Gothika (21 page)

Read Gothika Online

Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

BOOK: Gothika
2.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Cuál? ¿La rarita?

—Sí.

—¿Es que has vuelto a verla? Si quieres un consejo, aléjate de esa mujer.

—¿Has hablado con ella sobre mí?

—¡Claro que no! Sólo la conozco de vista, y tampoco es de las habituales. Esa tía no me gusta un pelo.

Alejo vio cómo el gótico se alejaba por el pasillo para introducirse en la habitación del ordenador.

El escritor se quedó pensativo. Si él no había hablado con ella, ¿cómo sabía entonces lo de Silvia?

28

Analisa se había asegurado de encontrar al abogado de peor reputación de la capital: Juan de Valera. No estaba dispuesta a perder su fortuna sólo por el hecho de estar muerta. Se había presentado ante él con nombre falso y necesitaba que el letrado, motivado por una cuantiosa suma de dinero, se encargara de validar su nueva identidad sirviéndose de cuantas tretas fueran precisas.

La joven llamó a la puerta del despacho del abogado. Éste la hizo ponerse cómoda antes de comenzar la negociación.

—No entiendo por qué se empeña en que siempre nos encontremos a estas horas tan tardías, aunque, debido a los asuntos que la traen por mi gabinete, empiezo a comprenderlo —dijo mientras extraía unos papeles del cajón de su mesa.

Analisa sonrió con picardía.

—Tengo mis motivos —explicó quitándose los guantes con parsimonia—. ¿Ha seguido mis instrucciones?

—En efecto —comentó, haciéndole entrega de los documentos—. Margarita del Valle. Es lo pactado, y no crea que ha resultado sencillo.

—Ya lo supongo, aunque no podrá tener queja en cuanto a sus honorarios. Voy a pagarle de manera generosa cuanto me ha pedido. Y ahora escúcheme atentamente —comentó en tono confidencial—: éste es el testamento hológrafo del que le hablé. Está escrito de puño y letra por Analisa Guzmán de Realejo y en él consta como única beneficiaría Margarita del Valle.

—Entiendo.

Sus modales eran delicados y cuidadosos. No parecía un hombre desagradable, pero lo era. Había conseguido su excelso patrimonio a través de la extorsión, el chantaje y la mentira. Si había alguien en Madrid que pudiera realizar una gestión de tan oscura índole era Juan de Valera.

—Aquí tiene las señas del albacea. Ahora sólo tiene que presentarse ante él con este documento. Es absolutamente auténtico, así que no tendrá ningún problema.

—Olvida algo: usted no es realmente Margarita del Valle. O, mejor dicho, lo es ahora, gracias a mis gestiones. Se trata de una empresa harto arriesgada en la que podría poner en juego mi propia reputación, por no decir mi libertad.

—¿Qué está insinuando? Hable claro.

—Señorita, quiero decir que el precio del que hablamos era válido para el asunto de la identidad, pero no para esta nueva actuación en la que sin duda me juego mucho más que usted. A fin de cuentas, seré yo quien dé la cara.

—¿Y qué es lo que quiere exactamente?

—La mitad de todo.

«¡Maldita sanguijuela!», pensó Analisa.

La joven hervía por dentro y apretaba los puños con fuerza. Ésos eran los inconvenientes de tratar con malhechores de apariencia exquisita, pero Analisa sabía que no tenía otra opción. Ningún abogado honrado consentiría en hacer un trabajo tan irregular y, a fin de cuentas, ella no estaba haciendo nada inmoral: era su patrimonio.

—¿Sabe usted de cuánto dinero estamos hablando? —inquirió tratando de hacerle cambiar de opinión.

Fue un intento infructuoso.

—Ya supongo que no hace esto por una suma insignificante, pero mi labor tampoco lo será y usted saldrá muy beneficiada de ella.

—¿Y si me niego?

—No se lo recomiendo, señorita... Por cierto, ¿cuál es su verdadero nombre? Aún no me lo ha dicho.

—Eso no es asunto suyo —le espetó.

—De acuerdo, como quiera. Veo que posee usted un carácter bravo —comentó el letrado en tono burlón—. Pero da igual. Le decía que no se lo recomiendo. Créame, no sería apropiado para sus intereses. Ha de saber que tengo la buena costumbre de cubrirme bien las espaldas y si hablara acerca de usted... —amenazó—. No haga tonterías y todos saldremos ganando.

Analisa permaneció en silencio unos instantes. Después, claudicó.

—De acuerdo. Se hará como usted quiera. Le daré la mitad. Pero sólo cobrará cuando yo reciba el dinero —explicó mirándolo con desprecio.

—Descuide, ya me hago cargo de que ahora no dispone de gran liquidez. Veo que además de bella, es usted una mujer inteligente que sabe lo que le conviene.

Había pasado casi un mes y, ya como Margarita del Valle, Analisa malvivía en una habitación alquilada bajo la promesa de pronto pago. Las gestiones de Juan de Valera se retrasaban más de lo previsto, pero la joven sabía que iban bien encaminadas ya que, a falta de algo mejor que hacer, se había dedicado a supervisar su actuación en silencio. Como siempre realizaba sus averiguaciones de noche, la casera creía que se dedicaba a un oficio tan antiguo como el propio ser humano.

