El valor de todos estaba sostenido por la súplica de aquellos infelices enterrados en vida, cuyos golpes seguían sintiéndose, cada vez más frecuentes. Ya se oían muy claros, con una sonoridad musical, como si los dieran en las teclas de esos pianillos de cristal con que juegan los muchachos. Ellos servían de guía a los trabajadores, que caminaban hacia aquel ruido cristalino, como en una batalla caminan los soldados hacia donde indica el estampido del cañón.
Cada vez que relevaban a un obrero, Négrel bajaba a su sitio, daba un golpe, y aplicaba enseguida el oído, a ver si seguían contestando. Ya no tenía dudas; avanzaban en buena dirección; pero ¡qué lentitud horrible! Sería imposible llegar a tiempo. Al principio, en dos días, pudieron perforar trece metros; al tercer día ya no abrieron más que cinco; luego sólo cuatro. La hulla se endurecía de tal modo, que con gran trabajo conseguían perforar dos metros diarios. Al noveno día, después de esfuerzos sobrehumanos, habían conseguido avanzar treinta y dos metros, y calculaban que aún faltaban otros veinte. Para los pobres prisioneros era aquél el doceavo día: ¡doce veces veinticuatro horas, sin pan ni lumbre, sumidos en tinieblas glaciales! Pensando en eso se arrasaban los ojos en lágrimas, y se animaban todos para atacar la hulla. Parecía imposible que pudiesen sufrir tanto; y, en efecto, el ruido de los golpes lejanos disminuía considerablemente desde el día antes, y Négrel y los suyos temieron que de un momento a otro cesara por completo.
Al noveno día, a la hora de almorzar, Zacarías no contestó cuando lo llamaron para el relevo. Estaba como loco, y desahogaba su furor a fuerza de juramentos. Precisamente Négrel, que había salido un rato, no estaba allí para hacerle obedecer, ni había nadie más que un capataz y tres mineros. Sin duda, Zacarías, furioso de no tener bastante claridad para trabajar, había cometido la imprudencia de abrir su linterna, a pesar de las órdenes severísimas en contra dadas por Négrel, en vista de que se habían declarado algunos escapes de grisú. De repente estalló un trueno; una columna de fuego salió por la galería, como si ésta fuese la boca de un cañón cargado de metralla. Todo ardía; el aire se inflamaba como pólvora de un extremo a otro de las galerías. Y aquel torrente de llama arrastró al capataz y a los tres obreros, subió por el pozo, y salió a la superficie en forma de erupción volcánica, que lanzaba piedras y pedazos de madera a grandes distancias. Los grupos de curiosos huyeron despavoridos, y la viuda de Maheu, llevando en brazos a Estrella, a la cual tenía consigo porque no era posible dejarla en casa, echó a correr como loca, sin dirección fija.
Cuando Négrel y los obreros regresaron a la mina, sintieron una cólera terrible, al ver que, en lugar de salvar a unos compañeros, habían perdido a otros. Al cabo de tres horas de esfuerzos sobrehumanos y de peligros indescriptibles, cuando pudieron penetrar en las galerías, comenzó la lúgubre subida de las víctimas. Ni el capataz ni ninguno de los otros tres estaban muertos; pero se hallaban cubiertos de llagas horribles, de quemaduras tan atroces, que, en medio de sus gemidos, pedían a gritos que los acabaran de matar. De los tres mineros, uno era aquél que, durante la huelga, había dado el golpe de gracia a la bomba de Gastón-María; los otros dos llevaban en las manos señales de las cortaduras que se habían hecho a fuerza de tirar ladrillos a los soldados. La muchedumbre se descubrió en silencio al verlos pasar.
