—Muy bien, en marcha —dijo la joven.
Corrieron hacia el sur. Siempre que era factible pisaban sobre agujas de pino o sobre rocas para dejar el menor rastro posible de su paso. Sin embargo, el suelo estaba demasiado mojado y los soldados avanzaban deprisa en sus monturas. Era fácil seguirles el rastro, de tal manera que, poco después, Katsa oía el ruido de ramas al quebrarse y el golpeteo sordo de los cascos de los caballos.
¿Cuántos son, Po?
—Quince, como mínimo.
La joven respiró hondo, despavorida.
¿Y si sus palabras me confunden?
—Ojalá fuera capaz de enfrentarme solo a todos ellos, Katsa —susurró Po—. Pero eso significaría que habríamos de separarnos, y en este momento hay soldados por todas partes. No correré el riesgo de que te encuentren sin estar yo contigo.
Ni yo te permitiría que lucharas solo contra quince hombres
, resopló ella.
—Tenemos que matar a tantos como podamos antes de que se aproximen lo suficiente para oír lo que dicen —propuso Po—. Y confiemos en que, al ser atacados, no estén muy parlanchines. Busquemos un lugar donde esconder a la pequeña. Si no la ven, no le hablarán.
Ocultaron a la niña detrás de piedras y maleza, dentro del hueco que un árbol tenía en la base.
—No hagas ningún ruido, princesa —advirtió Katsa—. Y préstame tu cuchillo; con él mataré a uno de los hombres de tu padre.
Y cogió el arma de las indecisas manos de la chiquilla.
Po
—llamó mentalmente al tiempo que pensaba con rapidez—,
dame los cuchillos y las dagas. Los mataré nada más verlos.
Él sacó las dos dagas que llevaba en el cinturón y un cuchillo de cada bota y se los echó de uno en uno. La joven los reunió en una mano; Po preparó el arco y encajó una flecha en la cuerda. Se agazaparon detrás de una roca y esperaron, aunque no durante mucho tiempo. Los soldados salieron de entre los árboles a buen paso sobre las monturas, ojeando el suelo para encontrar el rastro.
Katsa contó diecisiete hombres.
Yo los de la derecha
—pensó con resolución—,
y tú los de la izquierda.
Y sin más se incorporó y lanzó un cuchillo, seguido de un segundo y un tercero. Po lanzó una flecha que salió volando y se apresuró a sacar otra de la aljaba. Los cuchillos y las dagas de Katsa se hincaron en el pecho de cinco hombres, y el lenita mató a otros dos antes de que los soldados comprendieran que se trataba de una emboscada. Los cuerpos de los muertos cayeron de los caballos al suelo, mientras que los vivos desmontaban de un salto y desenvainaban las espadas sin dejar de chillar y dar gritos incomprensibles, en tanto que un par de ellos más despabilados recurrían a las flechas. Katsa corrió hacia los soldados y Po siguió disparando.
El primero que salió al paso de la joven, con la mirada enfurecida y la boca crispada en un grito, blandía la espada tan a tontas y a locas que Katsa esquivó las arremetidas con facilidad, asestó una patada en la cabeza a otro soldado que corría hacia ella, sacó de la funda la daga del primer hombre y los apuñaló a ambos en el cuello; conservó la daga, recogió una espada y atacó blandiendo las dos armas; desarmó a otro hombre y le atravesó el vientre; se dio la vuelta para enfrentarse a otros dos soldados que se acercaban por detrás, y los mató con la daga al tiempo que rechazaba con la espada las estocadas de un tercero. Acto seguido, lanzó la daga y la hundió en el pecho de un soldado a caballo que apuntaba a Po con una flecha. Tan sólo quedaba un hombre jadeante, desorbitados los ojos por el miedo; reculó y echó a correr. En un santiamén, Katsa extrajo el cuchillo clavado en el torso de otro soldado y corrió en pos del que huía; pero entonces oyó el seco chasquido de una flecha al salir disparada y el hombre chilló y cayó al suelo, donde yació inmóvil.
Katsa se miró la blusa y los pantalones embadurnados de sangre, y al limpiarse la cara con la manga, ésta se le tiñó de rojo. Alrededor solamente había hombres muertos, hombres que no habían sido conscientes de lo que hacían, aunque su mente no fuera más débil que la suya.
Katsa estaba asqueada, desanimada y furiosa contra el rey que había provocado un baño de sangre sin necesidad. Sobreponiéndose, dijo:
—Asegurémonos de que están muertos y montémoslos en los caballos. Hay que mandarlos de vuelta para que Leck pierda nuestro rastro.
Estaban muertos; todos ellos. Katsa sacó flechas y hojas de acero de pechos y espaldas procurando no mirar las caras; limpió cuchillos y dagas y se los devolvió a Po. Cuando fue a devolverle a Gramilla su cuchillo, encontró a la chiquilla de pie, cruzada de brazos para protegerse del frío, pero con los ojos alerta. Al mirarse de nuevo las ropas ensangrentadas, Katsa deseó que la chiquilla no hubiera presenciado la masacre de los soldados.
