»Los criados lo acogieron porque contaba historias maravillosas, relatos extraños acerca de un lugar más allá de los siete reinos, donde los monstruos surgían del mar y del aire, los ejércitos salían en tromba de agujeros en las montañas y la gente era diferente de cualquier tipo de persona que conocemos. Al fin, el rey y la reina supieron de él y ordenaron que compareciera en la corte para que relatara sus narraciones. Desde el primer día se quedaron prendados del muchacho, a quien compadecían por su pobreza, por su soledad y por el ojo que había perdido. A partir de entonces, los reyes lo invitaban a comer, preguntaban por él cuando regresaban de algún viaje largo, o lo hacían llamar a sus aposentos por las tardes. Le dieron el mismo trato que a cualquier joven de la nobleza; lo educaron y le enseñaron a luchar y a cabalgar. Lo trataron casi como si fuera su propio hijo, y cuando el chico cumplió los dieciséis años, como los reyes seguían sin tener descendencia, el monarca hizo algo extraordinario: lo nombró su heredero.
—¿Aunque no sabían nada sobre su pasado?
—Exacto, ni más ni menos. Y aquí es donde la historia se pone realmente interesante, Katsa, porque no hacía ni una semana que el rey lo había nombrado heredero cuando él y su esposa murieron aquejados de una repentina enfermedad. Además, los dos consejeros de mayor confianza cayeron en un estado de desesperación tal que se arrojaron al río. O eso se dice. Que yo sepa, no hubo testigos. Katsa se incorporó apoyándose en el codo y lo observó con gran detenimiento.
—¿Te parece extraño? —preguntó Po—. A mí me lo ha parecido siempre. Sin embargo, el pueblo de Monmar nunca se cuestionó aquellos hechos y todos los miembros de mi familia que han conocido a Leck me dicen que soy un necio por recelar. Aseguran que ese rey es absolutamente encantador, inclusive el parche del ojo. La gente dice que lloró muchísimo a los reyes y que es imposible que tenga algo que ver con su muerte.
—Nunca había oído esta historia. Ni siquiera sabía que a Leck le faltaba un ojo. ¿Tú lo conoces?
—No —repuso Po—. Pero siempre he tenido la impresión de que no me fascinaría, como les ha pasado a otros, a pesar de su gran reputación de ser benevolente con los niños y los desvalidos. —Bostezó y se giró de costado—. Bueno, si las cosas marchan como espero, supongo que no tardaremos en saber si simpatizamos con él o no. Buenas noches, Katsa. Es posible que mañana lleguemos a la posada.
Ella cerró los ojos y percibió que la respiración de Po se tornaba regular y acompasada. Pensó en lo que le había contado. No resultaba fácil conciliar la buena fama del rey Leck con esa historia. Pero quizás era inocente; quizás había una explicación lógica.
Reflexionó entonces sobre qué recibimiento les darían en la posada, y si tendrían la suerte de encontrarse con quienquiera que les proporcionara la información que buscaban. Después estuvo escuchando los sonidos de la charca, y el susurro que la brisa provocaba en la hierba.
Cuando creyó que Po se había dormido, pronunció su nombre en voz baja. Él no se movió. Entonces pensó el nombre del lenita una vez, con suavidad, como un susurro en la mente. En esta ocasión tampoco hizo movimiento alguno y no se le alteró la respiración.
Estaba dormido. Katsa exhaló muy despacio.
Era la tonta más grande de los siete reinos.
Si había luchado con él casi a diario, si conocía cada parte de su cuerpo, si se le sentaba encima del estómago y forcejeaba con él en el suelo, y si, seguramente, sabría identificarlo por el modo como la ceñía con más rapidez de lo que cualquier mujer sería capaz de reconocer el abrazo de su esposo, ¿por qué se azoraba tanto al verle los brazos o los hombros? Había visto miles de hombres sin camisa en la sala de prácticas, o cuando viajaba con Giddon y Oll; por otra parte, Raffin y ella estaban tan acostumbrados el uno al otro que su primo se desnudaba prácticamente delante de ella. En cambio, con Po era diferente; le sucedía lo mismo que con los ojos: a menos que estuvieran peleando, el cuerpo del lenita ejercía sobre ella el mismo efecto que sus pupilas.
Al sufrir un cambio la respiración de Po, Katsa se esforzó en no pensar y se quedó escuchando, hasta que el ritmo recuperó la regularidad de nuevo.
No iba a resultar fácil la convivencia con el lenita. Nada era fácil con él. Pero era su amigo y por eso viajarían juntos. Lo ayudaría a descubrir al secuestrador de su abuelo y, por supuesto, procuraría no tirarlo otra vez a una charca. Había que dormir. Se volvió de espaldas a Po y deseó desconectar la mente y entregarse al sueño.