La viuda de Maheu esperaba allí fuera, en pie e inmóvil. El cadáver de Zacarías apareció a su vez. La ropa se había quemado: el cuerpo no era más que un carbón negro, calcinado, imposible de reconocer. No tenía cabeza, porque se la había deshecho la explosión. Y cuando hubieron colocado aquellos horribles restos en una camilla, la viuda de Maheu la siguió automáticamente, con los párpados hinchados, pero sin derramar una lágrima, elevando en brazos a Estrella, que estaba dormida. Cuando el fúnebre cortejo llegó al barrio, y Filomena, la viuda del muerto supo la noticia, empezó a llorar amargamente, aliviada por el mismo llanto. Pero la madre, sin despegar los labios, regresó enseguida a Réquillart,— ya había acompañado el cadáver de su hijo, y ahora iba a recibir el de su hija.
Pasaron otros tres días. Se habían reanudado los trabajos de salvamento en medio de inauditas dificultades. Por fortuna las galerías no quedaron cegadas a consecuencia de la explosión de grisú; pero estaba el aire de tal modo viciado, que fue necesario montar más ventiladores. Cada veinte minutos se hacía el relevo. Tanto se avanzaba, que ya no debían separarlos de sus compañeros más que un par de metros a lo sumo. Pero ya trabajaban con la muerte en el corazón, luchando contra la hulla por pura venganza, puesto que habían dejado de oír las señales de aquellos a quienes intentaban salvar. Llevaban doce días de trabajo; quince habían transcurrido desde el de la catástrofe.
El nuevo accidente luctuoso renovó la curiosidad de Montsou; los burgueses organizaban excursiones a la mina, con tal entusiasmo, que hasta los señores Grégoire se decidieron a seguir el ejemplo de los demás. Se preparó la expedición, acordando que ellos irían a la Voreux en su coche, en tanto que la señora de Hennebeau llevaría en el suyo a Lucía y a Juana. Deneulin les enseñaría las obras, y después, todos reunidos, regresarían por Réquillart, para que Négrel les dijese en qué estado se hallaban sus trabajos, y si tenía esperanzas de un buen resultado. Por la noche comerían todos juntos.
Cuando a eso de las tres los Grégoire y su hija Cecilia llegaron a la mina, encontraron a la señora de Hennebeau que se les había adelantado, luciendo un traje azul marino, y defendiéndose del tibio sol de febrero con una sombrilla de encaje. Precisamente estaban allí charlando Hennebeau y Deneulin, y ella escuchaba con aire distraído las explicaciones que este último le daba acerca de los esfuerzos hechos para encauzar el canal. Juana, que llevaba siempre su álbum, empezó enseguida un apunte, entusiasmada por el horror del motivo; mientras Lucía, sentada junto a ella sobre los restos de una vagoneta, lanzaba exclamaciones de júbilo, encontrando aquello "interesantísimo". El dique, inconcluso, tenía numerosos escapes y el agua caía en una cascada espumante en la enorme sima de la mina inundada. Sin embargo, el cráter se vaciaba, y el agua, embebida por el terreno, iba bajando, dejando al descubierto el horrible caos del fondo. Bajo el cielo azul de aquel día, era una verdadera cloaca, las ruinas de una ciudad sumergida y casi disuelta ya en el cieno.
—¡Y para esto se molesta uno! —exclamó, desilusionado, el señor Grégoire.
Cecilia, muy alegre, contenta de respirar el aire puro, reía y bromeaba, mientras la señora de Hennebeau, haciendo gestos de repugnancia, decía:
— La verdad es que no tiene nada de bonito.
Los dos ingenieros se echaron a reír, y trataron de interesar a los expedicionarios, llevándolos por todas partes, explicándoles los diferentes sistemas de bomba y otros detalles. Pero las damas se estremecieron al saber que se tardaría seis o siete años en agotar el agua de la mina, y declararon que preferían pensar en otra cosa, pues aquellos horrores, luego por la noche producían pesadillas.
—Vámonos —dijo la señora de Hennebeau, dirigiéndose a su coche.
