Jamás, por otra parte, tuvo motivo para enfadarse con él. Si bien una fuerza superior a su voluntad hacía que la mirase a su pesar y de reojo cuando se desnudaba o se vestía, evitaba cuidadosamente todo género de bromas y de juegos de manos peligrosos. En primer lugar, estaban allí los padres, y además él sentía cierto rencor hacia ella, que le impedía tratarla como a una mujer a quien se desea. Así habían acabado por hacer vida común a la hora de dormir y de levantarse, a las horas de comer y durante el trabajo, sin guardar secretos para nada, ni aun para las necesidades más íntimas. Todo el pudor de la familia se había refugiado en la operación de bañarse, lo cual hacía la joven sola en el cuarto de arriba mientras los demás se bañaban en la sala de abajo.
Y al cabo de un mes, Esteban y Catalina parecían no verse ya cuando por la noche, antes de apagar la vela, iban desnudos de una parte a otra de su cuarto. Ella dejaba ya de darse prisa, volviendo a su antigua costumbre de recogerse el pelo antes de meterse en cama, con los brazos en alto Y la camisa subida hasta más arriba de las rodillas; y él, a menudo, a medio desnudar, la ayudaba y le buscaba las horquillas que se le caían al suelo.
La costumbre mataba la vergüenza de estar desnudo; encontraban lo más natural del mundo verse así, porque no hacían daño con eso, y no era culpa de ellos si en la casa no había más habitaciones disponibles. A veces, sin embargo, se sentían acometidos de extrañas turbaciones, precisamente en los momentos en que menos pensaban en nada culpable. Esteban, después de no haberse fijado en muchos días en la blancura de su cutis, volvía a notar sus carnes, que le hacían sentir un estremecimiento por todo el cuerpo, y le obligaban a volverse de espaldas para resistir a los deseos que le atormentaban. Ella, otras noches, sin razón aparente, tenía accesos de púdica emoción; huía, se metía entre las sábanas como si sintiera que las manos de aquel muchacho la cogían. Luego, cuando apagaban la vela, uno y otro comprendían que estaban despiertos, y que, a pesar del cansancio del trabajo, pensaban el uno en el otro. Aquello era a veces causa de que se pelearan por la mañana, porque preferían las noches de tranquilidad, en que se trataban como buenos amigos nada más.
Esteban no se quejaba sino de Juan, que dormía dando muchas vueltas en la cama; Alicia, respiraba tranquilamente toda la noche, y los chiquillos, Enrique y Leonor, amanecían en la misma postura que tenían al dormirse. En la casa, a oscuras, no se oía más ruido que los ronquidos de Maheu y de su mujer.
En resumen: Esteban se encontraba mucho más a gusto que en casa de Rasseneur, porque la cama no era mala, y se mudaban las sábanas un sábado sí y otro no. Comía también mejor, y no lamentaba más que la poquísima frecuencia con que tenían carne. Pero toda la familia carecía de ella, y no podía pedir que por los cuarenta y cinco francos que pagaba de pupilaje le dieran conejo en todas las comidas. Aquellos cuarenta y cinco francos venían muy bien a la familia, que iba saliendo adelante, si bien dejando atrás alguna que otra pequeña deuda, y los Maheu se mostraban agradecidos a su huésped, le lavaban la ropa, se la repasaban y le arreglaban todas sus cosas; en una palabra: Esteban sentía en torno suyo la limpieza y los cuidados de una mujer.
Aquella fue la época durante la cual Esteban comenzó a comprender las ideas que le preocupaban desde hacía tiempo. Hasta entonces, no había tenido en sí más que el deseo instintivo de sublevarse en medio de la sorda fermentación de sus compañeros. Se le presentaban todo género de confusas cuestiones: ¿Por qué la miseria de unos? ¿Por qué la riqueza de otros? ¿Por qué aquéllos siempre detrás de éstos, y sin esperanza de llega jamás a ellos? La primera etapa fue convencerse de su ignorancia. Desde entonces, cierta secreta vergüenza, cierto oculto malestar, le combatieron de continuo; no sabía nada, no se atrevía a hablar de aquellas cosas que le apasionaban: la igualdad de todos los hombres, la equidad, que exigía el reparto de los bienes de la tierra. Así es que se vio arrastrado al estudio desordenado como hacen todos los ignorantes sedientos de ciencia. Se carteaba con Pluchart, más instruido que él, sobre todo en el movimiento socialista. Hizo que se le mandasen libros, cuya lectura, mal dirigida, acabó de excitarle: un libro de medicina, sobre todo, La higiene del minero, en el cual un doctor belga había resumido los males de que mueren los pueblos hulleros; sin contar varios tratados de economía política, de una aridez técnica, incomprensible, y folletos anarquistas, que le trastornaban, y números antiguos de periódicos que guardaba enseguida como argumentos sin vuelta de hoja, para cuando se le ocurriese discutir con alguien. Souvarine le prestaba también libros, y la obra sobre sociedades cooperativas le había hecho pensar durante un mes en una sociedad universal de cambio, que aboliera el dinero y basara sobre el trabajo toda la vida social. La vergüenza de su ignorancia iba desapareciendo y desde que comprendía que pensaba, se iba volviendo orgulloso.
