—¡Ánimo! ¡Y hasta luego!
Tenían que gritar para poder oírse. Las palas rugían, el aire silbaba en las orejas. Lucie mostró el pulgar y comenzó el descenso. Lentamente, el pequeño cuerpo femenino, insignificante ante tamaña desmesura, se precipitó al vacío. Víctima del vértigo, Lucie se sentía ebria, invadida por un vago sentimiento de libertad. La altitud pesaba en sus músculos, su respiración y sus órganos, y el aire seco le quemaba los pulmones, pero tenía la impresión de hallarse en un estado de increíble bienestar. Aislada así del mundo, sus quebraderos de cabeza y sus demonios le parecían muy lejanos.
El contacto con el hielo fue rudo —una fuerte presión en las rodillas y los tobillos—, comparable a un salto en paracaídas.
Unas manos la asieron y la toquetearon y al cabo de un segundo el mosquetón remontó ante sus ojos y el helicóptero alzó instantáneamente el vuelo. El ruido de las palas se perdió en la nada.
—Dicen que me buscaba…
Un rostro bronceado la miraba fijamente. Un rostro adusto, moreno, con labios blancos por la crema, y los ojos ocultos tras unos cristales redondos y opacos. Lucie quiso quitarse sus protecciones solares pero, en una fracción de segundo, sintió que las retinas le ardían y cerró los ojos.
—No se quite las gafas. ¿Nunca ha estado en la nieve? El reflejo solar, ¿le suena?
—En mi tierra, la nieve tiene el color del carbón.
Sus pupilas tardaron en habituarse de nuevo. Los colores y las formas reaparecieron progresivamente.
—¿Esta vez sí hablo con Marc Castel?
—En persona.
Lucie se volvió, y los cristales de nieve crujieron bajo sus pies. El glaciar respiraba, palpitaba, como una arteria viva.
—Me habría gustado conocerlo en circunstancias menos peligrosas. En el Norte, el terreno es algo más liso que aquí.
—¿El Norte? Por radio me han anunciado que era usted de París. Amélie Courtois, de París.
Lucie improvisó.
—Trabajo en París, pero vivo en el Norte. He venido para hablarle de…
Ella mordió un guante, se lo sacó tirando con los dientes y rebuscó en su bolsillo.
—Éva Louts —completó Castel.
Lucie no se tomó la molestia de sacar la foto y volvió a ponerse la protección de neopreno.
—¿Qué crimen ha cometido para que suba usted hasta aquí? —preguntó Castel.
—Ha muerto. Asesinada.
El guía acusó el golpe. Sus cejas rubias se alzaron ligeramente. Tras un largo instante de inmovilidad, sacó una botella de agua y bebió a grandes tragos. Tras él, unos hombres habían comenzado a desplegar el rollo y a cortar el film grueso con unas grandes cizallas.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Respecto al cómo, digamos que en unas circunstancias particularmente horribles de las que prefiero ahorrarle los detalles. En cuanto al porqué, ése es el objeto de mi visita. Hábleme de ella.
El guía comenzó a caminar hacia arriba.
Era alto y fuerte. Curiosamente, a Lucie se le hacía difícil imaginar que fuera homosexual. A menos que el otro, Jordan, no fuera simplemente un «amigo».
—Venga conmigo. Aquí no hay grietas. Clávese bien en el hielo con los crampones. No lo parece, pero hay numerosos efectos ópticos y esto es muy empinado.
Lucie obedeció. Sus botas parecían pesar toneladas. Respiraba profundamente, con dificultad. Marc Castel, en cambio, hablaba con irritante facilidad. Un tipo tallado en la roca, criado a base de oxígeno puro.
—Era una chavala estupenda. Menuda, nerviosa, solitaria y muy guapa. Llegó a mi chalet aconsejada por Mario.
