—Me habló de ello, en efecto. Por lo que parece, ésa fue la razón que la trajo hasta nuestro laboratorio. También ella requirió las explicaciones que le acabo de dar. Ante todo, lo que la subyugaba era la violencia y lo extraño de esa escena. Una escena que no tenía lógica.
Lucie volvió a pensar en la celda de Carnot. En el terror que había sentido al ver el dibujo al revés.
—Cuando se trata de crímenes, las cosas nunca son lógicas. Y… Su empleado, Arnaud Fécamp, ¿estaba presente cuando ella le habló de ese dibujo invertido?
—Por supuesto. La recibimos los dos. Louts era muy curiosa. Quería saberlo todo sobre este hallazgo, e incluso nos grabó con un magnetófono. Un verdadero trabajo de investigadora. Como el suyo hoy.
Lucie se acomodó en su asiento. Fécamp le había mentido en varias cosas. Primero respecto a los dibujos invertidos, de los que dijo que no había oído hablar, y luego acerca del interés de Louts por esa historia. ¿Por qué? ¿Qué pretendía ocultar? Lucie recordó los acontecimientos desde su llegada al centro. El investigador se las había arreglado para recibirla, hacerle visitar rápidamente el lugar, darle algunas explicaciones puramente científicas para liarla y por fin había tratado de echarla lo antes posible sin ni siquiera mostrarle las momias. Tal vez no esperaba que un policía se presentara en su laboratorio diez días después de la visita de Louts.
—Arnaud Fécamp me ha dicho que los resultados relativos al cromañón fueron robados justo antes de que pudieran comenzar a sacarles partido, ¿es así?
—Exactamente. Poco antes de la secuenciación de su genoma.
—Los ladrones llegaron en el momento adecuado, por así decirlo.
—Más bien diría en el peor momento.
Lucie no añadió nada, pero tenía una idea que le daba vueltas en la cabeza. Se puso en pie y saludó a la responsable del laboratorio. Antes de salir, hizo una última pregunta:
—¿A qué hora terminan de trabajar sus empleados?
—No tienen horario pero, por lo general, hacia las siete o siete y media. ¿Por qué?
—Por saberlo.
Aún tendría que esperar una hora, en su coche… Si Fécamp tenía algo que ocultar, probablemente reaccionaría.
—Una última cosa: ¿podría fotocopiarme esas fotos de la escena del crimen, si puedo llamarla así? Me gustaría conservarlas.
La mujer asintió y obedeció.
Cuando, unos minutos más tarde, Lucie se halló en el pasillo, comprendió que ni siquiera tendría que esperar a las siete.
Vestido de calle, al otro extremo del pasillo, el pelirrojo bajito y mofletudo acababa de desaparecer precipitadamente en el ascensor.
Parecía que lo persiguiera el mismísimo diablo.
Un volcán en erupción.
Banderas rojas y azules que flameaban al viento. Bufandas de los mismos colores, alzadas sobre una masa de cabezas. Hombres, mujeres y niños que avanzaban en bloques compactos en la misma dirección. Progresivamente, las aceras se llenaban de gentes nerviosas que se encaminaban al estadio. Sobre el asfalto, calles embotelladas, bocinazos, tubos de escape ardientes: los desventurados automovilistas tenían que tomárselo con paciencia.
Abriéndose paso entre la masa, Arnaud Fécamp andaba deprisa. Lucie trataba de seguirlo a trancas y barrancas, primero en el sentido de la masa, luego luchando contra el flujo una vez pasado el estadio. Bocas vociferantes, alientos que apestaban a alcohol, ojos enrojecidos por la excitación. Y eso que el partido ni siquiera había comenzado.
