Para Katsa resultaba tan difícil entender lo que Po había descubierto, como los medios que le habían permitido descubrirlo.
—Nada de esto tiene sentido —susurró. Po salió de su abstracción un instante para centrar la atención en la joven. —Katsa, lo lamento. Esto tiene que haber sido agotador para ti. Puedo detectar muchas cosas en la gente que quiere engañarme, pero que ignora cómo proteger sus pensamientos y sentimientos, ¿sabes?
Katsa creía entenderlo. Renunció a tratar de encontrarle sentido a la idea de que el rey de Monmar era culpable e inocente a la vez, y se dio cuenta de que Po se sumía de nuevo en sus reflexiones, fija la mirada en las manos. Los mercaderes no habían sabido salvaguardar sus pensamientos ni sus sentimientos. Si lograr tal cosa era factible, ella, al menos, quería aprender a hacerlo. Notó entonces los ojos de Po clavados en ella y comprendió que la observaba.
—Hay cosas que consigues guardar para que no las perciba —comentó él. La joven se sobresaltó y acto seguido se centró en el vacío unos instantes—. Es decir, lo has hecho desde que descubriste mi gracia. Me refiero a que he detectado que te lo guardas... Ahora mismo lo estás haciendo y te aseguro que da resultado, porque mi gracia no me muestra nada. Siempre siento alivio cuando te sale bien, Katsa. En serio, no deseo arrebatarte tus secretos. —Se sentó derecho, animado por una idea—. Oye, podrías dejarme inconsciente; no te lo impediría.
—Ni hablar —rió Katsa—. Prometí no golpearte excepto en los ejercicios.
—Pero en este caso es en defensa propia.
—No lo es.
—Lo es —insistió Po con una vehemencia que hizo reír a Katsa otra vez.
—Prefiero fortalecer mi mente contra ti que dejarte sin sentido cada vez que pienso algo que no quiero que sepas.
—Sí, bien, yo también lo preferiría, de verdad, pero te doy permiso para dejarme fuera de combate si en alguna ocasión lo crees necesario.
—Ojalá no me lo dieras. Ya sabes lo impulsiva que soy.
—No me importa.
—Si me das permiso, probablemente lo haré, Po. Probablemente...
Él alzó la mano para interrumpirla.
—Es un modo de compensarte. Cuando luchamos, tú reprimes tu gracia, así que tienes derecho a defenderte.
A la joven no le gustaba, pero no podía negar que había un punto de lógica en el razonamiento de Po, ni podía pasar por alto su disposición, su bendita disposición, para renunciar a su gracia por ella.
—Vas a tener siempre dolor de cabeza —le previno.
—Tal vez Raffin incluyó su remedio para la migraña con las otras medicinas. Me gustaría cambiarme el pelo, ya que tú te lo has cortado. ¿No crees que el azul me sentaría bien?
Katsa rió de nuevo y se juró para sus adentros que no lo golpearía; y no lo haría, a menos que estuviera muy desesperada. En ese momento la vela que tenían en el suelo junto a ellos titiló y se apagó; se habían salido por completo del hilo de la conversación. Lo más probable era que al día siguiente, muy temprano por la mañana, emprendieran viaje hacia Monmar. La noche estaba avanzada y todo el mundo dormía en la posada. En cambio, allí estaban ellos, sentados en el suelo y riendo en medio de la oscuridad.
—Entonces, ¿salimos mañana hacia Monmar? —preguntó Katsa—. Nos quedaremos dormidos encima de los caballos.
—A mí seguro que me ocurre eso. Pero tú seguirás cabalgando, como si hubieses dormido varios días seguidos, o como si fuera una carrera para ver cuál de los dos llega primero a Monmar.
—¿Qué encontraremos cuando lleguemos allí, Po? ¿Tal vez un monarca que es inocente de actos de los que es culpable?
—Siempre me ha parecido raro que mis padres no sospecharan de Leck a pesar de conocer su historia. Y ahora, parece que esos hombres creen que es inocente del secuestro a pesar de saber que no lo es.
—¿Y no es posible que sea tan bueno en todo lo demás, que la gente le perdona las malas acciones o incluso ni las quiere reconocer?
Po se quedó unos segundos callado, y luego murmuró:
—Me había planteado... Se me ocurrió no hace mucho que... Que podría ser un graceling y poseer un don que cambiara la opinión que la gente tiene de él. ¿Existirá ese tipo de gracia? La verdad es que lo ignoro.
A ella ni siquiera se le había pasado por la cabeza, pero cabía la posibilidad de que estuviera tocado por la gracia. Faltándole un ojo, podría ser un graceling y nadie lo sabría jamás. Nadie lo sospecharía siquiera, pues ¿quién iba a recelar que tuviera una gracia si ese don, precisamente, controlaba la suspicacia?
