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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (13 page)

BOOK: Gothika
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17

Violeta se sentía muy a gusto en casa de Ana. Al menos, así era durante buena parte del día. Sin embargo, en algunos momentos no podía impedir que aquella ansia se adueñara de ella y la condujera a un sentimiento de extrema angustia cuya naturaleza no podía entender o, quizá, no comprendía porque temía ahondar en algunas de las emociones que a ratos la invadían.

No entendía, por ejemplo, por qué Ana se había negado a convertirla en un ser como ella. Para esto hubiera sido preciso que después de darle a probar su sangre la hubiera matado. Sin embargo, con su negativa, ahora no era del todo humana ni, por supuesto, no-muerta. Darle a probar su sangre inmortal le había generado una constante sensación de avidez, y no sólo de comida terrenal; se pasaba el día ansiando que Ana le proporcionara otro soplo de eternidad. Para no morir de inanición debía obligarse a seguir ingiriendo alimentos, pero éstos, sin duda, ya no le proporcionaban el mismo placer que antes de haber probado el fluido sagrado. Comer se había convertido en un trámite a cumplir.

La joven a veces pensaba que Ana sólo la tenía a su lado para resolverle cuestiones mundanas que ella no podía o no quería asumir. Limpiaba, se encargaba de los recados que requerían una presencia física y de que todo estuviera a punto cuando la no-muerta se despertara. Menos cocinar para ella, hacía de todo.

Y eso es justamente en lo que se había convertido: en su sirviente o, mejor dicho, en su esclava, y no en un sentido sexual (quién sabe si esto hubiera agradado a Violeta), sino en la acepción más amplia de la palabra. Desde que la esclavitud fuera abolida definitivamente en 1888, se había acabado —al menos en apariencia — con el sometimiento físico, pero no con otras formas de opresión que continuaban dominando el mundo de manera solapada.

Violeta se había transformado, sin siquiera sospecharlo, en su esclava. Y lo más grave de todo es que era feliz con su nueva condición. Así funcionaba el poder manipulador de los vampiros: eran capaces de recrear las ilusiones más poderosas y atractivas con tal de hacerse con el control de lo que les interesaba. Y aquella mujer no era una excepción dentro de su complejo engranaje regido por jerarquías. Cuanto más antiguos eran los vampiros, más poderosos se tornaban. Y Ana, sin duda, era un alma vieja. Sólo un ser más pretérito que ella habría podido dominarla o esclavizarla a su antojo.

De vez en cuando, la no-muerta le suministraba un poco más de su sangre, sólo un par de gotas, pero tan concentradas que continuaban obrando el efecto deseado de dependencia entre esclava y ama. Violeta era un ser dependiente, una adicta a Ana. ¿Pero hasta qué punto? Ana quería saberlo con certeza, y por eso había maquinado una prueba, la definitiva.

Se encontraban en el salón y la vampira acababa de darle a beber un par de gotas de su sangre. Violeta estaba sentada en la alfombra, a los pies de la no-muerta, sintiendo aquel éxtasis ponzoñoso, inigualable a nada que hubiera conocido con anterioridad. Tenía los ojos cerrados y su cabeza, ladeada, reposaba sobre las piernas de Ana. Fue entonces cuando ésta la agarró suavemente del pelo y le dijo al oído:

—¿Qué serías capaz de hacer por mí?

—En estos momentos cualquier cosa.

—¿Cualquier cosa? ¿Estás segura?

—Sí.

—¿Serías capaz, por ejemplo, de matar por mí?

El tono de su voz sonó neutro; no demostraba demasiado interés en la conversación, sobre todo teniendo en cuenta que acababa de lanzar una idea atroz.

—¿Matar?

Aunque la palabra «muerte» no la hacía estremecerse, «matar» era algo bien distinto.

—Sí. ¡Matar!

—Nunca he matado a una mosca. Sinceramente, no sé si podría hacerlo.

—Antes has dicho que harías «cualquier cosa» —le recordó recalcando sus palabras.

—Cualquier cosa... menos eso.

—¿Ni siquiera por mí? No es tan difícil, te lo aseguro. Además, si ansias convertirte algún día en alguien como yo, no tendrás más remedio que hacer ese tipo de cosas.

—Si me hubieras pedido que me matara en vez de matar, te habría dicho que sí sin apenas dudarlo. Pero lo otro, lo otro... —titubeó — es monstruoso y me da miedo.

A Ana le habría resultado muy sencillo convencerla con un simple pase mesmérico, una cualidad adscrita a la capacidad de manipulación de la que gozaban los no-muertos, sobre todo después de haberla «enganchado» dándole a probar su sangre al menos tres veces. No obstante, lo que Ana deseaba era lograr que la joven obedeciera sin tener que obligarla.

—Querida mía, conociéndote, pedirte que te mates no tiene ningún mérito. ¡Ya sé que harías eso por mí! Lo que quiero saber es si estarías dispuesta a matar en mi nombre, sólo por agradarme.

Violeta no contestó. Se limitó a agachar la cabeza pensativa.

En vista de su actitud, Ana prosiguió:

—No sé si te has fijado, pero en esta zona de la ciudad hay infinidad de gatos.

