Germinal (12 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

BOOK: Germinal
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Deneulin lo escuchaba sonriendo con cierta turbación.

—¿De modo que si te dijera que invirtieses cien mil francos en mi negocio, te negarías?

Pero al ver la turbación de los Grégoire, se arrepintió de haber caminado tan de prisa, y se propuso aplazar para más tarde sus planes de hacer un empréstito, reservándolos para un caso apuradísimo.

—¡Oh! ¡No es que lo necesite!; ¡Era una broma!… ¡Qué demonio! Tal vez tengas razón; el dinero que se gana sin trabajar es el que más engorda.

Cambiaron de conversación. Cecilia volvió a preguntar por sus primas, cuyas aficiones la preocupaban. La señora de Grégoire prometió que llevaría a Cecilia a casa de sus primas el primer día que hiciese sol. Pero el señor Grégoire, con aire distraído, no estaba en la conversación; y al cabo de un momento continuó hablando en voz alta:

—Yo, si estuviera en tu pellejo, no me empeñaría en hacer imposibles, y procuraría entrar en tratos con los de Montsou… Cree que lo desean mucho, y que recuperarías fácilmente el dinero.

Aludía al odio inmemorial que se profesaban los concesionarios de Montsou y de Vandame. A pesar de la poca importancia de esta última Sociedad, su poderosa vecina se moría de rabia viendo enclavado en sus vastísimas posesiones aquel trozo de terreno que no le pertenecía, y después de haber procurado inútilmente arruinarla, se hacía la ilusión de poderla comprar por poco dinero, cuando fuesen mal los negocios de Vandame. Mientras tanto, continuaban haciéndose una guerra sin cuartel, despiadada, por más que los directores e ingenieros de una y otra mantenían corteses relaciones.

Los ojos de Deneulin habían brillado furiosos.

—¡Jamás! —exclamó con énfasis—. Mientras yo viva, los de Montsou no serán dueños de Vandame… El jueves comí en casa de Hennebeau, y noté que trataba de conquistarme. Ya el otoño pasado, cuando estuvieron aquí los consejeros de Administración de la Compañía, me hicieron mil carantoñas… ¡Sí! ¡Buenos están! ¡Conozco yo a esos duques y marqueses, a esos generales y ministros, más que las madres que los parieron! Unos bandidos, capaces de quitarle a uno la camisa, si lo encontraran en un camino.

No transigiría por nada del mundo. Por otra parte, el señor Grégoire defendía al Consejo de Administración de Montsou, compuesto de los consejeros nombrados por el contrato de 1760, que gobernaban despóticamente la Compañía, y de los cuales vivían cinco, que a la muerte de cada uno elegían al nuevo consejero entre los accionistas más ricos e influyentes. La opinión del propietario de La Piolaine, cuyos modestos gustos hemos descrito, era que aquellos señores faltaban a menudo a las conveniencias, por su excesivo amor al dinero.

Melania había empezado a quitar la mesa. Los perros volvieron a ladrar, y ya Honorina se dirigía a la puerta, cuando Cecilia, a quien sofocaban el calor y lo mucho que había comido, se levantó de la mesa:

—No, deja; debe ser mi profesora.

También Deneulin se había levantado. Cuando vio que la joven no estaba allí, preguntó sonriendo:

—¿Y esa boda con Négrel?

—No hay nada decidido todavía —contestó la señora de Grégoire—, un proyecto en embrión… Es preciso pensarlo.

—Es verdad —contestó el pariente con su acostumbrada sonrisa—. Creo que la tía y el sobrino… Y lo que más me sorprende es que la señora Hennebeau, conociendo el proyecto, demuestre tanto entusiasmo por Cecilia.

Pero el señor Grégoire se indignó. ¡Una persona tan distinguida y que tenía catorce años más que su sobrino! Eso era monstruoso, y no le gustaba que se tuvieran aquellas bromas en su casa. Deneulin, sin dejar de sonreír, le estrechó la mano, y se fue.

