Germinal (17 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

BOOK: Germinal
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Cuando Maheu, al oscurecer, abandonó su jardín, se sentó en una silla, y apoyó la cabeza en la pared. Por las noches, en cuanto se sentaba, se quedaba dormido. En el cu-cu dieron las siete; Enrique y Leonor, empeñados en ayudar a Alicia acababan de romper un plato, cuando el abuelo Buenamuerte entró metiendo prisa para que se cenara y poderse volver a la mina. Entonces la mujer de Maheu despertó a su marido.

—¡Vamos a cenar! ¡Peor para ellos!… Ya son grandecitos para encontrar la casa. Lo malo es que no tenemos verdura.

V

En casa de Rasseneu, Esteban, después de haber comido, subió al cuartito que había de ocupar; una especie de buhardilla con una ventana al campo; Y muerto de cansancio, se echó vestido encima de la cama. No había dormido ni cuatro horas en dos días. Cuando despertó, anochecía ya; se quedó un momento inmóvil, como aturdido, sin acordarse del sitio donde se hallaba, y sentía tanto malestar, una pesadez tan grande en la cabeza, que trabajosamente se puso en pie, con el propósito de dar una vuelta y tomar el aire antes de comer, para luego irse a acostar.

El ambiente se había calmado, y el cielo iba encapotándose, cargado de esas nubes del norte, cuya proximidad se presentía por lo tibio y húmedo del aire. La noche avanzaba rápidamente. Sobre aquel mar inmenso de tierra rojiza, el cielo, cada vez más nublado, parecía que iba a desatarse en agua.

Esteban salió de la casa, y comenzó a andar a la ventura, sin más objeto que despejarse la cabeza y sacudir la fiebre de que se sentía acometido. Cuando pasó por delante de la Voreux, ya envuelta en la oscuridad, porque todavía estaban los faroles sin encender, se detuvo un momento, para ver salir a los mineros de por la tarde. Sin duda eran las seis, porque los obreros salían por grupos numerosos mezclados con otros de cernedoras, que iban riendo y cantando por los oscuros caminos que conducían a los barrios.

Primero pasaron por el lado del joven la Quemada y su yerno Pierron. Iban peleándose, porque ella se quejaba de que no la había defendido en una disputa que acababa de tener con un vigilante a propósito de la cuenta de su trabajo.

—¡Maldito seas! ¡Vaya un hombre! ¡Quedarse callado delante de uno de esos canallas que nos explotan!

Pierron continuaba su camino sin contestar, hasta que al fin exclamó: —¿Qué querías? ¿Qué hubiera abofeteado al jefe? Gracias; no tengo ganas de historias.

—¡Pues que te den morcilla entonces! ¡Ah, demonio! Si mi hija me hubiese hecho caso… Si estuviera yo en su pellejo, bien me las pagarías…

Las voces se perdieron a lo lejos, mientras Esteban la veía desaparecer con su nariz de pico de águila, sus enmarañados pelos blancos y sus brazos flacuchos y negros agitándose en el aire. Pero pronto puso atención a las palabras de unos jóvenes que pasaban por su lado.

Había reconocido a Zacarías, que estaba esperando allí a su amigo Mouque.

—¿Quieres venir? —le dijo éste al llegar—. Nos comeremos una tostada y nos iremos luego al Volcán.

—Dentro de un rato, porque ahora tengo que hacer. —¿Qué tienes que hacer?

El obrero se volvió, y vio a Filomena que salía del taller de cerner. Entonces creyó comprender.

—¡Ah! Bueno… Entonces me voy delante. —Sí; te alcanzo enseguida.

Mouque, al marcharse, tropezó con su padre, Mouque el viejo, que salía también de la Voreux; los dos hombres se dieron las buenas noches con frialdad, y el hijo echó por el camino real, mientras el padre seguía por la orilla del canal.

Entre tanto, Zacarías, que se había acercado a Filomena, la empujaba por un sendero apartado, a pesar de su resistencia. Ella decía que llevaba prisa, y que otro día; y se peleaban como marido y mujer que llevaran mucho tiempo de casados. No era nada agradable aquel no verse más que en el campo, sobre todo en invierno, cuando la tierra estaba mojada y no había trigos donde tenderse.