Violeta asintió.

—Uno más, uno menos: ¿a quién puede importarle?

—Eres perversa —musitó en voz baja.

La joven se temía lo peor.

Ana hizo oídos sordos.

—Ahora debo salir. Pero si a mi regreso encontrara la cabeza de uno de esos felinos encima de esa mesa, me harías inmensamente feliz.

—¡No me pidas eso, por favor! ¡Eso no! —rogó Violeta, todavía bajo los efectos de la embriaguez.

—No debería pedirte algo así. Pero sé que lo harás, porque me quieres. Y por eso deseas verme feliz, porque sabes que cuido de ti y porque sabes también que si estoy contenta atenderé mejor tus necesidades.

Violeta no tuvo tiempo ni fuerzas para replicar. Apenas hubo pronunciado aquellas palabras, Ana tomó su abrigo y desapareció en la noche.

Esa vez no cerró la puerta de la calle con llave.

Ana se había marchado hacía al menos una hora. Tras debatirse entre la razón y el corazón, Violeta se dirigió hacia la caja en la que la no-muerta guardaba su daga. Era una pieza antigua, preciosa, que cualquier persona normal habría atesorado sólo como parte de una colección. Pero Ana no era una persona normal. Técnicamente, ni siquiera era una persona. Y, en contra de lo que Violeta había pensado la primera vez que la vio, no se trataba de un ser inofensivo ni mucho menos indefenso. Tal y como había podido constatar, el poder que ejercía sobre ella era inmenso. De hecho, ni siquiera necesitaba mover una mano para conseguir que Violeta hiciera ciertas cosas, cosas como la que se disponía a llevar a cabo.

Cogió el arma con las manos temblorosas.

—Terminemos cuanto antes con esto —murmuró.

No tenía ni idea de cómo iba a capturar a un gato callejero. A priori le parecía una tarea harto complicada. A veces había intentado llamar a los felinos con los que se cruzaba en Rótova con el clásico «psss, psss» y éstos siempre se habían escabullido sin hacerle el menor caso. Sin embargo, esta vez iba preparada. Amparada por la oscuridad, salió con la daga escondida en su cazadora vaquera. Era una de las prendas «normales» que había adquirido con el dinero de la vampira.

Llevaba un bol con leche, una bolsa de magdalenas y la funda de su almohada. Caminó hasta un lugar de difícil acceso, apartado de miradas indiscretas, y colocó el cebo en espera de realizar su captura. «Con uno será suficiente. Ella ha dicho uno, no más.» Le repugnaba sobremanera lo que iba a hacer, pero no podía evitarlo. Se sentía incapaz de luchar contra la influencia maléfica de Ana.

Violeta se escondió detrás de unos matorrales y esperó con paciencia la llegada de los mininos. Aquella noche hacía bastante frío. La joven tiritaba y sentía cómo sus piernas temblaban, pero no era el frío lo que la obligaba a estremecerse, sino el miedo.

Después de un rato, comenzó a escuchar maullidos cercanos. Los gatos empezaron a salir de sus refugios atraídos por la comida. Habría al menos siete u ocho ejemplares reunidos en torno a las magdalenas que Violeta había esparcido por el suelo.

Entonces, se acercó despacio con la daga en la mano, como si fuera uno de aquellos felinos. Decidió que iría a por el más débil y, en un descuido, atrapó al más pequeño y lo metió en la funda. Mientras el resto de sus compañeros huían alarmados, el animal se debatía en el interior de la funda con uñas y dientes, luchando por escapar de aquel lugar oscuro y asfixiante. Violeta dudó unos instantes antes de asestarle la primera puñalada, lo que le valió varios mordiscos punzantes en sus manos.

Lo apuñaló repetidas veces hasta que dejó de moverse. Lo hizo así para evitar al animal una terrible agonía. Después, llorando y con los ojos cerrados, sin querer mirar la carnicería que había provocado, extrajo el gato muerto con cuidado. Estaba sudoroso y chorreaba sangre por todas partes. Sin pensarlo dos veces, le cortó la cabeza, tiró el cuerpo al descampado y guardó el trofeo en la funda.

Horrorizada por lo que había hecho, salió corriendo a trompicones, tropezando con todo lo que hallaba a su paso. Se odiaba a sí misma y lloraba desconsolada. Nunca había derramado tantas lágrimas, ni siquiera el día que su padre se mató. En esa fecha era demasiado pequeña para tener conciencia de lo que había pasado. Sin embargo, aquella noche Violeta era plenamente consciente de haber perdido su inocencia.

18

Despertó de un sueño profundo, oscuro y aterrador. Más tarde le sería imposible describir lo que sintió. Por muchos años que pasaran jamás llegaría a transmitir el miedo, el frío y la angustia que atenazaron su corazón. Notaba una presión en el pecho y una fuerte punzada en la garganta. Estaba mareada hasta tal punto que su cabeza parecía hundirse en un abismo de sombras y notaba cómo su cuerpo viajaba en una barcaza camino del Averno. Sin embargo, lo que más la estremeció fue descubrir que no podía moverse, que se encontraba encajonada en un diminuto receptáculo.