—Podía poseer el don de engañar a la gente, de confundir a los demás con mentiras, unas mentiras que se propagaran de un reino a otro —sugirió Po—. Imagínate, Katsa... La gente difundiendo esos embustes con sus propios labios y transmitiéndolos a oídos crédulos; embustes absurdos que borran la lógica y la verdad, hasta llegar incluso a Lenidia. ¿Te imaginas el poder de una persona que poseyera semejante gracia? Tendría a su alcance crear la clase de reputación que quisiera para sí mismo; se apoderaría de cuanto deseara y nadie lo responsabilizaría nunca.
Katsa pensó en el chico que fue nombrado heredero y, poco después, el rey y la reina morían; pensó también en los consejeros que, teóricamente, se habían arrojado juntos al río, y en todo un reino de súbditos dolientes. Y en ningún momento se le ocurrió a nadie dudar de aquel chico que no tenía familia, ni pasado, ni sangre monmarda en las venas, pero que se había convertido en su rey.
—¿Y qué me dices de su bondad con los animales? —se apresuró a preguntar Katsa—. Ese hombre habló de animales a los que cura.
—Sí, eso es otra cuestión —dijo Po—. El mercader creía de verdad en la filantropía de Leck, pero ¿acaso soy yo el único a quien le resulta un poco extraño que en Monmar haya que rescatar tantos perros, ardillas y otros animales heridos con tajos y cortes? ¿Es que los árboles y las piedras son de cristal?
—Pero es un buen hombre si se ocupa de ellos.
Po observó a Katsa de un modo extraño, y le espetó:
—Lo estás defendiendo también en contra de lo que te dicta la lógica, igual que mis padres e igual que esos mercaderes. Tiene cientos de animales con cortes extraños que no se curan, Katsa, y niños a su servicio que mueren de enfermedades misteriosas, y tú no sientes el menor recelo.
Katsa comprendió que tenía razón; y la cruda verdad, con todo su horror escalofriante, se le abrió paso en la mente poco a poco. Y comenzó a asumir la noción de un poder que se extendía como un mal presentimiento, como una infección que se adueñaba de todas las mentes con las que entraba en contacto. ¿Qué gracia podía ser más peligrosa que la que nublaba la vista con un velo de falsedad? La joven se estremeció al pensar que dentro de poco se hallaría en presencia de ese rey. No se le ocurría qué defensa utilizaría contra un hombre capaz de embaucarla y convencerla de su inocencia y su buena reputación.
Entonces recorrió con la mirada la silueta de Po, oscura en contraste con la negrura de la puerta. Lo único que se vislumbraba era la camisa blanca, un gris luminoso en la oscuridad, y de súbito deseó verlo mejor. Po se levantó y tiró de ella para alzarla del suelo; la condujo hasta la ventana y la miró a la cara. La luz de la luna arrancó un destello argénteo en el ojo plateado y otro dorado en el aro de la oreja. Katsa no comprendía por qué había sentido tal ansiedad, ni por qué los rasgos de la nariz y de la boca del lenita o la preocupación que transmitían sus ojos podían confortarla.
—¿Qué ocurre? —preguntó Po—. ¿Qué te preocupa?
—Si Leck tiene esa gracia, como sospechas... —insinuó ella.
—¿Qué?
—¿Cómo voy a protegerme de él?
Po la observó intensamente unos segundos, muy serio, y replicó:
—Bueno, creo que eso será fácil. Mi gracia me protegerá de él y yo te protegeré a ti. Estarás a salvo conmigo, Katsa.
Ya acostada en la cama, a pesar del torbellino de pensamientos que se le agitaban en la mente, Katsa hizo un esfuerzo por dormirse. En un instante el huracán se calmó, y la joven se durmió, arropada con una manta de calma.
H
abía dos formas de llegar a Burgo de Leck desde la posada, o desde cualquier punto de Meridia. Una de ellas era viajar hacia el sur hasta uno de los puertos emeridios y navegar rumbo sudeste, hasta Porto Mon, la ciudad portuaria más oriental del reino monmardo. Desde allí, partía una calzada en dirección norte que llevaba a la capital a través de las planicies que se extendían al pie de los picos más altos de Monmar. Era una ruta muy transitada por mercaderes que transportaban sus productos, y en casi todos los grupos había mujeres, niños y ancianos.
El otro camino era más corto, aunque también más dificultoso. Conducía hacia el sur, a través de un bosque emeridio que cada vez se hacía más espeso y selvático, y ascendía al encuentro de las montañas que formaban la frontera de Monmar con Meridia y Elestia. Pero como el camino se volvía demasiado rocoso y abrupto para los caballos, quienes cruzaban el desfiladero lo hacían a pie. Había una posada a cada lado de dicho desfiladero, donde los hospederos compraban o guardaban los caballos de los que se dirigían a la cordillera, y los vendían o se los devolvían a los viajeros que regresaban de allí. Esa era la ruta que Katsa y Po tomarían.
Burgo de Leck se encontraba a un día de camino tras cruzar el desfiladero, o un poco menos si se adquirían monturas nuevas. El camino hacia el burgo serpenteaba por entre valles exuberantes, gracias a las aguas que bajaban desde las cumbres. Po le explicó a Katsa que aquel paisaje, a base de ríos y arroyos, era similar al que había tierra adentro en Lenidia, a juzgar por lo que les había contado la reina monmarda por carta. Eso lo convertía en un paisaje en nada parecido a los que Katsa conocía.
