Germinal (27 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

BOOK: Germinal
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Richomme que había salido delante tenía ya dada orden para que estuviera preparada una jaula ascensor. Pierron y otro cargador embalaron enseguida las dos fúnebres carretillas. En una iba Maheu con el muchacho herido en los brazos mientras en la otra Esteban tenía que llevar abrazado el cadáver del Naranjero, para que no tropezara en ninguna parte. Luego, así que los demás departamentos estuvieron atestados de obreros la jaula comenzó a subir. Tardaron dos minutos. Todos iban mirando hacia arriba, impacientes esta vez por ver la luz del sol.

Afortunadamente, un aprendiz, a quien enviaron a buscar al doctor Vanderhaghen, le había encontrado en casa, y llegaba con él en aquel momento. Juan y el muerto fueron conducidos al cuarto de los capataces, donde, a pesar de que no hacía frío, ardía una lumbre magnífica. Retiraron las cubetas de agua tibia preparadas ya para que los capataces se lavaran los pies, y extendiendo dos colchones en el suelo, colocaron en ellos al hombre y al muchacho. Solamente Maheu y Esteban entraron. Afuera, las mujeres, los demás obreros y los aprendices que habían acudido, hablaban en voz baja.

En cuanto el médico dirigió una mirada al Naranjero, murmuró: —¡Éste se fastidió! ¡Ya podéis lavarlo!

Dos vigilantes desnudaron y lavaron con una esponja aquel cadáver, negro de carbón y sucio todavía de sudor.

—En la cabeza no tiene nada —añadió el doctor, arrodillándose en el colchón donde se hallaba Juan—. En el pecho tampoco… ¡Ah! Las piernas son las que han sufrido.

Y él mismo desnudaba al chiquillo, desatándole la chaqueta, quitándole la blusa, tirándole de los pantalones y sacándole la camisa con la habilidad de una nodriza. Entonces apareció aquel cuerpecillo delgado como el de un insecto, sucio por todas partes de polvo negruzco, con manchas de tierra rojiza, que le daban el aspecto de mármol negro cruzado de vetas rojas. Como no se le veía bien, hubo que lavarlo. Y entonces, a medida que se le iba pasando la esponja, parecía más delgado y endeble, y con unas carnes tan transparentes, que se le veían los huesos. Daba compasión aquella última degeneración de una raza de míseros, aquel pedazo de carne, que sufría horriblemente, medio aplastado por las rocas.

Cuando estuvo limpio, se le vieron las heridas de las ingles, dos manchones de sangre sobre la blancura de la piel.

Juan, que había recobrado el conocimiento, dio un gemido. En pie, al lado del colchón, con las manos cruzadas y temblorosas, Maheu le contemplaba conmovido, y gruesas lágrimas surcaban sus curtidas mejillas.

—¡Eh! ¿Eres tú su padre? —dijo el doctor, levantando la cabeza—. No llores, porque ya ves que no está muerto… Ayúdame.

Le reconoció, y vio que tenía dos fracturas simples. Pero la pierna derecha le preocupaba, y temía que acaso hubiera que amputársela.

En aquel momento, el ingeniero Négrel y Dansaert, que habían recibido aviso, entraron en la habitación, seguidos de Richomme. El primero escuchaba el relato del capataz con aire de malhumor. Al fin estalló:

—¡Siempre la maldita manía de no apuntalar bien! ¡Y esos bestias hablando de declararse en huelga, si les obligan a apuntalar mejor! Lo malo es que ahora la Compañía tendrá que pagar los vidrios rotos, sin comerlo ni beberlo. ¡Bueno se pondrá el señor Hennebeau!

—¿Quién es? —preguntó luego a Dansaert, que silencioso y delante del cadáver, lo contemplaba, mientras lo envolvían en una sábana.

—El Naranjero, uno de los mejores obreros de la mina —respondió el capataz mayor—, tiene tres hijos… ¡Pobrecillo!

