Giddon se sentaba a su izquierda. Y Katsa suponía que el noble que se hallaba a su derecha debía de ser el buen partido disponible; no se trataba de un hombre mayor, aunque tenía más años que Giddon; era bajito, y los ojos saltones y los labios finos y tirantes le daban apariencia de sapo. Se llamaba Davit y era el señor feudal de las tierras situadas en la zona nordeste de Terramedia, por lo que compartía frontera con Nordicia y Elestia.
No era mal conversador. Le interesaban sus tierras, sus granjas y sus pueblos, y a Katsa no le resultó difícil plantearle preguntas que el hombre estaba deseoso de responder. Al principio se sentó al borde de la silla, en el lado más alejado de la joven, y la miraba de reojo —el hombro, la oreja o el cabello— mientras hablaban, pero en ningún momento la miró a la cara. Sin embargo, se tranquilizó a medida que la cena transcurría sin que Katsa lo hubiera mordido; relajó los músculos, se acomodó bien en la silla y charlaron con tranquilidad. La joven encontraba al tal lord Davit un compañero de cena inusitadamente bueno. En cualquier caso, le hizo más llevadero resistir las ganas de quitarse de un tirón las horquillas que se le clavaban en el cuero cabelludo.
El príncipe lenita era también motivo de distracción por más que Katsa hubiera querido que no lo fuera. Estaba sentado al otro lado del comedor, enfrente de ella, y lo veía por el rabillo del ojo en todo momento, aunque procuraba no mirarlo de cara. Sentía los ojos del lenita prendidos en ella de forma continua. Osado era, desde luego; y diferente por completo a los restantes comensales que, como siempre, hacían como si ella no estuviera allí. Se le ocurrió pensar que no sólo era la rareza peculiar de los ojos del lenita lo que la desconcertaba, sino que no lo intimidara sostenerle la mirada. Lo observó en un momento en que no la miraba, y entonces él alzó la vista para observarla a su vez. Davit tuvo que preguntarle lo mismo dos veces antes de que Katsa lo oyera y desviara los ojos de las desiguales pupilas del lenita para contestarle.
Suponía que tendría que hacer frente a esos ojos cuanto antes, y se impondría una conversación. Y ella debería decidir qué hacer con él.
Como pensó que lord Davit estaría menos nervioso si sabía que no había posibilidad alguna de que Randa le ofreciera su mano, le preguntó:
—Lord Davit, ¿está casado?
—No, mi señora, es lo único que le falta a mi predio.
Katsa no alzó la vista de la carne de venado con zanahorias que tenía en el plato.
—Mi tío está muy decepcionado conmigo porque me he empeñado en no casarme nunca.
—No creo que el rey sea el único hombre al que esa decisión le resulte decepcionante —repuso el noble, después de guardar silencio unos instantes.
Katsa le contempló con atención el anguloso rostro, sonrió sin poder evitarlo y replicó:
—Lord Davit, es usted un perfecto caballero.
—Cree que lo he dicho como un cumplido, mi señora, pero hablaba en serio. —Sonrió a su vez, e inclinándose hacia ella, agachó la cabeza y susurró—: Mi señora, deseo hablar con el Consejo.
Los invitados sostenían conversaciones muy animadas, pero la joven lo oyó a la perfección; fingió estar centrada en la cena y revolvió la sopa.
—Siéntese derecho —le indicó Katsa— y actúe como si sostuviéramos una simple charla. No susurre, porque eso llamaría la atención.
El noble se acomodó en la silla, erguido, e hizo un gesto para llamar a una criada. La chica le sirvió más vino. Davit comió unos pocos bocados de carne de venado y después se giró de nuevo hacia Katsa.
—Este verano el tiempo ha sido benévolo con mi anciano padre, mi señora —comentó—. El calor no le sienta bien, pero en el nordeste las temperaturas han sido frescas.
—Me alegro mucho. ¿Es una información o una petición?
—Información —contestó al tiempo que masticaba un bocado de zanahorias. Cortó otro trozo de carne—. Cada vez es más difícil cuidar de él, mi señora.
—¿Y eso por qué?
—Las personas mayores son propensas a los achaques, y nuestro deber es darles todo lo necesario para que estén cómodos y seguros.
—Qué gran verdad —convino Katsa, y asintió con la cabeza.
Mantuvo el semblante sosegado, pero notaba el matraqueo de la excitación al filo de la conciencia. Si él tenía información sobre el rapto del anciano lenita, todos querrían oírla. Pasó la mano por debajo del grueso mantel y la apoyó en la rodilla de Giddon. Su amigo se inclinó un poco hacia ella, aunque sin apartar la vista de la dama que tenía al otro lado.
—Es usted un hombre con mucha información, lord Davit —le dijo la joven o, más bien, se lo dijo a la comida que tenía en el plato, para no girar la cabeza y lograr así que Giddon la oyera—. Confío en tener la oportunidad de hablar más con usted durante su estancia en la corte.
—Gracias, mi señora. Yo también espero tenerla.
Giddon haría correr la voz. Se reunirían esa noche en los aposentos de Katsa, ya que estaban aislados y, además, eran los únicos por donde no pasaba la servidumbre.
