—¿Qué sucede?
Sharko atisbaba por la ventana. Sus ojos entornados miraban las baldosas del interior de la casa.
Aceleración del ritmo cardiaco.
—¡Mierda! ¡No es posible…!
Dentro de la casa, un reguero de sangre partía de una silla y se alejaba hacia otra habitación. Habían arrastrado un cuerpo malherido, sin duda por los pies, en vista del rastro. Súbitamente presa de un sudor frío, Sharko se precipitó a la ventana vecina.
El comedor. El horror. Un cadáver yacía en el suelo, con la mirada hacia el techo. Tenía el rostro negro, cubierto de sangre seca, al igual que su ropa medio despedazada, probablemente por un arma blanca. El hombre, calvo, con sólo algunos cabellos canosos, debía de tener unos cincuenta años.
El padre.
Los dos policías se arrimaron al muro, sin aliento. Habían cambiado las tornas. Levallois estaba blanco como un papel.
—Tenemos que irnos. Hay que pedir refuerzos.
Su voz estaba entrecortada por su jadeo angustiado. Sharko se acercó a su oído.
—Tardarán un siglo en llegar. Ahí dentro se oculta un asesino y tal vez haya otras personas en peligro. Vamos a entrar. ¿Te sientes capaz de intervenir?
Levallois se pegó contra la hiedra, con la cabeza apoyada en el muro. Miraba al cielo, con los ojos como platos, y asintió sin abrir los labios. En silencio, Sharko se dirigió a la puerta. Accionó el picaporte con el codo, pero la puerta estaba cerrada con llave y, sin pensarlo dos veces, se quitó la americana y se la enroscó en torno a la mano.
—Apártate. ¡Al ataque! ¡Tú cubre la izquierda y yo la derecha!
Se situó ante la ventana y golpeó con fuerza contra el cristal con la culata. Se oyó un estruendo espantoso y, tan rápido como pudo, apartó los cristales rotos de su brazo protegido y tiró del pomo interior. Menos de diez segundos después, dos sombras armadas entraban en el comedor. El sonido emitido por el televisor hacía vibrar las paredes: probablemente una cadena musical. La casa parecía no respirar. Las habitaciones, muy grandes y sin vida, provocaban vértigo. Levallois, muy tenso, desapareció ágilmente en la habitación vecina. Volvió unos segundos después negando con la cabeza.
De repente, los dos compañeros se quedaron inmóviles, sin ni siquiera respirar. Oyeron ruido de pasos, justo sobre sus cabezas. Un movimiento pesado, regular como un péndulo, que no duró más de cinco segundos. Atravesaron el vestíbulo con cautela y se dirigieron a las escaleras, Sharko delante y Levallois detrás. De repente, sus pies se sumergieron en el agua que descendía lentamente del piso superior. A lo largo de las paredes oblicuas, sobre el empapelado, se sucedían huellas de manos ensangrentadas. Parecía el túnel del tren del terror de una feria.
—Manos izquierdas… ¡Mierda! ¿Qué ha pasado aquí?
Lo más silenciosamente posible, el comisario subió los peldaños apuntando con su arma a la pared, frente a él. Su corazón propulsaba la sangre hasta las sienes. Con los músculos a flor de piel casi podía sentir cada latido en cada vena y oír cómo su cuerpo se preparaba para el peligro. Una asquerosa mezcla de olores lo asaltó: mierda, orines y hemoglobina. Había trozos del empapelado arrancados y la madera de los peldaños estaba cubierta de líquido. Tenía la sensación de estar abriéndose paso a través de una pesadilla.
Al llegar a la planta superior, los policías giraron a la derecha y pasaron frente al baño.
El grifo del lavabo estaba abierto al máximo y el agua desbordaba por todas partes. En la bañera flotaba ropa sucia.