L
a posada se encontraba en un edificio grande y alto construido con maderos macizos. Cuanto más al sur se viajaba en dirección a Meridia, más recia y densa se veía la madera de los árboles y, por consiguiente, más resistentes e imponentes eran las casas y posadas. Katsa no había estado mucho tiempo en Meridia central; su tío la había enviado allí dos o tres veces nada más. Sin embargo, siempre le habían gustado las agrestes frondas y las sencillas y sólidas poblaciones, situadas demasiado lejos de las fronteras para verse envueltas en las majaderías de los reyes. Las paredes de aquella posada eran resistentes como los muros de un castillo, aunque más oscuras y cálidas.
Se sentaron a una mesa en una sala repleta de hombres instalados en otras mesas, unos muebles pesados y oscuros fabricados con la misma madera que la de las paredes. Era esa hora del día en que hombres de la villa y viajeros por igual entraban a montones en el gran comedor de la posada para conversar y bromear, mientras se tomaban una copa de alguna bebida fuerte. Ya había quedado atrás el instante de silencio que se adueñó de la sala cuando Po y Katsa entraron. Los hombres volvían a ser ruidosos y joviales, y si miraban a hurtadillas a la realeza graceling por encima del borde del vaso o girándose en la silla, al menos no lo hacían con descaro.
Po se recostó en el respaldo y revisó la estancia con aparente abandono; bebía una jarra de sidra mientras pasaba el dedo sobre el círculo húmedo que había dejado en la mesa el pie del recipiente. Apoyó el codo en la mesa, descansó la cabeza en la mano y bostezó. Katsa pensó que daba la impresión de que sólo necesitaba que lo arrullaran un poco para quedarse dormido. Una buena actuación. En ese momento Po le lanzó una rápida mirada y hubo un asomo de sonrisa; acto seguido, le dijo en voz baja:
—Creo que no nos quedaremos mucho en este establecimiento, porque en la sala hay hombres que ya están interesados en nosotros.
Po le había comunicado al posadero que ofrecerían dinero por cualquier información relacionada con el secuestro del príncipe Tealiff. Había hombres —en especial los emeridios si los súbditos eran como su monarca— que harían casi cualquier cosa por dinero. Cambiarían lealtades: revelarían secretos que habían prometido no desvelar y también se inventarían cosas, pero eso daba igual; para Po, una mentira podía descubrirle tanto como una verdad.
Katsa bebía a sorbitos al tiempo que recorría con la vista el mar de rostros masculinos. Los atavíos de los mercaderes destacaban de entre los apagados marrones y ocres de la gente de la villa. Ella era la única mujer que había en la sala, a excepción de una camarera agobiada —hija del posadero—, que se afanaba entre las mesas con una bandeja llena de copas y jarras. Era baja, morena y bonita, y un poco más joven que Katsa; no miraba a nadie mientras trabajaba ni tampoco sonreía, excepto a alguno que otro lugareño lo bastante mayor para ser su padre. Había servido las bebidas a Po y a Katsa en silencio y sólo dirigió una rápida y tímida ojeada al príncipe lenita. Casi todos los hombres de la sala la trataban con el debido respeto, pero a Katsa no le gustaban las sonrisas de los mercaderes a los que la chica servía en ese momento.
—¿Qué edad le calculas a esa chica? —le preguntó Katsa—. ¿Crees que estará casada?
Po observó la mesa de los mercaderes, bebió un sorbo y repuso:
—Dieciséis o diecisiete, imagino. No está casada.
—¿Por qué lo sabes?
—No, no lo sé; es una suposición.
—Pues no ha sonado como tal.
Impasible, Po continuó consumiendo su bebida. Katsa sabía que no había sido una suposición; y de súbito entendió cómo podía saber una cosa así con tanta certidumbre. Dedicó unos segundos a nutrir su irritación en nombre de todas las chicas que habían sentido admiración por él, sin saber que sus sentimientos ya no eran un asunto privado.
—No tienes remedio —dijo—. No eres mejor que esos mercaderes. Y, además, por el hecho de que la chica tenga ojos para ti no significa...
—Eso no es justo —protestó Po—. No puedo ignorar lo que sé; mi error fue revelártelo. No estoy acostumbrado a viajar con alguien enterado de mi gracia. Lo dije sin pensar lo injusto que sería para ella.
—Ahórrame tus confidencias. Si no está casada, no entiendo por qué su padre permite que sirva a esos hombres. No sé si está a salvo con ellos.
—Su padre se pasa casi todo el tiempo en el mostrador, así que nadie se atrevería a hacerle nada.
—Pero no está siempre, como ahora, por ejemplo. Y porque no la violenten, no quiere decir que la traten con respeto, o que no vayan a buscarla más tarde.
La chica rodeó la mesa de los mercaderes mientras servía sidra en las jarras. Cuando uno de los hombres fue a asirla del brazo, ella retrocedió, y los mercaderes prorrumpieron en carcajadas. El hombre hizo ademán de intentar atraparla y soltarla una y otra vez, tomándole el pelo. Sus amigos rieron más fuerte. Y entonces el hombre que estaba al otro lado de la chica le agarró la muñeca y no la soltó, lo que provocó un grito alborozado de los demás. La muchacha trató de soltarse, pero aquel individuo, sin dejar de reírse, la retuvo. Roja de vergüenza, sin mirar a ninguno de los mercaderes, siguió tirando del brazo; parecía un conejito asustado que hubiera caído en una trampa, y de repente Katsa se puso de pie. Po también se levantó y la sujetó por el brazo.
