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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (23 page)

BOOK: Graceling
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Katsa tanteó la pared y topó con la llave.

—¿No te pone nervioso vocear así? Podría oírte alguien y estarías dando a conocer tu preciada gracia a toda una legión de amantes que estuvieran en mi cuarto.

La risa de Po sonó amortiguada al otro lado de la puerta.

—Si hubiera alguien que me estuviera oyendo, lo sabría. Y si estuvieras acompañada por una legión de amantes, también lo sabría. Katsa... ¿Te has cortado el cabello?

—Maravilloso —resopló la joven—. Realmente maravilloso. Como si no fuera bastante no tener intimidad, resulta que percibes incluso mi cabello. Giró la llave en la cerradura y abrió la puerta de golpe.

Po se enderezó; llevaba una vela en la mano.

—¡Por todos los mares! —exclamó, y alzó la vela para que la luz le diera de lleno en la cara.

—¿Qué quieres, Po?

—Esa chica lo ha hecho mucho mejor que yo.

—Me vuelvo a la cama —dijo Katsa intentando cerrar de nuevo la puerta.

—Está bien, está bien. Escucha, creo que esos hombres, los mercaderes, los emeridios que molestaron a la chica del comedor, tienen intención de venir esta noche a hablar con nosotros.

—¿Cómo lo sabes?

—Sus habitaciones están debajo de las nuestras...

Ella meneó la cabeza con incredulidad y comentó:

—Nadie tiene intimidad en esta posada.

—Mi percepción de esos hombres es muy débil, Katsa. No percibo a todo el mundo hasta las puntas del cabello, como me pasa contigo.

—Pues qué gran honor para mí... ¿Y van a venir en plena noche?

—Sí.

—¿Tienen información?

—Eso creo.

—¿Confías en ellos ?

—No mucho. Creo que vendrán enseguida, Katsa. Cuando lleguen, llamaré a tu puerta del pasillo.

—De acuerdo. Estaré preparada.

Se retiró de la puerta y la cerró. A continuación encendió una vela, se lavó la cara y se preparó para la visita nocturna de los mercaderes. Eran seis los hombres que le habían gastado bromas a la camarera. Y cuando Po volvió a llamar a la puerta de Katsa —la que daba al pasillo—, y ella la abrió, se encontró de nariz a boca con los seis individuos, acompañados por el príncipe lenita; cada uno de ellos portaba una vela encendida que les arrojaba una tenue luz sobre los barbudos rostros. Todos eran altos, de espaldas anchas, inmensos si los comparaba con ella, e incluso el menos corpulento era más alto y más fornido que Po. Menuda pandilla de matones. Fue tras ellos hasta la habitación del príncipe lenita.

—Alteza, señora, veo que están alertas y vestidos —dijo el mercader más grandote, mientras entraban en el cuarto de Po.

Aquél era el que había intentado asir a la chica por el brazo en primer lugar, y bromeó con ella.

A Katsa no le pasó inadvertido el tono de mofa empleado por el hombre al pronunciar sus títulos; sentía tan poco respeto por ellos como a la inversa. El otro que agarró a la chica por la muñeca estaba a su lado; por lo visto esos dos eran los que llevaban la voz cantante en el grupo. Se hallaban juntos en el centro de la habitación, frente a Po, mientras que los otros cuatro se quedaron relegados en un segundo plano.

Los seis individuos se habían situado bien desplegados. Katsa se desplazó hacia la puerta lateral que conducía a su habitación y se apoyó en ella, cruzada de brazos. Desde allí estaba a varios pasos de distancia de Po y de los dos cabecillas, además de ver con claridad a los otros cuatro tipos. Había tomado más precauciones de las necesarias, pero tampoco estaba de más que todos se dieran cuenta de que los vigilaba.

—Llevamos recibiendo visitas todo lo que va de noche —mintió Po con facilidad—. Ustedes no son los únicos viajeros de la posada que tienen información sobre mi abuelo.