Siguieron avanzando. Todas las puertas estaban abiertas de par en par, excepto la del fondo, cuyo picaporte estaba manchado de sangre. Las manos ensangrentadas conducían hacia allí, no cabía la menor duda. El monstruo se había refugiado en su cubil.
Aguardaba.
Jadeando, Sharko tomó posiciones justo al lado de aquella puerta, ligeramente agachado. Conteniendo la respiración, trató de bajar el picaporte con la culata del arma, pero la puerta estaba cerrada con cerrojo.
El policía se llevó la pistola a la mejilla y expiró. Sentía el aliento caliente de Levallois en la nuca.
—¡Policía! ¿Quiere que hablemos?
Silencio. Los policías oyeron entonces una especie de maullidos, como llantos. Fueron incapaces de distinguir si se trataba de un hombre o de una mujer. ¿Una víctima que Lambert retenía viva?
Se miraron con el espanto reflejado en los ojos. Sharko trató de nuevo de ir a las buenas.
—Podemos ayudarlo. No tiene más que abrir la puerta y entregarse … ¿Hay alguien con usted?
No hubo respuesta ni reacción.
Sharko aguardó de nuevo, alerta. El condenado probablemente estaría armado, pero sin duda con un arma blanca, de lo contrario habría disparado. Ahora reinaba un silencio absoluto. El policía ya no podía esperar más y se decidió a pasar a la acción.
—Quédate aquí… No querría dejar viuda a una mujer embarazada.
—¡Anda y que te jodan! Voy a entrar contigo.
Sharko asintió. Sin hacer ruido, ambos policías se situaron ante la puerta. Levallois apuntó el cañón hacia la cerradura y disparó. Al instante, el comisario dio una patada a la puerta y se precipitó en la habitación, apuntando al frente con la Sig Sauer.
Inmediatamente encañonó al coloso que se hallaba en un rincón, de pie, inclinado, con los puños apretados contra el pecho. Estaba solo. Sus ojos eran de un amarillo intenso, febril, y tenía ojeras violáceas.
Se había arrancado la piel de las mejillas y miraba a Sharko a los ojos. Sólidamente plantado sobre sus piernas abiertas, el comisario no se dejó intimidar. Levallois también lo encañonó.
—¡Ni se te ocurra moverte!
Félix Lambert estaba desarmado. Cerró los ojos y se mordió los dedos hasta hacerse sangre, a la vez que su rostro se retorcía de dolor. Tenía las encías en carne viva y los labios secos como un pergamino. La locura ardía en su rostro. Era algo maléfico, irreal. Temblando, abrió súbitamente los ojos y se precipitó corriendo hacia la ventana. Sharko apenas tuvo tiempo de gritar cuando el asesino atravesaba ya el cristal, con la cabeza por delante.
Se estrelló diez metros más abajo, sin el menor grito.
Gaëlle Lecoupet le dio al «Stop» y expulsó la cinta con un gesto ligeramente tembloroso.
—Hacía años que no había vuelto a verla. Sigue siendo monstruosa…
A Lucie le llevó un rato volver a la realidad. ¿Había visto lo que creía haber visto? El contenido de la película la horrorizaba tanto como su factura de documental: la veracidad de las imágenes, la rudeza de los sonidos, que no dejaban evidentemente ninguna posibilidad de trucaje ni de puesta en escena. Aquello había ocurrido, en algún lugar del mundo, cuarenta años atrás. Algo violento había atacado a aquellos indígenas, en plena selva, y un individuo que estaba al corriente de la masacre había ido a inmortalizar el instante con su cámara. Un monstruo que había tenido el sadismo de filmar a los supervivientes sin hacer el menor gesto para salvarlos.
Los tipos del hipódromo… Los autores de Fénix n.º 1…
Tal vez el asesino o los asesinos tras los que andaba Lucie.
Suspiró profundamente. Desde el principio, aquel caso sólo conducía a tinieblas y misterios, la obligaba a encararse con su propio pasado y a sacar fuerzas de flaqueza para continuar. Ya se había enfrentado a monstruosidades en los últimos tiempos, pero le pareció que aquello era el horror máximo, que esos pocos minutos vomitaban toda la violencia del mundo.
