—Es sorprendente la cantidad de simpatizantes que está encontrando nuestra organización —comentó Oll. Apoyándose en un codo, Giddon se incorporó.
—¿Te lo esperabas, Katsa? ¿Creías que tu Consejo se propagaría tanto?
¿Qué esperaba en realidad cuando puso en marcha el Consejo? Se imaginó que sólo lo integraría ella misma, debiendo recorrer pasadizos y doblar recodos a hurtadillas, una fuerza invisible actuando contra la desconsideración de los reyes.
—Ni siquiera se me ocurrió pensar que a alguien le interesaría formar parte de él.
—Y, en cambio, ahora tenemos colaboradores en casi todos los reinos —añadió Giddon—. La gente está abriendo sus puertas. ¿Sabías que uno de los señores fronterizos de Nordicia acogió a un pueblo entero en el recinto fortificado de su castillo cuando, por medio del Consejo, se enteró de la inminente incursión de un destacamento oestense? El pueblo fue destruido, pero sus habitantes sobrevivieron. —Se tumbó de costado y volvió a bostezar—. Es alentador saber que sirve para algo.
* * *
Katsa yacía boca arriba mientras oía la respiración acompasada de los dos hombres. Los caballos también dormían, pero ella, no. Pese a los dos días de cabalgar sin descanso con una noche en blanco entre medio, estaba despierta. Se dedicó a observar las nubes que, al desplazarse por el cielo, ocultaban las estrellas, para poco después dejarlas de nuevo a la vista; mientras tanto la crecida hierba de la colina susurraba, mecida por la brisa nocturna.
La primera vez que hizo daño a alguien por encargo de Randa fue en un pueblo fronterizo, situado a corta distancia de donde estaban acampados ahora. En esa ocasión se descubrió que un señor feudal, vasallo de Randa, era un espía a sueldo del rey Thigpen de Elestia. Imputado con el cargo de traición y condenado a muerte, el noble huyó hacia la frontera elestina.
Exhibiendo una sonrisa desagradable, Randa asistió a una de las sesiones de prácticas de Katsa, quien, a la sazón, sólo tenía diez años.
—¿Estás preparada para hacer algo útil con tu gracia, niña? —le preguntó en voz alta. Ella cesó de dar patadas y giros y se quedó inmóvil, estupefacta ante la idea de que su gracia pudiera tener alguna utilidad provechosa. En respuesta a su silencio, Randa esbozó de nuevo su desagradable sonrisa. —En ti no hay más luces que el brillo de esa espada. Presta atención, niña. Voy a enviarte en pos de un traidor. Tienes que matarlo, en público, sin utilizar más arma que tus manos. Pero sólo a él; a nadie más. Por supuesto, todos esperamos que, a estas alturas, hayas aprendido a controlar tus ansias de matar.
Katsa se acobardó hasta el punto de sentirse tan insignificante que habría sido incapaz de pronunciar ni una palabra, aun en el caso de que hubiera tenido algo que decir. Entendió a la perfección la orden del rey: le prohibía que usara armas porque no quería que aquel hombre tuviera una muerte decente. Randa deseaba un espectáculo brutal, que sirviera de escarmiento, y esperaba que ella se lo proporcionara.
La chiquilla partió con Oll y una escolta de soldados. Cuando éstos capturaron al noble huido, lo arrastraron hasta la plaza del pueblo más cercano, donde unos cuantos lugareños asustados observaban la comitiva, boquiabiertos. Katsa ordenó a los soldados que lo pusieran de rodillas y, con un único movimiento, le rompió el cuello; no hubo sangre y sólo un instante de dolor. De hecho, la mayoría de la gente ni siquiera se dio cuenta de lo ocurrido.
Cuando Randa supo lo que había hecho la chiquilla, se enfureció tanto que le ordenó que se presentara ante él en el salón del trono. Forzando una sonrisa, que más parecía la mueca de una fiera enseñando los dientes, la miró con dureza desde el elevado solio y le espetó:
—¿De qué sirve una ejecución pública si la concurrencia se pierde la parte en la que muere el convicto? Ya veo que cuando te dé una orden, tendré que hacer algo para subsanar tu falta de entendederas.
A partir de entonces, sus órdenes incluían puntualizaciones acerca del derramamiento de sangre, el grado de dolor o la duración del castigo. No había modo de darle la vuelta a lo que el monarca deseaba. A fuerza de cumplir esos requisitos, Katsa se convirtió en una experta. Y Randa consiguió lo que buscaba, porque la reputación de la muchacha se propagó como una epidemia. Todos sabían lo que les ocurría a quienes contrariaban al rey Randa de Terramedia.
Después de cierto tiempo, Katsa olvidó por completo su rebeldía; resultaba demasiado difícil de imaginar.