De repente, el investigador cruzó rápidamente la avenida Jean Jaurès, cuando el semáforo se ponía en verde. En un abrir y cerrar de ojos, desapareció en la boca de metro del Stade de Gerlan, que vomitaba cuerpos y cabelleras. Lucie zigzagueó entre la gente, corrió hasta la acera y quedó bloqueada por una serpiente de vehículos. Sin pensar, cruzó entre los coches y provocó los insultos de unos conductores que ya estaban muy enojados.
Bajó las escaleras con dificultad. Se abrió paso a codazos y pidiendo perdón. La gente gritaba, cantaba y armaba jaleo, indiferente a su minúscula presencia. Se adentró por el estrecho pasillo y no había ni rastro del pelirrojo. Era imposible dar con él entre aquella marabunta. Desamparada, Lucie buscó alguna indicación y logró llegar hasta un plano. Afortunadamente, la estación era la última de la línea B. Fécamp sólo podía esperar el metro en dirección de Charpennes. Sin contemplaciones, Lucie se pegó a una mujer en las puertas de acceso y logró entrar sin billete. La puerta de plexiglás se cerró a su espalda y echó a correr.
El pelirrojo estaba allí, junto a la vía. Cuando el metro entró en la estación y abrió las puertas, entró el primero y fue a sentarse. Sin aliento, Lucie entró en el vagón contiguo y no le quitó los ojos de encima. Discretamente, a través de los cristales, lo veía de perfil y lo menos que podía decirse era que parecía inquieto. Miraba al suelo, con la mirada perdida, y apretaba las mandíbulas.
El hombre descendió en Saxe-Gambetta y tomó la línea D, dirección a Vaise. Los vagones estaban llenos de gente y, por una vez, le fue útil a Lucie. Con un rugido, el tren se adentró en el túnel, como en un horno de acero ardiente. Olor a sudor rancio y a neumático quemado.
Seis estaciones después, otra estación término. La estación de Vaise, una de las seis estaciones de Lyon. Fécamp descendió y retomó su ritmo de hombre apresurado. Protegida por una pared de brazos y piernas, Lucie se lanzó a su persecución. Dejó que se alejara en las calles más tranquilas, para asegurarse de que no se percatara de su presencia, y en cuanto volvía una esquina, corría hasta allí y le dejaba que de nuevo se distanciara. A pesar de la adrenalina, Lucie empezaba a sentir cansancio. El sudor le corría por la espalda. El glaciar, el viaje en coche, la carrera por las calles de Lyon… Era un día duro y sus músculos se resentían. Aquellos últimos días, su vida había dado un giro de 180 grados.
¿Adónde se dirigía el investigador? El lugar no tenía nada que ver con el que Lucie había dejado media hora antes. Unas grúas erizaban el horizonte. Los edificios se apilaban, todos iguales, y si disponían de balcones, éstos estaban llenos de ropa tendida y bicicletas. Ya casi no había nadie andando por las calles. Justo enfrente se alzaba un muro de viviendas de protección oficial, que parecía surgir de las copas de los árboles. Lucie no se imaginaba que el investigador pudiera vivir en aquel barrio fétido.
Arnaud Fécamp tomó el bulevar de la Duchère, pasando junto a aquellas madrigueras que exudaban monotonía y tristeza. En pequeños grupos, había jóvenes que arrastraban sus zapatones. Gorras, capuchas, ropas anchas de rapero… Rápidamente, sin alzar la cabeza, el científico subió un tramo de escaleras y desapareció en uno de los vestíbulos de las viviendas de protección oficial. Lucie aceleró el paso y, a su vez, se adentró en la miseria. En los pasillos olía a cigarrillo y a cannabis. Unas sombras la miraron de arriba abajo, le silbaron y le dirigieron piropos chuscos. Con un gesto instintivo, Lucie comprobó que su pistola se hallaba en el bolsillo. La tensión aumentaba y, mientras recuperaba el aliento, Lucie se preguntó si no sería mejor dar media vuelta y volver a su casa, junto a su hija y su madre. El pasado de policía que había tratado de enterrar resurgía.
