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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (17 page)

BOOK: Gothika
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—¿Y vamos a permitir que abandone esta casa aun sin haber recuperado del todo el norte? —intervino sor Angustias.

—¡Eso es! Le señalaremos la dirección del pueblo y que allí se las apañen con ella y sus asuntos mundanos. Denle un hábito y comida para un día —la expresión de su rostro no ofrecía posibilidad de discusión—. Y háganlo al caer la noche. No quiero que salga a plena luz del día delante de todas nuestras hermanas.

Ambas religiosas salieron del despacho de su superiora cabizbajas y resignadas. No entendían qué mal podía causar al convento la presencia de aquella joven sin pasado.

A la caída del sol, hacia las seis de la tarde, sor Angustias se dirigió a la celda de Analisa. Entonces fue cuando de veras advirtió un cambio sustancial en ella: era la primera vez que la veía totalmente despierta y consciente. Estaba sentada sobre la cama y la miraba con ojos penetrantes. Pero no recordaba que los tuviera tan grandes ni que su mirada fuera tan turbadora.

Al principio se sorprendió al encontrarla en aquella postura, pero no quiso darle mayor trascendencia. Sor Angustias portaba una escudilla de lentejas en su mano derecha y un hábito nuevo colgado de su brazo izquierdo. Sor Ramira debía de estar a punto de reunirse con ellas.

—¿Emersinda? Es ése su nombre, ¿verdad? —preguntó no sin curiosidad.

—Durante sus delirios había repetido aquel nombre hasta la saciedad.

—¡No! —respondió tajante—. Me llamo Analisa.

—¿Y quién es, entonces, Emersinda? ¿Su madre? ¿Su hermana?

—Mi tía.

Analisa había perdido toda esperanza de comunicar a la religiosa todo cuanto había padecido en los últimos días. Al principio intentó explicarle que había sido víctima de una confusión fatal que había inducido a todos a pensar que estaba muerta, cuando realmente no era así. Sin embargo, lejos de comprender sus razonamientos, las religiosas la habían tomado por una demente, desechando sus reiteradas peticiones de avisar a Patrocinio.

—¿Y sabe dónde está su casa? ¿Podrá llegar hasta ella? Se lo comento porque la madre abadesa dice que, ahora que se encuentra bien, debe abandonar nuestro convento. Por eso mismo le he traído este hábito.

Parecía evidente que sor Angustias era contraria a aquella decisión.

De repente, observó algo raro en la joven. Ésta la miraba fijamente, como una cobra a su presa. Sus ojos le produjeron escalofríos. Por un momento habría jurado que cambiaban de color tornándose rojos. ¡Aquella mirada había logrado asustarla!

Sin saber muy bien qué le impulsaba a hacerlo, decidió abandonar la celda para ir en busca de la hermana Ramira. No quería permanecer más tiempo sola junto a la desconocida. No parecía la misma persona... ¡Y le daba miedo!

Analisa se sentía fatal.

No sabía qué le estaba ocurriendo ni por qué había experimentado tanta ansia y aquella sensación de vacío en la boca del estómago cuando sor Angustias se acercó a ella con el hábito en la mano. Su estómago había protestado igual que lo hacía cuando estaba hambrienta, y, sin embargo, al ver la escudilla de lentejas se le revolvieron las tripas. ¿Qué mal le aquejaba? Se sentía tan distinta, tan diferente y extraña en su propio cuerpo.

«¿Qué me ha hecho Emersinda?», se preguntaba angustiada.

No quiso quedarse para averiguarlo. Tenía que salir de aquel lugar o quizá sería capaz de cometer una locura.

Se puso el hábito con suma rapidez y asió el manojo de llaves que sor Angustias había dejado abandonado precipitadamente sobre la cama. Entonces, salió con sigilo de la celda y se dirigió hacia la puerta principal. Probó varias de las aparatosas llaves de hierro hasta dar con la adecuada.

«¡Que Dios me perdone por lo que acabo de hacer! ¡Que Dios me perdone, porque yo no puedo!»

Analisa se echó a llorar inundada de rabia y dolor. Las lágrimas corrían por sus mejillas como ríos de sangre fresca, la misma que ahora manchaba su rostro, sus manos y su hábito. De haber sido posible, habría deseado desaparecer de la faz de la Tierra en aquel mismo instante, morir, caer fulminada por un rayo. ¿Pero cómo podía morir si ya no pertenecía al mundo de los vivos?

Si hubiera conservado el crucifijo que le dio el párroco, tal vez ahora no se hallaría ante aquella angustiosa situación, aunque, de haberlo guardado, quién sabe qué habría ocurrido. Aún resonaban en su mente las últimas palabras que recordaba haber escuchado de boca de Emersinda: «Por más que le llames, tu Dios no vendrá a protegerte.» ¿Qué había hecho con ella aquel ser diabólico? ¿Era ahora un demonio, igual que ella?