* * *
En los muchos viajes que realizaban para cumplir los encargos de Randa, Oll le contaba a la muchacha las cosas que descubrían los espías del rey cuando se infiltraban en los otros reinos, como por ejemplo, la desaparición de chicas jóvenes de un pueblo elestino que reaparecían al cabo de unas semanas en una mancebía oestense; la reclusión de un hombre en unas mazmorras norgandas, como condena por el hurto cometido por un hermano suyo porque éste había muerto y alguien tenía que sufrir el castigo, o bien la imposición de un tributo con el que el rey de Oestia quería gravar a ciertos pueblos de Elestia, tributo que a los soldados les parecía conveniente recaudar matando a los aldeanos elestinos antes de vaciarles los bolsillos...
Los espías de Randa informaban a su señor de esas historias, pero el rey hacía oídos sordos a todas ellas. Ahora bien, el hecho de que un noble de Terramedia hubiera ocultado parte de su cosecha, para pagar un diezmo menor del que le correspondía, era una noticia a tener en cuenta; ése sí era un contratiempo vital para el país. Por ello, Randa enviaba a Katsa a partirle el cráneo al señor feudal.
Sin embargo, a la muchacha se le metió una idea en la cabeza, y aunque no habría sabido decir de dónde la había sacado, no consiguió desecharla. Se preguntaba qué sería capaz de hacer si actuaba por voluntad propia, lejos del ámbito de influencia de Randa. No cesaba de darle vueltas y vueltas al tema, con el que se distraía mientras rompía dedos y descoyuntaba brazos por encargo de su tío. Y cuanto más lo pensaba, más apremiante se volvía, hasta que la joven se dijo que acabaría consumida de impotencia y frustración si no hacía algo al respecto.
En su decimosexto cumpleaños le planteó la idea a Raffin.
—Podría dar buen resultado —opinó él—. Te ayudaré, naturalmente.
Al siguiente a quien informó fue a Oll. Éste se mostró escéptico, incluso alarmado; estaba acostumbrado a proporcionar la información a Randa para que él decidiera qué medidas tomar. Pero al fin, poco a poco, consideró el punto de vista de la joven y lo aceptó, aunque sólo después de comprender que Katsa estaba decidida a llevarlo adelante con o sin su ayuda, así como después de convencerse de que no sería perjudicial para el rey ignorar lo que a sus espaldas hacía su jefe de espías
En su primera misión propia, Katsa interceptó una pequeña banda de desvalijadores nocturnos, que el monarca elestino había organizado contra su propio pueblo, y los obligó a huir hacia las colinas. Aquél fue el momento más feliz y apasionante de su vida.
Poco después, ella y Oll rescataron a unos chicos oestenses que retenían como esclavos en una mina de hierro norganda, y tras otro par de lances, la noticia de sus intervenciones llegó poco a poco a los oídos idóneos. Algunos espías, compañeros de Oll, se adhirieron a la causa, así como un par de nobles de la corte de Randa, como Giddon; también se les unieron la esposa de Oll, Bertola, y otras mujeres del castillo. Organizaron reuniones regulares que celebraban en retiradas estancias, en las que se respiraba una atmósfera de aventura y de peligrosa libertad. Era como un juego demasiado maravilloso para que fuera realidad, pensaba a menudo Katsa. Pero era real. No obstante, no se limitaban a hablar de actos subversivos, sino que los planeaban y los llevaban a cabo.
Por fuerza, con el tiempo ganaron aliados fuera de la corte: señores de feudos fronterizos, hombres íntegros, hartos de quedarse cruzados de brazos mientras se saqueaban pueblos aledaños, nobles de otros reinos, espías de esos mismos nobles. Y, poco a poco, también se adhirió el pueblo: posaderos, herreros, granjeros... Todos ellos hastiados de la arbitrariedad de los reyes y dispuestos a correr algún riesgo para paliar el daño causado por el desorden y la anarquía, fruto de la ambición de la realeza.
Esa noche, en el campamento cercano a la frontera elestina, Katsa —despierta del todo— contemplaba el cielo pensando en lo que se había llegado a ampliar el Consejo y lo deprisa que se había extendido, igual que una planta trepadora de los bosques de Randa.
Pero en la actualidad, la situación había escapado a su control. En nombre del Consejo, se llevaban a cabo misiones en sitios que ella desconocía y no le era posible supervisarlas; por ello, se había vuelto peligroso. Una palabra dicha por el hijo de un posadero en un descuido, o un encuentro desafortunado entre dos personas que ni siquiera conocía, y todo podría venirse abajo. Las misiones terminarían; de eso se encargaría su tío. Y después, de nuevo, sólo sería el brazo ejecutor del rey.
No tendría que haberse fiado del extraño lenita.
Cruzó los brazos y contempló una vez más las estrellas. Le habría gustado montar en su caballo y cabalgar por las colinas dando vueltas. Eso le apaciguaría la mente, la cansaría. Pero también cansaría al caballo; y no debía dejar solos a Oll y a Giddon. Además, esas cosas no se hacían; no era correcto.
Resopló y después escuchó con atención para asegurarse de que ninguno de los dos hombres se había despertado. Así que todo normal. Pero ella, una muchacha dotada con la gracia de matar —una asesina real—, no era normal. Ella era una chica que rechazaba los esposos que Randa la apremiaba a aceptar, hombres apuestos y considerados; una chica a la que le daba pánico la idea de tener un bebé pegado al pecho o aferrado a los tobillos.
