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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Germinal (11 page)

BOOK: Germinal
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El padre y la madre cambiaron una mirada de ternura. Él dijo sonriendo:

—¿Vienes a verla?

—¡Pobrecilla! —murmuró ella—. Claro está que voy.

Y subieron juntos. La alcoba de Cecilia era la única habitación verdaderamente lujosa que había en la casa; estaba tapizada de seda azul, ocupada con muebles de un gusto exquisito, de doradillo con filetes azules también; aquél era un capricho de niña mimada, satisfecho por sus padres. Entre la vaga blancura de la cama, gracias a la claridad que entraba por la entreabierta colgadura, dormía la joven con la mejilla apoyada en su brazo desnudo. No era bonita, pero tenía un aspecto muy saludable; estaba siempre sana, y se hallaba completamente desarrollada a los dieciocho años; tenía unas carnes magníficas, frescas, blancas, el pelo castaño y abundante, la cara redonda con una naricita voluntariosa, ligeramente respingada. La colcha se había caído al suelo, y la joven respiraba tan suavemente, que ni siquiera se agitaba lo más mínimo su ya abultado pecho.

—¡Este maldito viento no la habrá dejado dormir! —dijo la madre en voz baja—. ¡Pobrecita mía!

Pero el padre la hizo callar con un gesto. Uno y otro se quedaron un rato inclinados hacia el lecho, mirando con adoración, en su desnudez de virgen, a aquella hija por tanto tiempo deseada, y que había venido muy tarde, cuando ya desesperaban de que naciese. Y ella seguía durmiendo sin sentirlos, tan cerca de sí, que los semblantes de los dos casi rozaban con el suyo. De pronto, una sombra pasó rápida por su rostro inmóvil; y, temiendo despertarla, el padre y la madre se alejaron de puntillas, sin hacer el menor ruido.

—¡Chist! —dijo él, ya en la puerta—. Por si ha estado desvelada, hay que dejarla dormir ahora.

—¡Todo lo que quiera, pobrecita! —añadió la madre—. Esperaremos.

Y volvieron a bajar, y se instalaron en las poltronas del comedor, mientras las criadas, riendo del pesado sueño de la señorita, ponían, sin impacientarse, el almuerzo a la lumbre para que no se enfriara. Él había cogido un periódico, ella trabajaba en un cubrepiés de ganchillo.

Estaba la habitación muy caliente, y en la casa no se oía ni el más ligero ruido.

La fortuna de los Grégoire, que sería de unos cuarenta mil francos de renta, estaba invertida por entero en acciones de las minas de Montsou. Ellos hablaban con complacencia del origen de su capital, que databa de la fundación de aquella Compañía minera.

Allá en los comienzos del siglo pasado se había desarrollado en el país una especie de locura minera desde Lille a Valenciennes. Los primeros éxitos de los concesionarios, que más tarde formaron la Compañía de Anzin, exaltaron los ánimos. En todos los distritos de la comarca se sondaba el suelo y se formaban sociedades, y surgían concesiones en una noche. Pero entre los maniáticos de aquella época, el barón Desrumaux había dejado recuerdo por su heroica inteligencia. Durante cuarenta años luchó sin cesar contra todo género de obstáculos: con lo infructuoso de los primeros trabajos, con los filones falsos, que había que dejar después de muchos meses de trabajo; con los desprendimientos que cegaban las minas y con las repentinas inundaciones que ahogaban a los obreros; en una palabra: cientos de miles de francos inútilmente enterrados; y enseguida el barullo de la Administración, el pánico de los accionistas y la codicia de los terratenientes, que se negaban a reconocer las concesiones si no se trataba antes con ellos… Al fin acababa de fundar la sociedad Desrumaux, Fauquenoix y Compañía, para explotar la concesión de Montsou; y las primeras minas empezaban a dar algunos, aunque escasos beneficios, cuando dos concesiones contiguas a la suya, la de Cougny, que pertenecía al conde de Cougny, y la de Joiselle, que era de la Sociedad Cornille y Jenard, estuvieron a punto de arruinarle, haciéndole la competencia. Felizmente, el 23 de agosto de 1760 se firmaba un contrato entre las tres sociedades, convirtiéndolas en una sola. La Compañía de las minas de Montsou quedó formada tal y como existe en la actualidad. Para el reparto, se había dividido, según el tipo de moneda de aquella época, la propiedad total en veinticuatro sueldos, cada uno de los cuales se subdividía en doce dineros, y como cada dinero era de diez mil francos, el capital total representaba una suma de cerca de tres millones. A Desrumaux, agonizando ya pero vencedor al cabo, le habían correspondido en este reparto seis sueldos y tres dineros.

