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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (28 page)

BOOK: Graceling
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—Me recuerda mi país —comentó Po.

—¿Lenidia es así?

—Algunas zonas sí lo son. El burgo de mi padre se encuentra cerca de montañas como éstas.

—Bien, pues, a mí no me recuerda nada, porque nunca había visto nada parecido. Casi no puedo creer que esté viéndolo ahora.

Esa noche no hubo campamento ni caza. Les preparó la cena y se la sirvió la rústica pero amistosa mujer del posadero, a la que no parecían preocuparle los ojos de los graceling, puesto que les preguntó acerca de todo cuanto habían visto durante el viaje, así como acerca de las personas con las que se habían encontrado. Cenaron en una estancia caldeada con el fuego de un gran hogar de piedra: guiso caliente, verduras cocidas, pan recién hecho y todo el comedor para ellos. Dispusieron de sillas para sentarse, y una mesa, platos y cucharas. Y, después, un buen baño caliente, y cama caliente y más blanda de lo que Katsa recordaba que era una cama. Todo un lujo que disfrutaron al máximo porque eran conscientes de que, probablemente, no volverían a tener esas comodidades en mucho tiempo.

Cargados con provisiones que la mujer del posadero les había preparado y agua fresca del pozo de la posada, se marcharon antes de que el sol asomara por las cumbres. Transportaban la mayor parte de sus pertenencias, salvo las que habían dejado junto con los caballos. Al ser mejor tiradora, Katsa llevaba colgados a la espalda un arco y una aljaba con flechas. Pero no portaban las espadas, aunque ambos iban armados con una daga y un cuchillo; acarreaban asimismo los petates y las mantas para dormir, el dinero, las medicinas, los mapas y la lista de contactos del Consejo.

A medida que ascendían, el cielo adquirió un matiz purpúreo, luego anaranjado y por último, rosáceo. En la senda de montaña quedaban rastros del paso de otros viajeros: hogueras apagadas y huellas de botas, y, en algunos sitios, chozas construidas para uso de los caminantes; carecían de muebles, pero disponían de hogares que, aunque toscos, eran muy prácticos. Esas construcciones se habían llevado a cabo con el esfuerzo combinado de Meridia, Elestia y Monmar en tiempos lejanos, cuando los reinos colaboraban entre sí para ofrecer una travesía segura a los viajeros que cruzaban sus fronteras.

—Un techo y cuatro paredes te pueden salvar la vida durante una ventisca en las montañas —afirmó Po.

—¿Y cuándo te ha pillado a ti una ventisca en las montañas?

—Me pasó una vez, con mi hermano Argento. Estábamos escalando y nos sorprendió una tormenta. Por fortuna encontramos el refugio de un leñador; de no haber sido así, seguramente habríamos muerto. Estuvimos atrapados allí cuatro días. Cuatro días en los que sólo comimos el pan y las manzanas que llevábamos en las mochilas, y nieve. Nuestra madre casi nos dio por perdidos.

—¿Cuál de los hermanos es Argento?

—El quinto hijo de mi padre.

—Es una pena que, por entonces, no tuvieras la capacidad de percepción hacia los animales, como ahora. Habrías podido desenterrar algún topo de su túnel, o cazar una ardilla.

—Y me habría perdido al querer volver a la choza —argumentó Po—. O de haber regresado, a mi hermano le habría parecido muy sospechoso que hubiera sido capaz de cazar en plena tormenta.

Treparon por tierra, hierba y, a veces, por terreno rocoso en un ascenso constante, siempre con las cumbres alzándose frente a ellos. A Katsa le resultaba agradable haber dejado atrás el bosque y escalar, moverse deprisa. Además, el sol que relucía en el cielo, inmenso y despejado, le acariciaba la cara mientras el aire le llenaba los pulmones. Se sentía dichosa.

—¿Por qué no has confiado a tus hermanos la verdad sobre tu gracia?

—Mi madre me lo prohibió de forma tajante cuando era un chiquillo. Detestaba no poder contárselo, sobre todo a Argento. Y a Celaje, que es el que me lleva menos años. Pero ahora conozco a mis hermanos como hombres adultos y me doy cuenta de que mi madre tenía razón.

—¿Por qué? ¿Es que no son de fiar?

—Lo son, en casi todo. Pero a los seis los mueve la ambición, Katsa, del primero al último. Rivalizan entre sí de manera constante para ganarse el favor de mi padre. Tal como están las cosas no represento una amenaza para ellos, porque soy el menor y no tengo ambiciones. Y me respetan, porque saben que para vencerme en un combate tendrían que unirse los seis contra mí. Pese a todo, si supieran la verdadera naturaleza de mi gracia intentarían utilizarme. No podrían evitarlo.

—Pero tú no se lo permitirías.

—No. Y por ello me guardarían rencor. Además, tampoco estoy seguro de que uno de ellos no cediera a la tentación de contárselo a su esposa o a sus consejeros. Mi padre se enteraría y... Todo se iría al traste.

Se detuvieron junto a un arroyuelo. Katsa bebió un poco y se refrescó la cara.