Aquello no acabaría nunca.
Tras serenarse, Lucie se volvió hacia su interlocutora.
—Esa aldea fue aniquilada. Parece, no sé… un virus en plena selva.
—Sin duda. Un virus, como dice usted, o cualquier infección.
Lucie en aquel momento sólo tenía un deseo: comprender, obtener respuestas.
—¿Qué sabe acerca de ese documental?
Gaëlle Lecoupet se mordió los labios y eludió la respuesta saliendo por la tangente.
—Ya puede imaginar lo que ocurrió cuando regresó Stéphane, el día en que entré en su despacho. Descubrió que había registrado su armario y le pedí explicaciones sobre esa película repugnante y sobre aquellos hombres misteriosos con los que se citaba en secreto desde hacía varios meses. Aquel día nuestra relación se hizo pedazos. Stéphane desapareció varios días, con sus secretos, sus documentos y sus cintas de vídeo, sin dar ninguna explicación, sin decir palabra. Cuando volvió de no sé dónde fue para anunciarme que se marchaba a Reims y que me pedía el divorcio.
Suspiró largamente, muy perturbada. Incluso un cuarto de siglo después los recuerdos de aquel penoso momento seguían vivos.
—Fue tan simple y tan violento como se lo cuento. Sacrificó nuestra relación por… algo que lo obnubilaba. Jamás he sabido por qué se exilió tan bruscamente en esa maternidad de Reims. Supuse, como le he dicho, que quería dejarlo todo y volver a sus raíces. Y, tal vez, alejarse de toda esa porquería, de esos tipos extraños capaces de filmar abominaciones. Ahora ya todo cuanto me queda de él es esta vieja cinta de vídeo.
Lucie repitió su pregunta.
—Y… ¿pudo averiguar algo sobre estas imágenes? ¿Intentó comprender de qué se trataba?
—Sí, al principio. Entregué esta cinta a un antropólogo que jamás había visto nada semejante. Dado el estado de los cuerpos y la poca información de la que disponía, no fue capaz de reconocer de qué tribu se trataba. Sólo los monos le dieron una indicación fiable.
Rebobinó y detuvo la imagen en un primer plano de uno de los primates.
—Son capuchinos de cara blanca, que sólo se encuentran en la selva amazónica, en la frontera entre Venezuela y Brasil.
Lucie tuvo repentinamente la sensación de que se abría una grieta bajo sus pies y que, de golpe, la evidencia le estallaba ante los ojos. La Amazonia… El destino de Éva Louts tras viajar a México. Adonde se disponía a partir de nuevo. ¿Quedaba aún alguna duda? Lucie estaba segura de que la estudiante dejó Manaos para adentrarse en la selva, que había ido en busca de aquella aldea, de aquella tribu. Aquello explicaba el reintegro de dinero y el viaje de una semana: una expedición…
Gaëlle Lecoupet prosiguió.
—Luego dejé de investigar. Era demasiado doloroso. El episodio de nuestra violenta ruptura y de nuestro divorcio fue muy difícil y quería dejar todo eso atrás y reconstruir mi vida. Lo primero que hice, a continuación, fue guardar esa horrible cinta en el fondo de un baúl. Experimenté una especie de negación profunda de lo que había visto, no quería creer que fuera verdad. En el fondo de mí misma, me negaba a llegar al meollo de la cuestión y a comprender.
Meneó la cabeza, con los ojos bajos. Aquella mujer que disponía de todo para ser feliz aún sangraba en su interior, bajo su elegante barniz.
—No sé por qué nunca me he deshecho de ese vídeo. Sin duda me dije que un día trataría de descubrir la verdad. Pero no lo he hecho nunca. ¿Para qué? Todo eso ya forma parte del pasado. Hoy estoy bien con Léon, y eso es lo más importante.