Si tenía ocasión de hacerlo, buscaría a Raffin antes, porque le gustaría visitar al anciano Tealiff. Aunque siguiera dormido, la joven quería ver con sus propios ojos cómo estaba.
Katsa oyó al rey pronunciar su nombre y se puso tensa. Pero no lo miró porque no quería animarlo a que la incluyera en la conversación que sostenía. No alcanzaba a oír lo que decía; lo más probable es que le contara a alguno de los invitados la historia de algo que ella había llevado a cabo; las risotadas del monarca llegaron a todas las mesas del enorme salón de mármol. Katsa trató de borrar el gesto ceñudo que le ensombrecía el semblante.
También percibió que el príncipe lenita la observaba, y una sensación de calor le subió por la nuca y se le extendió por el cuero cabelludo.
—Mi señora, ¿se encuentra bien? —inquirió lord Davit—. Parece un tanto sofocada.
Entonces, con la preocupación plasmada en el rostro, Giddon se volvió hacia ella, y, asiéndole el brazo, le preguntó:
—¿Estás enferma?
—Yo no estoy enferma nunca —gruñó, y se apartó de él con brusquedad.
De repente comprendió que debía abandonar el comedor; tenía que alejarse del bullicio de las voces, de las risas escandalosas de su tío, de la agobiante preocupación de Giddon y de los ardientes ojos del lenita. Tenía que salir de allí, encontrar a Raffin o quedarse a solas; debía hacerlo o perdería los estribos y ocurriría algo inaudito.
Se puso en pie, y Giddon y lord Davit hicieron lo propio. Al otro lado de la estancia, el príncipe lenita también se levantó. Asimismo, los otros hombres que se encontraban en el comedor se levantaron, uno por uno, al verla de pie. El silencio se adueñó de la sala y todo el mundo se la quedó mirando.
—¿Qué ocurre, Katsa? —preguntó Giddon a la par que intentaba asirle el brazo de nuevo.
Y para no avergonzarlo delante de todos los presentes, le permitió que la cogiera a pesar de que la mano del joven noble parecía un hierro de marcar que le quemaba la piel.
—No pasa nada. Lo siento —y dirigiéndose al rey, el único hombre de la sala que seguía sentado, le dijo—: Le pido disculpas, majestad. No me ocurre nada. Por favor, siéntense. —Hizo un gesto con la mano señalando todas las mesas—. Por favor.
Poco a poco, los caballeros tomaron asiento y se reanudaron las conversaciones. La risa del rey resonó; iba dirigida a ella, estaba segura. Katsa se volvió hacia lord Davit.
—Le ruego que me disculpe, mi señor —después le dijo a Giddon, que aún la sujetaba por el codo—: Suéltame, Giddon. Quiero salir a dar un paseo.
—Iré contigo —repuso él, que tuvo intención de ponerse en pie, pero ante la mirada de advertencia de la joven se quedó sentado—. De acuerdo, Katsa, haz lo que gustes.
Había un leve dejo cortante en el tono del joven noble. Tal vez había sido grosera, pero le daba igual. Lo único que le importaba era salir de aquella sala e ir a algún sitio, donde no se oyera el
runrún
monótono de la voz de su tío. Dio media vuelta, con cuidado de no encontrarse con los ojos del lenita, y se esforzó en caminar despacio, sosegadamente, hacia las grandes puertas principales, al fondo de la sala. Una vez que hubo cruzado el umbral, echó a correr. Recorrió los pasillos como una exhalación, dobló las esquinas, se cruzó a toda velocidad con sirvientes que se pegaron contra las paredes, temblorosos, mientras pasaba ante ellos y, por fin, irrumpió a todo correr en la oscuridad del patio.
Cruzó el suelo de mármol al tiempo que se quitaba las horquillas del cabello y suspiró, tranquilizada, cuando los bucles le cayeron sobre los hombros y la tensión del cuero cabelludo desapareció. Era por esas horquillas, y por el vestido, y por los zapatos que le apretaban los pies; era por tener que mantener la cabeza erguida y sentarse derecha, por los exasperantes pendientes que le rozaban el cuello... Por todo eso no había podido quedarse ni un instante más en el banquete de su tío. Se quitó los pendientes y los arrojó a la fuente de la estatua del rey. Qué más daba quien los encontrara.
Pero actuar así no era conveniente, porque entonces la gente lo comentaría. La corte en pleno haría conjeturas sobre el significado de tal comportamiento, o sobre la razón por la que había arrojado los pendientes a la fuente de su tío.
Katsa se quitó los zapatos a patadas, se remangó la falda y se metió en la fuente; dio un suspiro de alivio cuando el agua fría le corrió entre los dedos de los pies y le lamió los tobillos. Cuánto mejor así, sin los zapatos; no se los volvería a poner esa noche. Caminó por el agua hacia el trémulo destello que emitían los pendientes, y los recobró. Luego los secó con la falda, antes de guardarlos en el corpiño del vestido para no perderlos. Se quedó en la fuente y disfrutó de la frescura del agua, de la caricia del aire que soplaba en el patio, de los ruidos nocturnos, hasta que un sonido procedente del interior le recordó las habladurías que habría en la corte si la veían metida en la fuente del rey Randa, descalza y despeinada. Pensarían que estaba loca.