Juana y Lucía protestaron. ¡Cómo! ¡Tan pronto! Y se empeñaron en quedarse allí tomando apuntes de toda la mina, prometiendo que su padre las llevaría a la Dirección antes de la hora de comer. El señor Hennebeau subió al coche con su mujer; deseaba también preguntar a Négrel por el estado de las obras de socorro que dirigía. Todos esperaban que de un momento a otro se estableciera comunicación entre las víctimas del desastre de la Voreux y sus generosos salvadores.
—Bueno: id delante, que nosotros os alcanzamos enseguida —dijo el señor Grégoire—. Tenemos que hacer una visita de cinco minutos ahí, en el barrio de los obreros… Andad, andad, que llegaremos a Réquillart casi al mismo tiempo.
Tomó asiento en el coche, después de ayudar a subir a su mujer y a Cecilia; y mientras el coche del señor Hennebeau seguía la orilla del canal, el de ellos empezó a subir la cuesta que conducía al barrio.
Habían decidido completar su excursión con una obra de caridad. La muerte de Zacarías los tenía llenos de compasión hacia aquella trágica familia de Maheu, de la cual se hablaba en toda la comarca. No compadecían al padre, a aquel asesino de los soldados, al cual fue necesario matar como se mata a un lobo; pero la pobre mujer, que no tenía culpa de nada, lo pagaba todo, y después de quedarse viuda, acababa de ver morir a su hijo, y quizás su hija Catalina no sería ya más que un cadáver enterrado entre los escombros de la Voreux, sin contar que se trataba también de un abuelo imposibilitado, de un muchacho cojo a consecuencia de un hundimiento en la Voreux, y de una chiquilla muerta de hambre en los días de la huelga. Y si bien aquella familia tenía merecidas, en parte, todas estas desdichas por sus detestables ideas políticas, habían resuelto olvidarlo todo, y, fieles a su sistema de conciliación, llevarles una limosna. En un rincón del carruaje se veían dos paquetes cuidadosamente envueltos.
Una vieja indicó al cochero la casa de los Maheu, que era el número 16 de la segunda manzana. Los Grégoire se apearon con los paquetes debajo del brazo; pero en vano llamaron a la puerta. Nadie contestaba; la casa tenía el aspecto de una vivienda abandonada mucho tiempo antes.
—No hay nadie —dijo Cecilia, en tono de reproche—. ¡Vaya un fastidio! ¿Qué haremos ahora con todo esto? De pronto la mujer de Levaque abrió la puerta de su casa, y se presentó en el umbral.
—¡Ah, señorita, usted perdone!… ¿Busca usted a la vecina? Está en Réquillart…
Y en un discurso larguísimo les explicó la situación, añadiendo que, como era necesario que los vecinos se ayudasen unos a otros, se quedaba ella todos los días con Leonor y Enrique en su casa, a fin de que la pobre mujer pudiera ir a Réquillart. Se fijaron luego sus miradas en los líos de ropa, y entonces empezó a lamentarse de su situación y de la de su pobre hija, que acababa de enviudar, con objeto de conmoverlos. Después de titubear un momento añadió:
—Aquí tengo la llave; si los señores quieren entrar, les abriré. Ahí dentro está el tío Buenamuerte.
Los Grégoire la miraban estupefactos. ¿Cómo? ¿El abuelo estaba allí, y no contestaba a pesar de lo mucho que habían llamado? ¿Estaría durmiendo? Y cuando la mujer de Levaque abrió la puerta, el espectáculo que presenciaron los detuvo en el umbral.
Allí estaba en efecto el tío Buenamuerte, solo, sentado en una silla delante de la chimenea apagada, con los ojos desmesuradamente abiertos y fijos en la pared.
La habitación, sin el reloj que la animaba y los muebles que tenía antes, parecía más grande; en las paredes no quedaban más que los retratos del Emperador y de la Emperatriz, cuyos labios sonrosados sonreían con un aire de benevolencia oficial. El anciano no se movía, y parecía como si no viese a toda aquella gente que había entrado.
