«Hay gente en estas tierras que tiene poderes extraordinarios a los que llamamos gracias. Una gracia puede tener un valor infinito o puede ser totalmente inútil. Una gracia puede hacer que alguien sea veloz como el viento, o que sea capaz de predecir el tiempo, mientras que otras sólo harán que hables al revés sin pensar o te subas a los árboles. Mi nombre es Katsa. Soy un instrumento que mi Rey utiliza para castigar a sus enemigos. Mi gracia es matar.»
Katsa es una graceling, una persona dotada de desarrolladas habilidades especiales, distinguidos por el color de sus ojos, uno verde y otro azul; este hecho es su tragedia personal, ya que su gracia es la de dar muerte. A pesar de tener sólo dieciséis años, es una experta asesina. Una habilidad que su tío Randa, rey de Middlun, no duda en explotar siempre que lo necesita. Por eso, cuando el príncipe del reino vecino es secuestrado y el frágil equilibrio que mantiene la paz entre los Siete Reinos se ve amenazado, Randa no duda en enviar a Katsa para liberarle. Lo que la joven ignora es que esa misión cambiará su vida para siempre y le hará descubrir que hay gracias más peligrosas que la suya...
Kristin Cashore
Graceling
Los Siete Reinos I
ePUB v1.1
Sharadore02.08.12
Título original:
Graceling
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Kristin Cashore, marzo de 2009.
Traducción: Mila López.
Editor original: Sharadore (v1.0 a v1.0)
ePub base v2.0
La asesina
E
n las mazmorras reinaba la más absoluta oscuridad, pero Katsa se guiaba por un plano aprendido de memoria, plano que había resultado ser correcto hasta ese momento, como solía pasar con todos los que trazaba Oll. A medida que avanzaba, Katsa deslizaba la mano por los fríos muros, contaba puertas y pasadizos y giraba cuando debía hacerlo, hasta que al fin se detuvo delante de un vano en el que debería haber una escalera que descendía. Se agachó y tanteó el suelo; había un escalón de piedra húmedo y resbaladizo por el verdín, y otro escalón a continuación. Así pues, esa era la escalera indicada por Oll. Esperaba que cuando éste y Giddon llegaran por el mismo camino que ella provistos de antorchas, se fijaran en el musgo baboso y fueran con cuidado para no rodar escalera abajo ni despertar a los muertos con el estrépito. Sigilosa, bajó los peldaños y giró una vez a la izquierda y dos veces a la derecha. Oyó voces al internarse en un corredor, donde la luz titilante de una antorcha colocada en la pared teñía la oscuridad con brillos anaranjados. Frente a la antorcha se iniciaba otro corredor, en el que, según Oll, podía haber entre dos y diez guardias vigilando una celda situada al final del pasadizo. Ocuparse de esos guardias era el cometido de Katsa y la causa de que se hubiera adelantado a sus compañeros. Se aproximó despacio hacia la luz y a las cercanas risas. Si se detenía a escuchar, detectaría con mayor precisión a cuántos hombres tendría que enfrentarse, pero no quedaba tiempo para ello. De modo que se caló más la capucha y dobló la esquina. Casi tropezó con sus primeras cuatro víctimas. Sentados en el suelo unos delante de otros, los guardias se recostaban en la pared con las piernas estiradas. El corredor apestaba a algún tipo de licor que habían llevado a las mazmorras para pasar el rato durante la vigilia. La mujer asestó punterazos a sienes y cuellos, y los cuatro hombres se desplomaron en el suelo antes incluso de que sus ojos
acusaran la sorpresa
. Sólo quedaba otro guardia más, quien, también sentado, se hallaba junto a los barrotes de la celda situada al final del corredor. Se incorporó precipitadamente y desenvainó la espada. Katsa se le aproximó, teniendo la certeza de que la luz que despedía la antorcha detrás de ella impedía que el hombre le viera la cara y en especial los ojos. Sopesó la talla del guardia, la manera de moverse y la firmeza del brazo que sostenía la espada que le apuntaba.
—Alto ahí. Está bien claro lo que eres —la voz sonaba impasible; era valiente ese hombre. Segó el aire con la espada en un gesto de advertencia—. No me das miedo.