—El recepcionista de Las Diez Marmotas…
—Exactamente. Llevaba todo lo necesario para ir de excursión: botas, un saco de dormir de lo más moderno e incluso una cámara de fotos colgada al cuello. Una Canon EOS 500, una buena máquina. Me dijo que era investigadora y que se ocupaba del hombre de Neandertal.
—¿Una investigación sobre el neandertal? ¿Eso… eso es lo que le dijo?
Él caminaba a grandes zancadas, seguro de sí mismo. A Lucie le costaba seguirlo, se ahogaba. A más de tres mil metros, el aire comenzaba a escasear y transformaba cada esfuerzo en un levantamiento de pesas.
—Exactamente. Trataba de comprender por qué esta raza de hombres se extinguió hace treinta mil años y por qué el
Homo sapiens
, en cambio, había seguido viviendo y había evolucionado. Parecía experta en la materia.
Tal vez Lucie no lo hubiera comprendido todo, pero ¿Sharko no le había hablado de una investigación sobre la lateralidad? ¿De diestros y zurdos? ¿Qué pintaban entonces los neandertales? Castel señaló con el mentón hacia el interminable camino en zigzag que se extendía ante ellos.
—El único objeto de su visita era que la llevara allá arriba, junto al puerto del Soufre, en la zona de acumulación del glaciar. Allí, en ese lugar, hay una gruta que fue descubierta hace seis meses. Una cavidad que salió a la luz por el drástico deshielo a causa del…
—Cambio… climático… Lo sé…
Tras sus gafas de sol, la miró con una sonrisa que mostró sus dientes resplandecientes. Sólo faltaba el pequeño destello que se ve en los anuncios de dentífrico.
—Nuestra ascensión fue rápida. Estaba en muy buena forma física, la chavala, y trepaba como una gacela.
—Diga que… que no es ése mi caso.
—Siento que tiene fuerzas, dentro de usted. Tenemos para una hora de ascensión, con un paso difícil por una escalera que cruza por encima de una grieta grande. ¿Se ve con ánimos?
Lucie se detuvo y recobró el aliento. Sentía cómo el aire seco le helaba la nariz. Era como si hubiera subido todas las escaleras de la torre Eiffel sin detenerse. ¿Estaba en tan baja forma?
—Sí… Sí, le atraparé… Pero… no camine… muy deprisa. ¿Qué… hay… en la gruta?
—No malgaste el aire. Ya hablaremos allá arriba. Y, sobre todo, no me pierda de vista. ¿Practica algún deporte? ¿Anda o corre?
—Lo había… hecho, y tengo que ponerme… pronto… en ello.
—De acuerdo. No es fácil.
Una vez que Marc Castel hubo informado a sus colegas y cogió algo de material, se encordó con Lucie y le dio las instrucciones básicas para atacar el glaciar. Se lo explicaba con una seguridad mezclada con firmeza. Aquél era su territorio, su oxígeno y sus rocas.
Iniciaron la ascensión. Piolet en mano, con mosquetones y cuerdas alrededor de su cintura, Lucie estiró los muslos y puso en tensión sus músculos adormecidos. El hielo crujía y crepitaba. El sol brillaba y unos azules translúcidos espejeaban bajo las suelas. Tras pasar junto a la zona ya cubierta, las paredes de gneis se elevaron y las dimensiones alrededor de ella se volvieron mayores, hasta la desmesura. Todo era tan grandioso que ante ello un ser humano se veía obligado a recobrar su humildad: entre aquellos gigantes, cualquier forma de vida parecía completamente insignificante.