Durante los primeros meses, Esteban permaneció entregado al entusiasmo fanático de los neófitos, con el corazón repleto de noble y generosa indignación contra los opresores, y alimentando la esperanza de que al fin triunfarían los oprimidos.
Todavía, en medio de la vaguedad de sus lecturas, no había sabido fijar un sistema. Las reivindicaciones prácticas de Rasseneur se mezclaban en su cerebro con las destructoras violencias de Souvarine; y cuando salía de la taberna La Ventajosa, adonde continuaba yendo casi todos los días para murmurar con ellos de la Compañía, caminaba como un sonámbulo, soñaba que asistía a la completa regeneración de los pueblos, sin que hubiese habido necesidad ni de romper un vidrio, ni de derramar una gota de sangre. Por otra parte, los medios de actuación continuaban confusos y prefería creer que las cosas irían como es debido, porque en cuanto pensaba en formular un programa de reconstrucción se le iba la cabeza. Se mostraba, sin embargo, partidario de la moderación; y lleno de inconsecuencias, decía a veces que era necesario separar la cuestión política de la social, una frase que había leído, y que le parecía buena para repetirla entre los Temáticos mineros con los cuales vivía.
Todas las noches, en casa de Maheu, charlaban un rato de sobremesa antes de ir a acostarse. Esteban sacaba siempre la misma conversación. A medida que se iba instruyendo, se sentía más disgustado con la promiscuidad de sexos que reinaba en todo el barrio. ¿Eran, acaso, animales para vivir hacinados de aquel modo, tan hacinados, que no era posible mudarse de camisa sin enseñar la carne al vecino? Además, aquello era terrible para la salud del cuerpo y para la del alma, porque los chicos y las chicas crecían pudriéndose.
—¡Demonio! —exclamaba Maheu—. Si tuviéramos más dinero, viviríamos con más comodidad… Porque la verdad es que nadie gana con estar unos encima de otros continuamente. Esto acaba siempre porque los hombres se hagan borrachos y las mujeres perdidas.
Cada uno de la familia decía lo que pensaba sobre el particular, en tanto que el petróleo del quinqué viciaba el aire de la sala, impregnada ya de olor de cebolla frita. No; la vida de aquel modo no tenía ciertamente nada de agradable. Trabajaban como bestias en una faena que en otras épocas se reservaba para los presidiarios, y se exponían diariamente a morir aplastados por las rocas, sin conseguir ganar para comer carne siquiera. Claro está que comían, pero sólo lo estrictamente necesario para no morirse, y eso a fuerza de contraer deudas, y como si robasen el dinero que ganaban. Cuando llegaba el domingo, dormían rendidos del trabajo de la semana. No tenían más placeres que emborracharse o cargarse de familia, cuando lo que estorbaban eran los hijos. No, no tenía nada de agradable aquel modo de vivir.
La mujer de Maheu se mezclaba entonces en la conversación.
—Lo malo es —decía— pensar que no hay medio de que esto varíe… Cuando joven, se imagina una que llegará la felicidad, porque se espera, sin saber qué; y luego no se sale nunca de la miseria… Yo no deseo mal a nadie; pero hay veces que estas injusticias me sublevan.
Callaban un instante, y si el viejo Buenamuerte estaba allí por casualidad, abría los ojos, sorprendido, porque en sus tiempos nadie se ocupaba en semejantes cosas: se nacía entre el carbón, se trabajaba en la mina, se moría cuando menos se pensaba, y aquí paz y después gloria: mientras que ahora todos los carboneros tenían ambiciones desmedidas.
—No hay que hacerse ilusiones —añadía—. Los jefes son a menudo unos canallas; pero siempre ha de haber jefes, y es inútil romperse la cabeza pensando en esas cosas.
Entonces Esteban se exaltaba. ¡Cómo! ¿Había de estar prohibido al obrero pensar como los demás? ¡Pues precisamente porque pensaba no tardarían en variar las cosas! En los tiempos del viejo, el minero vivía en la mina como un animal, como una máquina de sacar carbón, siempre debajo de tierra, y con los oídos y los ojos cerrados a los acontecimientos del mundo. Por eso los ricos, que oían y veían, le explotaban despiadadamente, sin que él lo advirtiese. Pero ahora el minero se ilustraba; y el día menos pensado le verían conquistando sus derechos, uniéndose en apretado haz y formando un ejército de hombres libres que restablecerán la justicia. ¿Acaso desde la revolución no eran iguales todos los ciudadanos? Las grandes Compañías con sus máquinas de vapor lo acaparaban todo, y ya no tenían contra ellas ni siquiera la garantía de otros tiempos, cuando la gente de oficio se reunía para defenderse. Por eso, ¡maldita sea!, y por otras cosas más, era evidente que la cuerda se había de romper muy pronto, gracias a la instrucción del obrero.
