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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (20 page)

BOOK: Graceling
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—Son como luces; no parecen muy naturales.

—Mi madre me contó que cuando abrí los ojos el día en que me cambiaron de color, se llevó tal sobresalto que casi me dejó caer al suelo.

—¿De qué color eran antes?

—Los tenía grises, como casi todos los lenitas. Y los tuyos, ¿cómo eran?

—No tengo ni idea. Nadie me lo dijo y no creo que quede alguien a quien preguntárselo.

—Son preciosos —afirmó Po, y ella se sofocó.

A lo mejor se debía a los rayos del sol que, colándose entre las copas de los árboles, caían sobre ellos y los salpicaban con pequeñas pinceladas. Montaron de nuevo a caballo y, de regreso al camino del bosque, Katsa se dio cuenta de que no acababa de sentirse cómoda con él, pero al menos sí notaba que era capaz de mirarlo a la cara sin ese temor de estar rindiéndole el alma entera. La calzada, los condujo hasta los suburbios de Burgo de Murgon; en ese punto se ensanchó y cada vez estuvo más concurrida. Cuando alguien se cruzaba con ellos, se los quedaba mirando de hito en hito. No tardaría, pues, en saberse en todas las posadas y hosterías de la ciudad que dos graceling dotados para luchar viajaban juntos hacia el sur por la calzada de Murgon.

—¿Seguro que no quieres detenerte en el castillo del rey Murgon para hacerle algunas preguntas? Así sería mucho más rápido —sugirió Katsa.

—Tras el «robo», me dejó muy claro que ya no era bienvenido en su corte. Sospecha que sé lo que se llevaron.

—Te tiene miedo.

—Sí. Y es la clase de persona capaz de cometer una estupidez. Si nos presentáramos en su corte, casi con toda seguridad montaría un ataque y tendríamos que herir a alguien. Preferiría evitarlo, ¿no te parece? Si tiene que organizarse una reyerta, que sea en la corte del rey responsable, en lugar de producirse en la del que es un simple cómplice.

—Iremos a la posada, entonces —concluyó Katsa.

—Sí, de acuerdo.

Una vez que dejaron atrás Burgo de Murgon, la calzada del bosque se estrechó de nuevo y se tornó más silenciosa. Se detuvieron antes de que cayera la noche y acamparon a cierta distancia de la calzada, en un pequeño claro alfombrado de musgo, bajo una cubierta de gruesas ramas y con un reguero, apenas un chorrillo de agua, que les gustó a los caballos.

—Esto es todo lo que necesita un hombre —manifestó Po—. Viviría aquí de buena gana. ¿Qué dices tú, Katsa?

—¿Te apetece un poco de carne? Cazaré algo para la cena.

—Eso lo mejoraría todo —contestó él—. Pero en pocos minutos habrá oscurecido. No me gustaría que te extraviaras, y menos en una noche oscura como boca de lobo.

La joven sonrió y cruzó el regato.

—Sólo tardaré unos minutos. Y nunca me pierdo, ni siquiera en la más absoluta oscuridad.

—¿No te vas a llevar el arco, al menos? ¿O es que pretendes estrangular a un alce con las manos?

—Llevo un cuchillo metido en la bota —replicó Katsa, que se preguntó si sería capaz de estrangular a un alce con las manos, sin más. Lo consideraba probable, pero de momento sólo buscaba un conejo o un ave, y el cuchillo serviría como arma.

Se deslizó entre los nudosos árboles y se adentró en el silencio de la fronda, cargada de humedad. Sólo había que aguzar el oído, guardar silencio y hacerse invisible. Cuando regresó al cabo de unos minutos con un conejo grande, gordo y despellejado, Po ya había encendido una lumbre, cuyas llamas irradiaban una luz anaranjada sobre él y los caballos.

—Era lo menos que podía hacer —dijo el lenita con sorna—, y veo que incluso has despellejado a ese bicho. Empiezo a pensar que no tendré muchas responsabilidades mientras viajamos por el bosque.

—¿Acaso te molesta? Por mí, puedes ir a cazar si quieres. A lo mejor me quedo junto a la lumbre y zurzo tus calcetines y grito en cuanto oiga cualquier ruido raro.

