—¡Qué hermoso día debe hacer en la calle!… Ven; salgamos de aquí.
Esteban, al principio, trató de cambiar aquel acceso de locura; pero su cabeza, aunque más sólida que la de ella, se contagió, y el joven perdió la exacta sensación de la realidad. Todos sus sentidos se trastornaban, sobre todo los de Catalina, agitada por la fiebre, atormentada ahora por la necesidad de hablar y de hacer gestos. Los zumbidos de sus oídos se habían convertido en murmullos de agua corriente, en gorjeos de pájaros, y percibía un fuerte perfume de hierbas campestres, y veía claramente grandes manchas de fresco verdor, tan grandes que se figuraba estar en el campo, a las orilla del canal, paseando por los trigos, disfrutando de un sol espléndido.
—¿Eh? ¡Qué colorcito hace!… ¡Cógeme en tus brazos, y estemos juntos, muy juntos, siempre, siempre! Esteban la abrazaba y ella se estrechaba contra él; continuaba aquella alegre charla de mujer dichosa.
—¡Qué tontos hemos sido esperando tanto! Desde el primer momento te quise, y tú, sin comprenderlo, retrasaste nuestra felicidad… Luego… ¿te acuerdas de aquellas noches que pasábamos en claro, llenos de deseos que jamás satisfacimos?
Esteban se sintió contagiado de aquel fingido buen humor, y bromeaba, evocando los recuerdos de sus angustias y de sus desafortunados amores.
—¡Me pegaste una vez, sí, sí! —murmuró—; ¡me diste de bofetadas en los dos carrillos!
—Porque te quería con toda mi alma —murmuró Catalina—. Quería dejar de pensar en ti, y me decía cien veces que todo estaba acabado; bien sabía yo que al fin y al cabo seríamos el uno del otro… Pero se necesitaba una ocasión, una oportunidad, ¿no es cierto?
Esteban guardaba silencio.
—¿De modo que me quedaré ahora contigo? —continuó ella—. ¿Ya no nos separaremos más? Estaba tan desfallecida, que apenas podía hablar. Él, asustado, la estrechó contra su corazón.
—¿Te sientes mal? ¿Sufres mucho? Ella se incorporó asombrada. —¿Sufrir? ¡No por cierto! ¿Por qué?
Pero aquella pregunta la sacó de su sueño, y mirando desesperada a la oscuridad, se retorció las manos, invadida por otro acceso de tristeza.
—¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué oscuro está!
Ya no eran los trigos, ni el olor a hierbas campestres, ni el canto de las alondras, ni los rayos del sol; era la mina inundada, destruida, convertida en el sepulcro donde agonizaban desde hacía tantos días.
La perversión de sus sentidos aumentaba el horror; se sintió presa de las supersticiones de su infancia, y vio al Hombre Negro, aquel minero viejo que a lo mejor aparecía en las minas para castigar a las muchachas de mala conducta.
—Escucha… ¿Has oído?
—No; nada oigo.
—Sí, el Hombre Negro… ¿No sabes? ¡Mira! ¡Allí está!… Allí, dispuesto a vengar a la mina del daño que acaban de hacerle. ¡Oh! ¡Tengo miedo… mucho miedo!
Durante largo rato estuvo callada. Luego, continuó en voz baja: —Pero no… es el otro.
—¿Qué otro?
—El que estaba con nosotros… el que ya no volverá.
La imagen de Chaval la perseguía, y hablaba confusamente de él; relataba la vida de perros que le daba; recordaba el único día que estuviera amable con ella en Juan-Bart, y los demás días pasados entre caricias y golpes.
—Te digo que viene, y que nos impedirá reunirnos… ¡Ah!… Vuelve a tener celos… ¡Oh! ¡Échale; que yo esté sola contigo y con nadie más!
