Precisamente al entrar Chaval y Catalina, vieron a Zacarías y a Filomena, que también estaban allí. Se saludaron, dándose un apretón de manos, y se pusieron a charlar; de pronto Zacarías se enfadó, viendo a un herrero que había ido, por curiosidad, con sus compañeros los de los pájaros, pellizcando a su hermana en los muslos; y ella, colorada como la grana, le hacía señas para que callase, temerosa de que se armara una disputa y cayesen todos aquellos herreros sobre Chaval, si éste protestaba de que la tocaran. Catalina había notado las intenciones de aquel hombre, pero disimulaba por prudencia. Al fin salieron de allí los cuatro, y la cuestión pareció terminada sin ulteriores consecuencias.
Pero apenas entraron en el café de Piquette, se presentó el herrero de los pellizcas, burlándose de ellos, y mirándolos con aire de provocación.
Entonces Zacarías sacó la cara por los de la familia, y se lanzó contra el, insolente.
—¡Es mi hermana, canalla!… ¡Espera, por vida de…, yo te la haré respetar!
La gente se interpuso entre los dos hombres, mientras Chaval, muy tranquilo, repetía:
—Déjalo; eso es cosa mía… Te digo que no me importa.
Maheu llegó con sus amigos en aquel momento, y tranquilizó a Filomena y a Catalina, que estaban llorando. Pero la gente se reía porque el herrero había desaparecido sin saber cómo. Para que todo se olvidase, Chaval, que estaba allí en su casa, convidó a cerveza. Esteban tuvo que brindar con Catalina; todos bebieron juntos: el padre, la hija y su amante, el hijo y su querida, diciendo unos y otros cortésmente: "A la salud de la compañía". Luego Pierron se empeñó en pagar una ronda, y ya se había convenido en ello, cuando Zacarías, al ver a su amigo Mouque, pareció enfurecerse de nuevo. Le llamó para ir, según decía, a darle su merecido al bribón del herrero, que se le había escapado.
—¡Lo voy a reventar!… Mira, Chaval; ahí te quedas con Filomena y Catalina… Vuelvo enseguida.
Maheu a su vez convidó también. Después de todo, si su hijo quería vengar la ofensa hecha a su hermana, la cosa era natural. Pero Filomena, tranquila al ver que se había ido con Mouque, meneaba 1 a cabeza de un modo singular. Estaba segura de que los dos tunantes iban al Volcán.
Todos los días de feria, la función se acababa en el baile de la Alegría. La viuda Désir era la empresaria de aquel salón de baile: una mujerona de cincuenta años, de una redondez de tonel; pero tan ardiente, que se permitía el lujo de tener seis amantes, uno para cada día de la semana, y los seis para el domingo, según ella decía. Llamaba sus hijos a todos los mineros de los alrededores; se enternecía al pensar en los ríos de cerveza que les había servido durante treinta años, y se vanagloriaba también de decir que ni una muchacha siquiera se había quedado jamás embarazada sin bailotear de lo lindo en su casa. La Alegría se componía de dos salas: la taberna, donde se hallaba el mostrador y las mesas, y el salón de baile, espaciosa habitación, entarimada en el centro y enlosada con ladrillos todo alrededor. Estaba adornada con dos guirnaldas de flores de papel, que cruzaban de un ángulo a otro del techo, y se reunían en el centro por medio de una corona hecha también de flores de la misma clase, mientras en las paredes se veían estampas con filos dorados, representando santos: San Eloy, San Crispín, patrón de los zapateros, Santa Bárbara, patrona de los mineros, y otros.
El techo era tan bajo, que los tres músicos, subidos en un tabladillo del diámetro de un púlpito, daban con la cabeza en él. Para alumbrar el salón por las noches, colgaban cuatro lámparas de petróleo, una en cada rincón de la sala.
Aquel domingo estaban bailando desde las cinco de la tarde, a la luz que entraba por las ventanas, abiertas de par en par. Pero a las siete fue cuando se llenó el salón. En la parte de afuera se había desencadenado un vendaval espantoso, levantando nubes de polvo negro que cegaba a las gentes y ensuciaban las patatas fritas que había en los puestos de la feria.