Tal vez lo estaba.
A todo esto, una luz brilló en el laboratorio de Raffin pero, pese a todo, no era la compañía de su primo la que buscaba. No le apetecía sentarse a hablar; quería moverse. El movimiento le detendría el torbellino de la mente. Así que salió de la fuente, se colgó los zapatos en las muñecas por las correas, y echó a correr.
E
l campo de tiro con arco estaba desierto y oscuro salvo por una única antorcha que alumbraba fuera del cuarto de equipamiento. Katsa encendió otras antorchas a todo lo ancho del fondo del campo, de modo que, cuando volviera a la parte delantera, los bausanes resaltarían como figuras oscuras en contraste con la luz que los alumbraba por detrás. Cogió al azar un arco de los que había en el cuarto y unos manojos de flechas del color más claro que encontró. A continuación disparó un proyectil tras otro a las rodillas de los blancos. Después, a los muslos; seguidamente, a los codos; a continuación, a los hombros; y así, hasta vaciar la aljaba. Era evidente que tenía la destreza necesaria para desarmar o incapacitar a un hombre con ese arco en plena noche. Cambió el arco por otro, arrancó las flechas de las dianas y empezó de nuevo.
Había perdido los estribos en la cena, sin motivo alguno. Randa no le había hablado, ni siquiera mirado, sólo había pronunciado su nombre. Le encantaba alardear de ella, como si su extraordinaria habilidad fuera obra suya; como si ella fuera la flecha, y él, el arquero que, con destreza, la clavaba en el blanco. No, una flecha, no... Ese símil no reflejaba del todo la realidad. Un perro, eso es. Randa la consideraba un perro salvaje al que había domado y entrenado. La lanzaba contra sus enemigos y le permitía salir de la jaula con la condición de que la acicalaran y la embellecieran, y después la sentaba entre sus amigos para ponerlos nerviosos.
Katsa no reparó en la creciente velocidad y ferocidad con la que sacaba flechas de la aljaba, de tal modo que encajaba una saeta en la cuerda del arco antes incluso de que la anterior hubiera dado en el blanco. Hasta que percibió una presencia a su espalda, no salió de su ensimismamiento ni se dio cuenta de la imagen que debía de estar ofreciendo.
Estaba fuera de sí. La rapidez de los disparos, la puntería... Y todo con un arco de calidad pésima, mal curvado y peor encordado. ¿Y le extrañaba que Randa la tratara como la trataba?
La joven sabía que era el lenita a quien tenía detrás. Hizo caso omiso de él, pero lentificó los movimientos e hizo todo un alarde de apuntar a muslos y rodillas antes de disparar. En ese momento fue consciente del contacto de sus pies con el suelo y se acordó de que iba descalza, llevaba el cabello suelto sobre los hombros y tenía los zapatos encima de un montón de cosas, en alguna parte cerca del cuarto de equipamiento. El lenita habría reparado en todo eso.
A decir verdad, dudaba mucho que a aquellos ojos se les escapara algo. Bueno, él tampoco habría aguantado esos estúpidos zapatos ni las horquillas en el pelo si le estuvieran martirizando el cuero cabelludo. O tal vez sí. En apariencia no le molestaban las joyas que lucía en las orejas y en los dedos. Los lenitas debían de ser muy vanidosos.
—¿Puede matar a alguien de un flechazo o sólo lo hiere?
Recordó esa voz ronca que oyó en los jardines del castillo de Murgon, la misma que la provocó y le lanzó pullas, como hacía ahora. No se volvió para mirarlo. Se limitó a sacar dos flechas de la aljaba, las encajó juntas en la cuerda, tensó y disparó. Una de las saetas voló hacia la cabeza del bausán, mientras que la otra se hincaba en el torso con un satisfactorio golpe seco; las flechas brillaron débilmente a la luz titilante de las antorchas.
—Nunca cometeré el error de retarla a una competición de tiro al arco.
Había un asomo de risa en la voz del hombre; Katsa siguió dándole la espalda y cogió otra flecha.
—No claudicó con tanta facilidad en nuestro último encuentro —replicó ella.
—Ah, pero eso fue porque tengo la habilidad de luchar. Sin embargo, me falta destreza con el arco.
Katsa no pudo evitar sentirse interesada y se volvió hacia él, aunque las sombras velaban el rostro del lenita.
—¿Es eso cierto?
—Mi gracia me da destreza en un combate cuerpo a cuerpo —contestó él—, o luchando con la espada. Pero favorece en poco o en nada mi puntería.
Cruzado de brazos, se recostó en la gran losa que hacía las veces de mesa para que los arqueros dejaran el equipo. Katsa empezaba a acostumbrarse a esa actitud, a esa apariencia indolente, como si fuera a quedarse dormido en cualquier momento. No la engañó, sin embargo, porque estaba convencida de que si saltaba sobre él, el lenita reaccionaría en un visto y no visto.