Impetuosamente, se colgó a su cuello, buscó la boca de Esteban, y pegó a ella la suya apasionadamente, como si quisiera beber su aliento. Creyó que se disipaban las tinieblas otra vez y que de nuevo veía el sol. Sonrió de ese modo que sólo pueden hacerlo las mujeres enamoradas. Él, estremecido, sintiéndola tan cerca de sí, medio desnuda, con aquel traje de hombre hecho pedazos, la abrazó en un inesperado despertar de su virilidad. Aquella fue su noche de bodas, celebrada en una tumba, sobre aquel suelo fangoso, obedeciendo a la necesidad de no morirse sin haber sido felices siquiera un momento. Se amaron en el instante de desesperar de todo, en el momento de la muerte.
Todo quedó tranquilo después. Esteban seguía sentado en el suelo, en el mismo rincón, con Catalina sobre sus rodillas, acostada e inmóvil. Horas y más horas transcurrieron de aquel modo. Durante mucho tiempo creyó que estaba dormida; luego la tocó, y la sintió fría… Estaba muerta. Y sin embargo, Esteban no se movía, como si temiera despertarla. La idea de que era el primero que la había poseído después de ser mujer, y de que acaso se hallaba embarazada, le conmovía profundamente.
Pero poco a poco sus fuerzas se iban agotando. No tenía conciencia de dónde estaba, ni de qué le sucedía. Muy cerca de él se sentían los golpes enérgicos de los picos que perforaban la roca; pero, además de que tenía pereza de levantarse, le faltaban fuerzas para ello.
Pasaron otros dos días; Catalina, desde luego, no se había movido: él seguía acariciándola maquinalmente, sin darse cuenta de que estaba muerta.
De pronto se estremeció. Se oían voces: pedazos de roca cayeron a sus pies, y cuando un instante después vio una luz, se echó a llorar. No pudo moverse de su sitio; pero sus amigos se lo llevaron de allí y empezaron a darle a la fuerza cucharadas de caldo. Hasta que llegó a la galería de Réquillart, no reconoció al ingeniero Négrel, que estaba en pie delante de él; y aquellos dos hombres que se despreciaban, el obrero sublevado y el jefe escéptico, se echaron uno en brazos del otro y lloraron, en la sacudida profunda de la humanidad que había en ellos. Era una tristeza inmensa, la miseria de varias generaciones, el exceso de dolor que puede traer la vida.
Arriba, en medio del campo, la viuda de Maheu, arrodillada junto al cadáver de Catalina, dio un grito, luego otro, luego otro, y después una serie de largos quejidos que partían el alma.
Ya habían sacado varios cadáveres que estaban colocados en fila: Chaval, a quien se supuso aplastado por un desprendimiento del techo de la galería, un aprendiz y dos cortadores igualmente destrozados. Algunas mujeres, confundidas con la muchedumbre, perdían el juicio, se desgarraban los trajes y se mesaban el cabello. Cuando lo sacaron de allí, después de haberlo ido gradualmente acostumbrando a la luz y después de darle algún alimento, Esteban apareció flaco, cadavérico, con el cabello completamente blanco, y todos se separaban respetuosamente ante aquel anciano.
La viuda de Maheu cesó de llorar un momento, para mirarle con expresión estúpida, los ojos desmesuradamente abiertos.
Eran las cuatro de la mañana. La noche fresca de abril iba templándose a medida que se acercaba el alba. En el cielo sereno palidecían las estrellas, mientras que la claridad de la aurora ponía el horizonte de color de púrpura.
Esteban seguía con paso rápido el camino de Vandame. Acababa de pasar seis semanas en una cama del hospital de Montsou. Aunque pálido todavía y muy delgado, se sentía con fuerzas para marcharse, y se marchaba. La Compañía, que, fiel a sus proyectos, continuaba despidiendo gente con prudencia, le había dicho que no podía darle trabajo en las minas. Lo único que le daba, al mismo tiempo que le ofrecía una ayuda de cien francos, fue el consejo paternal de que abandonase el trabajo de las minas porque para el estado delicado de su salud era demasiado penoso. Esteban había rehusado los cien francos. Una carta de Pluchart contestando a otra suya, acababa de llamarle a París, y de llevarle el dinero para el viaje. Aquella era la realización de sus sueños. La noche antes, al salir del hospital, había dormido en casa de la viuda Désir. Se levantó muy temprano, porque deseaba despedirse de sus compañeros antes de ir a tomar el tren que salía a las ocho de Marchiennes.