Entre tanto, el doctor Vanderhaghen hablaba en voz baja con aquellos señores, pidiéndoles que llevaran inmediatamente a Juan a su casa.

Daban las seis, comenzaba a declinar el día, y mejor era llevarse también el cadáver. El ingeniero dio órdenes inmediatamente para que enganchasen el furgón y llevaran una camilla. El niño herido fue colocado en la camilla, mientras metían en el furgón el colchón con el muerto.

Afuera, hombres y mujeres seguían hablando en voz baja, y sin marcharse hasta no ver en qué quedaba aquello. Cuando se abrió la puerta del cuarto de los capataces, reinó el silencio más profundo entre los grupos de curiosos, y se formó un nuevo cortejo: el furgón delante, luego la camilla, después la multitud de obreros que los seguían a pie. Lentamente tomaron todos el camino en cuesta que conducía al barrio de los mineros. Los primeros fríos de Noviembre habían desnudado de todo verdor aquella llanura inmensa, envuelta ya en su manto de tinieblas.

Esteban aconsejó entonces a Maheu que enviara a Catalina, para que preparase a su madre y el golpe fuese menos rudo. El padre, que iba al lado de la camilla con ademán desesperado, asintió haciendo un gesto, y la joven echó a correr, porque ya estaban cerca de las casas. Pero en el barrio ya habían visto que se acercaba el furgón, aquella fúnebre caja tan conocida. Multitud de mujeres salían como locas a las puertas de las casas, y tres o cuatro, llenas de angustia, habían echado a correr para salir al encuentro de la fúnebre comitiva. Pronto fueron treinta, cuarenta, cincuenta, todas ahogadas por el mismo espanto. ¿Con que había un muerto?

¿Quién era? La historia contada por Levaque, después de tranquilizarlas a todas, las lanzaba a exageraciones de verdadera pesadilla: no era un hombre, sino diez lo menos los que habían perecido, y que irían llegando uno a uno en el furgón.

Catalina había encontrado a su madre presa de un terrible presentimiento; y desde que su hija, tartamudeando, empezó a hablar, la interrumpió diciendo:

—¡Ha muerto tu padre!

En vano la joven protestaba y hablaba de Juan. La mujer de Maheu, sin hacerle caso, se echaba a la calle: y al ver el furgón que aparecía por la esquina de la iglesia, pálida como una muerta, perdió el sentido. En las puertas de las casas, las mujeres, mudas de espanto, alargaban el cuello, mientras otras seguían con la vista el cortejo fúnebre, temblando ante la idea de que se pudiera detener a la puerta de sus casas respectivas.

El coche pasó, y la mujer de Maheu, repuesta de su desvanecimiento, vio a su marido, que caminaba junto a la camilla. Entonces, cuando depositaron la camilla a la puerta de su casa, cuando vio a Juan vivo, pero con las dos piernas rotas, sintió tan extraña reacción, que se puso furiosa, y empezó a murmurar:

—¿Encima esto? ¡Ahora nos estropean a los chicos!… ¡Las dos piernas, Dios mío! ¿Qué voy a hacer yo ahora?

—Calla, mujer —dijo el doctor Vanderhaghen, que había entrado en la casa para vendar al herido—.

¿Preferirías que se hubiese quedado allí abajo?

Pero la mujer de Maheu se ponía cada vez más furiosa, mientras Alicia, Leonor y Enrique lloraban a gritos. A la vez que ayudaba al doctor, dándole lo que le hacía falta para la cura, maldecía su suerte, y preguntaba dónde querían que fuese a buscar dinero para cuidar a los enfermos. No bastaba con el viejo, sino que también el chico se quedaba cojo. Y no dejaba de maldecir, mientras que de la casa de unos vecinos salían tristes lamentaciones y gritos agudos de dolor: eran la mujer y los hijos del Naranjero, que lloraban al muerto. La noche estaba muy oscura; los mineros, rendidos de fatiga, se habían puesto a comer, y todo en el barrio era tranquilidad, alterada solamente por aquel llorar desgarrador.