Po sonrió ante tal comentario y le preguntó:

—¿Tratas así a Giddon cuando viajáis juntos? Supongo que le parecerá muy humillante.

—Pobre Po. Tendrás que conformarte con ser capaz de leerme el pensamiento si es que quieres sentirte superior.

—Ya sé que me tomas el pelo —dijo él, divertido—. Y deberías saber que no es fácil lograr que me sienta humillado. No me importa que caces para que coma, o me des una paliza cada vez que luchemos y me protejas cuando nos ataquen. Yo te agradezco que lo hagas.

—Pero no tendré que protegerte nunca si nos atacan, y dudo que necesites que cace tu comida.

—Cierto. Pero lo haces mejor que yo, Katsa, y eso no me humilla. —Echó una rama al fuego—. Me da una lección de humildad, pero no es humillante.

La joven permaneció en silencio mientras la noche se cerraba; observaba cómo goteaba la sangre del trozo de carne que, ensartado en un palo, sostenía encima del fuego y la oía chisporrotear al caer en las llamas. Trató de separar mentalmente la idea de ser humilde de la de ser humillada, y comprendió a qué se refería Po. A ella no se le habría ocurrido hacer esa distinción; por el contrario, el lenita tenía las ideas muy claras, mientras que la mente de Katsa era siempre un tumulto de pensamientos a los que nunca encontraba sentido ni era capaz de controlar. De repente se le ocurrió que Po era más inteligente que ella, infinitamente más listo y, en comparación, ella era muy zafia, una zafia insensible e insensata.

—Katsa. —La joven alzó la vista. Las llamas titilaban en la plata y el oro de los ojos del lenita, y arrancaban destellos de los aros de las orejas. Todo su rostro era luz—. Dime una cosa, ¿a quién se le ocurrió lo del Consejo?

—A mí.

—¿Y quién decide qué misiones debe llevar a cabo?

—Yo, en última instancia.

—¿Quién planea todas esas misiones?

—Yo, junto con Raffin, Oll y los demás.

Po se quedó mirando el trozo de carne que asaba en la lumbre, lo giró y lo sacudió con aire abstraído, de forma que el jugo cayó en las llamas y crepitó. Acto seguido, la miró de nuevo.

—No sé cómo puedes compararnos y llegar a la conclusión de que no eres inteligente ni sensible ni sensata. Me he pasado toda la vida analizando con mucho esfuerzo las emociones de otros y las mías propias, de manera que, si a veces pienso con más claridad que tú, se debe a que lo he practicado desde hace mucho más tiempo. Ésa es la única diferencia entre nosotros. —Centró de nuevo la atención en el trozo de carne, y Katsa se lo quedó mirando, atenta a sus palabras—. ¿Por qué no te acuerdas del Consejo? ¿Por qué no recuerdas que, cuando nos conocimos, acababas de rescatar a mi abuelo por la simple razón de creer que no se merecía haber sido raptado?

Se inclinó sobre la lumbre y echó otro trozo de leña al fuego. Los dos permanecieron sentados en silencio, envueltos en luz y rodeados de oscuridad.

Capítulo 17

P
or la mañana, Katsa se despertó antes que su compañero, y siguió el reguero de agua corriente abajo hasta encontrar un lugar donde formaba un remanso algo mayor que un charco, pero sin llegar a ser una poza. Allí se bañó lo mejor que pudo, y aunque la frialdad del aire y del agua la hizo tiritar, también la despejó por completo.

Cuando intentó soltarse el cabello y desenredarlo, se topó con el mismo engorro frustrante de siempre: tiró y tiró, pero los dedos no encontraban la forma de deshacer los enredos, así que lo dejó por imposible y volvió a recogérselo. Se secó lo mejor que pudo y se vistió. Cuando regresó al claro, Po se había despertado y se dedicaba a atar bolsas y alforjas.

—¿Me cortarías el cabello si te lo pidiera?

—No estarás pensando en disfrazarte, ¿verdad? —le dijo, sorprendido.

—No, no es por eso. Es que me saca de mis casillas, además de que nunca he querido tenerlo así. Y será mucho más cómodo si me lo corto del todo.