—Pues no era la profesora tampoco —dijo Cecilia, volviendo a entrar en el comedor—. Es aquella mujer de un minero, que nos encontramos el otro día… aquella mujer de un minero, que viene con sus dos hijos… ¿Entran aquí?

Hubo un momento de duda. ¿Estarían muy sucios? No, no mucho; y además, dejarían los zuecos en la antesala.

El padre y la madre, que habían vuelto a repantigarse cómodamente en sus butacas, se acabaron de decidir por no variar de postura y tener que salir del comedor.

—Que entren, Honorina.

Entonces entraron la mujer de Maheu y sus dos pequeñuelos, los tres muertos de frío, hambrientos, asustados de verse en aquella sala donde hacía tanto calor y olía tan bien a pastel.

II

En el cuarto de Maheu, que, como hemos dicho, se había quedado todo en silencio y a oscuras, había ido luego entrando poco a poco la claridad por entre las rejillas de las persianas; el aire, sin renovar, se iba haciendo cada vez más pesado, y todos continuaban durmiendo a pierna suelta:

Leonor y Enrique, el uno en los brazos del otro, y Alicia con la cabeza echada atrás, apoyada en su joroba, mientras el abuelo Buenamuerte, que ocupaba la cama de Zacarías y de Juan, roncaba con la boca abierta. No se oía ni el menor ruido en el gabinete donde la mujer de Maheu se había quedado durmiendo y dando de mamar a Estrella, con la cabeza echada a un lado, su hija recostada sobre ella, y durmiendo a su vez después de harta de mamar.

El cu-cu de abajo dio las seis. Por todo el barrio se oyó ruido de puertas que se abrían y cerraban; después el de los zuecos pisando sobre las losas de las aceras: eran las cernedoras, que se iban a la mina. Y volvió a reinar el silencio hasta las siete.

A esa hora se descorrieron las persianas, y a través de las paredes se oyeron toses y bostezos. Pero en el cuarto de los Maheu nadie se despertaba.

De pronto, un ruido terrible de gritos y bofetadas que se oían a lo lejos hizo incorporarse a Alicia. Tuvo conciencia de la hora que era, y, saltando de la cama, fue a despertar a su madre.

—¡Mamá, mamá; es muy tarde, y tienes que salir!… Cuidado, que vas a aplastar a Estrella. Y salvó a la niña, medio ahogada ya por la masa de carne de los pechos.

—¡Maldita suerte! —murmuraba la mujer de Maheu, restregándose los ojos—. Está una tan cansada, que no se levantaría en todo el día… Viste a Leonor y a Enrique, para que vengan conmigo, y tú cuidarás de Estrella, porque no quiero llevarla, no vaya a ponerse mala con este tiempo tan crudo.

Mientras tanto, se lavaba apresuradamente, y se ponía una faldilla azul, ya muy vieja, que era la mejor que tenía, y un gabán de lana gris, al cual había puesto dos o tres remiendos el día antes.

—¿Y la sopa? ¡Maldita suerte! —volvió a murmurar.

Mientras su madre bajaba al comedor, tropezando con todo, Alicia volvió a la alcoba con Estrella en brazos. Ésta se había puesto a llorar otra vez. Pero estaba acostumbrada a los berridos de su hermana, y a pesar de sus ocho años escasos tenía ya astucias de mujer para engañar y entretener a la pequeña. La echó en su cama, aún caliente, y la durmió, metiéndole el dedo en la boca para que chupase.

Ya era tiempo, porque en aquel momento estallaba otra disputa entre Leonor y Enrique, que habían despertado al fin y entre los cuales tuvo ella que poner paz. Aquellos dos muchachos no congeniaban, ni estaban en paz y abrazados más que cuando dormían. La niña, que tenía seis años, se enredaba a pescozones con su hermanito, más pequeño, desde que se levantaban, y el pobre Enrique los sufría sin devolverlos. Los dos tenían la cabeza muy grande y desproporcionado, cubierta de encrespados cabellos pelirrojos. Fue menester, para que se restableciese la paz, que Alicia tirase a su hermana de los pies, amenazándole con arrancarle la piel a fuerza de azotes. Luego hubo llantos y furias al irlos a lavar y a vestir. No querían abrir la ventana, para que no se despertase el abuelo Buenamuerte, que seguía roncando en el camastro de sus nietos.