Analisa abandonó el cuerpo sin vida de la pequeña, lo depositó sobre la cama y, en un gesto tan amoroso como paradójico, lo arropó con la raída colcha que cubría su cama. Jamás podría olvidar su carita, que, extrañamente, reflejaba placidez. Tenía los ojos cerrados y los adorables rizos rubios manchados con la sangre que aún manaba de su delicado cuello. Después, abandonó su habitación saliendo por la ventana, por el mismo lugar por el que había entrado.

Para su desgracia, comprobó que todos sus males físicos habían desaparecido en el mismo instante en que había probado su sangre inocente. Habían cesado los temblores, los sudores fríos, la ansiedad y el hambre. Pero, en contrapunto, una tormenta de remordimientos y de angustia se había abatido sobre ella como las alas de un gran murciélago.

En su descargo sólo podía argumentar que no lo había planeado.

Tras abandonar el convento de Santa Clara de Jesús bajó la colina y se dirigió hacia el pueblo. Aquellas luces que asomaban al fondo debían de pertenecer a sus casas.

El único motivo por el que quería ir a ese lugar era para buscar a Patro. Había tantas cosas que aclarar. Necesitaba saber, por ejemplo, por qué la habían introducido en un panteón en compañía de su horripilante tía. ¿Se trataba de un complot o de una simple confusión?

Durante su estancia en el convento había dispuesto de mucho tiempo para meditar acerca de su desagradable situación y sólo había podido concluir que debió de ser Patro o Pedro quienes la encontraron desvanecida en su habitación. Y ahora precisaba gritar al mundo que estaba viva.

Eran cerca de las nueve cuando alcanzó la humilde casa en la que vivía Patrocinio junto a su familia. Llamó a la puerta con insistencia hasta que alguien la abrió. Para su sorpresa, no fue Patro quien lo hizo, sino una niña. No tendría más de seis o siete años. Analisa no estaba segura de que aquélla fuera la casa de la doncella, pero recordaba la descripción que una vez la misma Patro había hecho de su hogar.

—¿Vive aquí Patro?

—Sí. Pero mamá no está.

—¿Y dónde se encuentra? Preciso hablar con ella urgentemente.

—Ha ido con papá al funeral.

—Al escuchar la palabra funeral, Analisa sintió cómo las piernas apenas la sostenían. Un funesto presagio cruzó por su mente y necesitaba desecharlo.

—¿Funeral? ¿Qué funeral? ¿Quién ha muerto?

—La señorita Analisa y la señora mala —repuso la niña extrañada, pues todo el mundo en el pueblo sabía que ambas habían muerto.

La joven no supo qué decir. Sus fuerzas la abandonaban, su cabeza daba vueltas, sentía un dolor punzante en el estómago y unos temblores incontrolables en los brazos y en las piernas.

La niña debió de advertir algo raro en aquella mujer de hábito marrón y blanco.

—¡Abuela, abuela! Hay una monja en la puerta que pregunta por mamá —exclamó, dejando el asunto en manos de los mayores.

—No hace falta que la llames, niña. Ya vendré en otro momento.

Cuando la abuela se asomó a la puerta, Analisa ya había desaparecido.

—¿Monja? ¿Qué monja ni qué ocho cuartos? ¡Anda para adentro que se va el calor! —masculló la abuela enojada.

«¿De verdad estoy muerta? ¿Y por qué puedo caminar, hablar, pensar y sentir?»

Aquella dulce niña le había abierto los ojos. En aquel momento no era capaz de definir su estado. Apenas recordaba nada de la noche fatídica en la que Emersinda abandonó la silla de ruedas para abalanzarse sobre su cuello. Sus recuerdos eran vagos, más parecidos a un mal sueño que a un acontecimiento real y palpable. Todo lo relacionado con aquella noche estaba envuelto en una espesa nebulosa.

Arropada por la oscuridad, permaneció escondida en las inmediaciones de la casa. No sabía qué hacer. Se debatía entre marcharse o quedarse allí, agazapada. Estaba desesperada. Su mundo, sus creencias y su propia vida se habían venido abajo en un abrir y cerrar de ojos. Todo parecía haberse derrumbado y sólo quedaba sitio para los temblores, los sudores fríos y ese dolor punzante que martilleaba sin cesar la boca de su estómago... Y para el miedo. Se sentía aterrada ante el hecho de que sólo era capaz de recrear una imagen monstruosa, un pensamiento imposible de formular en voz alta: el recuerdo del cuello de aquella niña palpitando bajo su camisón rosa bordado con puntillas de ganchillo.

«Dios mío, ¿qué me ocurre? ¡Ayúdame, por favor! ¡Haz que esto pare! ¡Yo no soy como Emersinda! ¡No soy así!»

Pero sí lo era. Al menos, lo sería a partir de aquella noche.

A través de la ventana vio, como si de sombras chinescas se tratara, cómo la niña era conducida por su abuela hasta su habitación. La vio arrodillarse junto a la cama y rezar. Al finalizar, su abuela le dio un beso y la arropó. Después apagó la vela y abandonó la estancia.

La oscuridad reinaba cuando Analisa se acercó sigilosamente a la ventana que daba al cuarto de la pequeña. Tocó en el cristal con los nudillos, suavemente. No quería asustarla.

—¡Abre la ventana, por favor!

