Dios mío… ¿Qué había pasado por la cabeza de Félix Lambert? ¿Qué demonios interiores habían podido empujarlo a cometer semejantes actos?
Con un suspiro, Sharko se levantó. Sentía que tenía fiebre, que estaba vacío, demolido por una jornada agotadora y una investigación sinuosa en la que no había nada sencillo. Arrastrando los pies, se reunió con Levallois y Bellanger, que discutían airadamente frente a la entrada. La tensión entre los dos compañeros de equipo era perceptible. A medida que pasaba el tiempo, la presión aumentaba sobre aquellos hombres cansados y con los nervios de punta. Había parejas de policías que estallaban y algunos, ya sin más fuerzas, acababan en una barra de bar para tratar de olvidar.
El jefe de grupo acabó con Levallois y llevó al comisario aparte, junto a una gran hortensia azul.
—¿Te encuentras mejor? —le preguntó.
—Cansado, pero mejor. Me he bebido un termo de café azucarado que habían traído los del equipo y eso me ha dado un poco de energía. Para ser sincero, últimamente no he comido mucho.
—Sobre todo es la falta de sueño. Tendrías que descansar.
Sharko señaló con el mentón hacia la zona rodeada de cintas en las que se leía «Policía Nacional». Era el lugar maldito donde unos minutos antes yacía el cadáver de Félix Lambert.
—El descanso vendrá más tarde. ¿Habéis podido avisar a sus allegados?
—Aún no. Sabemos que la hermana mayor de Félix Lambert vive en París.
—¿Y la madre?
—Ni rastro, de momento. Acabamos de llegar y hay mucho que hacer.
Suspiró, visiblemente abatido. Sharko había estado en su lugar, no hacía mucho tiempo. La función de jefe de grupo de la criminal no era más que una fuente de problemas, un cargo en el que llovían collejas de arriba y de abajo.
—¿Qué piensas de todo este follón?
Sharko levantó la vista hacia la ventana con el cristal roto de la planta superior.
—Vi la mirada del hijo antes de que saltara y vi en sus ojos algo que jamás había visto en los ojos de un ser humano: sufrimiento en estado puro. Se arrancaba la piel de las mejillas y se había meado encima, como un animal. Algo lo corroía en su interior hasta volverlo loco y desconectarlo de la realidad. Un trastorno que lo empujaba a cometer actos de una violencia desmesurada, incluido el de matar a los excursionistas y a su propio padre. Ignoro qué es, pero cada vez estoy más convencido de que lo que buscamos está dentro de él, en su organismo. Algo genético. Y Stéphane Terney sabía de qué se trataba.
Estaban rodeados de silencio. Nicolas Bellanger se frotaba el mentón, mirando al vacío.
—En ese caso, ya veremos qué nos dice la autopsia.
—¿Cuándo se la harán?
El jefe no respondió de inmediato. Su mente debía de parecer un campo de batalla tras el combate.
—Hummm… Chénaix empieza a las ocho. Empezará por el padre y seguirá con el hijo. Menuda velada tiene por delante.
El joven policía se aclaró la voz, parecía molesto e incómodo. Sharko notó su inquietud y le preguntó:
—¿Qué sucede?
—Es respecto al libro de Terney,
La llave y el candado
… Evidentemente, las huellas genéticas llamaron nuestra atención sobre Grégory Carnot, el último preso de la lista de Éva Louts. Por eso, Robillard llamó a la cárcel de Vivonne. Y adivina…
Sharko sintió que palidecía. Lo habían descubierto… Mientras permanecía en silencio, Bellanger prosiguió.
—Ha descubierto que no sólo los habías llamado, sino que fuiste allí para interrogar al preso durante tu día de fiesta. Ya conoces a Robillard, ha hurgado un poco y ha descubierto que allí fue también otra persona, el mismo día. Era la madre de las niñas secuestradas por Carnot, se llama —sacó un papel—… Lucie Henebelle… ¿La conoces?
A Sharko se le heló la sangre y, sin embargo, no titubeó.
—No. Fui allí para hablar con un psiquiatra sobre uno de los presos que figuraban en una lista, eso es todo.
—Y no nos dijiste nada. Lo que me jode es que hace mucho que sabes que a Carnot lo encontraron muerto en su celda. ¿Por qué no nos dijiste nada? ¿Por qué no le has contado a nadie esa historia del mundo al revés, de los ataques de violencia o de la intolerancia a la lactosa?
—Eran detalles. No creía que tuvieran relación con nuestro caso. Louts fue a verlo y le hizo las preguntas clásicas, como hizo en los otros centros penitenciarios.
—¿Detalles? ¡Pues son esos detalles los que te han llevado hasta aquí! Has mentido, te lo has guardado todo para ti, como un egoísta, en detrimento de la investigación y de los colegas que trabajan contigo. Lo has convertido en un asunto personal.
—Es mentira. Intento atrapar a un asesino y comprender, como cualquiera de vosotros.
Bellanger meneó la cabeza enérgicamente.