La joven intentaba pasar desapercibida y el hecho de permanecer buena parte del día sin salir de su habitación era objeto de constantes habladurías entre el resto de los inquilinos. Todos daban por sentado que Analisa era una mujer de «vida fácil». Aun así, si la casera no la había echado después de un mes sin recibir un solo real era porque en el fondo sentía pena por ella.

—Está tan delgaducha y tiene tan mala carita... A saber qué circunstancias la habrán obligado a convertirse en una meretriz—decía para justificarla.

Sin embargo, el resto de los inquilinos desconfiaban de ella.

—Quien mal empieza, mal acaba. Y ella ha comenzado por no pagarle. ¡Es usted una santa, doña Leocadia! —le decía la gente.

Una vez que se hubo solucionado el asunto de la herencia, Juan de Valera se lo hizo saber a través de un mensaje enviado con un recadero.

«Ya está todo arreglado. La espero esta noche en mi despacho», decía la escueta nota.

Analisa se presentó en el inmueble a las diez de la noche. No necesitó hacer esfuerzo alguno para pasar inadvertida, ya que a esas horas la calle se encontraba desierta. No obstante, a fin de evitar posibles contratiempos, tomó la precaución de taparse el rostro con un pañuelo.

—Ya puede estar satisfecha —dijo el abogado invitándola a sentarse—. Todo ha ido según lo planeado y está a punto de convertirse en una mujer inmensamente rica.

—¿Dónde están los documentos?

—No tan de prisa, no tan de prisa —dijo haciendo un gesto de negación con el dedo.

—¿Qué ocurre?

—Verá: he estado sopesando la situación y, francamente, el riesgo que he asumido por usted ha sido muy elevado —comentó mientras se despojaba de su americana.

—¿Qué es lo que quiere? ¿Es que no le parece suficiente quedarse con la mitad de todo?

—A decir verdad, no.

El letrado se había puesto en pie. La joven observó con inquietud cómo se desabrochaba la hebilla del cinturón y el chaleco.

—Pero no se preocupe. He hallado el modo de equilibrar esta descompensada situación.

Acto seguido se aproximó a ella y le acarició el cabello y la mejilla con mirada ardiente y lasciva. Analisa se levantó del asiento de un respingo. No estaba dispuesta a permitir que aquel cerdo le pusiera las manos encima.

La joven le dio la espalda.

—Vamos, querida, dese la vuelta, quiero volver a ver esos hermosos ojos. Siempre me ha parecido usted una mujer de una rara belleza. Tiene algo que me inquieta y me atrae al mismo tiempo.

—Haré lo que me pida —contestó sin girarse—, pero acabemos de una vez con los documentos. No me gusta mezclar los negocios con el placer.

—Bien. Si es ése su deseo... —manifestó volviendo a sentarse a la mesa de su escritorio.

Juan de Valera extrajo varios papeles del cajón de su mesa y los fue firmando todos. Había subestimado a Analisa por el simple hecho de ser mujer. ¿Qué podría hacer ella frente al poder arrollador de un hombre como él? Firmaría lo que fuera porque creía que la jovencita no tendría más remedio que claudicar y hacer lo que a él le saliera de la entrepierna. Y, si de esta manera accedía a sus deseos con mayor sumisión, mejor para todos.

Mientras tanto, Analisa se había colocado detrás de él para supervisar que todo se hiciera escrupulosamente.

—Una curiosidad, señorita —dijo el hombre sin levantar la cabeza de los papeles, que firmaba con caligrafía apretada, inflada y picuda—: ¿fue usted quien mató a la tal Analisa?

La operación había terminado. Sólo quedaba un documento por firmar, el que debía rubricar la joven para transferirle la mitad de su dinero al siniestro abogado.

—No, no fui yo —contestó con voz fría y distante.

El abogado seguía sin ver el rostro de Analisa, sólo sentía su presencia a sus espaldas.

—Entonces, ¿quién? He oído mencionar que sufrió lo que podríamos definir como una muerte violenta. De hecho, me hicieron unas cuantas preguntas sobre usted y su procedencia. Nada de qué preocuparse, claro. Salí airoso de todas ellas.

—Sí. Está usted en lo cierto, se trató de una muerte violenta.

Sus últimas palabras sonaron extrañas a oídos de Juan de Valera. Su tono de voz era distinto, gutural y siniestro. El letrado sintió una profunda inquietud y, cuando Analisa posó su férrea y gélida mano sobre su hombro, supo que algo iba decididamente mal. Se giró y vio sus ojos. Sus pupilas estaban tan rojas como un carbón incandescente.

—Es usted un excelente abogado, pero no sé si le habrán dicho que como persona es detestable —le susurró al oído—. Apuesto a que si apareciera muerto sus vecinos sentirían un gran alivio.