En aquel ardiente esfuerzo, Lucie no tardó en perder la noción del tiempo. Sus pensamientos se dispersaban y su organismo se volcaba en una única tarea: llevar su cuerpo hasta allá arriba, entre los montículos de hielo, de seracs y de rocas. Incapaz de emitir ni una sola palabra para quejarse, superó rocas escarpadas, repechos y escalerillas suspendidas sobre profundas grietas. Descargas de adrenalina… Ácido en los muslos… La tráquea ardiendo…
El camino se convirtió en un calvario y Lucie pensó entonces en Juliette, su hijita a la que aquella mañana temprano había dejado un mensaje en el teléfono para desearle que tuviera un buen día. Imaginó lo que haría Juliette aquel miércoles. Seguramente, su abuela la llevaría al zoo de Lille y a la feria. Juliette adoraba los autos de choque. Aquellos pensamientos le dieron energías y el esfuerzo se hizo algo menos penoso.
Por fin apareció una especie de grieta natural, a ras del hielo. Una media luna horizontal que se hundía en la montaña. Mientras Lucie bebía agua de su botella, Marc sacó dos linternas de su mochila.
—Es aquí.
Lucie recuperaba el aliento, con las manos en las rodillas. Desde aquel lugar tenía la impresión de dominar el mundo y su verticalidad.
—¿Cómo… podía estar Éva… al corriente de la existencia… de esta gruta?
—Cuando la descubrieron, se publicaron algunos artículos en revistas científicas.
El guía se situó al borde de la cavidad. Lenguas de hielo se extendían en su interior y desaparecían en la oscuridad. Marc señaló una marca oscura en la roca, sobre la gruta aún obstruida por el glaciar en su parte inferior.
—Mire, esta línea es el antiguo nivel del glaciar. Los glaciólogos han estimado que data de hace menos de medio siglo. Hace cincuenta años, la gruta en la que vamos a entrar estaba cubierta de hielo y por lo tanto era inaccesible.
—Es prodigioso.
—Diría más bien que es catastrófico. Los glaciares son los termómetros de nuestro planeta, y nuestro planeta tiene fiebre.
Marc soltó la cuerda que los unía y la enrolló en su mochila. Lucie miró con prudencia hacia las cimas. Frente a ella había acanaladuras interminables, nubes al alcance de la mano y el azul del cielo en pugna con el blanco cegador de los relieves. El joven llamó su atención.
—Sé que esto es diferente de París o del Norte, pero tenemos que entrar.
—Un bloque de viviendas de protección oficial también tiene su encanto.
Marc la atrajo hacia sí, hasta el borde de una boca oscura.
—Con un salto de apenas un metro estaremos en el nivel del glaciar. Luego tendremos que dar algunos pasos sobre el hielo y finalmente llegaremos a un suelo liso, de roca. La aviso, ahí dentro hace muchísimo frío. Y aún era peor cuando estaba todo tapado y no entraba ni un rayo de sol. Para que se haga una idea, en esta gruta no había entrado la luz del sol desde hace treinta mil años.
—¿Treinta mil años? ¡Genial!
—Pronto el acceso estará regulado, o incluso prohibido, así que aprovechemos la ocasión mientras los políticos locales se pelean para saber quién de ellos se quedará con esto.
Avanzó el primero. Sentado sobre un escalón de hielo, se dejó deslizar hacia la boca poco tranquilizadora. Roce de la tela, de la ropa. Desde abajo, tendió la mano hacia arriba, a la joven.
—Vamos, sígame.
A su vez, Lucie saltó dentro de la máquina del tiempo. Detrás de ella, los estratos azulados, acumulados y comprimidos a lo largo de siglos, se encabalgaban unos sobre otros como las capas de un hojaldre. De inmediato sintió el frío en la cara, el cuello y en cualquier lugar donde la carne no estuviera protegida. El aliento que su boca y su cuerpo exhalaban dibujó volutas en un haz de luz cruda. Marc se había quitado las gafas. Tenía los ojos de un azul puro, aún más claros que los de Lucie. En la intimidad de aquel lugar fuera del tiempo, sus miradas se cruzaron por primera vez.
—Siempre he imaginado a las mujeres policía más… feas y corpulentas.
—Y yo siempre había imaginado a los guías con ojos azules. No es usted la excepción que confirme la regla.