Arremetió contra Katsa, que se agachó y esquivó la estocada; acto seguido, giró sobre sí misma y le propinó un golpe en la sien. El guardia se desplomó en el suelo. La joven saltó por encima de él y echó a correr hacia la celda para escudriñar el oscuro interior a través de las rejas. Distinguió una figura acurrucada contra el muro del fondo, una persona demasiado cansada o aterida para que le importara la lucha que acababa de tener lugar; metida la cabeza entre las piernas, se ceñía las piernas con los brazos; tiritaba... Lo notaba por el modo de respirar. Katsa se hizo a un lado, y la luz dio de pleno sobre el prisionero, de cabello blanco y muy corto; un destello de oro le brilló en la oreja. El plano de Oll había cumplido con su finalidad a la perfección, porque ese hombre era un lenita. El hombre que buscaban. Tiró del cerrojo de la celda. Estaba echado. Bien, eso no le sorprendió, aunque
tampoco
le incumbía. Lanzó un silbido flojito, como el de un búho, tumbó de espaldas al valeroso guardia y le echó en la boca una de las píldoras que guardaba. A continuación, volvió sobre sus pasos por el corredor, y, dándoles la vuelta a los otros cuatro infortunados centinelas, los tumbó de espaldas en hilera para echarles también una píldora en la boca. Se estaba preguntando si Oll y Giddon se habrían perdido en las mazmorras cuando ambos doblaron el recodo del corredor, y pasaron por su lado con presteza.
—Un cuarto de hora, nada más —indicó la joven.
—Un cuarto de hora, mi señora —la voz de Oll sonó cavernosa—. Vaya con cuidado.
Las antorchas de los dos hombres iluminaron los muros mientras se encaminaban hacia la celda. El lenita gimió y se ciñó las piernas con más fuerza. Katsa atisbo las ropas desgarradas y sucias del prisionero, y oyó el tintineo del juego de ganzúas al entrechocar entre sí. Le
habría
gustado quedarse para ver cómo abrían la puerta, pero tenía cosas que hacer en otra parte, así que se guardó la cajita de píldoras en la manga y echó a correr. Los guardias apostados en las celdas daban parte al oficial de guardia de las mazmorras, que pasaba la información a la guardia de retén. Ésta, a su vez, la transmitía al oficial de guardia del castillo, a quien también informaban tanto la guardia nocturna, como la guardia real, la de las murallas y la de los jardines. En el momento en que uno de los oficiales notara la ausencia del otro, se daría la voz de alarma, y todo saldría mal si para entonces Katsa y sus hombres no se habían alejado lo suficiente. Los perseguirían y habría derramamiento de sangre; le verían los ojos y la reconocerían. Así que tenía que librarse de todos los guardias, del primero al último. Oll calculó que serían unos veinte, pero el príncipe Raffin le preparó treinta píldoras, por si acaso.
La mayoría de los guardias no le causaron dificultades. Cuando conseguía acercarse sigilosamente a ellos o si estaban reunidos en grupos pequeños, ni siquiera se percataban del ataque. Sin embargo, enfrentarse a la guardia del castillo fue un poco más complicado porque había cinco hombres de servicio defendiendo la estancia. Girando sobre sí misma, la joven se coló entre ellos asestando patadas, rodillazos y golpes; por su parte, el oficial se levantó de un salto del escritorio, cruzó la puerta como una exhalación y se sumó a la refriega.
—Sé distinguir a un graceling cuando lo tengo delante. —Arremetió con la espada, y la joven se dio la vuelta para esquivar la agresión—. Deja que te vea el color de los ojos, chico. Te los arrancaré, no creas que no lo haré.
