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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

Gataca (7 page)

BOOK: Gataca
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Lucie volvió la foto en todos los sentidos. El comandante de policía bebió un gran sorbo de café. El sabor se le quedó atravesado en la garganta.

—¿Es extraño, verdad? Es como si Carnot se hubiese colgado del techo como un murciélago y se hubiera puesto a dibujar. Parece que empezó a hacer ese tipo de dibujos poco antes de ingresar en prisión.

—¿Por qué dibujaba al revés?

—No sólo dibujaba al revés. También decía que veía el mundo al revés, cada vez más a menudo. Según él, eso duraba unos minutos, a veces algo más, como si se hubiera puesto unas gafas que invirtieran las imágenes del mundo real. Cuando le sucedía eso, llegaba a perder el equilibrio y se desplomaba pesadamente.

—Delirios…

—En efecto. Evidentemente, su psiquiatra pensó en alucinaciones. Quizá incluso en una…

—¿Esquizofrenia?

El policía asintió.

—Carnot tenía veintitrés años. No es raro que las enfermedades psiquiátricas se manifiesten o se desarrollen en prisión, sobre todo a esa edad.

Lucie dejó caer las fotos y se esparcieron en abanico sobre la mesa.

—¿Me está diciendo que tal vez tuviera un problema psíquico?

Apretó los labios, los puños y el cuerpo entero con un único deseo: gritar.

—No quiero que se ponga en cuestión la causa de la muerte de mi hija basándose en esas tonterías de psiquiatras. Carnot era responsable de sus actos. Tenía conciencia de lo que hacía.

Kashmareck asintió con convicción.

—Estamos de acuerdo. Por esa razón fue juzgado y acabó en la cárcel.

Aunque tratara de ocultar sus sentimientos, vio que ella estaba perturbada, conmocionada.

—Se ha acabado, Lucie. Loco o no, qué más da. Ya no irá a ninguna parte. Mañana, Carnot estará enterrado.

—¿Qué más da, dice? Al contrario, comandante, no hay nada más importante.

Lucie se puso en pie, de nuevo, y anduvo de un lado a otro.

—Grégory Carnot mató a mi hijita. Si… Si existe la menor sospecha de que una locura oculta tuvo algo que ver, quiero saberlo.

—Es demasiado tarde.

—¿Cómo se llama ese psiquiatra?

El policía miró su reloj, se acabó el café de un sorbo y se puso en pie.

—No quiero molestarte más. Y tengo trabajo.

—¡Su nombre, comandante!

El policía suspiró. ¿Acaso no debería habérselo imaginado? En todos los años que habían trabajado juntos, Lucie no había dejado nada de lado. En el fondo de ella misma, ocultos en algún rincón de su cerebro, aún debían de residir sus más puros instintos depredadores.

—Doctor Duvette.

—Consígame una autorización para entrar allí. Para mañana.

Kashmareck apretó las mandíbulas y luego asintió.

—Lo intentaré, si eso puede ayudarte a ver las cosas claras y a poner orden en tu cabeza, de una manera u otra… Pero ve con cuidado, ¿de acuerdo?

Lucie asintió, con una expresión neutra, sin sentimiento alguno. Kashmareck conocía tan bien aquella expresión de la ex policía que sintió un escalofrío.

—Lo prometo.

—Y no dudes en pasarte por la brigada si quieres, será un placer para todos.

Lucie sonrió educadamente.

—Lo siento, comandante. Todo eso debe permanecer lejos de mí. Pero salude a todos de mi parte y dígales que… todo va bien.

Asintió, quiso recuperar sus fotos pero Lucie las atrajo hacia sí.

—Me las quedaré, si no le importa. Las quemaré. Una manera de decirme que todo eso casi ha terminado. Y… Gracias, comandante.

La miró como si mirara a una amiga.

—Romuald. Creo que ahora puedes llamarme Romuald.

Lo acompañó hasta la puerta. Justo antes de cruzar el umbral, añadió:

—Si algún día quieres volver con nosotros… La puerta siempre estará abierta para ti.

—Hasta luego, comandante.

Cerró la puerta y dejó la mano sobre el pomo un buen rato, con un suspiro. Acababa de vivir un choque intenso, que había trastocado la mañana.

De vuelta a la cocina, acercó una silla a un armario, se subió a ella y deslizó la mano por la parte superior del mueble. Allí había ocultos un sobre marrón, un encendedor Zippo y una pistola semiautomática Mann del calibre 6.35 mm. Un arma de colección, en perfecto estado de funcionamiento. No la tocó y cogió las otras cosas.

El sobre contenía dos fotos recientes de Carnot. De frente y de perfil. Aquel bruto tenía la nariz ligeramente achatada, la frente prominente y los ojos hundidos. 1,95 metros de altura, un rostro que daba miedo y un físico de titán.

«Consiguió arrancarse una arteria del cuello con los dedos.» Las palabras aún resonaban en la cabeza de Lucie. Imaginaba perfectamente el horror de la escena, al fondo de una celda disciplinaria. El joven coloso, tendido sobre su sangre negra y caliente, con las manos agarrotadas alrededor del cuello… ¿Había tenido algo que ver en ello la locura? ¿Qué delirio podía haber sufrido Carnot para llegar a mutilarse de esa manera?