Maheu, Esteban y Pierron, que habían entrado a sentarse un rato acababan de encontrar en la Alegría a Chaval, que bailaba con Catalina, mientras Filomena, sola, los miraba tristemente. Ni Levaque ni Zacarías habían aparecido. Como no había bancos desocupados, Catalina se reservaba para después de cada baile un sitio en la mesa de su padre. Llamaron a Filomena; pero ésta dijo que se hallaba mejor en pie. Empezaba a anochecer; los tres músicos tocaban con entusiasmo, y en la sala ya no se veía más que el movimiento acompasado de las caderas y de los pechos en medio de una indescriptible confusión de brazos. Una gritería espantosa acogió la aparición de las cuatro lámparas, y de pronto todo se iluminó: los rostros arrebatados y sudorosos, los cabellos desgreñados y pegados a la piel de las frentes, y las faldas volando por el aire y recogiendo como abanicos el olor fuerte que despedían aquellas parejas agitadas y llenas de sudor. Maheu, riendo, se dirigió a Esteban, señalando a la Mouquette, que, a pesar de su talle de tonel, bailaba como una peonza entre los brazos de un minero delgaducho como un alambre: indudablemente procuraba consolarse con otro hombre.
A las ocho de la noche apareció la mujer de Maheu, llevando en brazos a Estrella, y seguida de Enrique y Leonor. Iba allí a buscar a su marido, segura de que le encontraría. Más tarde cenarían, porque nadie tenía gana, sino, por el contrario, sentían todos el estómago cargado de café y de cerveza. Empezaron a llegar otras mujeres casadas, y pronto se cruzaron rumores y cuchicheos al ver que detrás de la mujer de Maheu entraba la de Levaque, acompañada por Bouteloup, que llevaba de la mano a Aquiles y a su hermana, los chiquillos de Filomena. Las dos vecinas parecían ser muy amigas y estaban muy comunicativas la una con la otra. Por el camino habían tenido una conversación formal; la mujer de Maheu se había resignado bruscamente al casamiento de Zacarías, rabiosa por perder el dinero de su hijo mayor, pero consolada con la idea de que era una injusticia seguir sosteniendo aquella situación imposible. Procuraba, por lo tanto, poner buena cara; pero por dentro iba la procesión, como se dice vulgarmente; pues, como buena mujer de su casa, se devanaba los sesos para discurrir el medio de sustituir los ingresos del jornal de Zacarías.
—Siéntate ahí, vecina —dijo a la mujer de Levaque, señalando a una mesa próxima a la que ocupaban Maheu, Esteban y Pierron.
—¿No está mi marido con vosotros? —preguntó la de Levaque.
Los amigos le contestaron que volvían enseguida. Todos callaban, incluso Bouteloup y los chiquillos, que estaban tan estrechos entre tanta gente, que las dos mesas formaban una sola. Pidieron cerveza. Al ver a su madre y a sus hijos, Filomena se había acercado a la reunión. Aceptó una silla, y pareció satisfecha al saber que al fin iba a casarse; luego, cuando le preguntaron por Zacarías, respondió con voz tranquila:
—Le estoy esperando; anda por ahí.
Maheu había cruzado una mirada de inteligencia con su mujer. ¿Consentía al cabo en la boda? También él se puso serio, y siguió fumando sin hablar palabra. A su vez se preocupaba, pensando en el mañana, ante la ingratitud de aquellos hijos que se iban casando uno a uno, y dejando a sus padres en la miseria…
La gente joven seguía bailando; el final de una danza desenfrenada envolvía el salón en una nube de polvo; el entarimado crujía, y el cornetín de un músico sonaba desesperado y desentonadamente, como el silbato de una locomotora pidiendo auxilio; cuando concluyó el baile, volvieron a aparecer las parejas, echando humo, como si fuesen caballos.