—Ya te has pasado de rosca varias veces, demasiadas veces. Has entrado en una propiedad privada sin informar a los colegas y sin autorización. Son vicios de procedimiento que pueden enviar a la mierda todo nuestro trabajo. Y el colmo es que entras cometiendo una infracción y nos encontramos con dos cadáveres en los morros. Y ahora habrá que justificar todo eso.
—Yo…
—Déjame acabar. Por tu culpa, a Levallois le caerá una buena bronca y probablemente una sanción. Yo me voy a encontrar con tres toneladas de follones. En la Sección de Investigación de Versalles están que muerden, y se van a presentar aquí para tratar de comprender cómo coño hemos llegado hasta aquí. ¿Cómo se te ha ocurrido saltártelos?
Iba y venía, muy nervioso.
—Y para rematarlo, sólo nos faltaba Manien.
Sharko se enfureció. Sólo oír el nombre de aquel rastrero le daba ganas de vomitar.
—¿Qué ha dicho?
—Me ha restregado por la cara tu comportamiento en la escena del crimen de Frédéric Hurault. Tu negligencia, tu pasotismo… Ha repetido varias veces que le hiciste putadas en su escena del crimen porque no os caéis bien.
—Manien es gilipollas. Quiere aprovechar la situación para que me caiga un paquete.
—Ya lo ha hecho.
Miró fijamente a Sharko.
—¿Comprendes que no puedo hacer la vista gorda?
El comisario apretó las mandíbulas y se dirigió a la casa.
—Ya hablaremos luego. Ahora tenemos trabajo.
Sintió una presión en el hombro que lo obligó a darse la vuelta.
—Me parece que no lo entiendes —dijo Bellanger alzando la voz.
Sharko se soltó.
—Sí, lo entiendo perfectamente, pero, por favor, déjame trabajar en el caso unos días más. Tengo el presentimiento de que puedo resolverlo. Déjame asistir a la autopsia e investigar las nuevas pistas de que disponemos. Necesito llegar hasta el final. Luego te prometo que haré lo que quieras.
El joven jefe meneó la cabeza.
—Si fuera entre tú y yo, si hubiera sido necesario, habría podido retrasar las cosas, pero…
—Es cosa de Manien, ¿verdad?
Nicolas Bellanger asintió.
—Ya está al corriente del follón de aquí y de lo de Vivonne y ha puesto sobre aviso a quien hacía falta en el 36, no tengo otra elección.
El comisario apretó los puños mientras observaba a Marc Leblond, la mano derecha de Manien, que hablaba por teléfono a lo lejos y lo miraba.
—Sus espías se han ido de la lengua…
—Supongo. Me veo obligado a tomar las medidas habituales en estos casos para blindarme y proteger al equipo. No quiero que nos jodan a todos por tu culpa, y menos que a nadie a Levallois.
Sharko miró con tristeza al chaval que iba de un lado a otro con los brazos cruzados y cabizbajo. Debía de preocuparse por su futuro, sus ambiciones que podían irse a pique en un abrir y cerrar de ojos.
—Que a él no lo toquen. Es un buen policía.
—Lo sé… Pero no lo tienes todo perdido. Tendrán que decidir sobre tu caso y a buen seguro tendrán en cuenta tu hoja de servicios, los casos que has resuelto. Sabemos lo mucho que has hecho por la policía judicial a lo largo de todos estos años.
Sharko se encogió de hombros con una risa nerviosa.
—Me he pasado estos últimos cinco años entre mi despacho y un hospital psiquiátrico en el que me trataban por una mierda de esquizofrenia. Cada lunes, cada viernes, cada semana, tenía que estar ante un psiquiatra que trataba de comprender qué era lo que no funcionaba en mi cabeza. Si hoy estoy aquí es gracias al apoyo de un hombre excelente que ya no forma parte de los efectivos. Nadie me apoyará. Estoy jodido para siempre.
Bellanger le tendió la mano abierta. Con un suspiro, el comisario sacó su identificación de policía y su arma de servicio y se las puso en la palma de la mano. Ese gesto le destrozó el corazón. Miró a su jefe sin poder ocultar su tristeza.
—Este oficio era lo único que me quedaba. Podrás decir que hoy has enterrado a un hombre.
Y tras estas palabras se alejó por el jardín sin volver la vista atrás.
Sharko creyó que estaba soñando.
Ella estaba allí, allí mismo, en su cocina.
Lucie Henebelle.
El policía permaneció un instante petrificado en el umbral de la puerta de entrada. El sofá, la mesa del salón, el televisor y los muebles auxiliares habían cambiado de lugar. Una gran planta señoreaba sobre un velador, en un rincón, y reinaba un agradable olor a limón. Sharko avanzó despacio hacia la cocina, estupefacto. Lucie le sonrió brevemente.
—¿Te gusta? He pensado que te convenía un cambio. Y, además, necesitaba entretenerme mientras te esperaba. Los nervios, ya sabes… He comprado la planta aquí al lado. Sé que te gustan verdes y de tamaño mediano.
En lugar de andar parecía que flotara y estaba poniendo la mesa. Sacó los platos y cubiertos de los armarios como si siempre hubiera vivido entre aquellas paredes.