Frente a las fotos, Lucie sólo sintió rencor. Tras la muerte, ya no conseguía ver a Carnot como un ser humano, aunque, por una razón incomprensible, no hubiera matado a Juliette. Para ella, no era más que un error de la naturaleza, un parásito cuyo único destino era hacer el mal tarde o temprano. Y ya podían buscarse todas las explicaciones posibles, decir que era culpa del sadismo, de la perversión o de una pulsión, porque en el fondo no había ninguna respuesta satisfactoria. Grégory Carnot estaba al margen del resto del mundo. Clara y Juliette habían tenido la desgracia de cruzarse en su camino, en aquel momento, como a otros los pica un mosquito portador de una enfermedad a la salida del aeropuerto. El azar, la casualidad. Pero la locura, no. No, la locura no…

Las fotos de Carnot ya habían sido arrancadas y vueltas a pegar varias veces. Lucie las depositó en el fondo del fregadero, junto con las que mostraban los dibujos al revés.

—Sí, está bien que hayas muerto. Vete a arder en el infierno con tus pecados. Eres enteramente responsable de tus actos, y pagarás por ello.

Hizo rodar la piedra del encendedor.

La llama devoró en primer lugar el rostro de Carnot.

Lucie no obtuvo ni satisfacción ni alivio.

Como máximo una vaga impresión de untar con pomada una quemadura de tercer grado.

6

El Quai de la Rapée
[4]
era una etapa obligatoria en cualquier investigación criminal confiada a los sabuesos del 36. Los policías rara vez iban allí a admirar el Sena y las barcazas que lo surcaban. Digamos que el espectáculo que se les ofrecía era menos atractivo.

Con los brazos cruzados, Sharko se encontraba entre dos mesas de autopsias en una de las grandes salas del Instituto de Medicina Legal de París. A su alrededor, ausencia de ventanas, pasillos interminables, fluorescentes que difundían colores de fin de otoño. Sin olvidar un olor a ciervo muerto que, a la larga, acababa por impregnar hasta el vello del torso. Levallois estaba justo detrás del comisario, apoyado contra una pared. Un poco lívido. Por lo que había dicho antes de entrar allí, las autopsias no eran su fuerte. Lo contrario habría sido inquietante.

Paul Chénaix, el forense, había visto muchas cosas extrañas, pero era la primera vez que veía un mono bajo su techo. El animal dormido estaba tendido boca arriba, con los brazos y las piernas extendidos. Sus inmensos dedos estaban ligeramente doblados, como si agarraran una manzana invisible. A la derecha, el cuerpo desnudo de Éva Louts permitía que lo devorara la luz inquisidora de la cialítica, una lámpara utilizada también en los quirófanos y que posee la particularidad de no producir sombras.

Sharko se frotaba el mentón sin decir palabra. Era curioso ver aquellos dos cuerpos inmóviles, uno junto al otro, en una posición muy semejante, y constatar las similitudes morfológicas. «El 98 por ciento de nuestro ADN es ADN de chimpancé», había dicho la primatóloga.

Cuando llegaron los dos policías, Chénaix acababa de concluir el examen externo del sujeto humano. Al afeitarle el cráneo, habían aparecido con toda claridad una fractura y un amplio hematoma en la zona occipital. Vulgarmente tendida sobre el acero, la pobre Éva Louts había perdido la poca humanidad que aún conservaba.

—Se trata de cualquier cosa menos de un accidente. Si puedo permitirme adentrarme en su territorio,
Cheeta
no tiene nada que ver.

Primera buena noticia del día. Clémentine Jaspar recuperaría su chimpancé, su «bebé» de treinta y siete años, sano y salvo. Por otro lado, eso significaba que efectivamente había habido un asesinato y que se anunciaba un caso que olía a azufre.

—El golpe en el cráneo fue fatal. Probablemente, la víctima quedó noqueada y la pérdida de sangre a través de la herida en el cuero cabelludo hizo el resto. El fallecimiento se produjo entre las ocho de la tarde y medianoche. La lividez en los omoplatos y a la altura de las nalgas parece demostrar que el cadáver no fue desplazado después de la muerte. En cuanto al mordisco, es difícil estimar si se produjo antes o después de la muerte.

Desde hacía ya quince años, Chénaix había cortado varias toneladas de carnaza. Tenía una barbita fina a lo largo de la mandíbula inferior, gafitas redondas y aspecto coriáceo: con su bata, fuera de contexto, fácilmente podría tomársele por un profesor de la facultad, con mayor motivo porque sus conocimientos en los diferentes terrenos médicos eran extraordinarios. Era un pozo de ciencia y tenía respuesta para casi todo. Sharko y él se conocían bien.

En silencio, Sharko rodeó la mesa y analizó a la víctima desde todos los ángulos. Pasado el primer contacto, siempre difícil, en aquel momento ya no veía el cuerpo de una mujer desnuda, sino un territorio que investigar en el que, como pequeñas banderas que hubiera que recoger, aparecían las pistas y las pruebas.