No había que ver más que lo que pasaba en el barrio, sin ir más lejos: los abuelos no sabían ni escribir sus nombres, los padres firmaban y los hijos leían y escribían como unos profesores. ¡Ah! La cosa marchaba poquito a poco, pero con paso seguro. Desde el momento en que no se veía cada cual relegado a un sitio determinado para toda la vida y que podía tener la ambición de ocupar el sitio del vecino, ¿porqué no se había de andar a puñetazos y tratar de ser el más fuerte?
Maheu, aunque entusiasmado, continuaba desconfiando mucho del éxito.
—En cuanto uno hace lo más mínimo —decía—, le despiden y se queda sin trabajo. Tiene razón mi padre; el minero será siempre al que le toque perder, sin la esperanza siquiera de comer todos los días… Esto está perdido, y no cambiará.
La mujer de Maheu, que hacía rato estaba silenciosa, exclamó entonces, como saliendo de un sueño profundo:
—¡Si siquiera fuera verdad lo que cuentan los curas; que los pobres de aquí son ricos en la otra vida!
Una carcajada general la interrumpió: hasta los chiquillos se encogieron de hombros, porque eran incrédulos como los mayores, sin más creencia que el temor a los aparecidos de la mina, pero burlándose de todo cuanto decía la Iglesia.
—¡Al diablo los curas! —exclamaba Maheu, siempre que su mujer hablaba de ellos—. Si creyeran lo que dicen, comerían menos y trabajarían más, para conquistar un buen sitio en el cielo… No; cuando se muere uno, muerto se queda, y se acabó.
La mujer suspiraba tristemente.
—¡Ah, Dios mío, Dios mío! —solía decir, dejando caer las manos sobre las rodillas con ademán de honda desesperación.
—Tenéis razón —añadía después—; está esto perdido para nosotros, y no hay manera de arreglarlo.
Se miraban unos a otros. El tío Buenamuerte escupía en el pañuelo, mientras Maheu se quedaba con la pipa apagada en la boca.
Alicia escuchaba atentamente, entre Leonor y Enrique, que dormían con los codos en la mesa, y la cabeza apoyada en ellos. Pero Catalina, sobre todo, con la barbilla puesta en la palma de la mano, parecía beber con sus rasgados y expresivos ojos cada una de las palabras de Esteban, cuando éste explicaba su fe en que algún día habría de realizarse su sueño dorado de regeneración social.
En torno de ellos, todos los vecinos del barrio dormían, sin que el profundo silencio que reinaba fuese alterado más que por el llanto de algún chiquillo o los gritos de algún borracho pesado que disputaba con su mujer. En la sala, el reloj continuaba, sin interrumpirse jamás, con el acompasado tic-tac del péndulo, y de los enarenados ladrillos del suelo subía una frescura húmeda, a pesar de lo enrarecido del aire.
—¡Vaya unas ideas! —decía el joven—. ¿Tenéis acaso necesidad de la existencia de Dios y de su paraíso para ser felices? ¿No podéis buscaros la felicidad en este mundo?
Y con voz de neófito entusiasmado hablaba y hablaba extensamente, abriendo un horizonte vago de esperanza a aquellas pobres gentes ignorantes. Esteban estaba seguro de que la miseria horrible, el insoportable trabajo, la predestinación a vivir como animales, todas las desgracias, en una palabra, desaparecerían pronto, como desaparecen las nubes tormentosas a la salida del sol radiante. Del cielo bajaría la justicia a la tierra. Y puesto que Dios había muerto, la justicia vendría a asegurar la dicha a todos los hombres, haciendo que reinase por todas partes la igualdad y la fraternidad.
Una sociedad completamente nueva crecería como por encanto como un sueño, sociedad admirable, donde cada ciudadano viviría de su trabajo, disfrutando a su vez su parte de satisfacciones y bienestar. La sociedad actual, que estaba podrida, se desharía en polvo, y una humanidad nueva, purgada de sus crímenes e infamias, formaría una solo pueblo de trabajadores, cuya divisa sería: "A cada cual según sus méritos, y a cada mérito según sus obras".
Al principio la mujer de Maheu no quería escucharle, presa de un terror inexplicable y sordo. No, no, aquello era demasiado hermoso, no había que hacerse ilusiones, porque luego la vida real era más abominable, y le daban a uno ganas de destruirlo todo para ser feliz. Sobre todo, cuando veía los ojos animados de su marido, que se dejaba convencer fácilmente, la pobre mujer interrumpía a Esteban:
—¡No le hagas caso, marido! Ya ves que esos son cuentos… ¿Crees tú que los ricos consentirían nunca en trabajar como nosotros?
—Pero poco a poco ella misma se dejaba influir por las palabras del ardiente neófito. Acababa por sonreír y penetrar con la imaginación en aquel mundo ideal, tan bien descrito por su huésped. ¡Era tan agradable olvidar siquiera durante una hora la triste realidad! Cuando se vive como los brutos, siempre mirando al suelo, hay que alimentar algunas engañosas esperanzas, siquiera para consolarse del triste destino.
Y la pobre mujer se dejaba apasionar, más que por nada, por la idea de justicia que tenía el joven.