A Katsa le causó cierto placer golpearle en la cabeza con la empuñadura del cuchillo. Después lo agarró por el pelo, lo tiró de espaldas y le echó una píldora en la boca. Cuando despertaran con dolor de
cabeza
y avergonzados, todos dirían que el culpable había sido un chico graceling, dotado para la lucha, que actuaba solo; darían por hecho que se trataba de un varón porque eso era lo que parecía gracias a los sencillos pantalones y a la capucha que usaba, y porque a nadie se le pasaba por la cabeza que una mujer perpetrara un asalto semejante. Y en cuanto a Oll y a Giddon, ya se había preocupado de que nadie los viera. No sospecharían de ella, no. La graceling lady Katsa sería lo que fuera, pero no era una criminal que, disfrazada, anduviera al acecho por tenebrosos patios en plena noche. Además, se suponía que estaba de camino hacia el este. Su tío Randa, rey de Terramedia, había ido a despedirla esa mañana ante toda la ciudad; la escoltaban el capitán Oll y Giddon, señor feudal al servicio de Randa en la corte. Tuvieron que cabalgar sin descanso un día entero en otra dirección, hacia el sur, hasta la corte del rey Murgon. Katsa cruzó el jardín a la carrera pasando de largo parterres, fuentes y estatuas de mármol del palacio de Murgon. A decir verdad era un jardín muy grato para pertenecer a un rey tan desagradable; Olía a hierba, a tierra fértil, al dulce aroma de flores cargadas de rocío. Dejando tras de sí un largo rastro de guardias narcotizados, corrió a través del manzanal. Guardias drogados, que no muertos; una diferencia importante. Oll y Giddon, así como la mayor parte de los restantes miembros del Consejo secreto, querían que los matara, pero en la reunión celebrada para planear esa misión, la joven argumentó que quitándoles la vida no ahorrarían tiempo.
—¿Y si despiertan? —inquirió Giddon.
—Pones en duda la efectividad de mi fármaco —se ofendió el príncipe Raffin—. No despertarán.
—Sería más rápido matarlos —reiteró Giddon, de ojos castaños, mirándolo con insistencia. En la oscura habitación quienes eran de su mismo parecer asintieron.
—Puedo hacerlo en el tiempo asignado —aseguró Katsa, y cuando Giddon intentó protestar, la joven alzó la mano—. Basta. No los mataré. Si los queréis muertos, encargadle la misión a otro.
—Piense que así nos divertiremos más, lord Giddon —aseguró sonriendo Oll, y palmeó la espalda del joven noble—. Un robo perfecto en el que se burla a toda la guardia y nadie sale herido. Pasaremos un rato muy entretenido.
La habitación retumbó con las carcajadas, pero Katsa ni siquiera esbozó una sonrisa. No mataría a nadie si estaba en su mano evitarlo. Una muerte era algo irremediable, y ya había matado demasiadas veces, casi siempre en beneficio de su tío. El rey Randa la consideraba muy útil. Porque, ¿para qué mandar un ejército contra los malhechores que provocaban incidentes en la frontera, si podía enviarla a ella como única representante? Resultaba mucho más económico. La joven también había matado por orden del Consejo cuando no tuvo más remedio, pero esta vez era posible eludirlo. Al otro extremo del manzanal se topó con un guardia viejo, quizá tanto como el lenita. Apoyándose en la espada, encorvado y de espaldas a ella, el hombre se hallaba en una arboleda de plantones de un año. Katsa se le acercó con sigilo y se detuvo. Pero advirtió que las manos que descansaban en la empuñadura del arma le temblaban un poco. No tenía buena opinión de un rey que no facilitaba una jubilación desahogada a sus guardias cuando eran ya demasiado viejos para sostener una espada con firmeza. Pero si no lo reducía, el individuo encontraría a los soldados que ella ya había derrotado y daría la alarma. Lo golpeó con contundencia una vez, en la parte posterior de la cabeza, y el hombre se desplomó resollando. Lo sostuvo y lo depositó en el suelo con mucho cuidado, tras lo cual le puso una píldora en la boca y tanteó con rapidez el chichón que ya empezaba a formársele. Confiaba en que el viejo tuviera la cabeza dura. La muchacha ya había matado en una ocasión de forma accidental, y siempre tenía presente ese recuerdo. Fue así como la naturaleza de su gracia se dio a conocer. De ese acontecimiento hacía más o menos una década; por aquel entonces era una chiquilla de apenas ocho años. Sucedió que en la corte recibieron la visita de un pariente, un primo lejano. Pero a ella no le cayó bien ni le gustó el perfume penetrante que usaba, ni las miradas lascivas que echaba a las criadas que lo atendían mientras le arreglaban la habitación, ni la forma lujuriosa de tocarlas cuando creía que nadie lo veía. Y cuando empezó a prestarle atención a ella, Katsa receló.