De cuando en cuando Esteban se detenía en el camino a respirar el aire puro de la primavera. No había vuelto a ver a nadie; solamente la viuda de Maheu estuvo un día en el hospital; sin duda luego no pudo volver. Pero sabía que toda la gente del barrio de los Doscientos Cuarenta trabajaba ahora en Juan-Bart.
Poco a poco los desiertos caminos iban poblándose; mineros y más mineros pasaban junto a Esteban dirigiéndose silenciosos a su trabajo. La Compañía, según públicamente se aseguraba, abusaba de su triunfo. Después de dos meses y medio vencidos por el hambre, tuvieron que pasar por todo, incluso por la tarifa nueva, aquella disimulada disminución de los jornales, más odiosa ahora, porque había costado la vida a muchos compañeros. Les robaban una hora de trabajo, les hacían faltar a su juramento de no someterse, y este perjurio, impuesto e inevitable, les amargaba. Ya se trabajaba en todas partes; en Mirou, en La Magdalena, en Crevecoeur, en La Victoria. Pero en el ademán sombrío de aquellas masas de obreros que se encaminaban a las minas, se adivinaba que todos rechinaban los dientes con disimulo, que sus corazones rebosaban de odio y deseo de venganza, y que en su actitud no había más resignación que la impuesta por las necesidades del estómago.
Cuanto más se acercaba Esteban a la mina, mayor era el número de obreros que encontraba. Casi todos iban solos; los que iban en grupos caminaban en silencio, cansados de sí mismos y de los demás.
Cuando llegó a Juan-Bart, aún no había amanecido del todo.
Entró en la mina, y atravesó la escalera del departamento de cerner, para entrar en el de la boca del pozo. Empezaban a bajar los obreros. Un momento permaneció inmóvil en medio de la agitación y el ruido que siempre se produce mientras dura esa operación; porque entre la multitud de gente que allí había no vio ninguna cara amiga. Los que estaban esperando turno en el ascensor le miraban con cierta inquietud, y bajaban enseguida la vista, como si su presencia les causara vergüenza. Sin duda le reconocían, y no le guardaban rencor. Antes al contrario, parecían temerle y avergonzarse ante la idea de que su antiguo jefe pudiera tacharlos de cobardes.
Aquella actitud le conmovió, y ya perdonaba a aquellos miserables que le habían insultado, y casi acariciaba de nuevo la idea de transformarles en héroes, de dirigir aquel pueblo, al cual consideraba como una fuerza natural que se devoraba a sí mismo.
Cuando aquella tanda de obreros desapareció por la boca de la mina, y entró en la sala una nueva tanda, vio a uno de sus lugartenientes durante la huelga, uno que había jurado morir antes que someterse.
—¡También tú! —murmuró Esteban asombrado. El otro palideció y con voz temblona le contestó: —¿Qué quieres? Tengo mujer.
Sus amigos y conocidos fueron llegando unos después de otros. —¡Tú también! ¡Tú también! ¡Tú también! — decía a cada momento.
Y todos balbuceaban con voz torpe:
—¡Tengo madre!… ¡Tengo hijos!… ¡Hay que comer!…
—¿Y la viuda de Maheu? —preguntó Esteban.