—¿Te han enseñado el pisapapeles?

—Sí, coincide.

—¿Y por qué descartar al mono? Está el mordisco. Y hemos sabido, antes de llegar aquí, que había manipulado el pisapapeles. ¿No pudo empuñar el objeto y golpear?

—Tal vez lo manipuló tras la muerte. En cualquier caso, las dimensiones del mordisco no se corresponden con las de la mandíbula de la mona. Es un mordisco muy limpio. El diastema, es decir, el intervalo entre los incisivos de la mandíbula superior, no es el mismo. Y tampoco lo es la separación entre las mandíbulas. A eso hay que añadir que las encías de la mona no presentan ningún rastro de sangre. En cuanto a la sangre en sus miembros y su pelo, seguramente se debe a que tocó a la víctima tras la muerte. El asesino ha querido cometer un asesinato casi perfecto y ha sido listo, pero no lo suficiente para engañarnos.

Se volvió hacia el chimpancé anestesiado.

—Querida
Shery
, me alegra poder anunciarte que aún podrás comer plátanos durante muchos años.

Su réplica distendió el ambiente unos segundos, antes de que hubiera nuevas preguntas concretas.

—En ese caso, ¿de qué o de quién procede el mordisco?

—De algo más grande que esta mona. La forma de las mandíbulas y el diastema son simiescos, y más bien de la familia de algunos grandes simios, según el veterinario. Ha descartado al gorila y al orangután. Piensa más bien en otro chimpancé, más corpulento. En cualquier caso, un animal que se habría vuelto agresivo por las circunstancias.

El forense inclinó el mentón hacia unos tubos de cristal taponados, próximos al lavabo.

—Vamos a enviar al laboratorio las muestras de sangre hallada en las heridas. He pedido un análisis de saliva. Así podremos recuperar el ADN del animal agresor y, por tanto, sabremos a qué especie pertenece.

—¿Eso es posible? ¿Conocer una especie animal por su ADN?

—Sí, con la secuencia de genomas. Últimamente está de moda. Se obtienen moléculas de ADN de plantas, bacterias o perros, se pasan por unas máquinas enormes y se obtiene una cartografía genética específica de cada especie. Se trata de un listado completo y detallado del conjunto de sus genes, por decirlo así.

Levallois se había aproximado al lavabo y, de la repisa lateral de baldosas, cogió un pequeño frasco que parecía casi vacío.

—La ciencia avanza que es una barbaridad. ¿Qué hay aquí dentro?

—Sin duda, un minúsculo fragmento de esmalte. Lo he hallado en el interior de la herida facial. Ahí también hay ADN que podrá ser analizado, en caso de que la saliva se haya diluido demasiado con la sangre. Ahora diría que la pelota está en el tejado de los biólogos.

—¿Algo más? —preguntó Sharko.

El forense le dirigió una sonrisa.

—Te dan un dedo y pides el brazo.

—Ya me conoces…

—Lo que te acabo de contar no está mal, ¿verdad? Voy a empezar con el examen interno.

Sharko le tendió la mano al forense, que se la estrechó por reflejo.

—¿Qué, no te vas a quedar? —preguntó el médico.

Al fondo, los ojos de Levallois brillaron. Sharko no le dio tiempo a reaccionar y se dirigió a la salida.

—Hoy no me apetecen tripas. Mi colega se espabilará muy bien sin mí. Le encantan las autopsias.

—¿Y nuestra comida pendiente? Hace siglos que tendrías que haberme invitado.

—Pronto. Mientras, tómate una cerveza a mi salud.

Empujó las puertas batientes y desapareció sin volverse.

Una vez fuera, respiró una gran bocanada de aire. A pesar de que estaba acostumbrado, ver cadáveres siempre le revolvía el estómago. Era simplemente indigesto.

Por teléfono, avisó a Clémentine Jaspar de que recuperaría a su animal sano y salvo y le pidió que, en los días siguientes, tratara de que la mona hablara más. Ella prometió llamarle si lo conseguía y le dio las gracias. Sharko sabía que haría todo lo posible por ayudarlo, sentía que aquella mujer era sincera y profundamente humana. Algo bastante raro en este mundo.

Lentamente fue a sentarse en un pequeño banco de hierro junto al muelle. En aquel lugar no había mucha gente. La proximidad del Instituto de Medicina Legal y la abundancia de vehículos policiales alejaban a los eventuales paseantes. No muy lejos, el puerto de París-Arsenal, las embarcaciones, las pesadas barcazas. La leve brisa y el sol de principios de septiembre eran muy agradables. Pensar que Éva Louts no volvería a disfrutar de ese paisaje… Alguien, el «monstruo», la había privado de manera salvaje de su derecho más fundamental: el de respirar. Luego la abandonó en una jaula, como un simple pedazo de carne. Sharko pensó en los padres de la joven víctima. Les habían suavizado la verdad, habían hablado de «crimen» sin añadir el menor adjetivo, y les habían prometido que pondrían todo en marcha para atrapar «a quien lo hubiera hecho». A buen seguro, el padre y la madre no oyeron el final de la frase, puesto que su mundo se había detenido bruscamente.

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