—Tu madre es perspicaz; lo vio venir.

—Lo que más temía era que mi padre se enterara. —Metió la cantimplora en el agua—. Y no porque sea un padre cruel, pero no es fácil ser rey. Porque un monarca corre el riesgo de que los hombres le quiten autoridad cuando y como quiera que puedan. Por lo tanto, mi gracia le habría sido demasiado útil para resistir la tentación de utilizarme; no habría podido. Y eso era lo que más temía mi madre.

—¿Es que nunca quiere utilizarte como luchador?

—Claro que sí, y lo he ayudado. Pero no del modo que tú has ayudado a Randa, porque mi padre no es un matón como él. Sin embargo, lo que mi madre temía era que utilizara mi mente. Ella quería que mi mente me perteneciera sólo a mí, y no a él.

A Katsa no le parecía bien que una madre tuviera que proteger a los hijos de su padre, pero no sabía mucho sobre progenitores. No los había tenido para que la ampararan del despotismo de Randa. Quizás el peligro radicaba más en los reyes que en los padres.

—¿Tu abuelo estuvo de acuerdo en que nadie debía saber la verdadera naturaleza de tu gracia?

—Lo estuvo, sí.

—¿Tu padre se enfadaría mucho si supiera la verdad ahora?

—Se pondría furioso conmigo, con mi madre y con mi abuelo. Todos se encresparían, y con
razón
. Hemos mantenido un engaño tremendo, Katsa.

—Teníais que hacerlo.

—Pese a ello, no le resultaría nada fácil perdonarnos.

A todo esto, Katsa se encaramó a un amontonamiento de rocas y se detuvo para mirar alrededor. No parecía que estuvieran más cerca de las cumbres de las montañas que se alzaban ante ellos, pero al mirar hacia atrás, a la fronda que se extendía allá abajo —muy lejos—, se hacía evidente que habían ascendido; además, la temperatura había bajado. Se cambió de sitio las bolsas y regresó a la senda. En ese momento la idea de una reina protegiendo a los hijos de su propio padre, el rey, cobró consistencia en su mente.

Po, Leck tiene una hija.

—Sí, Gramilla. Tiene diez años.

Pues Gramilla, podría representar algún papel en este asunto tan extraño. Quizás el motivo de que la reina Cinérea se haya encerrado con ella sea que Leck intentaba hacerle daño.

Po se detuvo en seco y se giró para mirarla con gesto de ansiedad.

—Si hace cortes a los animales por placer, no quiero ni pensar qué intentaría con su propia hija.

El interrogante quedó en el aire, espeluznante, horrible. Pero además, Katsa se acordó de las dos niñas que habían muerto.

—Confiemos en que estés equivocada —dijo Po, que se llevó la mano al estómago como si se encontrara mal.

—Apresurémonos, por si acaso tengo razón.

Emprendieron la marcha casi a la carrera y siguieron el desfiladero ladera arriba, a través de las montañas que los separaban de Monmar y de cualquier verdad que allá se encerrara.

Despertaron a la mañana siguiente en el suelo de una choza polvorienta, junto a la lumbre apagada; un frío invernal se colaba por debajo de la puerta. Las gélidas estrellas se esfumaron mientras Katsa y Po ascendían, y la luz se extendió por el horizonte. El sendero se tornó más empinado y rocoso, de modo que la marcha ladera arriba alejó el frío y el agarrotamiento que Katsa no sentía, pero de los que Po se quejaba.

—He estado pensando cómo plantear nuestra aparición en la corte de Leck —dijo Po, que trepó de una roca a otra y saltó a una tercera.

—¿Y qué se te ha ocurrido?

—Bueno, me gustaría estar más seguro de lo que sospechamos antes de reunimos con él.

—¿Quieres que busquemos una posada fuera de la corte y pasemos en ella la primera noche?

—Ésa es la idea.

—Pero no deberíamos perder tiempo.

—Tienes razón. Si no descubrimos nada útil en una noche, tal vez deberíamos proceder y presentarnos en el castillo.

Continuaron ladera arriba, y Katsa se cuestionó qué sería mejor: si presentarse como amigos e infiltrarse poco a poco, o entrar al ataque y provocar una gran pelea. Imaginó a Leck como un hombre falaz, de sonrisa desdeñosa y expresión astuta en su único ojo, de pie al final de una alfombra de terciopelo. Se vio a sí misma disparándole una flecha al corazón, de manera que caería de rodillas, manchando de sangre la alfombra, y moriría a los pies de los nobles a su servicio. Pero esperaría la orden de Po para atacar. Así debía ser porque, hasta que confirmaran si era cierto que poseía la gracia que sospechaban, ella no sabría con seguridad que no se había equivocado.

Po, eso ha de ser así, ¿verdad?

Él tardó unos segundos en recopilar los pensamientos de Katsa, pero contestó:

—A mí también se me han ocurrido algunas ideas. Mira, una vez que nos encontremos en Monmar, ¿accederás a hacer lo que yo diga y nada más? Únicamente hasta que capte el poder de Leck. ¿Lo aceptarías así?