—Pero mujer, si no es eso —dijo él impacientándose—. Es que tengo que decirte una cosa.

La tenía cogida por la cintura y la empujaba suavemente. Luego, cuando estuvieron lejos del camino por donde iban los mineros, le preguntó si tenía dinero.

—¿Para qué? —dijo ella.

Él, que no sabía qué decir, habló tartamudeando de una deuda de dos francos que le iba a producir un disgusto en su casa.

—Calla… He visto a Mouque, y sé que vais al Volcán, a ver a esas puercas del café cantante.

Él se defendió como pudo, dándose golpes de pecho y jurando por su honor. Luego, viendo que ella se encogía de hombros, dijo bruscamente:

—Ven con nosotros, si quieres… Ya ves que no me estorbas. ¿Qué tengo Yo que hacer con esas cantantes?… Ven, ven.

—¿Y el chiquillo? —respondió ella—. ¿Crees tú que pueda una ir a ninguna parte con un chiquillo que ni está quieto un momento?… Deja que me vaya, que sin duda ya ni me esperan en casa.

Pero él la detuvo, suplicándole. Quería aquel dinero para no hacer mal papel con Mouque, al cual había prometido ir con él. Los hombres no podían acostarse todos los días a la hora de las gallinas. Ella, vencida, se había levantado el delantal y sacaba de la faltriquera una moneda de diez sueldos que con otro poco dinero tenía escondido para que no se lo robara su madre.

—Mira, tengo cinco —dijo—. Te prestaré tres; pero me has de prometer que convencerás a tu madre de que nos deje casarnos. ¡Basta ya de esta vida endemoniada! Mamá me echa en cara a cada momento el bocado de pan que como… Júramelo primero.

La pobre muchacha hablaba con voz tranquila, sin pasión, como una mujer simplemente harta de la vida que llevaba. Él juró que era cosa convenida, sagrada; luego, cuando tuvo en su poder las tres monedas, le dio un beso, le hizo cosquillas hasta que ella se echó a reír, y las cosas hubieran ido acaso más lejos, en aquel sitio que era su cama de invierno, si ella no hubiera dicho que no, que no le gustaba echarse en el suelo mojado. Filomena se fue al pueblo ella sola mientras él apresuraba el paso a campo traviesa para alcanzar a su compañero.

Esteban, tranquilamente, los había seguido desde lejos, sin comprender bien lo que pasaba, y creyendo que se trataba simplemente de una cita. En las minas, las muchachas eran precoces; se acordaba de las obreras de Lille, a las que iba a esperar a la salida del taller, cuando otro encuentro le sorprendió más todavía.

En la parte baja de la plataforma, una especie de foso, donde habían caído una porción de piedras desprendidas, estaba Juan, regañando con Braulio y Lidia, en medio de los cuales estaba sentado.

—¿Eh? ¿Qué es eso?… Voy a daros a cada uno otro soplamocos si no os calláis… Vamos a ver: ¿de quién ha sido la idea?

En efecto: Juan había tenido una idea. Después de haber pasado más de una hora con los otros chicos cogiendo berros en los prados a orillas del canal, había reflexionado, mientras contemplaba aquel montón de verde tan grande, que no podían comérselo en su casa, y en vez de volverse al barrio de los obreros, se dirigió a Montsou, dejando a Braulio de centinela, y obligando a Lidia a que llamase en casa de unos burgueses y vendiera los berros.

Él, que tenía ya alguna experiencia, decía que las chicas vendían lo que les daba la gana. En efecto: los vendió todos ' y la chiquilla volvió con once sueldos de ganancia, que se estaban repartiendo entre los tres.

—¡Es una injusticia! —declaró Braulio—, hay que hacer tres partes… Si tú te quedas con siete sueldos, nosotros no tocamos más que a dos por barba.

—¿Y por qué es injusto? —preguntó Juan furioso—. En primer lugar yo he cogido más que vosotros.