Transcurrieron tres semanas. Se había podido evitar la amputación; Juan conservaría sus dos piernas; pero se quedaría cojo. Después de abrir Expediente la Compañía se resignó a darles cincuenta francos como socorro, prometiendo, además, que buscaría para el enfermo, cuando estuviese curado, algún empleo en que no tuviera que trabajar en el fondo de la mina. No por eso dejaba de ser aquello una agravación de miseria, pues, el padre, del disgusto y de la conmoción, había caído en cama con calenturas.

Desde el jueves, Maheu siguió yendo a trabajar, y ya estaban en domingo. Aquella noche Esteban habló extensamente de lo próximo que se hallaba el 1º de diciembre, preocupándose de si la Compañía cumpliría su amenaza. Estuvieron levantados hasta las diez esperando a Catalina, que se hallaba con Chaval. Pero la muchacha no fue a dormir. La mujer de Maheu, furiosa, cerró la puerta, echando el cerrojo sin decir una palabra. Esteban tardó mucho rato en dormirse, inquieto, sin saber por qué, viendo tan desocupada aquella cama, demasiado grande para Alicia sola.

Al día siguiente tampoco apareció Catalina y solamente por la tarde, al volver del trabajo, supieron los Maheu que su hija se quedaba a vivir con Chaval. Le daba tantos disgustos con sus malditos celos, que al fin la muchacha había decidido amancebarse: para evitar que le echasen en cara su conducta, abandonó bruscamente la Voreux, contratándose en Juan Bart, la mina del señor Deneulin, donde trabajaba su querido también. Por lo demás, el nuevo matrimonio, por llamarlo así, seguiría viviendo en el café Piquette de Montsou.

En los primeros momentos, Maheu habló de ir a abofetear al tunante y de llevarse a su hija a puntapiés en la parte posterior; después hizo un gesto de resignación. ¿Para qué? El resultado sería el mismo, porque no había manera de que las muchachas no se amancebasen, como ellas quisieran hacerlo. Mejor era esperar tranquilamente a que se casaran. Pero la mujer de Maheu no tomaba las cosas con tanta calma.

—¿La pegaba yo, acaso, cuando se iba con Chaval? —gritaba, dirigiéndose a Esteban, que la escuchaba silencioso y muy pálido—. Vamos, contésteme, usted que es un hombre razonable… La hemos dejado en libertad, ¿no es cierto? Porque al fin y al cabo, todas pasan por lo mismo. Yo, por ejemplo, ya estaba embarazada cuando me casé con su padre. Pero no me escapé de casa de mi madre, ni lo hubiera hecho jamás, por no cometer la infamia de privaría antes de tiempo del dinero que ganaba, para dárselo a un hombre que no lo necesitaba… ¡Ah!, es insufrible. Tendrá una que acabar por no tener hijos.

Y como Esteban no contestaba, contentándose con menear la cabeza en señal de asentimiento, siguió dando rienda suelta a su indignación.

—¡Una muchacha que iba todas las noches adonde le daba la gana! ¿Qué demonios tiene en el cuerpo? ¿No podía aguardar a casarse hasta que nos hubiera ayudado a salir del atolladero en que estamos? ¿Eh? Pero, ¡es claro!, hemos sido demasiado buenos, porque no debíamos haber permitido que se entretuviera con un hombre. Se les da un dedo, y se toman toda la mano.

Alicia hacía signos de aprobación con la cabeza, mientras Enrique y Leonor, asustados de ver furiosa a su madre, lloraban en silencio. La mujer de Maheu enumeraba sus desventuras; en primer lugar, Zacarías, que se había casado; luego el abuelo, que estaba allí clavado en una silla, sin poder mover las piernas; después Juan, que no podría salir de su cuarto hasta dentro de unos días, según el médico, y, por fin, el último golpe dado por aquella bribona de Catalina que se iba a vivir con un hombre. Toda la familia se desmoronaba. Ya no quedaba más que el padre para trabajar. ¿Cómo iban a vivir siete personas, sin contar a Estrella, con los tres francos de Maheu?