—Y también he pensado que tendrías hambre al volver a casa.
Abrió el frigorífico y sacó una vistosa bandeja de comida y dos cervezas.
—No sabía a qué hora volverías exactamente, así que he encargado comida japonesa. Será algo distinto a la pasta que se amontona en tus armarios. Parece el almacén del Ejército de Salvación. Venga, vamos a comer ahora mismo y nos pondremos a trabajar.
Sharko la miró con una ternura que le era imposible disimular. Le hubiera gustado utilizar un tono más firme, pero no tuvo fuerzas.
—¿Ponernos a trabajar? Pero… Lucie… ¿Qué haces aquí? Creía que habías vuelto a tu casa…
Se dirigió hacia la ventana y echó un vistazo a la calle. Lucie percibió la inquietud en su mirada.
—Te he mentido —dijo—, no quería que me impidieras hacer lo que tenía que hacer. Vamos, siéntate.
El policía se quedó allí plantado, de espaldas a la ventana, con los brazos colgando y la cabeza llena de ideas contradictorias. Finalmente, se quitó la americana y su pistolera vacía, que colgó del perchero. A Lucie no se le escapó aquel detalle.
—¿Y tu arma?
La miró fijamente, con los labios apretados.
—¿Te han… retirado del caso?
Comprendió de inmediato y lo abrazó.
—Mierda, no es posible… Es culpa mía.
Con un suspiro, Sharko le acarició la espalda. Se sentía muy bien, abrazado a ella, y hubiera deseado que pudieran relacionarse de otra forma que no fuera a través de las tinieblas.
—No es culpa tuya. He hecho muchas gilipolleces, últimamente.
—Sí, pero saben lo de Vivonne, ¿verdad?
Sharko cerró los ojos.
—No saben nada del viaje de Louts a Montmaison, ni del robo del cromañón perpetrado por Terney.
—En ese caso, ¿qué te preocupa?
Sharko se apartó un poco y se frotó las sienes.
—Mi antiguo jefe, Bertrand Manien, va a por mí desde que empezó el caso y hace cuanto puede para joderme. Nuestro encuentro en Vivonne ha debido sorprenderlo, pero es un mal bicho y no cejará en su empeño hasta averiguar lo nuestro de hace un año. Descubrirá que los antecedentes del asesino de Carnot me concernían directamente y descubrirá nuestra historia y la de tus gemelas.
El corazón de Lucie latía aceleradamente, por diversos motivos.
—Comprendo tu embarazo. Es una cuestión personal y no quieres que se sepa allí. Pero, a fin de cuentas, ¿tan importante es si lo averiguan?
El policía cogió una silla, se hundió en ella y abrió su cerveza. Su americana y su camisa estaban hechas un guiñapo tras aquella larga jornada.
—Hemos… Hoy han encontrado dos cadáveres más.
Lucie abrió unos ojos como platos.
—¿Dos cadáveres? Explícame qué ha sucedido.
El comisario resopló para liberarse del estrés de aquellas últimas horas, mientras Lucie desempaquetaba los sushis y los botecitos de salsa.
—Han sucedido tantas cosas… Para resumirlo, todo tiene que ver con el libro de Terney,
La llave y el candado
. Sus páginas ocultan siete huellas genéticas. Fue Daniel, el joven autista presente en la escena del crimen, quien nos puso sobre la pista. Dos de esas huellas figuran en el FNAEG. La primera es la del asesino de… de Clara.
Esperaba que en los ojos de Lucie brillara la sorpresa, pero seguía serena, bebiendo a su vez un trago de cerveza.
—¿Y la segunda?
Sharko le explicó el proceso que lo había llevado hasta Félix Lambert. La conversación con el gendarme Claude Lignac, la ronda de los parvularios, aquella historia de la intolerancia a la lactosa… Lucie vio que le hablaba con franqueza, sin alzar ninguna barrera, sin retener información. Tenía la impresión de que cuanto más se hundían en las tinieblas más recuperaba al hombre que había conocido un año atrás. Sólo se había resquebrajado su caparazón, pero en el fondo era aún el mismo. Le habló de aquella horrible impresión, del sufrimiento que había visto en los ojos del joven Lambert, de aquella horrible sensación de que una enfermedad lo devoraba por dentro. La misma sensación que había tenido el psiquiatra de Grégory Carnot antes de que éste se suicidara en su celda. Aunque no había visto dibujos al revés en casa de Lambert, Sharko estaba seguro de que ambos sufrían la misma enfermedad incomprensible.
Tras escucharlo atentamente, Lucie fue en busca del sobre marrón que contenía las fotos de la escena del crimen de Stéphane Terney, una cinta de vídeo y un DVD. Sacó la foto en la que se veían los cuadros del fénix, la placenta y la momia de cromañón colgados en la biblioteca del médico asesinado y se la tendió a Sharko.
—Ahora yo. También he avanzado por mi cuenta.
El comisario se llevó un sushi a la boca con los palillos y pareció recobrar algo que parecía una sonrisa. Era la primera vez que Lucie lo veía estirar las comisuras de los labios.