El otro se sometía casi siempre, poseído de cierta temerosa admiración, de cierta extraña credulidad que le hacía continuamente víctima de Juan, hasta el punto de que se dejaba pegar por éste, a pesar de ser mayor y más fuerte que él. Pero, esta vez, la idea de aquel dinero le animaba a ofrecer resistencia.

—¿No es verdad, Lidia, que nos roba?… Si no reparte bien, se lo diremos a tu madre. Juan le puso el puño en las narices.

—Yo seré quien vaya a vuestras casas diciendo que me habéis vendido los berros que traía para mi madre… Además, animal, ¿puedo dividir los once sueldos en tres partes iguales? Vamos a ver si lo haces tú que eres tan listo… Aquí tenéis cada uno de vosotros dos sueldos. Cogedlos de prisa o me los guardo también.

Braulio, convencido, cogió las dos monedas. Lidia, temblorosa, no había dicho una palabra, porque delante de Juan experimentaba siempre un miedo y un cariño parecidos al de una mujer maltratada por su amante. Cuando le dio su dinero, alargó la mano para cogerlo con sumisa alegría. Pero de pronto él se arrepintió.

—¡Eh! ¿Qué vas a hacer con tanto dinero?… Tu madre te lo quitará, si no sabes esconderlo… Mejor es que yo te lo guarde, y que cuando lo necesites me lo pidas.

Y los nueve sueldos desaparecieron. Para cerrarle la boca le había dado un beso riendo, y se revolcaba con ella por el suelo. Era su mujercita, y en los rincones oscuros ensayaban los dos el amor tal como lo comprendían y como lo veían hacer en su casa, mirando por entre las rendijas de los tabiques de tablas. Todo lo sabían: pero como eran muy pequeños, no podían ponerlo en práctica, limitándose a jugar como dos perrillos callejeros. Él llamaba a aquello jugar a papa y mama; y ella corría detrás de Juan, y se dejaba abrazar con el delicioso temblor del instinto, a menudo enfadada, pero cediendo siempre con la esperanza de algo que no acababa de llegar.

Como a Braulio no le daban nunca parte en aquellos juegos y Juan le abofeteaba cuando quería bromear con Lidia, mientras los otros dos, que no hacían caso de su presencia, se entretenían, él, poseído de un malestar inexplicable, los contemplaba furioso y sin hablar. Así es que no pensaba más que en asustarlos, en interrumpirlos, diciéndoles a menudo:

—Oye, tú; allí hay un hombre mirando.

Aquella vez no mentía: era Esteban, que continuaba su paseo. Los chicos dieron un salto, y se escaparon, mientras él siguió su camino, sonriendo al ver el susto que había dado a aquellos bribones. Indudablemente era demasiado para la edad que tenían; pero, ¿cómo había de suceder otra cosa?, veían y oían tanto y tanto, que sólo estando atados se hubiera impedido que quisieran imitar a los mayores. Pero Esteban, sin saber por qué, se entristecía al contemplar todo aquello.

A los cien pasos tropezó con otras parejas. Llegó a Réquillart, y allí, alrededor de la antigua mina en ruinas, todas las muchachas de Montsou andaban con sus novios a sus anchas. Era el sitio de cita común, el rincón apartado y desierto donde las obreras iban a tener su primer hijo cuando no se atrevían a echarlo al mundo en otra parte. Las tablas arrancadas de la valla les abrían la entrada en el descampado que había sido plataforma de la mina, cambiado ahora en un terreno que interceptaban a cada paso los restos de los cobertizos derrumbados, y algún que otro aparato que había quedado en pie. Había por allí carretillas destrozadas, maderos antiguos casi podridos, mientras que una endeble vegetación iba reconquistando espontáneamente aquel pedazo de tierra, que empezaba a cubrirse de verde hierba. Todas las muchachas estaban allí como en su casa; para cada una había un rinconcito, un escondite donde su amante la esperaba, encima de los maderos viejos, o dentro de las carretillas inútiles. A veces las parejas estaban tan próximas, que casi se codeaban; pero todos ocupados en el propio placer, tratando de no mezclarse en las operaciones del vecino. Y parecía que en torno de la cegada mina, junto a aquel pozo harto de soltar carbón, la naturaleza se desquitaba, implantando el amor libre, que, fustigado por los deseos del instinto, iba plantando hijos en los vientres de aquellas muchachas, apenas mujeres todavía.