Frente a ella, un vetusto ascensor. Sobre su puerta, unos diodos medio rotos se iluminaron sucesivamente hasta el cuarto piso. Lucie tomó la escalera y subió los peldaños de dos en dos. Volvió a sentir quemazón en las pantorrillas.
Hasta ella llegaron voces de hombres cuando se hallaba ya a sólo unos metros. Intentó controlar la respiración, avanzó con precaución y se arrimó a una pared, sin aliento.
Luego avanzó por el pasillo en el que se oyó cerrarse una puerta.
Número 413.
En el suelo, losas de linóleo resquebrajadas. Unas paredes sucias, puertas de madera pintadas de cualquier manera, unos fluorescentes que agonizaban. Las hordas de la miseria. Lucie oyó llorar a un bebé, en algún lugar. Luego, risas infantiles y otras puertas que se cerraban. Siguió avanzando. Las imágenes, los viejos recuerdos acudían a su mente. Los escondites, los seguimientos, las persecuciones. La pobreza y la decadencia más profundas en el corazón de los suburbios. Gentes que se peleaban por historias de dinero, alcohol o adulterio y que pasaban a engrosar las estadísticas de homicidios.
En el apartamento 413 oía claramente a dos hombres que gritaban. Las palabras encendieron en ella todas las alarmas: asesinato… Louts… poli…
Súbitamente, su corazón se detuvo. Un grito. Luego un ruido de cristales rotos.
Una pelea.
El instinto policial fue imparable. Inmediatamente, Lucie se sacó el arma del bolsillo, hizo girar el pomo de la puerta y la empujó con un golpe seco.
Apuntó al frente con el arma.
Arnaud Fécamp estaba tumbado en el suelo, en mitad del pasillo, con la cabeza rodeada de trozos de cristal. Ante él, un hombre empuñaba un casco de botella. Pantalón de chándal, torso desnudo, tatuajes. Unos veinte años, y muy nervudo.
—¡Policía! Si te mueves, te reviento la cara. ¡Suelta la botella!
Lucie empujó la puerta con el talón. El individuo la miraba con unos ojos como platos. Unas venas sobresalían en su cuello delgado. Sorprendido, dejó caer su arma cortante y alzó las manos a la altura de los pectorales. No había ni un pelo en su torso de una blancura de cocaína. O se depilaba, o era totalmente imberbe.
—¡Eh! ¿Qué es ese jaleo?
En aquel estrecho pasillo, Lucie trató de controlar su estrés. Rezó para no temblar. Era demasiado tarde para retroceder. Se aproximó con paso firme, pasó sobre el cuerpo inanimado y empujó al joven contra la pared.
—Siéntate.
El tipo la desafió con la mirada, sin obedecerla.
—¿Qué quieres, puta?
Sin reflexionar, Lucie alzó el arma y lo golpeó con la culata en la sien derecha. Un ruido hueco. El joven se dejó resbalar por la pared, con las manos en el rostro. Sacudida por la adrenalina, Lucie echó un rápido vistazo a las habitaciones vecinas. Sucias y desordenadas. A priori, no había nadie.
—¿Te lo tengo que repetir? ¿Ves esta arma, gilipollas? Es una pistola semiautomática Mann, modelo 1919, calibre 6.35 mm en excelente estado de funcionamiento. Pequeña, ligera, pasa inadvertida pero hace unos agujeros como granos de uva. Se la compré a un coleccionista, y eso me evita tener que utilizar mi arma reglamentaria. Estoy aquí sola. Sin ningún colega. Nadie va a decirme lo que tengo que hacer.
El chaval emitió un ruido entre un gruñido y un gemido, y luego su voz resonó más clara.
—¿Qué quieres?
—¿Cómo te llamas?
Titubeó. Lucie acercó un pie a su entrepierna.
—¿Cómo te llamas?
—David Chouart.