El abogado quiso moverse, pero se dio cuenta de que no podía. En contra de lo que había pensado en un principio, aquella mujer poseía una fuerza descomunal, capaz de retenerlo en la silla con tan sólo la presión de su mano.

—¿Aún quiere saber mi verdadero nombre? El otro día estaba muy interesado en conocerlo —preguntó la no-muerta mientras lamía su cuello.

En realidad, lo que hacía era buscar la yugular con el tacto de la lengua, una lengua áspera, igual que la de un lagarto.

Juan de Valera no se atrevió a contestar. En cambio, comenzó a sudar.

¡Estaba aterrado!

—¿Ha firmado ya todo?

Era una pregunta retórica. Sabía perfectamente que los documentos estaban en regla.

Juan de Valera asintió con la cabeza.

—Mi nombre es... A-na-li-sa —le informó antes de abalanzarse hacia su cuello.

29

Cuando introdujo la llave en la cerradura, Violeta sintió que le flaqueaban las piernas. ¿Y si la no-muerta había regresado ya de su «cacería» nocturna? Se imaginó la escena como si fuera una película de terror: Ana podía estar esperándola sentada a oscuras en la butaca de la sala de estar. Sólo de pensarlo sintió un escalofrío.

Violeta se había retrasado más de la cuenta. Por lo general regresaba mucho antes, pero aquella noche había sido especial: las horas se le habían pasado volando y cuando quiso darse cuenta descubrió con horror que era tardísimo.

Giró la llave con cuidado y abrió la puerta despacio, intentando no hacer ruido. No había ninguna luz encendida. Instintivamente miró hacia la butaca, pero Ana no estaba allí. Todo se encontraba en penumbra y tranquilo, como siempre. Nada que temer. Ya con más tranquilidad encendió la luz, se despojó de su abrigo negro y se dirigió a la cocina.

No había cenado. Tenía guardada un poco de carne picada que ni siquiera se molestó en pasar por la plancha. Cogió una bola de carne del tamaño de una albóndiga y se la introdujo en la boca. La masticó con deleite y se sirvió un vaso de leche.

«Igual que los masai», se dijo.

Cuando tenía diez años recordaba haber visto un reportaje acerca de las curiosas costumbres de este pueblo africano. Debido a sus creencias, los masai despreciaban la práctica de la agricultura. Para ellos el cultivo de la tierra suponía todo un deshonor. Aún permanecían vivas en su mente aquellas imágenes del rito de la sangre: tomaban a una de sus reses, le clavaban una flecha en la yugular y extraían una cierta cantidad de sangre que introducían en el interior de una calabaza hueca. Pero no llegaban a matarla, sino que cerraban la herida con estiércol. Después, mezclaban el «oro» rojo con leche y orina. Esa mezcla de color parduzco constituía un preciado manjar que bebían extasiados, convencidos de que les proporcionaba fuerza y capacidades mágicas para enfrentarse a sus enemigos y también pensaban que les servía para afrontar toda suerte de enfermedades. No en vano era la bebida de los antiguos moran, los temibles guerreros masai que se habían granjeado una reputación feroz entre el resto de los pueblos vecinos debido al robo de reses.

Lamentablemente, no pudo terminar de ver el reportaje porque en el momento más álgido su madre apagó el televisor.

—¡Ya está bien de guarradas! —exclamó con cara de asco.

—¡Mamá, por favor, no lo quites!

—¡He dicho que se acabó! Esto es una salvajada. Lo que no sé es por qué ponen estos documentales a la hora de la comida.

No hubo forma de convencerla.

La pequeña Violeta se había quedado muy intrigada y quiso indagar más acerca de esa misteriosa cultura para la que beber sangre no sólo estaba bien visto, sino que suponía todo un honor, así que le preguntó a su profesor de dibujo si disponía de algún libro que hablara de los masai. Se lo dijo a él, pese a que aquello nada tenía que ver con la materia que impartía, porque era con el que mejor se llevaba; siempre salía en su defensa cuando sus compañeros se burlaban de ella.

A don Rogelio le extrañó que una niña de tan corta edad supiera quiénes eran los masai (ni él mismo sabía bien en qué parte del continente africano ubicarlos) y que, además, sintiera tan vivo interés por sus costumbres.

—Son unos negros que viven en África y que siempre van vestidos de rojo —le explicó la niña.

No tenía muchos datos más sobre ellos, excepto, claro está, el asunto de la sangre, pero aquello prefirió omitirlo por si su profesor reaccionaba igual que su madre. Pero, por fortuna, don Rogelio prometió consultarlo y buscar algún libro para que la pequeña pudiera dibujarlos.

Una semana después, el profesor apareció con un libro que hablaba sobre diferentes pueblos africanos. En él había un capítulo dedicado por entero a los masai que habitaban en Kenia y Tanzania, pero por desgracia no estaba ilustrado con fotografías o con dibujos.

Other books

Guardian's Hope by Jacqueline Rhoades
Touched by Death by Mayer, Dale
The Black & The White by Evelin Weber
Feeding Dragons by Catherine Rose
The Hiding Place by Corrie ten Boom
The Chinese Agenda by Joe Poyer