—¡Vamos, ya está esto! ¿Habéis acabado? —gritó la mujer de Maheu.

Había abierto las ventanas y avivado la lumbre, echándole más carbón. Su esperanza consistía en que el viejo no se hubiera comido la sopa. Pero como encontró el pucherete completamente limpio, puso a cocer un poco de verdura que tenía escondida. Tendrían que resignarse a beber agua, porque no debía de quedar café, ni mucho menos manteca; así es que se quedó sorprendida al ver que Catalina había hecho el milagro de dejar un poco de cada cosa. En cambio, el armario estaba completamente vacío: nada, ni una corteza de pan, ni un hueso que roer. ¿Qué iba a ser de ellos, si Maigrat se empeñaba en no fiarles más, y si las señoras de La Piolaine no le daban siquiera un par de francos? Porque cuando su marido y sus hijos volviesen del trabajo, había que comer irremisiblemente.

—¿Bajáis, o no? —gritó de nuevo—. Ya debía haberme ido.

Cuando Alicia y los dos niños entraron en la sala, dividió la verdura en tres platos. Ella no quería, porque no tenía ganas, según dijo. Aunque Catalina había vuelto a pasar por el colador el café del día antes, volvió a hacer lo mismo, y se bebió dos tazas seguidas de aquel brebaje, que parecía agua sucia. Pero, en fin, bueno estaba; al menos le quitaría el hambre, y la haría entrar en calor.

—Oye —dijo, dirigiéndose a Alicia—, ten cuidado de que no se despierte tu abuelo y de que no se rompa Estrella la cabeza; si se despierta y llora mucho, aquí tienes un terrón de azúcar, lo deshaces en agua, y le das unas cucharadas… Ya sé que eres buena, y que no te lo comerás tú.

—¿Y la escuela, mamá?

—¿La escuela? Otro día irás, porque hoy te necesito.

—¿Quieres que haga yo la comida, si vienes tarde?

—La comida, la comida… No; espera a que yo vuelva.

Alicia, que tenía la precoz inteligencia de casi todos los niños enfermos, sabía guisar muy bien. Pero debió de comprender lo que significaba la negativa de su madre, y no insistió. Estaba ya en pie toda la gente del barrio; bandadas de muchachos se dirigían a la escuela, haciendo sonar estrepitosamente sus zuecos en las losas de la calle. Dieron las ocho; de la casa contigua, donde vivían los Levaque, salía el ruido de animadas conversaciones. Las mujeres empezaban a trabajar en sus casas, afanándose alrededor de sus cafeteras, con los brazos en jarras y meneando las lenguas como aspas de molino. Una cara ajada, de labios gruesos, de nariz chata, se acercó a la ventana de la sala de los Maheu, diciendo:

—¡Hola, vecina! ¿Sabes que hay novedades?

—Bueno, bueno; luego me las contarás —contestó la mujer de Maheu—, tengo que salir.

Y temiendo caer en la tentación de ponerse a chismorrear, agarró de la mano a Leonor y a Enrique, y salió con ellos. En el piso de encima, el viejo Buenamuerte seguía roncando como un bendito.

Al salir a la calle, la mujer de Maheu se quedó sorprendida, notando que el viento había cesado completamente. Estaba deshelando, pero hacía un frío intensísimo; el cielo tenía color de tierra, las paredes chorreaban a causa de la humedad, los caminos estaban intransitables por el mucho barro, un barro especial, que sólo se conoce en el país del carbón, negro y tan áspero, que se dejaba uno en él la suela de los zapatos. Al poco rato tuvo que dar una bofetada a Leonor, porque la chicuela se entretenía en recoger el barro con la punta de sus zuecos, como si fueran una pala.