Retrocedió, se agachó junto a Fécamp y le palpó la carótida. Noqueado con una botella de whisky barato. Chouart no se había andado con chiquitas. El tatuado parecía algo borracho. Ojos inyectados en sangre, un aliento apestoso.
—Le has dado fuerte. ¿Por qué?
El joven se llevó una mano a la sien con una mueca de dolor. Ya había aparecido un hematoma.
—Le había dicho a ese cabrón que me las pagaría si volvía a poner los pies aquí.
—Hay maneras más amables de hacer las cosas. ¿Conoces a Éva Louts?
—No he oído nunca ese nombre.
—Pues yo acabo de oírlo desde el pasillo, mientras discutías con él.
Chouart miró con odio al tipo tendido.
—Ese tío está loco. Ha entrado aquí y me ha acusado de asesinato. No tengo nada que ver con esas gilipolleces.
—Tal vez tuviera sus razones. Háblame de tu relación con él. Cuándo os conocisteis y cómo.
—No tengo nada que decir.
Lucie se incorporó y señaló con el mentón el cuerpo inmóvil del investigador.
—Él hablará.
Sacó su teléfono móvil.
—Dentro de cinco minutos tendrás a toda la poli de Lyon en el culo. Es mejor que esto quede entre nosotros.
Chouart mostró los dientes, como un animal cuando desafía a un adversario.
—Ya me conozco la canción. De todas formas los llamarás…
Lucie rebuscó en su bolsillo y le lanzó el medallón plastificado contra el torso.
—Estoy aquí por una razón personal.
Chouart miró el objeto de plástico, la foto en el interior, y volvió a arrojarlo a los pies de Lucie, con una sonrisa maligna en los labios.
—¿Son tus hijas? ¿Quién eres? ¿Una madre que se toma la justicia por su mano? Me la suda.
En una fracción de segundo, Lucie se abalanzó sobre él y le plantó el cañón del arma en mitad de la frente. Respiraba fuerte, el rostro se le torcía en una mueca y el dedo le temblaba. De repente, el miedo se dibujó en el rostro del tipo. Se acurrucó, apretando los dientes.
—¡Vale! ¡Vale, hablaré! ¡Para ya!
Lucie tardó unos segundos en aflojar la presión, con el rostro lívido. La cabeza le daba vueltas. Había estado a punto de disparar. Disparar de verdad. Jamás había sentido esa sensación, ni siquiera en el curso de sus casos más lóbregos. ¿Qué le había sucedido? Dio un paso atrás. Ahora le temblaba un poco la mano. El joven tenía los ojos desorbitados.
—¡Estás como una puta cabra!
—¿Qué tienes que ver con la momia de cromañón?
El joven estaba descompuesto. Sabía que no se las veía con un poli normal sino con una auténtica bomba de relojería.
—Yo la robé.
—¿Un golpe organizado? ¿Estabas compinchado con Fécamp?
—Él tenía que llevarnos al laboratorio y nosotros teníamos que simular una agresión.
—¿Quién era el otro agresor?
—Un colega, experto en informática. Se limitó a seguir mis órdenes. No sabe nada.
Lucie retrocedió sin quitarle la vista de encima. Chouart ya no se movía, dócil. Estaba segura de que ahora ya sólo diría la verdad.
—¿Fue Fécamp quien contactó contigo para montar el golpe?
—No, Fécamp no era más que un intermediario. El cliente lo buscó primero a él y luego vino a mí. Una noche nos encontramos los tres en un parque de Villeurbanne, para hablar de negocios. El contrato era sencillo. Fécamp se llevaba una pasta por conducirme hasta la momia en el momento oportuno. Y yo me llevaba la misma pasta por robarla. Diez mil cada uno. Tenía que reclutar a otro tipo para ayudarme. Fue un juego de niños. Fécamp nos lo había explicado todo: la tarjeta de identificación, la situación del laboratorio y los ordenadores que contenían los datos y las copias de seguridad.