Y allí vivía, sin embargo, un guarda, el viejo Mouque, al cual daba la Compañía dos barracas, que no se habían hundido de milagro, pero cuya carcomida armazón de madera amenazaba ruina. Había arreglado un poco el techo, y se encontraba allí a las mil maravillas, ocupando él con su hijo una de las habitaciones, y su hija la Mouquette, la otra. Como las ventanas no tenían ni un solo cristal, se habían decidido a cerrarlas, clavándoles unas tablas por dentro; así, aunque no se veía mucho, se estaba más caliente. Por lo demás, aquel guarda, que no tenía nada que guardar, se iba a cuidar sus caballos a la Voreux y no se ocupaba nunca de las ruinas de Réquillart, donde sólo se conservaban las bocas de los pozos para que sirvieran de chimenea a una máquina de ventilación que renovaba el aire de la mina contigua.

Así pasaba el viejo Mouque los últimos años de su vida, en medio de escenas de amor. La Mouquette había recorrido con los hombres todos aquellos rincones misteriosos, desde la edad de diez años, no como una chiquilla asustada y aún sin desarrollar como Lidia, sino como una mujer hecha y derecha, hasta para los hombres maduros. El padre no había dicho nada, porque su hija era muy respetuosa, y nunca se permitió introducir un amante en su casa. Por otra parte, estaba tan acostumbrado a aquellos espectáculos, que nada le asustaba.

Cuando iba o volvía al trabajo, cada vez que salía de su casa, tropezaba con parejas amorosas que se solazaban desvergonzadamente sobre la hierba; y peor si salía a buscar leña para encender la lumbre; entonces, veía levantarse delante de sí uno a uno todos los galanes de Montsou, mientras que con el mayor cuidado iba mirando donde pisaba, para no caer de bruces sobre el cuerpo de alguna muchacha. Poco a poco, todos se habían ido acostumbrando a los encuentros con el viejo, y nadie se molestaba ya, ni él, que miraba donde ponía los pies, ni las parejas, que no se tomaban el trabajo de interrumpirse, seguras de que, como buen viejo, que se sometía ante las cosas de la naturaleza, no les había de decir palabra. Pero así como ellas le conocían, aun de noche, él había acabado por conocerlas también. ¡Ah! ¡Qué juventud! ¡Con qué despreocupación se entregaba a satisfacer sus placeres! A veces meneaba la cabeza, como recordando y echando de menos mejores tiempos. Una sola cosa le causaba mal humor; dos enamorados habían tomado la costumbre de apoyarse en el tabique de su cuarto, que crujía a cada momento, y aunque la cosa no le quitaba el sueño, rabiaba, porque a la larga iban a echarlo abajo.

Todas las tardes el viejo Mouque recibía la visita de su amigo el tío Buenamuerte, que siempre, antes de comer, daba el mismo paseo. Los dos viejos hablaban apenas, cruzando cuando más, una docena de palabras durante la media hora que estaban reunidos. Pero les divertía verse juntos, pensando, el uno al lado del otro, en cosas antiguas, que recordaban con placer al mismo tiempo, sin necesidad de decírselas mutuamente. En Réquillart se sentaban en un madero, hablaban un par de palabras, y se iban al país de los sueños y de los recuerdos, con la cabeza agachada y mirando al suelo. Alrededor de ellos, los mozos del pueblo se divertían con sus novias; se oían de vez en cuando risas misteriosas y rumor de besos, y un olor a mujer subía de la verde hierba que las parejas hollaban con sus cuerpos. Hacía ya cuarenta y tres años lo menos que el tío Buenamuerte había escogido por esposa a una comedora, tan endeble y tan bajita, que tenía necesidad de subirla a una carretilla para poder besarla a su gusto. ¡Ah! ¡Cuánto tiempo había transcurrido! ¡Cuántas cosas habían pasado desde entonces! Y los dos viejos se separaban luego, meneando tristemente la cabeza, y a menudo sin despedirse siquiera.

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