—Oye —murmuró la mujer de Levaque, acercándose al oído de la de Maheu—, ¿no hablabas de ahogar a Catalina como hiciese tonterías?
Chaval acompañaba en aquel momento a su querida a la mesa donde estaba la familia, y ambos en pie detrás de su padre acababan de beberse los vasos de cerveza que habían empezado antes de salir a bailar.
—¡Bah! —dijo la de Maheu con ademán resignado—. Eso dicen. Pero lo que me tranquiliza es que no puede tener hijos todavía; estoy segura de ello… No faltaba más sino que los tuviera, y me viera obligada a casarla también… ¿Qué iba a ser de nosotros entonces?
El cornetín preludiaba una polca, y mientras empezaba de nuevo el estrépito de la danza, Maheu comunicó a su mujer una idea que acababa de ocurrírsele. ¿Por qué no habían de tomar un huésped; Esteban, por ejemplo, que andaba buscando casa? Tendrían sitio, puesto que Zacarías se marchaba, y el dinero que perdían por un lado lo ganarían así, en parte al menos, por el otro. En el semblante de la mujer de Maheu se retrataba el buen efecto producido por aquella proposición; indudablemente era una buena idea, y precisaba arreglarlo. Creyéndose de nuevo a salvo del hambre, se puso contenta, y pidió que llevaran otra ronda de cerveza.
Esteban, entre tanto, procuraba instruir a Pierron, al cual explicaba su proyecto de una Caja de Socorros. Le había hecho ya prometer que se adheriría, cuando tuvo la imprudencia de descubrir su verdadero objeto.
—Y si nos declaramos en huelga, ya comprenderás la utilidad de esos fondos. Nos tendrá sin cuidado la Compañía, nos reiremos de ella, y contaremos con dinero para resistir… ¿Eh? ¿Qué dices a eso?
Pierron había bajado la vista, palideciendo a la idea de comprometerse, y tartamudeó:
—Lo pensaré… La mejor Caja de Socorros es portarse bien.
Entonces Maheu habló con Esteban, ofreciéndole tomarlo de huésped, sin andarse con ambages y rodeos. El joven aceptó del mismo modo, porque estaba deseando vivir en el barrio de los obreros, a fin de hallarse más en contacto con sus compañeros. Una vez convenida la cosa, la mujer de Maheu declaró que era preciso esperar a que Zacarías se casara.
Al fin, en aquel momento se presentaba en el salón el hijo mayor de los Maheu, acompañado de Mouque y de Levaque. Los tres iban oliendo al Volcán, olor de ginebra, mezclado al de las mujeres poco limpias que cantaban en aquel café. Estaban muy borrachos; pero parecían satisfechos de sí mismos, y entraban dándose codazos y sonriendo maliciosamente. Filomena, siempre tranquila, dijo que prefería verle reír a que llorase. Como no había más sillas, Bouteloup se estrechó para ofrecer la mitad de la suya a Levaque. Y éste, enternecido al ver allí a todos reunidos, convidó otra vez a cerveza.
—¡Por vida de Dios! Bebamos, porque no nos vemos a menudo todos reunidos y divirtiéndonos tanto.
Allí permanecieron hasta las diez. Seguían llegando mujeres en busca de sus maridos. Poco a poco se reunieron inmensos grupos de chiquillos, que iban detrás de ellas; y las madres, sin recato alguno, sacaban sus pechos largos y rubios como sacos de avena, y daban de mamar a los más pequeños, mientras sus hermanos, ya mayorcitos, andaban a cuatro patas por debajo de las mesas, solazándose con el mayor cinismo.