Ella no era normal.
Si se descubría la existencia del Consejo, huiría a un lugar donde no la encontraran: a Lenidia o a Monmar. Viviría en una cueva, en un bosque, y mataría a cualquiera que la hallara y la reconociera. No estaba dispuesta a renunciar a ese mínimo control sobre su vida que había conquistado. Tenía que descansar.
«Duerme, Katsa —se dijo—. Necesitas dormir para conservar las fuerzas.»
Y de manera repentina, el cansancio se apoderó de ella y se quedó dormida.
P
or la mañana se vistieron como correspondía a su condición: Giddon llevaba la indumentaria de viaje propia de un noble de Terramedia, Oll se había puesto su uniforme de capitán y Katsa lucía los colores de la casa real en una túnica azul, guarnecida con seda naranja, y en un pantalón a juego que utilizaba para realizar los encargos de Randa, un atuendo que consentía en ponerse porque destrozaba los vestidos que usaba para montar a caballo. A Randa no le gustaba imaginar a su graceling asesina repartiendo castigos con faldas ajadas y embarradas. Era indecoroso.
El asunto que los llevaba a Elestia tenía que ver con un señor feudal de la frontera elestina que concertó la compra de madera procedente de los bosques meridionales de Terramedia. El noble pagó el precio convenido, pero después taló un número de árboles superior al estipulado. Randa deseaba cobrar la madera cortada de más y que el noble recibiera un castigo por cambiar el acuerdo sin su permiso.
—Quiero prevenirles a los dos sobre una cuestión —comentó Oll mientras recogían las cosas del lugar en que habían acampado—. Ese noble tiene una hija dotada con la gracia de leer la mente.
—¿Y por qué nos lo adviertes? ¿Es que esa muchacha no está en la corte de Thigpen?
—El rey Thigpen se la ha devuelto a su padre.
Katsa dio un seco tirón de las correas que sujetaban el petate a la silla de montar.
—¿Es que quieres tumbar al caballo, Katsa? —preguntó Giddon—. ¿O intentas romper la silla?
—Nadie me advirtió que nos enfrentaríamos a una mentalista.
—Se lo estoy diciendo ahora, mi señora —argumentó Oll—. Y no hay por qué preocuparse. Tan sólo es una chiquilla a quien la mayoría de cosas que se le ocurren no tienen sentido.
—Bien, ¿y qué le pasa?
—Lo que le pasa es, como ya he dicho, que casi todo lo que se le ocurre no tiene sentido, no sirve para nada o carece de importancia, y suelta todo lo que ve. Ha perdido el control, y ponía nervioso a Thigpen, así que la mandó a casa, mi señora, y le dijo a su padre que la enviara de nuevo a la corte cuando fuera útil.
En Elestia, como en casi todos los reinos, los graceling pasaban a estar bajo la tutela del rey para que le prestaran servicio, tal como estipulaba la ley. A veces ocurría que, a las semanas, meses o —en raras ocasiones— al cabo de unos años de nacer, a algún niño le cambiaba el color de los iris y le quedaban de distinta tonalidad. A esa criatura, pues, se la enviaba a la corte del monarca y se criaba en las habitaciones infantiles de palacio. Si la gracia que poseía le resultaba útil al soberano, el niño se quedaba a su servicio; si no, lo devolvían a la casa paterna. La corte se disculpaba por ello, desde luego, porque para una familia era difícil encontrar acomodo a un graceling, sobre todo a quien estuviera dotado con una gracia inútil, como trepar a los árboles, contener la respiración durante un tiempo increíblemente largo o hablar al revés. Al niño rechazado podría irle bastante bien si pertenecía a una familia de granjeros y trabajaba en los campos, sin que nadie lo viera ni conociera su peculiaridad, pero si un rey devolvía a un graceling de una familia de posaderos o tenderos en una ciudad que contara con más de una posada o una tienda, el negocio familiar sufriría las consecuencias, fuera cual fuese el don del niño. Porque si le era posible, la gente evitaba ir a aquellos lugares donde era muy probable toparse con una persona que tuviera los ojos de distinto color.
—Thigpen es un necio por no mantener a su lado a una mentalista porque todavía no le sea útil —opinó Giddon—. Un mentalista es muy peligroso. ¿Qué ocurriría si cayera bajo la influencia de otro?
Giddon tenía razón, por supuesto. Era probable que un mentalista revistiera más o menos inconvenientes, pero casi siempre eran herramientas muy valiosas en manos de un rey. Sin embargo, Katsa no imaginaba por qué iba a querer alguien disponer de personas así. El jefe de cocina de Randa estaba dotado por la gracia, al igual que su adiestrador de caballos, su viticultor y uno de los bailarines de la corte. Además, estaban al servicio del rey un juglar capaz de hacer malabares con un sinfín de objetos sin que se le cayeran; varios soldados que, sin compararlos a Katsa, poseían el don de la esgrima; un hombre que predecía la calidad de la cosecha del año siguiente, y una mujer con una mente muy clara para los números (en los siete reinos sólo trabaja esta mujer en la contaduría de un rey).