital con un suspiro, antes de empezar a reírse a carcajadas.

—¡Joder…! ¡Serás cabrón!

Se puso en pie y aplastó ruidosamente el calendario con su mano.

—No se puede inculpar a alguien porque aparca el coche en el sótano, ¿verdad, Sharko?

—No, no se puede…

—Hay una última cosa que me gustaría saber. Entre tú y yo, ¿cómo lograste que Hurault fuera al bosque de Vincennes sin dejar ningún rastro? No hay constancia de llamadas telefónicas, ni de encuentros, ningún testigo. Mierda, ¿cómo lo conseguiste?

Sharko se encogió de hombros.

—¿Cómo quieres que haya algún rastro si yo no lo maté?

Cuando ya había salido de la habitación, Manien volvió a dirigirse a él.

—Vete en paz. Me rindo, Sharko. El caso será archivado y se acumulará con otros.

—¿Tengo que darte las gracias?

—No olvides lo que te dije el otro día: nadie está al corriente de esto. El fiscal ha actuado bajo mano, al igual que yo. No quiere que haya ruido.

—¿Y eso qué significa?

—Si cantas lo que ha pasado aquí, toda esta mierda caerá sobre tu cabeza. Y francamente, Sharko, entre tú y yo: hiciste bien matando a ese hijoputa.

Sharko volvió a entrar en la habitación, recuperó su arma en una bolsa de plástico y le tendió la mano a Manien, que hizo lo propio con una sonrisa. Sharko lo agarró, atrajo brutalmente al capitán de policía hacia sí y le pegó un cabezazo en plena nariz.

El crujido estuvo a la altura del golpe: titánico.

52

De vuelta a su apartamento, lo primero que hizo Sharko fue escuchar los mensajes grabados en su móvil. Había seis. Lucie desde el aeropuerto Charles de Gaulle. Lucie, desde Manaos. Lucie, desde São Gabriel. El tono de su voz era cada vez más amilanado, desesperado y lejano. Al sexto mensaje, colgó el contestador y marcó de inmediato el número del hotel desde el que lo había llamado, el King Lodge. Operadoras y una espera interminable. Cinco minutos más tarde, por fin consiguieron hablar los dos. Sharko sentía el corazón en un puño. La voz era tan débil, estaba tan lejos de él.

—He tenido problemas, Lucie. Problemas con Manien. No me han dejado llamarte porque estaba detenido.

—¿Detenido? Pero…

—Manien hace tiempo que quiere joderme, ya te contaré. Discúlpame. Siento mucho haberte dejado en la estacada. Ya ha acabado todo. Cogeré el primer avión, quiero estar contigo. Quiero estar junto a ti, tenemos que ir los dos a buscar la verdad. Te lo suplico, Lucie, dime que me esperarás.

En el vestíbulo del hotel, Lucie estaba sola junto a la cabina de teléfono. Llevaba una tirita en la sien izquierda. En su cabeza todo daba aún vueltas.

—Han intentado matarme, Franck…

—¿Qué?

—Alguien ha entrado en mi habitación y me ha puesto una viuda negra en la cama. Parece que es la araña más peligrosa y más agresiva, hay muchas en esta región. Si hubiera estado durmiendo, no habría podido contarlo.

Sharko agarró con fuerza el móvil. Iba y venía, dándose de cabezazos contra las paredes.

—¡Tienes que ir a la policía! Debes…

—¿A la policía? El tipo era un poli o un militar. No sé nada de esta ciudad, ni de este mundo, y me temo que ir a contarlo sólo empeoraría las cosas. Estamos en medio de la nada. A la gente del hotel le he dicho que me había dejado la ventana abierta, cosa que no hay que hacer nunca. Y que me había dado un ataque de pánico y me había golpeado al ver la araña. Nadie sospecha nada.

Lucie vio que el recepcionista la miraba fijamente. Se volvió de lado y habló en voz baja.

—Ese maldito científico asesino sabe por qué estoy aquí, estoy segura. Pero ¿cómo ha podido averiguarlo? ¿Cómo puede haberme reconocido? Hice circular la foto de Louts en el aeropuerto y tal vez el soplo le haya llegado de allí. No lo sé. En cualquier caso, querían que mi muerte pareciera un accidente. No querían que diera que hablar.

Sharko ya se había dirigido a su ordenador y había introducido los datos para un vuelo con destino a Manaos.

—No hay vuelo hasta dentro de dos días. ¡Mierda!

Hubo un silencio.

—¿Dos días? Es demasiado tiempo, Franck.

—No, no… Escúchame atentamente: te quedarás quietecita en el hotel y en contacto con la gente hasta que llegue yo. Cambia de habitación, evita andar sola, come en el restaurante del hotel y, sobre todo, no vayas a la ciudad.

Lucie sonrió apenada.

—Dos días es demasiado tiempo. Si… si me quedo aquí, estoy lista. El asesino no me dejará, volverá…, volverá a intentarlo. No tengo arma, ni ningún medio de defensa, no sé qué rostro tienen mis adversarios. Escúchame, ya tengo guía. Me marcho a la selva a las cinco de la madrugada. Acercarme a Chimaux es mi mejor protección.

Sharko se llevó las manos a la cabeza.

—Te lo suplico, espérame.

—Franck, yo…

—Te quiero. Siempre te he querido.

Lucie tuvo ganas de llorar.

—Yo también te quiero. Yo… Te llamaré pronto.

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