Se había gastado un mar de cerveza; los toneles de la señora Désir estaban casi desocupados; la cerveza redondeaba las panzas, y chorreaba por todas partes, por las narices, por la barba, por el pecho. Tantas eran las apreturas, que cada cual tenía un codo o una rodilla clavado en su vecino; todos estaban, sin embargo, alegres y satisfechos, y charlatanes. Una carcajada sin interrupción tenía las bocas constantemente abiertas de oreja a oreja. Hacía tanto calor como dentro de un horno; todos se desabrochaban para estar más cómodos; y el único inconveniente era la necesidad frecuente de levantarse. De cuando en cuando una mujer abandonaba su asiento, se iba al patinillo junto a la bomba del pozo, se levantaba las faldas, y se volvía a su sitio. Los que bailaban no se veían ya envueltos como estaban en una nube de polvo denso, la cual animaba a los muchachos a tomarse ciertas libertades con sus parejas, seguros de que nadie lo notaba.
Alguna pareja se caía al suelo; pero cuando esto sucedía el cornetín soplaba más deprisa, y el compás se aligeraba, y las demás parejas, como torbellinos, pasaban por encima de los que estaban en el suelo.
Un vecino que entraba en aquel momento advirtió a Pierron que su hija Lidia, borracha, estaba durmiendo en el suelo.
Se había bebido su parte de la botella robada, y borracha como una cuba, había podido llegar hasta allí, dando tumbos, mientras Juan y Braulio, un poco más fuertes, la seguían riéndose de ella.
Aquella fue la señal para marcharse: las familias salieron del salón de la Alegría; los Maheu y los Levaque decidieron volver a su casa. A aquella hora el tío Buenamuerte y su amigo el viejo Mouque salían también de Montsou con su paso acostumbrado de sonámbulos, y, como siempre, encerrados en el silencio de sus recuerdos. Todos emprendieron el camino reunidos, pasaron otra vez por la feria, donde estaban apagando los asadores y retiraban las mesas de las tabernas, chorreando ginebra y cerveza por todas partes. El tiempo seguía amenazando tempestad; hacía un calor sofocante. Al salir a lo oscuro del camino, se oyó reír alegremente, en la oscuridad, en todas direcciones. Resoplidos ardientes y suspiros ahogados salían de entre los trigos, y aquella noche seguro que influyó mucho en el aumento de población de Montsou y de los alrededores. Llegaron al barrio de los obreros a la desbandada. La mujer de Pierron no había vuelto aún a su casa. Ni los Levaque ni los Maheu cenaron con apetito.
Esteban se había llevado a Chaval, para beber otro poco con él en casa de Rasseneur.
—¡Comprendido! —dijo Chaval, cuando su compañero le hubo explicado lo de la Caja de Ahorros—. ¡Chócala! ¡Tú eres de los buenos!
Un principio de embriaguez hacía brillar los ojos de Esteban, que exclamó:
—Sí, estamos de acuerdo… Mira, yo, por la justicia, lo sacrificaría todo: la bebida y las mujeres. ¡No hay más que una cosa que me entusiasme: la idea de que vamos a acabar con todos los burgueses!
A mediados de agosto, Esteban se instaló en casa de Maheu, cuando Zacarías casado ya, pudo conseguir que la Compañía le diese una habitación para él, su mujer y sus dos hijos; al principio el joven sentía cierta turbación delante de Catalina.
Aquella era la vida íntima de todos los momentos; Esteban reemplazaba en todas partes a su hermano mayor, y hasta compartía con Juan la cama de enfrente a la de las muchachas. Al acostarse, al levantarse, tenía que vestirse y desnudarse delante de ella, y la miraba también, mientras ella hacía lo mismo. Cuando desaparecía la falda, la veía blanca, con esa palidez de las rubias anémicas, y experimentaba una continua emoción al observar el contraste de aquellas carnes con la de la cara y las manos, ya estropeadas. Esteban se volvía de espalda como para no verla; pero la contemplaba, sin embargo, primero los pies, con los que tropezaba su mirada fija en el suelo; luego una rodilla nada más, que entreveía al acostarse; luego el seno naciente y bien contorneado cuando se inclinaba sobre la jofaina para lavarse por la mañana. Ella, sin mirar, procuraba darse prisa; se desnudaba en diez segundos, y se acostaba al lado de Alicia con la rapidez suave de una culebra, después de haber dejado los zapatos al pie de la cama y volviéndose de espaldas, como si así la vieran menos.