Nadie contestó. Sólo por señas dijeron que debía llegar de un momento a otro. Algunos levantaron los brazos en ademán de compadecerla: ¡ah!, ¡pobre mujer!, ¡cuánta desgracia!, ¡cuánta miseria! Hubo un momento de silencio, y cuando su antiguo jefe les dio la mano en son de despedida, todos se la estrecharon con efusión, todos pusieron en aquel apretón de manos la rabia silenciosa de haber cedido, y la febril esperanza de un desquite. La jaula del ascensor estaba dispuesta. Se llenó de gente, y desapareció en la oscuridad del pozo.
En aquel instante apareció Pierron llevando en la mano una linterna de capataz. Hacía ocho días que era jefe de una brigada en Juan-Bart, y todos los obreros se separaban a su paso, porque el ascenso le había hecho tan orgulloso, que nadie podía sufrirle.
El encuentro con Esteban le contrarió; pero a pesar de eso, se acercó a él para saludarlo, y se tranquilizó cuando le oyó decir que iba a despedirse. Hablaron de todo un poco. Su mujer había comprado el cafetín del Progreso, gracias al apoyo de los señores de la Compañía, que seguían distinguiéndola mucho. Pero se interrumpió para regañar al tío Mouque, a quien acusaba de no haber bajado el pienso para los caballos a la hora reglamentaria. El pobre viejo lo oía con la espalda encorvado y bajando la cabeza. Luego, antes de bajar, sofocado con aquella reprimenda, estrechó también la mano de Esteban, con tanta efusión como los demás, dándole un apretón en el que había mucho de promesa de aprovechar la primera ocasión que se presentara para vengarse, y aquella mano que estrechaba la suya, aquel pobre viejo que le perdonaba la muerte de sus dos hijos, le emocionó de tal manera, que lo vio desaparecer por el pozo sin haberle podido decir una palabra.
—¿No viene hoy la viuda de Maheu? —preguntó a Pierron al cabo de un momento. Éste hizo como que no oía, pues sólo con hablar de ella podía uno llamar sobre sí la mala sombra. Luego, alejándose de allí con el pretexto de dar una orden:
—¿No preguntabas por la Maheu?… Ahí viene.
Y, en efecto, la pobre mujer salía de la barraca, con la linterna en la mano, vestida de hombre, y con el cabello oculto por un pañuelo atado cuidadosamente. Era una excepción que la Compañía, siempre caritativa, había hecho en consideración a ella, permitiéndole trabajar a los cuarenta años, debido a sus terribles desventuras; y como parecía difícil emplearla otra vez en el arrastre, la habían destinado a manejar un pequeño ventilador instalado poco antes en la galería Norte, en aquellas regiones infernales, debajo del Tartaret, en las cuales se hacía difícilmente la renovación del aire. Ganaba treinta sueldos.
Cuando Esteban la vio con aquel traje de hombre que le sentaba ridículamente, no encontró palabras con que decirle que se marchaba, y que no había querido dejar de despedirse de ella.
La pobre viuda lo oyó sin escucharlo, y luego dijo tuteándolo:
—¡Eh! ¿Te asombra verme así?… Es verdad que amenacé a los míos con ahogarlos si volvían a trabajar; ahora trabajo yo también, y, por lo tanto, debía ahogarme a mí misma… ¡Ah! Ya lo hubiese hecho, si no tuviese en casa al pobre viejo y a los niños.
Continuó hablando con voz cansada. No buscaba excusas ni pretextos; no hacía más que relatar sencillamente las cosas, diciendo que habían estado a punto de morirse todos, y que se había decidido a trabajar para que no la echasen de la casa.
—¿Qué tal está el viejo? —preguntó Esteban.
—El pobre no da trabajo, pero su cabeza está cada vez peor… ¿Ya sabes que salió bien de la causa aquella de asesinato? Quisieron llevarlo a un manicomio, pero yo no quise, temiendo que acabaran de matarlo… Todo aquello, sin embargo, nos ha hecho mucho daño, pues se niegan a concederle la pensión, porque sería inmoral dársela, según me dijo el otro día un señor en la Dirección.