—No se adelanta nada con que gruñas —dijo Maheu con voz sorda—. Todavía podíamos estar peor.

Esteban, que miraba al suelo, levantó la cabeza, y murmuró con la mirada fija en un punto de la sala, perdida en una visión del porvenir:

—¡Ah! ¡Ya es hora, ya es hora!

IV PARTE
I

Aquel lunes, los de Hennebeau tenían convidados a almorzar a los Grégoire y a su hija Cecilia. Se proyectaba un día muy divertido: después de almorzar, Pablo Négrel acompañaría a las señoras a visitar una mina titulada Santo Tomás, que acababa de ser instalada con mucho lujo. Pero aquello era sólo un pretexto inventado por la señora de Hennebeau para precipitar los sucesos en el asunto de la boda de Pablo y de Cecilia.

Y precisamente aquel lunes, a las cuatro de la mañana, se había declarado la huelga. Cuando el l' de diciembre la Compañía, cumpliendo lo que había dicho, empezó a poner en práctica su nuevo sistema de pagos, los mineros permanecieron tranquilos. Al final de la quincena, cuando llegó el día de cobrar, ni uno solo de ellos formuló reclamación de ningún género. Todo el personal, desde el director hasta el último vigilante, creían de buena fe que la tarifa estaba aceptada; y, por lo tanto, fue mayor la sorpresa aquella mañana al presenciar la declaración de guerra; porque aquello era la señal de que los huelguistas se hallaban bien organizados y dirigidos.

A las cinco, Dansaert, en persona, fue a despertar al señor Hennebeau para decirle que ni siquiera un hombre había querido bajar a la mina Voreux. En el barrio de los Doscientos Cuarenta, por donde acababa de pasar, todos dormían tranquilamente, con las puertas y las ventanas cerradas.

Y una vez levantado el director, empezaron a llegar las mismas noticias de todas partes: cada cuarto de hora llegaban mensajeros llevándole partes y noticias escritas. Al principio tuvo la esperanza de que el levantamiento se redujera a la Voreux; pero los informes iban siendo cada vez más graves: en Crevecoeur y en Miron nadie había querido trabajar; en La Magdalena sólo se habían presentado los mozos de cuadra y los carreteros; en La Victoria y Feutry-Cantel, que eran las dos minas más disciplinadas, sólo una tercera parte de los obreros se prestaba a trabajar y únicamente en Santo Tomás se habían presentado todas las brigadas, como si los de aquella mina se hallaran fuera del movimiento general. Hasta las nueve estuvo dictando despachos telegráficos a todas partes, al gobernador de Lille y a los consejeros de Administración de la Compañía, dando noticia de la huelga a las autoridades, y pidiendo órdenes a sus jefes. Luego mandó a Négrel que recorriera todas las minas, para tener conocimiento exacto de los acontecimientos.

De pronto el señor Hennebeau pensó en el almuerzo; ya iba a enviar recado a los Grégoire, diciéndoles que se aplazaba el convite y el paseo, cuando se vio detenido por cierta vacilación, por cierta carencia de voluntad propia, él, que con unas cuantas frases cortas y enérgicas acababa de preparar militarmente un campo de batalla. Subió al tocador de su mujer, a quien una doncella estaba acabando de peinar.

—¡Ah! ¿Conque se han declarado en huelga? —dijo tranquilamente la señora, después de oír el relato que su marido le hacía—. Y a nosotros, ¿qué nos importa?… Supongo que no iremos a suspender el almuerzo… ¿eh?

Y se empeñó en que no había de aplazarse nada, ni mortificarse en lo más mínimo el programa para el día, por mas que él le dijo que podía haber algún disgusto durante el almuerzo y que era imposible ir a la mina Santo Tomás, como se había convenido; ella encontraba respuesta a todo: ¿a qué echar a perder un almuerzo que estaban haciendo ya? En cuanto al paseo a Santo Tomás, se podía suprimir, si realmente era una imprudencia ir hasta allí.

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