La oscuridad era completa. No sabía dónde se hallaba, pero estaba segura de que era un lugar incómodo, húmedo y lóbrego. Creyó escuchar afuera el sonido de la lluvia y percibió el olor penetrante a tierra mojada y a musgo.

¿Dónde estaba? ¿Qué le había ocurrido? ¿Qué le había hecho su tía? ¿Por qué no era capaz de moverse? Sus recuerdos eran vagos y difusos. La congoja y el desasosiego se apoderaron de su mente y conoció el terror en todas y cada una de sus fases.

El corazón le galopaba en el pecho y el oxígeno no alcanzaba sus pulmones. Procuró respirar por la boca y coger aire, pero cuanto más lo intentaba peor se sentía. Sus sienes palpitaban y su cabeza parecía estar a punto de estallar. Hizo un esfuerzo sobrehumano y logró mover el brazo derecho. Lo elevó hasta que se dio cuenta de que algo cubría su cuerpo. Al tacto parecía un cristal. No tardó en imaginarse que estaba aprisionada en el interior de una caja estrecha. Aquel pensamiento la aterró y heló la sangre en sus venas. ¡Tenía que buscar una escapatoria y salir! ¡Su vida se extinguía!

Hay quien afirma que la desesperación y la certeza de saber que nos encontramos en un trance mortal es capaz de hacernos obrar proezas inimaginables, acciones que ni siquiera serían concebibles en situaciones normales. Ahora podía confirmar que eso era cierto. Aún desconocía cómo había logrado reunir las fuerzas necesarias para golpear con tanta saña su prisión de cristal. Pero, por desgracia, muy pronto se dio cuenta de que sus puños no eran lo bastante fuertes para quebrantarla. Sintió cómo la sangre caliente cubría sus manos transformándolas en ajados manojos de nervios marchitos, en inservibles rastrojos de carne y dolor.

Gritó hasta desgañitarse y, lejos de desanimarse, golpeó todavía con mayor ímpetu el cristal; con sus puños, sus uñas y sus pies, agitando todo su cuerpo hasta que la funesta caja que la apresaba se balanceó y se deslizó de la mesa sobre la que estaba depositada. Entonces cayó, y Analisa con ella. El cristal quedó hecho añicos. Cerró los ojos en un vano intento de preservar su rostro de los cortes, pero en seguida supo que estaba sangrando. No le importó. ¡Estaba libre!

Tardó un tiempo en asimilar que había sido depositada en un ataúd y que se encontraba encerrada en el panteón familiar junto a algunos de sus antepasados. Pero ellos estaban muertos —ése era su lugar— y ella... ¡viva!... O eso quiso creer. Sólo podía haber sido víctima de un error fatal, de una angustiosa confusión, de una cruel burla del destino que, una vez más, se empeñaba en jugar con su equilibrio mental, con su cordura.

La penumbra le permitió adivinar que a su lado, sobre un catafalco, reposaba un féretro idéntico al suyo, de madera con una ventanilla de cristal. «¿Quién habrá dentro?», se preguntó. Aunque tenía las manos destrozadas, hizo un esfuerzo por incorporarse desde el suelo. Necesitaba saber quién la acompañaba en aquel fatídico viaje hacia la muerte.

Embargada por el espanto, se aproximó hasta el féretro. Se inclinó sobre el cristal y miró. Fue un momento espantoso, terrible. La oscuridad reinante era tal que, muy a su pesar, fue incapaz de distinguir las facciones del muerto y no halló forma de iluminarlo. Lo único apreciable era un reflejo, el brillo de un objeto. Descubrió con horror que el difunto llevaba colgado al cuello el camafeo de la pérfida Emersinda. ¡Era ella quien reposaba en aquella caja! ¿Quién si no? ¡La aborrecía con todos sus sentidos! A pesar de que se alegraba de su muerte, ahora nunca podría descubrir qué le había hecho aquel ser monstruoso. Golpeó el cristal con frenesí, maldiciéndola aunque sabía que ella ya no podría escucharla.

Salir del panteón no le resultó tan complicado como creía. Aunque se trataba de una construcción sólida, algunas partes del recinto eran acristaladas, así que se las arregló para romper los cristales. Rasgó su mortaja blanca y se colocó unas improvisadas vendas alrededor de sus maltrechas manos. Después, con ayuda de los trozos de madera más grandes de su ataúd, golpeó con fuerza los cristales buscando la libertad. Fuera del panteón llovía, hacía un frío terrible y era noche cerrada. Analisa salió tambaleándose, a trompicones.

Vagó sin rumbo. No sabía dónde se encontraba.

—¡Madre abadesa! ¡Madre abadesa! —exclamó sor Angustias.

La madre abadesa se despertó súbitamente. La voz de sor Angustias retumbaba por las paredes del convento de Santa Clara de Jesús.

—Madre abadesa, ¿puede oírme?

—¡Schhh! ¡Claro que puedo! ¡Y, seguramente, todo el convento! —contestó sin ocultar su fastidio—. ¿Se puede saber por qué no está en su celda, como las demás?

—Pero, madre abadesa, es que creo que ocurre algo extraño.

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