* * *
Mientras cabalgaban, la joven no se contentó con imaginar las extrañas vistas que habría más adelante, porque cuando se despertó aquella mañana en la posada emeridia, le reapareció el torbellino de pensamientos de la noche anterior.
La gracia de Po lo protegería de Leck, y el lenita la protegería a ella.
Con Po estaría a salvo.
Él lo había dicho con toda naturalidad, como si no tuviera importancia, pero para ella no era baladí depender de otra persona para contar con su protección. Nunca se había encontrado en semejante caso.
Y, además, ¿no le sería más fácil matar a Leck en el acto, antes de que pronunciara ni una palabra o levantara un dedo? ¿No resultaría más práctico amordazarlo e inmovilizarlo, o encontrar algún modo de privarlo por completo de su poder, de mantener el control de la situación, y garantizar así su propia defensa? Porque ella no necesitaba que la ampararan. Tenía que existir una solución, una forma de protegerse de Leck por sí misma si el monarca tenía el poder que sospechaban. Debía discurrir cómo, nada más.
A última hora de la mañana chispeaba, y por la tarde la llovizna dio paso a una lluvia fría, incesante, que caía con ímpetu y no dejaba ver la calzada del bosque. Empapados hasta los huesos, tuvieron que detenerse para tratar de encontrar refugio antes de que cayera la noche. La frondosa maraña de árboles a ambos lados del camino proporcionaba cierta cobertura, de modo que ataron los caballos con ronzal debajo de un pino enorme, que olía a la resina que goteaba de las ramas a causa de la lluvia.
—No creo que encontremos otro sitio mucho más seco que éste —comentó Po—. Encender una lumbre va a ser imposible, pero al menos no dormiremos bajo la lluvia.
—Nunca es imposible encender una lumbre —lo contradijo Katsa—. Lo haré yo, y tú dedícate a buscar algo que cocinar para la cena.
Así pues, Po se internó en el bosque armado con el arco, un tanto escéptico, y Katsa se dispuso a preparar la lumbre. No era tarea fácil estando completamente empapado todo lo que había alrededor. Sin embargo, el propio pino había resguardado las agujas amontonadas junto al tronco, y la muchacha encontró debajo algunas hojas y un par de palos que no chorreaban agua. Gracias a las chispas conseguidas al golpear con el cuchillo, unos pocos soplidos suaves y la protección que daba con los brazos abiertos, una llama flameó a través del montoncillo de hojas y leña menuda. Al inclinarse sobre la llama oscilante, sintió el calor en la cara, complacida. Siempre había tenido buena mano para encender fuego; en los viajes con Oll y Giddon, ella se ocupaba de esa tarea.
Lo cual, por supuesto, era otra prueba más de que no necesitaba depender de nadie para sobrevivir.
Se apartó de la llama temblorosa y se puso a buscar más ramitas con las que alimentar la incipiente lumbre. Cuando Po regresó al campamento, chorreando, Katsa se alegró al ver el rollizo conejo que llevaba el hombre en la mano.
—Definitivamente, mi gracia sigue desarrollándose —dijo Po mientras se quitaba el agua de la cara—. Desde que nos internamos en el bosque, he notado una creciente percepción de los animales. Este conejo estaba escondido en el tronco hueco de un árbol, y me da la impresión de que yo no tendría que haber sabido que se encontraba allí... —Se calló al ver la lumbre pequeña y humeante, y observó cómo la joven soplaba y alimentaba el fuego con los palitos y ramas que había recogido—. Katsa, ¿cómo lo has conseguido? Eres todo un prodigio.
Ella rió la alabanza y Po se puso en cuclillas a su lado.
—Me alegra oírte reír, porque hoy has estado muy callada. Estoy helado, ¿sabes?, pero no me había dado cuenta hasta sentir el calor de la lumbre.
Después de calentarse un poco, Po se encargó de preparar la cena mientras parloteaba. Katsa se dedicó a sacar ropa de abrigo y mantas de las alforjas y lo colgó todo en las ramas bajas del pino, con la esperanza de que se secaran. Cuando la carne del conejo estuvo colocada sobre la lumbre y el jugo chisporroteó en las llamas, Po se aproximó a la joven, desenrolló los mapas y acercó al fuego la punta de uno de éstos que se había mojado. A continuación abrió el paquete que les había dado Raffin, examinó los remedios que contenía y colocó los envoltorios etiquetados encima de las piedras para que se secaran.
Se estaba a gusto en el campamento, con alguna que otra gota cayendo de las ramas y la calidez de la lumbre y el olor a madera quemada y a carne cocinándose. Era agradable la cháchara de Po. Katsa siguió alimentando el fuego mientras sonreía con su conversación. Esa noche se quedó dormida plácidamente envuelta en una manta medio seca, con la seguridad que le proporcionaba saberse capaz de sobrevivir sin ayuda de nadie.