—Usted sí, afortunadamente. ¿Cómo puede hacerse policía una mujer tan atractiva?
—Para tener la ocasión de disponer de un guía gratis e ir a sitios adonde nadie podría ir.
Él le sonrió con franqueza.
—Bueno, volvamos a nuestros asuntos. Estamos en un santuario aparecido antes incluso del nacimiento del glaciar. Un lugar en el que el hombre moderno nunca había puesto los pies.
A pesar de las varias capas de ropa, Lucie no podía evitar temblar. La piel de su cara le parecía dura como una roca.
—Y, sin embargo, aquí estamos —dijo ella—. Ya nada escapa a la conquista del hombre en nuestro mundo.
Marc asintió y orientó el haz de luz hacia la boca oscura.
—La cavidad es bastante grande, por lo menos de unos treinta metros de profundidad. Es por allí, al fondo, donde unos alpinistas italianos hallaron a los hombres de los hielos.
Lucie frunció el ceño. ¿Lo había oído bien?
—¿Hombres de los hielos? ¿Cuántos?
—Cuatro. Increíblemente momificados y preservados por las temperaturas glaciales. Por lo que me explicaron, era como si los hubieran guardado en un congelador durante treinta mil años.
—¿Sólo?
—No es nada a escala de la Evolución.
—Sin embargo…
Bebió a gollete de su botella. Lucie lo miró en secreto. Aquel tipo, aislado en sus montañas, estaba más que bueno. Tras enjugarse la boca, prosiguió sus explicaciones.
—Con el aire seco, sus cuerpos habían perdido toda el agua y sus ojos habían desaparecido, pero los músculos apenas se habían encogido, aunque se hubieran vuelto negros y secos. La ausencia casi total de oxígeno evitó la degradación. Aún tenían cabello, restos de las pieles y herramientas a su alcance. Digamos que se habían secado… como uvas pasas.
—Si mis recuerdos de historia no me fallan, ¿se trataría de hombres de Cro-Magnon?
El hielo y la nieve en polvo comprimida formaban una fina capa sobre el suelo de la gruta. Destellos de oro atravesaban los haces luminosos y ofrecían un espectáculo irreal. Marc comenzó a avanzar lentamente y Lucie lo imitó. Las paredes se encogieron y tuvieron que agacharse. Avanzaban bajo la montaña, por una garganta siniestra, inquietante.
—Es algo más complejo. No soy experto y no estaba presente cuando lo descubrieron, pero los paleoantropólogos que vinieron aquí identificaron con una certeza casi total a un hombre de Cro-Magnon y a una familia de neandertales, compuesta por un macho, una hembra y un niño. No puedo decirle mucho más, por desgracia. Los investigadores actuaron rápidamente, con la mayor discreción y con cuidado extremo para no estropear las momias. Todo lo que sé es que esas momias, los restos de su ropa y los utensilios recogidos aquí fueron embalados impecablemente y transportados en helicóptero, en las condiciones de higiene y de temperatura más estrictas. Luego fueron trasladados al laboratorio de paleogenética de la Escuela Normal Superior de Lyon para ser analizados.
—Lyon no queda cerca. ¿Por qué no a Chambéry o a Grenoble?
—Creo que son los únicos en Francia que pueden gestionar una situación semejante y disponen del material más avanzado para llevar a cabo los estudios. Los investigadores fotografiaron el descubrimiento y si va allí, podrá consultar las fotos.
Sus palabras resonaban de una manera extraña contra las paredes. Lucie tenía la sensación de deambular en una exigua cripta, de violar un secreto ancestral, escondido bajo el hielo, en el corazón de la montaña. Unos rayos amarillentos rebotaron en las paredes arrugadas. El suelo se volvió duro y los crampones de acero mordían la roca con unos repiqueteos siniestros. Lucie no se sentía segura. ¿En qué infierno había puesto los pies? Trató de calentar el ambiente hablando un poco.