—No hagan caso, si el pobre se muestra grosero —dijo la Levaque en tono amable—. Tiene mal la cabeza, según parece. Hace más de quince días que no habla una palabra, ni hace caso de nada ni de nadie.
Turbados y asqueados, los señores Grégoire trataron, sin embargo, de pronunciar algunas palabras amistosas.
—Vamos —dijo al padre—, vamos, ¿qué es eso? ¿Está usted mudo? El viejo no volvió siquiera la cabeza.
—Debían darle una taza de cualquier cocimiento —añadió la señora de Grégoire. El viejo continuó inmóvil y silencioso.
—Papá —murmuró Cecilia—; ya nos habían dicho que estaba imposibilitado, sólo que no nos acordábamos…
Se detuvo un momento. Después de colocar encima de la mesa un puchero de comida y dos botellas de vino, se puso a deshacer el otro paquete que llevaba, y sacó de él un par de zapatos enormes. Era el regalo que destinaban al abuelo; la joven estuvo un rato con ellos en la mano, y contemplando aquellos pies hinchados, que ya no podrían andar nunca.
—¡Caramba! Llegan un poco tarde, ¿no es verdad, amigo? —replicó el señor Grégoire, tratando de animar un poco aquella entrevista—. Pero, en fin, siempre son buenos.
Buenamuerte ni oyó ni contestó; su semblante conservó la misma frialdad y dureza de piedra. Entonces Cecilia dejó los zapatos en el suelo.
—¡No tengan cuidado, que no dará las gracias siquiera! —exclamó la Levaque, con envidia—. Es como echar margaritas a los puercos…
Y siguió hablando, a ver si conseguía llevar a su casa a los Grégoire, y hacer que se compadeciesen de ella. Por fin, imaginó un pretexto, que fue el de alabarles a Leonor y a Enrique, que eran muy monos, y tan inteligentes y tan listos, que contestaban como ángeles a cuanto se les preguntaba. Ellos explicarían a los señores lo que quisieran saber.
—¿Vámonos, hijita? —dijo el señor Grégoire, que estaba deseando salir de allí.
—Si, voy enseguida —respondió la joven.
Cecilia quedó a solas con Buenamuerte. Lo que la retenía allí, fascinándola, atrayéndola, era que creía reconocer al viejo; ¿dónde había visto aquella cara escuálida, lívida, surcada de manchas de carbón? De pronto lo recordó todo. Recordó las turbas amotinadas que la rodearon, amenazándola, y sintió unas manos heladas que la cogían por el cuello. Eran las de aquel viejo; volvía a fijarse en él, le miraba las manos que tenía puestas en las rodillas, manos de obrero, en las cuales residía toda su fuerza; puños de hierro sólidos aún, a pesar de la edad, capaces de matar a cualquiera con la sola presión de los dedos. Poco a poco Buenamuerte parecía ir despertando de su letargo, y a su vez examinaba a la joven con extraña atención. De repente sus mejillas se colorearon, como si toda su sangre afluyese a la cabeza, y un temblor nervioso contrajo su boca, por la que se escapaba un hilo de saliva negra.
Atraídos uno hacia otro, ambos permanecían inmóviles, contemplándose en silencio: ella, fresca, hermosa, llena de juventud y de vigor, él arrugado y horrible, hidrópico, lamentable.
Al cabo de diez minutos, cuando los señores Grégoire, inquietos, viendo que Cecilia no salía de allí, volvieron a entrar en casa de Maheu, dieron un grito terrible: su hija yacía en el suelo, con la cara amoratada por efecto de estrangulación. Los dedos enormes de Buenamuerte habían quedado marcados en su cuello, y el viejo había caído al lado de su víctima, sin poderse luego levantar.
Tenía las manos abiertas, y miraba a la gente con aquella expresión de idiotismo que no le abandonaba ya. Jamás se pudo establecer con exactitud la verdad de los hechos. ¿Por qué se acercó Cecilia al viejo? ¿Cómo éste, que no podía moverse de la silla, la había cogido del cuello?