Por aquella época, el Barón tenía La Piolaine, con trescientas hectáreas de tierra, y a su servicio, como gerente a Honorato Grégoire, mozo natural de Picardía, que era el bisabuelo de León Grégoire, padre de Cecilia. Cuando se celebró el contrato de Montsou, Honorato, que conservaba guardados en un calcetín unos cincuenta mil francos, producto de sus economías, se dejó ganar, aunque temblando, por la inquebrantable fe de su amo. Sacó diez mil libras en buenos escudos, y compró un dinero, con el miedo de cometer un robo en perjuicio de sus herederos. Su hijo Eugenio percibió, en efecto, beneficios muy pequeños; y como se había hecho burgués, y había cometido la tontería de comerse tranquilamente los otros cuarenta mil francos de la herencia paterna, vivió con bastante estrechez. Pero los intereses del dinero iban subiendo poco a poco, y la fortuna empezó a sonreír ya a Feliciano, el cual pudo realizar el sueño que, siendo niño, le había hecho concebir su abuelo, el antiguo gerente del Barón, esto es comprar La Piolaine, desprovista por entonces de gran parte de las tierras que le pertenecían, y adquirida como procedente de bienes nacionales, por una cantidad insignificante.

Sin embargo, los años siguientes fueron malos, porque hubo que aguardar el desenlace de las catástrofes revolucionarias, y luego la caída sangrienta de Napoleón. Y nadie más que León Gregoire pudo aprovecharse, en asombrosa progresión, del empleo medroso que había dado su bisabuelo a las economías que conservara en el calcetín. Aquellos miserables millares de francos crecían al compás de la prosperidad de la Compañía. Ya en 1820 producían el ciento por ciento, es decir, diez mil francos. En 1844 rentaban veinte mil, y cuarenta mil en 1850. Hasta hubo años en que los dividendos subieron a la cifra prodigiosa de cincuenta mil francos: el valor del dinero se cotizaba a un millón en la Bolsa de Lille; es decir, se había centuplicado en el transcurso de un siglo.

El señor Grégoire, a quien aconsejaron que vendiese cuando llegó a tan extraordinaria alza la cotización, se negó a ello con la sonrisa bonachona que le era habitual. Seis meses después se produjo una crisis industrial, y el dinero bajaba a seiscientos mil francos de un golpe. Pero él seguía sonriendo y sin arrepentirse, porque los Gregoire tenían una fe ciega en su mina. Ya subirían las acciones con la ayuda de Dios. Además, a esa creencia religiosa, se mezclaba una gratitud profunda hacia el papel que desde hacía más de un siglo daba de comer a la familia sin necesidad de trabajar. Era aquella acción de la sociedad minera algo así como una divinidad propia, a la cual ellos en su egoísmo, rodeaban de un verdadero culto, como el hada bienhechora del hogar, la que los mecía en su mullido lecho de pereza, la que los engordaba en su bien provista mesa de gastrónomos. Esto venía sucediendo de padres a hijos. ¿A qué arriesgarse a tentar a la suerte, dudando de ella? Así es que, en el fondo de su fidelidad, había un temor supersticioso: el miedo a que el millón de la acción que Poseían se derritiese enseguida, al convertirlo en metálico para encerrarlo en el fondo de un cajón. Lo creían mejor guardado en el fondo de la mina, de donde un pueblo entero de obreros, generaciones y más generaciones de seres hambrientos, sacaba para ellos un poquito cada día, según las necesidades.

Por otra parte, la felicidad derramaba sus dones sobre aquella casa. Siendo muy joven, el señor Grégoire se había casado con la hija de un boticario de Marchiennes, una señorita fea y sin un céntimo, a la cual adoraba y que le había hecho muy feliz. Ella se había dedicado exclusivamente al cuidado de la casa, en éxtasis delante de su marido y sin tener más voluntad que la de éste; jamás los había dividido una diferencia de gustos, y el mismo ideal de bienestar confundía sus deseos. Así vivían desde hacía cuarenta años, prodigándose todo género de ternezas y de cuidados recíprocos. Era una existencia perfectamente regulada: los cuarenta mil francos comidos sin ruido y las economías gastadas en Cecilia, cuya venida al mundo había trastornado por una temporada el presupuesto doméstico. Todavía hoy continuaban satisfaciendo todos sus caprichos; otro caballo, dos carruajes más y algunos trajes que le enviaban desde París. Pero aquello era para ellos un motivo de contento, pues nada les parecía demasiado para su hija, a pesar de que los dos tenían tal horror a las innovaciones, que seguían la moda de cuando eran jóvenes. Todo gasto al que no se le sacaba provecho, les parecía estúpido.

De pronto se abrió la puerta del comedor, y se oyó una voz fuerte, que gritaba:

—¿Qué es eso? ¿Almorzáis sin esperarme?

Era Cecilia, que acababa de saltar de la cama, y que llegaba con los ojos hinchados aún de tanto dormir. No había hecho más que recogerse el pelo y ponerse una bata de lanilla blanca.

—No por cierto, —dijo la madre—: ya ves que te esperábamos… ¿Eh, qué tal? Ese maldito viento te habrá tenido sin dormir toda la noche, ¿verdad, hijita?

La joven la miró muy sorprendida.

—¿Ha hecho viento?… Pues no lo he oído; he dormido toda la noche de in tirón.

Aquello les pareció gracioso, y los tres se echaron a reír, y las criadas, que entraban con el almuerzo, soltaron también la risa, como si el que la señorita hubiera dormido doce horas de un tirón fuera un motivo de alegría para todos los de la casa. La vista del pastel acabó de poner alegres todos los semblantes.