Durante un instante Katsa reparó en la extraña coincidencia; pero a diferencia de la camarera, ella podía librarse de la mano de Po; y, a diferencia del mercader, el lenita tenía una buena razón para asirla por el brazo. De cualquier modo, no sería necesario que Katsa se librara de él porque no hacía falta. El hecho de haberse levantado de la silla fue suficiente. La sala se sumió en un profundo silencio, el hombre soltó el brazo de la chica y se quedó mirando a Katsa, pálido y boquiabierto de miedo, una reacción tan familiar para la graceling como la percepción de su propio cuerpo. La camarera, que también la miraba de hito en hito, dio un respingo y se llevó la mano al pecho.
—Siéntate, Katsa —Po habló en voz baja—. Ya ha pasado. Siéntate.
Y así lo hizo. En la sala todos suspiraron aliviados y cesaron de contener el aliento. Poco después, el murmullo de las voces daba paso de nuevo a las charlas y a las risas. Pero Katsa no estaba convencida de que el asunto hubiera acabado. Quizá fuera así entre esa chica y esos mercaderes concretos, pero éstos continuarían su camino y se toparían con otras muchachas. Del mismo modo, un nuevo grupo de mercaderes llegaría al día siguiente a la posada y…
* * *
Esa noche, cuando Katsa se disponía a acostarse, dos jovencitas fueron a su habitación para cortarle el pelo.
—¿Es muy tarde, mi señora? —preguntó la mayor, que llevaba unas tijeras y un cepillo.
—No, qué va. Cuanto antes lo lleve corto, mejor. Pasad, por favor.
Eran jóvenes, más que la chica que servía en el comedor. La más pequeña, una chiquilla de unos diez u once años, cargaba con una escoba y un recogedor. Le indicaron a Katsa que se sentara y la rodearon con timidez; hablaban poco, como si no se atrevieran a respirar por hallarse cerca de ella, no porque estuvieran muy asustadas, exactamente, pero casi, casi. La chica mayor le soltó el cabello y le pasó los dedos por los enredos.
—Perdone si le hago daño, mi señora.
—No me lo harás. Y no hace falta que desenredes los nudos; lo quiero corto del todo, cuanto puedas. Como lo llevan los hombres.
Las dos chicas abrieron los ojos de par en par.
—Les he cortado el pelo a muchos hombres —dijo la mayor.
—Pues córtamelo igual que a ellos. Cuanto más corto lo dejes, más contenta estaré —la animó Katsa.
El tijereteo sonó en torno a las orejas de Katsa, que notó una creciente sensación de ligereza en la cabeza. Qué raro le resultaba girar el cuello sin sentir el tirón del pelo ni la pesada mata de cabello enmarañado meciéndosele detrás. La chica más joven sujetaba el recogedor y barría los mechones en el mismo instante en que caían al suelo.
—¿Es hermana vuestra la joven que sirve bebidas en el comedor? —les preguntó Katsa.
—Sí, mi señora.
—¿Cuántos años tiene?
—Dieciséis, mi señora.
—¿Y vosotras?
—Yo tengo catorce y mi hermana once, mi señora.
Katsa miró a la más joven, que barría el cabello con una escoba más grande que ella, y preguntó:
—¿No hay nadie en la posada que os enseñe a las chicas a protegeros? ¿Lleváis un cuchillo?
—Nos protegen nuestro padre y nuestro hermano —respondió la mayor.
Continuaron cortando y barriendo, y el cabello de Katsa siguió cayendo al suelo. Esta se estremeció ante la sensación desconocida de notar frío en el pescuezo, y se preguntó si otras chicas de Meridia, así como las de los otros reinos, llevarían cuchillos o si todas contaban con que sus padres y hermanos las protegerían de cualquier peligro.
* * *
Una llamada la despertó, y Katsa se sentó en la cama. El ruido procedía de la puerta medianera que comunicaba su cuarto con el de Po. No hacía mucho que se había quedado dormida y sólo era medianoche; por la ventana se colaba suficiente luz de luna para ver si no era Po quien había llamado, sino algún enemigo, y en ese caso dejarlo inconsciente de un golpe. Todas esas ideas le pasaron por la cabeza al mismo tiempo que se incorporaba en la cama.
—Katsa, soy yo —le llegó la voz de Po a través del ojo de la cerradura—. Es una cerradura doble, así que tienes que abrir también desde tu habitación.
Saltó de la cama. ¿Dónde estaría la llave?
—La mía estaba colgada al lado de la puerta —dijo él un instante después, y Katsa lanzó una mirada irritada en dirección hacia él.
»Supuse que buscabas la llave, no es que me lo haya revelado mi gracia. No hay razón para que te pongas de mal humor.