—Tenga cuidado con los demás, alteza —dijo el más corpulento—. Los hombres mienten por dinero.

—Gracias por advertirme. —Po se recostó en la mesa que tenía detrás, con los hombros echados hacia delante y las manos metidas en los bolsillos. Katsa reprimió una sonrisa; le encantaba esa indolencia arrogante de su amigo.

—¿Qué información tienen para nosotros? —preguntó él.

—¿Cuánto pagará? —preguntó a su vez el hombre.

—Pagaré en consonancia con lo que valga la información.

—Somos seis.

—Se lo pagaré en monedas divisibles por seis, si es eso lo que desean.

—Lo que quiero decir, príncipe, es que no merece la pena perder el tiempo divulgando información si no nos compensa con una suma suficiente para seis.

Po eligió ese momento para bostezar, y cuando replicó al mercader, lo hizo con voz tranquila, incluso amistosa:

—No tengo intención de regatear sobre el precio porque todavía desconozco el alcance de su información. Serán justamente recompensados. Si eso no les satisface, pueden marcharse cuando gusten, con toda libertad.

El tipo se balanceó sobre los talones un momento y miró de reojo a su compañero. Este asintió con la cabeza, y el hombre carraspeó y masculló:

—De acuerdo. Tenemos información que vincula el secuestro con el rey Birn de Oestia.

—¡Qué interesante! —exclamó Po, y la farsa comenzó. El lenita hizo todas las preguntas que cualquiera haría si llevara a cabo un interrogatorio en serio. Por ejemplo, cuál era su fuente de información y si era de fiar; quién le había hablado de Birn y cuál era el motivo del secuestro, y si Birn había recibido ayuda de otros reinos. También inquirió si su abuelo, Tealiff, se encontraba en las mazmorras de Birn y qué vigilancia había en éstas—. Bien, señora —dijo Po tras echar una ojeada a Katsa—. Habrá que mandar aviso enseguida para que mis hermanos sepan que han de hacer averiguaciones sobre las mazmorras de Birn de Oestia.

—¿No van a viajar ustedes allí?

El hombre estaba sorprendido. Y decepcionado, probablemente, por no conseguir enviarlos a una misión infructuosa.

—Vamos al sur y después, al este —contestó Po—. A Monmar, a ver al rey Leck.

—Leck no tuvo nada que ver con el secuestro —afirmó el hombre.

—No he dicho lo contrario.

—Leck es inocente. Malgasta usted tiempo y energías buscando en Monmar, porque su abuelo está en Oestia.

Po bostezó de nuevo. Cambió de postura y se apoyó otra vez en la mesa, cruzado de brazos, antes de mirar con sosiego al hombre.

—No vamos a Monmar a buscar a mi abuelo —puntualizó—. Es una visita de cortesía. La hermana de mi padre es la reina de Monmar, a quien el secuestro le ha causado una angustia terrible. Queremos ir a visitarla y tal vez transmitamos a esa corte las consoladoras nuevas que acaban de darnos. Uno de los mercaderes que se encontraban en segundo plano se aclaró la garganta.

—Hay enfermedades allí, en la corte de Monmar —dijo desde su rincón. Po desvió la vista hacia él, con tranquilidad.

—No me diga.

—Yo tenía familiares al servicio de Leck —gruñó el hombre—. Familia lejana: dos chicas que trabajaban en el refugio del rey, unas primas mías, podría decirse... Bien, pues, murieron hace algunos meses.

—¿A qué se refiere con eso del refugio del rey?

—El refugio para animales de Leck. Rescata animales, alteza, como ya sabréis.

—Sí, claro, pero ignoraba que existiera un refugio.

El hombre parecía disfrutar siendo el centro de la atención de Po. Miró de soslayo a sus compañeros y alzó la barbilla.

—Bueno, alteza, hay centenares de animales, como perros, ardillas y conejos, que sangran por los tajos que tienen en el lomo y en el vientre.