—¡Cómo! ¿Está ya hecho? —decía Cecilia—. Buena sorpresa me habéis preparado… ¡Qué rico va a estar, así calentito, con el chocolate!

Y se sentaron a la mesa, donde ya humeaba el chocolate, hablando largo rato del pastel. Melania y Honorina, en pie, daban pormenores sobre el dulce y la manera de hacerlo, y miraban a sus amos atracarse de lo lindo, asegurando que daba gusto hacer pasteles para que los señores les hicieran tan bien los honores.

De pronto los perros comenzaron a ladrar; creyeron que sería la maestra de piano que iba desde Marchiennes todos los lunes y todos los viernes. Cecilia recibía también las lecciones de un profesor de literatura. Toda la educación de la joven se había hecho en La Piolaine, en una feliz ignorancia, entre sus caprichos de niña mimada, que tiraba el libro por la ventana cuando le aburría una lección.

—Es el señor Deneulin —dijo Honorina, que había ido a ver quién era.

Y detrás de ella entró en el comedor, sin cumplidos, Deneulin, un primo de Grégoire, alto, apuesto, de fisonomía animada, y con todo el aire de un oficial de caballería. Aunque pasaba ya de los cincuenta años, sus cabellos, cortados a punta de tijera, y sus grandes y espesos bigotes, conservaban toda su negrura.

—Sí, yo soy. Buenos días… Que nadie se moleste. No hay que levantarse.

Y tomó asiento, mientras la familia le saludaba afectuosamente y acababa de tomar el chocolate.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó el señor Grégoire.

—Nada, absolutamente nada —se apresuró a decir Deneulin—. Salí a dar un paseo a caballo, y como pasaba por la puerta de vuestra casa, quise entrar a daros los buenos días.

Cecilia preguntó por Juana y Lucía, sus hijas. Estaban muy bien: la primera no soltaba los pinceles, mientras la otra, la mayor, no pensaba más que en cantar, acompañándose al piano todo el santo día. Y en su voz se notaba un ligero temblor, cierto malestar, que procuraba disimular fingiendo alegría.

El señor Grégoire replicó:

—¿Y en la mina, andan los negocios a tu gusto?

—¡Caramba! Me sucede lo que a todos; estoy fastidiado con esta maldita crisis que atravesamos… ¡Ah! Bien pagamos los años prósperos. Se han hecho demasiadas obras, demasiados ferrocarriles; se ha inmovilizado demasiado capital con la esperanza de una producción formidable. Y, es claro, hoy el dinero está muerto, y no hay medio de hacer funcionar todo eso… Afortunadamente, la situación no es desesperada, y se saldrá de este mal paso.

Lo mismo que su primo, había heredado una acción de las minas de Montsou. Pero como él era ingeniero, muy emprendedor, y deseaba poseer una fortuna real, se había apresurado a vender cuando las acciones se cotizaban a un millón. Hacía ya varios meses que estaba madurando un plan. Su mujer había aportado al matrimonio la pequeña concesión de Vandame, donde no había más que dos minas abiertas, Juan-Bart y Gastón-María, en un estado de abandono tal, con un material tan antiguo y deficiente, que apenas cubrían gastos. Pues bien: ansiaba reparar Juan Bart, poniéndole maquinaria nueva, y ensanchando los pozos, a fin de extraer más y dejar Gastón-María nada más que para desahogo. Indudablemente, decía él, allí se va a sacar oro a paladas. La idea era buena. Pero el millón se había gastado en mejoras, y aquella maldita crisis industrial estallaba precisamente en el momento en que importantes beneficios le iban a dar la razón.

Por otra parte, mal administrador, de una bondad brusca, pero extremada, para sus obreros, se dejaba saquear desde la muerte de su mujer, abandonando la dirección administrativa de su casa a sus hijas, de las cuales la mayor estaba siempre hablando de dedicarse al teatro, y la más pequeña había enviado ya a las exposiciones varios cuadros que no le habían admitido; una y otra, sonrientes siempre, en medio de los apuros propios de los malos negocios, se preocupaban poco de la ruina que les amenazaba, porque pretendían ser muy mujeres de su casa y saber defenderse contra esa calamidad.

—Mira, León —replicó Deneulin, con la voz poco segura—, hiciste mal en no vender cuando yo… Y si me hubieras creído y me hubieras confiado tu dinero, sabe Dios cuantas cosas buenas habríamos hecho en nuestra mina de Vandame.

El señor Grégoire, que acababa de tomar el chocolate con la mayor calma, respondió tranquilamente:

—¡Jamás!… Bien sabes que yo no sé, ni quiero especular. Vivo tranquilo, y sería una estupidez buscarme quebraderos de cabeza con los negocios. Por lo que toca a las acciones de Montsou, por mucho que bajen, siempre nos darán para vivir. ¡No hay que tener tanta ambición! Además, ten presente que, como te he dicho muchas veces, te has de arrepentir, porque las Montsou han de volver a subir, y puedes tener la seguridad de que los hijos de los hijos de Cecilia han de tener mucho dinero.

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