—Ya no tengo tanto frío —dijo Gramilla.
—Estupendo. ¿Llevas mucho tiempo mirando la pelea?
—Esos hombres no tenían muchas probabilidades de sobrevivir, ¿verdad? —se limitó a responder la princesa—. ¿Adonde nos dirigiremos ahora?
—No lo sé a ciencia cierta. Hay que encontrar un lugar seguro para escondernos, donde podamos comer y dormir. Hemos de discutir sobre qué haremos a continuación.
—Tendréis que matar al rey si queréis que deje de perseguirnos —dijo Gramilla.
Katsa miró con detenimiento a esa chiquilla que casi no le llegaba al pecho: las mangas de la chaqueta de Po le colgaban hasta las rodillas; bajo la capucha, los ojos y la nariz grandes, demasiado grandes para aquella carita; la voz aguda...
Sin embargo, su forma de hablar era sosegada y rebosaba certidumbre al recomendar la muerte de su padre.
S
e quedaron dos caballos para ellos, pues Gramilla montó con Katsa. Desanduvieron el camino de vuelta al arroyo para limpiarse la sangre de los soldados muertos, y después, conduciendo a los caballos por el agua, viraron al oeste en dirección a las montañas, hasta que el terreno se volvió más rocoso, lo suficiente para ocultar las huellas de los cascos. A partir de ahí, enfilaron hacia el sur a lo largo de la base de la cordillera, y buscaron un sitio adecuado para esconderse y pasar la noche; un sitio donde pudieran defenderse, un sitio lo bastante lejos de Leck para mantenerse a salvo, aunque no tan distante que les impidiera llegar hasta el rey y matarlo.
Era obvio que Gramilla tenía razón: Leck tenía que morir. Katsa era consciente de esa realidad, pero no le gustaba pensar en ella porque era una asesina y acabar con él tendría que ser tarea suya; sin embargo, estaba claro que sería Po —él solo, sin ayuda— el encargado de matar a un rey protegido por un ejercito.
No debes acercarte a su castillo
. —Katsa dirigió el pensamiento a Po mientras cabalgaban—.
Nunca conseguirías acercarte lo bastante a él porque llamas demasiado la atención. Te prepararían una emboscada.
Los caballos avanzaban precavidos entre las piedras. Po no se dio por enterado de los pensamientos de Katsa; ni siquiera la miró, pero ella estaba segura de que le habían llegado.
Lo mejor sería que lo pillaras por sorpresa en el bosque mientras busca a la niña, y le dispararas desde la mayor distancia posible.
Po cabalgaba delante de ellas, recta la espalda y firmes los brazos a pesar del cansancio y del frío y de no llevar una prenda de abrigo.
Y después huir lo más deprisa que pudieras.
Entonces el lenita frenó el paso y se puso al lado del otro caballo. La miró a la cara, y la entereza que reflejaban sus ojos la reconfortó y le dio confianza. Po no era débil ni estaba indefenso, ya que contaba con su gracia y su fortaleza. Él le tendió la mano, y cuando ella alargó la suya, se la besó. Se situó en cabeza de nuevo y reanudaron la marcha.
Llegaron a un sitio, en el que el terreno se precipitaba a la izquierda formando un barranco profundo; allá abajo, a lo lejos, relucían las aguas de un lago. A la derecha, el camino subía hacia un risco que se asomaba al lago.
—Si cruzamos al otro lado de ese risco y nos escondemos allí, los que nos persigan tendrán que salvar el risco por este mismo camino, o subir desde el despeñadero. Será fácil verlos —dedujo Katsa.
—Se me había ocurrido lo mismo —comentó Po— Veamos qué hay al otro lado.
Remontaron la cuesta; el sendero del risco se inclinaba hacia el precipicio de un modo muy inquietante, pero era ancho, y los caballos se mantenían pegados al margen contrario. Los cascos desprendían guijarros que rodaban cuesta abajo, tintineaban al golpear en el reborde y se zambullían en el lago, pero los fugitivos no corrían peligro.
Una vez que cruzaron el risco, no encontraron más que rocas, maleza y unos pocos árboles raquíticos que crecían en las grietas y en los huecos de las piedras. Al descubrir una cueva poco profunda, de espaldas al precipicio y al camino del risco, les pareció la mejor opción para acampar.
—No nos proporcionará un lecho blando, pero no se verá la fogata que encendamos —argumentó Po—. ¿Tienes hambre, prima?
La chiquilla estaba sentada en una piedra, en silencio, manteniendo todavía el cuchillo bien sujeto entre las manos. No se había quejado de hambre, ni de nada en realidad. Pese a ello, observó con los ojos como platos a Po, que desenvolvía la escasa comida que les quedaba: un poco de carne de la noche anterior y una manzana que llevaban encima desde que salieron de la posada, al pie de la vertiente emeridia de la cordillera. Gramilla contempló la comida casi sin respirar; saltaba a la vista que estaba muerta de hambre.
—¿Cuánto hace que no comes? —preguntó Po mientras le ponía delante toda la comida.
—Esta mañana me comí unas bayas.