—Tajos en el lomo y en el vientre —repitió despacio Po, que había entrecerrado los ojos.

—Ya sabe, como si hubieran topado contra algo afilado.

—Por supuesto... —Po se lo quedó mirando un momento—. ¿Y no tienen huesos rotos? ¿O alguna enfermedad?

El tipo lo pensó unos instantes antes de replicar:

—No me han llegado rumores de ese estilo, alteza. Tan sólo he oído hablar de montones de cortes y tajos que tardan en curar muchísimo tiempo. El rey tiene un equipo de críos que lo ayudan a cuidar a los animalillos hasta que se recuperan. Cuentan que está muy entregado a sus bestezuelas.

Po hizo una mueca, y, mirando de soslayo a Katsa, añadió:

—Entiendo. ¿Y sabe de qué enfermedad murieron esas chiquillas?

—Los niños no son muy fuertes —contestó el tipo encogiéndose de hombros.

—Hemos pasado a otro tema —los interrumpió el mercader corpulento—. Accedimos a darle información sobre el secuestro, no sobre eso otro. Tendremos que pedir más dinero para compensar.

—Y, en cualquier caso, me está entrando una enfermedad mortal llamada aburrimiento —agregó su compañero.

—Oh, ¿estás pensando en un pasatiempo más agradable? —preguntó el primero. —Con otra compañía —dijo el tipo del rincón. Se echaron a reír los seis por algún chiste que sólo entendían ellos, aunque Katsa tuvo la impresión de saber de que se trataba.

—Lástima de padres protectores y alcobas cerradas con llave —comentó el otro en voz muy baja a sus amigos, aunque no lo bastante bajo para el aguzado oído de Katsa.

La joven se abalanzó sobre ellos antes de que las risotadas empezaran siquiera. Po la interceptó con tal rapidez que la muchacha comprendió que debía de haberse movido un instante antes que ella.

—Detente —le dijo él en voz queda—. Piensa. Respira hondo.

La impetuosa oleada de ira rompió sobre ella y se deshizo, y Katsa dejó que el cuerpo de Po se interpusiera en su camino hacia el mercader, hacia los dos, hacia los seis al completo, porque esos hombres eran iguales para ella.

—Es usted el único hombre de los siete reinos capaz de tener atada con correa a esta gata montesa —dijo uno de los dos cabecillas. Katsa no supo bien cuál de ellos lo había dicho, porque la distrajo el efecto que las palabras del tipo causaron en el semblante de Po—. Tenemos suerte de que su adiestrador sea tan sensato —continuó el mercader—. Y usted mismo es un hombre muy afortunado; las agresivas proporcionan más diversión si uno sabe controlarlas.

Po la miró sin verla. Sus ojos despedían fuego plateado y dorado, el brazo que la retenía se puso tenso, el puño se apretó, e hizo una inhalación profunda, en apariencia interminable. Katsa se dio cuenta de que estaba furioso y creyó que iba a golpear al hombre que había hablado. Durante una fracción de segundo sintió pánico, porque no sabía si impedírselo o ayudarlo. Se lo impediría. Tenía que hacerlo porque Po no razonaba en ese momento. Lo asió con fuerza por los antebrazos y pronunció mentalmente su nombre.
Po, detente. Piensa
, le dijo para sus adentros, igual que había hecho él en voz alta.
Piensa
. Po exhaló el aire muy despacio, tan despacio como lo había inhalado; enfocó la vista y la vio.

Después se volvió hacia los dos hombres —ni siquiera importaba cuál de ellos había hablado—, y les ordenó en voz muy baja:

—Fuera de aquí.

—No nos ha pagado...

Po dio un paso hacia ellos, y los hombres, a su vez, retrocedieron otro paso. El príncipe tenía los brazos caídos a los costados en una actitud tranquila y despreocupada que no engañó a ninguno de los que estaban en la habitación.