—¡Verás, verás tú, grandísimo tunante, si te cojo y te rompo el alma, para que no hagas más bolitas!

Era que Enrique había recogido un puñado de barro, y se entretenía en hacer bolas con él. Los dos chiquillos, escarmentados por igual, entraron en orden, y ya muy formales, siguieron andando con trabajo porque los piececillos se les clavaban en el fango a cada paso.

Por el lado de Marchiennes, la carretera se extendía, bien cuidada, durante un par de leguas; pero por el de Montsou, el camino tenía mucha cuesta, y estaba lleno de baches; en cambio, estaba mucho más animado, porque a sus bordes comenzaba el pueblo. Multitud de casitas, pintadas unas de amarillo, otras de azul, otras con cal blanca, animaban el paisaje. Se veían también algunas casas más grandes, de dos pisos; estaban destinadas a vivienda de los jefes de taller. Una iglesia, también de ladrillos, que parecía un modelo de fábrica de nueva arquitectura, con su campanario cuadrado en forma de chimenea, y ennegrecido por el polvillo de carbón que invadía toda la campiña, era el edificio más saliente de todos. Ya dentro del pueblo, y aun en los caseríos de la carretera, predominaban las tiendas de bebidas, las tabernas, los despachos de cerveza, tan numerosos, que entre las mil casas del pueblo había quinientas tabernas lo menos.

Al aproximarse a las canteras de la Compañía, que eran una vasta serie de almacenes y talleres, la mujer de Maheu se decidió a coger un chico de cada mano. A la entrada de aquéllas se veía el palacio del director, señor Hennebeau; una especie de chalet enorme, separado del camino por una verja, y seguido de un jardín, donde crecían algunos árboles raquíticos. Precisamente a la puerta había un carruaje, del que se apearon un caballero y una señora envuelta en un abrigo de pieles: sin duda, alguna visita de París que había llegado aquella mañana a la estación de Marchiennes, porque la señora Hennebeau, que salió a recibirlos, lanzó una exclamación de sorpresa y alegría.

—¿Queréis andar, demonios? —gruñó la mujer de Maheu, tirando de sus dos hijos, que se atascaban en el fango.

Llegó a casa de Maigrat muy emocionada. Maigrat vivía al lado del palacio del director; una tapia separaba el hotel del señor Hennebeau de la estrecha vivienda que habitaba el comerciante, quien tenía un almacén y una tiendecilla, cuya puerta daba a la carretera. En ella vendía un poco de todo: especias, salchichería, frutas, pan, cerveza y objetos de fantasía. Había sido vigilante en la mina Voreux, y luego, al abrir tienda, empezó con una muy pequeña; pero después, gracias a la protección decidida de sus jefes, la había agrandado, aumentando su comercio, y acabando por matar la venta al por menor en Montsou. Acaparó las mercaderías, y su importante clientela de obreros le permitía vender a precios más baratos y abrir créditos mayores que todos los demás tenderos. Por otra parte, seguía siendo el protegido de la Compañía, que le había hecho de nueva planta la tienda y el almacén.

—Aquí estoy otra vez, señor Maigrat —dijo la mujer de Maheu con humildad, al verle en la puerta.

Él la miró sin contestarle. Era un hombre alto, grueso, fornido, que pretendía ser enérgico, y que cuando tomaba una resolución, ésta era siempre irrevocable.

—Vamos, no me despida como ayer. Necesitamos comer pan, de aquí al lunes… Es verdad que hace dos años le debemos sesenta francos; pero…

Y siguió hablando con frase entrecortada y voz poco segura. Aquélla era una deuda antigua, contraída durante una huelga. Veinte veces habían prometido pagarla; pero como no podían, apenas le daban cuarenta sueldos cada quincena. Además, les había sucedido una desgracia; habían tenido que pagar veinte francos a un zapatero que quería embargarles, y por eso no tenían ni un céntimo. Si no, hubieran podido tirar hasta el sábado, como los demás compañeros.

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