—Pues claro que sí, Po, en este caso.

—Y no debe sorprenderte que actúe de un modo raro. Tendré que fingir que tan sólo poseo el don de la lucha y que creo cuanto me explique.

—Y yo practicaré el tiro con arco y el lanzamiento de cuchillos, porque tengo la sensación de que cuando se hayan hecho las preguntas pertinentes y todo haya salido a la luz, el rey Leck se encontrará ante el extremo de la hoja de mi arma.

—Y yo tengo la sensación de que no va a ser así de sencillo.

No sonreía y se le notaba preocupado. El tercer día de marcha a través de las montañas fue el más ventoso y frío. El desfiladero los condujo entre dos picos que a veces quedaban ocultos tras los torbellinos de nieve. Y ellos, al caminar, hacían crujir las montoneras de nieve helada, mientras les caían copos sobre los hombros, algunos de los cuales se derretían en el cabello de Katsa.

—Me gusta el invierno en las montañas.

Esta frase provocó la risa de Po.

—Esto no es el invierno en las montañas, sino el otoño, y además, un otoño benigno. El invierno es extremadamente crudo —explicó él.

—Creo que también me gustaría.

—No me sorprendería en absoluto. Disfrutarías con el reto que supondría.

El tiempo aguantó, por lo que la afirmación de Katsa no se resolvió. Avanzaban tan deprisa como el terreno se lo permitía, pues por mucho que maravillara a Po la energía de Katsa, él también era fuerte y rápido. Tomaba el pelo a la joven por el paso que iba marcando, pero no protestaba; y si a veces se detenía para comer y beber, Katsa agradecía esos altos, ya que entonces recordaba que también debía alimentarse. Además, le daba una excusa para darse la vuelta y mirar lo que dejaban atrás, las montañas que se extendían de este a oeste, de un extremo al otro del mundo que alcanzaba a ver; y es que se hallaban a tanta altura que tenía la impresión de que divisaba el mundo entero.

Y entonces, casi sin darse cuenta, llegaron a lo alto del desfiladero. Ante ellos, las montañas se sumergían en un bosque de abetos, y allá a lo lejos, se extendían verdes valles surcados por arroyos y salpicados de granjas, así como puntos diminutos que Katsa imaginó que serían vacas. También se divisaba una línea, un río, que se estrechaba en la distancia y conducía hacia una diminuta ciudad blanca al límite de donde alcanzaba la vista: Burgo de Leck.

—Apenas lo distingo —dijo Po—, pero confío en tu vista.

—Yo distingo edificios y un muro oscuro alrededor de un castillo blanco. Y mira, ¿ves las granjas en el valle? Seguro que sí. Y las vacas, ¿las ves?

—Sí, las veo, ahora que lo mencionas. Es bellísimo, Katsa. ¿Alguna vez habías contemplado un panorama tan hermoso?

Ella rió de felicidad. Durante un instante, mientras contemplaban Monmar desde las alturas, el mundo fue un lugar maravilloso y sin preocupaciones.

El descenso por la ladera fue más peligroso que la escalada montaña arriba. Po se quejaba de que era probable que los dedos se le salieran por las punteras de las botas, aunque en el fondo deseaba que fuera así porque le dolían de la constante presión que sufrían al caminar todo el rato cuesta abajo.

Poco después, Katsa advirtió que había dejado de protestar por completo y tenía aspecto de estar muy preocupado.

—Po, vamos deprisa.

—Sí, vamos. —Se protegió los ojos con la mano y escudriñó los campos de Monmar que se extendían allá abajo—. Esperemos que sea lo bastante deprisa.

Esa noche acamparon junto a un arroyo crecido a causa de la nieve derretida. Katsa se sentó en una piedra y examinó los ojos de Po, que relucían colmados de pesar.

Él le devolvió la mirada y, sonriéndole inesperadamente, le propuso:

—¿Te gustaría comer algo dulce con este conejo?

—Pues claro, pero da igual lo que quiera si sólo tenemos conejo.

Entonces Po se levantó y se metió en la maleza.

¿Adonde vas?

Po no le contestó, pero ella oyó el roce de las botas sobre las rocas mientras desaparecía en la oscuridad.

—¡Po! Se puso de pie.

—No te inquietes tanto, Katsa —sonó a lo lejos la voz—. Sólo busco lo que quieres.

—Si crees que voy a quedarme aquí como un pasmarote...

—Siéntate. Vas a estropearme la sorpresa.

Katsa se sentó, pero mentalmente le dejó claro lo que opinaba de él y de su sorpresa, pues no paraba de ir de un lado a otro en la oscuridad, sin dejar de hacer ruido, arriesgándose a romperse un tobillo entre las rocas; si eso ocurría, tendría que llevarlo cargado lo que quedaba de descenso montaña abajo.

Pasados unos minutos, lo oyó regresar. Él se acercó a la luz de la lumbre y se aproximó a Katsa transportando algo en una mano ahuecada. Cuando se arrodilló delante de ella, la joven vio que llevaba un montoncito de bayas en la palma, y, alzando la vista, le preguntó sorprendida:

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