—¿Y la vez anterior?
—Ayer por la mañana.
—Come despacio —aconsejó Po al ver que la niña arrancaba un buen trozo de carne de un mordisco—. Mastica o te sentará mal.
—Bajaré al barranco y buscaré algo para comer —anunció Katsa—. El sol no tardará mucho en ponerse. Me llevaré un cuchillo, Po, y tú estate alerta para que nadie me sorprenda.
Po se sacó un cuchillo de la bota y se lo echó.
—Si oyes el ululato de un búho, huye; dos ululatos, escapa hacia el sur; tres, vuelves aquí cuanto antes —instruyó.
—De acuerdo.
—Inténtalo en los arbustos que hay al sur del lago —añadió Po—. Y recoge unos cuantos guijarros mientras bajas. Me parece haber visto alguna codorniz.
Katsa resopló, pero no dijo nada. Echó una ojeada a Gramilla, que sólo veía la comida que tenía en las manos. Luego dio media vuelta, se abrió camino entre las piedras y empezó a descender con rapidez por el barranco.
Cuando Katsa volvió al campamento con una sarta de codornices desplumadas y destripadas, el sol se ponía ya detrás de las montañas. Po amontonaba ramas casi al fondo de la cueva y Gramilla estaba acostada cerca, envuelta en una manta.
—Imagino que no ha dormido mucho estos últimos días —susurró Po.
—Ahora que se le ha secado la ropa se encontrará mejor. Nos ocuparemos de mantenerla alimentada y caliente.
—Es una chiquilla con mucho aplomo, aunque pequeña para tener diez años, ¿verdad? Me ayudó a recoger leña hasta que casi se desplomó de agotamiento. Le dije que durmiera hasta que tuviéramos más comida, pero no ha soltado ese cuchillo desde entonces. Y aún me tiene miedo... Me da la impresión de que no está acostumbrada a que los hombres se muestren amables con ella.
—Po, estoy pensando que no quiero saber qué hay detrás de esta trama; no le encuentro sentido, ni consigo explicarme dónde encaja tu abuelo en ella.
Po movió pesaroso la cabeza, y, mirando a la chiquilla acurrucada en el suelo entre mantas y capas de ropa, opinó:
—No sé hasta qué punto puede haber algo en todo esto que se relacione con la cordura o el sentido común, pero la mantendremos a salvo y mataremos a Leck. Supongo que al fin descubriremos cuánto hay de verdad en este asunto.
—Será una reina jovencísima.
—Sí, yo también lo he pensado, pero eso es algo que no tiene remedio.
Se sentaron en silencio y esperaron a que hubiera más oscuridad para que disimulara el humo de la fogata. Po se puso otra camisa encima de la que llevaba, mientras Katsa lo observaba, recorriéndole con la mirada el rostro, los familiares rasgos, los ojos, aquellos ojos que reflejaban la luz rosácea del crepúsculo... Se mordió los labios e intentó descartar la preocupación, porque así no le sería útil.
—¿Cómo piensas hacerlo? —preguntó.
—Es probable que como dijiste tú.
Hablaremos de ello cuando Gramilla se despierte; confío en que pueda ayudarnos.
Ayudarlos a planear la muerte de su padre... Sí, era probable que lo hiciera si estaba en sus manos. Y es que, sentados allí, en el campamento rocoso al borde de las montañas monmardas, la locura que se respiraba en el aire de aquel reino llegaba a semejante grado.
Ya fuera debido a la luz de la lumbre, al chasquido de la leña, o al olor de la carne que chisporroteaba sobre las llamas, Gramilla se despertó y fue a sentarse con ellos junto al fuego, con la manta echada sobre los hombros y el cuchillo en la mano.
—Te enseñaré a manejar esa arma cuando te encuentres mejor —le dijo Katsa—. Aprenderás a defenderte y a lisiar a un hombre. Podemos utilizar a Po para practicar.
La pequeña lanzó un vistazo rápido y tímido a la joven, tras lo cual bajó la vista al regazo.
—Genial —intervino Po—; ya empezaba a aburrirme que me golpearas casi hasta matarme sólo con las manos y los pies, Katsa, pero que te lances sobre mí con un cuchillo será como un soplo de aire fresco.
Gramilla lanzó otra ojeada a Katsa e inquirió:
—¿Luchas mejor que él?
—Sí.
—Sin ninguna duda, mucho mejor —puntualizó Po—; sin punto de comparación.
—Pero él me aventaja en otras cosas —argumentó Katsa—. Es más fuerte y ve mejor en la oscuridad.
—Pero cuando se trate de una lucha, apuesta siempre por la dama, Gramilla —advirtió el príncipe—. Incluso en la oscuridad.
Se quedaron callados mientras esperaban a que las codornices se asaran. Gramilla tuvo un escalofrío y se arrebujó más en la manta.
—Me gustaría tener una gracia con la que pudiera protegerme yo misma —murmuró la chiquilla.
Katsa contuvo el aliento y se empeñó en esperar con paciencia, sin hacer preguntas.
—El rey me necesita —aseguró la niña al cabo de un momento.