—¿Tienen la más remota idea de con quién están hablando? —les espetó—, ¿Creen que van a recibir una sola moneda de mi bolsa cuando han osado hablarnos de ese modo? Tienen suerte de que los deje marchar sin romperles los dientes.

—¿Estás seguro de que no deberíamos hacerlo? —abundó Katsa mientras miraba a los ojos a un hombre tras otro—. Me gustaría hacer algo que les quitara de la cabeza la idea de tocar a la hija del posadero.

—No lo haremos —jadeó uno de los mercaderes—. No tocaremos a nadie, lo juro.

—Si lo hacen, lo lamentarán —advirtió Katsa—. Lo lamentarán el resto de su breve y miserable vida.

—No lo haremos, mi señora. No lo haremos. —Recularon hasta la puerta, pálidos, borradas las muecas burlonas de antes—. Era una broma, mi señora, lo juro.

—Fuera de aquí —repitió Po—. Consideren como pago que no morirán por insultarnos.

Los hombres se empujaron unos a otros en su afán por salir de la habitación. Po cerró tras ellos de un portazo y después apoyó la espalda en la hoja de madera y fue deslizándose hasta sentarse en el suelo. Se frotó la cara y suspiró muy hondo. Katsa tomó una vela de la mesa y se puso en cuclillas delante de él. Intentó calibrar el cansancio y la ira del hombre por la inclinación de la cabeza y la tensión de los hombros. Él se retiró las manos de la cara y apoyó la cabeza en la puerta; entonces observó el semblante de Katsa un momento.

—De verdad pensé que iba a hacer daño a ese hombre, mucho daño.

—No te creía capaz de ponerte tan furioso.

—Pues por lo visto, lo soy.

—Po, ¿cómo supiste que intentaba atacarlos? —cuestionó, como si se le acabara de ocurrir—. Mi intención era ir hacia ellos, no hacia ti.

—Sí, pero percibí que tu energía experimentaba un aumento repentino, y te conozco lo suficiente para deducir que era más que probable que le atizaras un golpe a alguien. —Esbozó una sonrisa desganada—. Algo que no se te puede reprochar es que tu comportamiento sea inconsecuente.

La joven soltó un resoplido y se sentó en el suelo cruzada de piernas, frente a él.

—¿Vas a decirme lo que has descubierto con esos hombres?

—Sí, claro. —Po cerró los ojos—. Lo que he descubierto... Verás, aparte de lo que comentó el tipo del rincón, casi nada de lo que dijeron era cierto. No era más que un juego, un engaño para sacarnos dinero por una información falsa; su forma de tomarse la revancha por el incidente en el comedor.

—Son mezquinos —opinó Katsa.

—Mucho, pero nos han ayudado, a pesar de todo. Se trata de Leck, Katsa, estoy seguro. El hombre mintió cuando dijo que Leck no era el responsable. Y no obstante... No obstante, percibí un detalle muy extraño al que no le encuentro sentido. —Negó con la cabeza y se ensimismó mirándose las manos, pensativo—. Es algo muy raro, Katsa. Noté que surgía en ellos una extraña... postura protectora.

—¿Qué quieres decir?

—Que era como si creyeran de verdad en la inocencia de Leck y quisieran salir en su defensa.

—Pero acabas de decir que es culpable.

—Lo es, y esos hombres lo saben, pero también le creen inocente.

—Eso no tiene ningún sentido.

—Sí, de acuerdo. Pero estoy seguro de lo que percibí. Te aseguro, Katsa, que cuando ese hombre dijo que Leck no era el responsable del secuestro, mentía. Pero cuando un momento después afirmó: «Leck es inocente», lo decía totalmente en serio. Él creía que decía la verdad. —Po alzó la vista al oscuro techo—. ¿Tendríamos, pues, que llegar a la conclusión de que Leck secuestró a mi abuelo, pero por alguna razón inocente? Eso es sencillamente imposible.

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