Dejó la cinta de vídeo en las manos de Lucie.
—Usted ya ha llegado hasta aquí y descubrirá la verdad, llegará hasta el origen. Quédese con esta maldita cinta y haga con ella lo que quiera, pero llévesela de esta casa. No quiero volver a verla ni oír hablar de ella.
Lucie asintió sin perder sus reflejos de policía.
—Antes de marcharme, ¿podría copiármela en un DVD con su aparato?
—Sí, por supuesto.
Finalmente, las dos mujeres se despidieron. Antes de subir al coche, la ex policía saludó cortésmente con la cabeza a Léon, colocó la cinta y el DVD en el asiento del pasajero y arrancó, con el cerebro hirviendo.
Los viajes, la cinta, los individuos del hipódromo… ¿En qué proyecto secreto y misterioso se ocupaba Terney? ¿Qué les había sucedido realmente a los indígenas? ¿Qué horrores ocultaba el nombre de «Fénix»? ¿Cómo había logrado Éva Louts llegar hasta la tribu? ¿A quién buscaba? ¿A los autores de aquella carnicería? ¿A aquellos seres de pura violencia a los que habían filmado y tal vez provocado la muerte?
A pocos kilómetros de la autopista A1, Lucie pensó en qué dirección tomar. ¿Lille o París? ¿A la izquierda o a la derecha? ¿Su familia o el caso? ¿Volver a ver a Sharko u olvidarlo para siempre? Lucie sentía que, ante el policía, podría vacilar en cualquier momento: nunca hubiera imaginado que pudiera ser capaz de sentir de nuevo algo por un hombre. Tras la tragedia, su cuerpo y su mente se habían convertido en raíces muertas. Ahora, sin embargo, todos los sentimientos que creía desaparecidos para siempre afloraban lentamente a la superficie.
París a la derecha, Lille a la izquierda… Los dos extremos de un profundo desgarro.
En el último momento, se decidió y giró a la derecha.
De nuevo se vería obligada a remontarse en el tiempo y a adentrarse más en las tinieblas. Una de sus hijas había sido asesinada bajo el sol de Sablesd’Olonne, hacía ya más de un año, sin que hubiera alcanzado a comprender realmente el motivo.
Y hoy sabía que era en las profundidades terribles de una selva, a miles de kilómetros de su casa, donde tal vez le aguardaban las respuestas.
El sol había comenzado a ponerse a través del ramaje de los árboles cuando los vehículos de la policía invadieron la finca aislada de los Lambert. Furgoneta de la policía científica, fotógrafo de la escena del crimen, coches de servicio de los policías de la Judicial. Aquella tarde de jueves, con una temperatura aún estival, los hombres estaban muy nerviosos: la semana ya había empezado con horrores y la situación no parecía que fuera a mejorar, con aquellos nuevos cadáveres ante ellos y una casa que hacía pensar en las escenas más tétricas de
Terror en Amityville
.
Sharko estaba sentado apoyado contra un árbol, delante del edificio, y se sostenía la cabeza entre las manos. Las sombras caían sobre su rostro y se abatían sobre él como si quisieran devorarlo. En silencio, observaba el hormigueo de los diversos equipos, aquella especie de ballet morboso común a todos los escenarios de un crimen. Fuera cual fuese el lugar o la situación, la muerte podía cambiar de ropas pero no de rostro.
Tras el minucioso trabajo de la policía científica, el cadáver de Félix Lambert fue cubierto con una sábana y, más tarde, fue llevado junto al de su padre al Instituto de Medicina Legal. Según las primeras pistas recogidas tras la relajación de la rigidez cadavérica, la muerte de Bernard Lambert había tenido lugar hacía cuarenta y ocho horas, por lo menos. Dos días que el padre había pasado tendido sobre las baldosas del comedor, bañado en su propia sangre, con la tele a todo volumen y el agua que desbordaba del lavabo del baño del piso superior.