La niña dudó, pero al fin obedeció. Aquella figura bañada por la claridad de la Luna parecía la de la monja que había llamado antes preguntando por su madre, y una monja nunca podría hacerle mal alguno.

—Déjame entrar, pequeña —susurró con dulzura—. Fuera hace frío.

23

Estaba seguro. Aquellos gritos provenían de la habitación que ocupaba Darío y no del patio de vecinos, como había sospechado en un primer momento. Alejo Espinal se incorporó y miró la hora en el despertador. Eran más de las tres de la mañana. ¿Por qué gritaba de aquella manera? ¿Qué le pasaba?

Los muros de la casa parecían construidos con papel de fumar, así que Alejo dedujo que, si él se había despertado a causa de las voces, tal vez también lo habría hecho el vecino de al lado.

Aún desorientado, encendió la luz de la mesilla. Se levantó trabajosamente, se puso las zapatillas y se dirigió a la habitación de Darío. Los gritos no habían cesado. «¿Qué es lo que grita?», se preguntaba mientras caminaba por el pasillo.

Mencionaba a un tal Raúl.

—¡Raúl, no te dejaré morir!

Abrió la puerta y encendió la luz, pero aun así Darío no se despertó. Daba vueltas en el sofá-cama bañado en sudor. Su pelo, habitualmente domado por la gomina, estaba revuelto y encrespado, y continuaba vociferando entre sollozos.

—¡No se ha suicidado! ¡Deben creerme!

Se le veía tan asustado y vulnerable que Alejo sintió lástima por él.

Dudó qué hacer. ¿Debía despertarle bruscamente y acabar con su sufrimiento?

«A lo bestia, no —sopesó—. A ver si le va a dar un infarto.» Finalmente, optó por asirlo del brazo con suavidad y zarandearlo un poco.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué pasa? —gritó Darío dando un respingo e incorporándose de golpe en la cama.

—Tenías una pesadilla. Ibas a despertar a todo el vecindario. ¿Estás bien?

Darío lo miró instintivamente con un gesto de desconfianza. ¿Desde cuándo se preocupaba alguien por él? Eso era nuevo.

—¿Y bien? ¿Qué soñabas? Te confieso que me has acojonado. No te has despertado ni cuando he encendido la luz.

—Nada. No estaba soñando.

—¡Venga ya, tío! Hablabas de un tal Raúl. ¿Quién es?

No estaba dispuesto a contarle su vida a nadie y menos al novio de su hermana.

—No conozco a ningún Raúl —mintió.

—Vale. Como quieras —le espetó apagando la luz—. Pero intenta no soñar en alto. No quiero movidas con los vecinos.

El despertador sonaría a las siete menos cuarto, pero Alejo ya no pudo recuperar el sueño perdido.

Darío tampoco. Era una pesadilla recurrente que le asaltaba de vez en cuando desde la muerte de su amigo Raúl. Cuando creía que la había vencido, regresaba de nuevo. Más de una vez había pensado en contársela a un psicólogo, pero había desestimado la idea porque sabía que hacerlo supondría tener que hablar sobre su vida y enfrentarse a ciertas preguntas para las que no tenía respuesta y que le resultaban dolorosas. Sin embargo, aquella noche al escenario de su pesadilla se había sumado un nuevo personaje: Alejandra Kramer.

Había aparecido casi al final del sueño, justo antes de que Alejo lo despertara. Alejandra había surgido como una exhalación junto a la tumba de Raúl. Insinuante, bella y provocativa, como siempre. Sin pronunciar una sola palabra le había tendido una pala. ¿Qué pretendía que hiciera con ella?

Su cama estaba hecha un desastre. Se arropó como pudo y se abrazó a la almohada. Las lágrimas empezaron a acumulársele en los ojos nublando su visión. Aquella noche comprobó cómo la evocación de su recuerdo aún tenía el poder de hacerle daño.

Después de una intensa jornada en Regalo+, Silvia esperaba a Alejo con su coche en la puerta. Habían quedado para pasar la tarde juntos. Desde que Darío estaba alojado en su casa, el escritor sentía que había perdido buena parte de su intimidad.

Silvia lo recibió con un beso en los labios. Alejo se quedó un poco frío. Le fastidiaba reconocerlo, pero desde que había conocido a aquella desconocida en The Gargoyle se sentía distinto. Al producirse el contacto entre sus labios, tuvo un
flash-back
del encuentro en el local gótico, pero intentó olvidar sus emociones para centrarse en su novia.

—No tienes buena cara —comentó Silvia.

—Es que no he pegado ojo.

—¿Y eso?

—Tu hermano me desveló a las tres de la mañana y ya no he podido volver a dormirme —explicó acomodándose en el asiento del copiloto.

—Silvia arrancó el vehículo en dirección al centro. Había un tráfico espantoso.

—¿Ha sido por la música? Hablaré con él. Mis padres siempre se quejan de que la pone demasiado alta.

—No. Tuvo una pesadilla y comenzó a gritar como un poseso. Por cierto, ¿sabes quién es un tal Raúl?

—Era el mejor amigo de Darío. Ha vuelto a soñar con él, ¿verdad?

—¿Era o es?

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