—Mmmm... —Po le examinó la mata de pelo anudada y recogida en la nuca—. Está bastante liado, como un nido de pájaros —comentó. Al notar la mirada feroz de la muchacha, se echó a reír—. Si de verdad quieres que te lo corte, lo haré, pero dudo que te complazca mucho el resultado. ¿Por qué no esperas hasta que lleguemos a la posada y se lo pides a la mujer del posadero, o a una de las mujeres de la ciudad?

—Está bien. Lo soportaré un día más.

Po desapareció por el camino que la joven había utilizado antes, mientras ella enrollaba las mantas y cargaba en los caballos los bultos de ambos. La calzada se estrechó más a medida que avanzaban hacia el sur, y la fronda se hizo más densa y oscura. A pesar de las protestas de Katsa, Po encabezaba la marcha arguyendo que cuando era ella la que marcaba el paso, siempre empezaban a cabalgar a un ritmo razonable, pero al poco rato, indefectiblemente, lo hacían a una velocidad de vértigo. Se había arrogado el derecho de proteger al caballo de Katsa de su amazona.

—Dices que lo haces por el caballo, pero lo que ocurre es que no puedes aguantar mi ritmo —comentó la joven cuando se detuvieron en una ocasión para que los animales bebieran en un arroyo que cruzaba el camino.

—Y lo que tú intentas es picarme, pero no te saldrás con la tuya.

—Por cierto, se me ha ocurrido que no hemos hecho prácticas desde que descubrí tu embuste y accediste a no mentirme más.

—En efecto, no hemos luchado desde que me diste el puñetazo en la mandíbula porque estabas furiosa con Randa.

La joven fue incapaz de reprimir una sonrisa, y añadió:

—De acuerdo, tú encabezas la marcha. Pero ¿qué me dices de las prácticas? ¿No quieres reanudarlas?

—Por supuesto. Quizás esta noche, si aún hay luz cuando acampemos.

Cabalgaron en silencio. Katsa, absorta, divagaba; pero se dijo que, cuando sus pensamientos divagaran hacia cualquier tema relacionado con Po, tendría que ir con cuidado y refrenarse. Si no podía evitar pensar en él, tendría que tratarse de cosas sin importancia; estaba decidida a que él no sacara provecho de las intromisiones en su mente mientras cabalgaban por aquel tranquilo camino del bosque.

Se preguntó hasta qué grado sería la gracia de Po sensible a la intromisión mental. ¿Y si estando concentrado, en pleno proceso de resolver un problema difícil, se le acercara una gran multitud, o aunque se tratara de una sola persona que, al verlo, pensara que tenía los ojos muy raros o le admirara los anillos o deseara comprarle el caballo? ¿Qué ocurría en esos casos? ¿Acaso perdía la concentración cuando los pensamientos de otras personas se le filtraban en la mente? Qué irritante debía de resultarle algo así.

Y entonces se preguntó si podría llamar su atención sin mediar palabra. ¿Lograría transmitirle mentalmente que necesitaba ayuda o deseaba detenerse? Tenía que ser posible; seguro que él sabía si una persona deseaba comunicarse con él, siempre y cuando estuviera dentro de su radio de alcance.

Po cabalgaba delante de Katsa, y ella lo observó: mantenía la espalda erguida y los brazos relajados, con las mangas recogidas hasta el codo, como siempre. Entonces desvió la vista hacia los árboles, luego a las orejas de su caballo, y por último al camino que tenía al frente; despejó, pues, la mente de cualquier pensamiento relacionado con Po y elaboró otras formulaciones:

«Cazaré un ánsar para la cena», «las hojas de los árboles están empezando a cambiar de color», «hace muy buen tiempo, tan fresquito.»

Y en éstas, con todo su ímpetu, centró la atención en la parte posterior de la cabeza de Po y gritó mentalmente su nombre. El lenita tiró de las riendas con tanta brusquedad que el caballo relinchó, se tambaleó y casi se sentó en el camino. Faltó poco para que la montura de Katsa tropezara con la otra. Po estaba tan sobresaltado y estupefacto —y tan irritado— que Katsa estalló en carcajadas sin reprimirse.

—Por toda Lenidia bendita ¿qué diablos te pasa? ¿Es que quieres darme un susto de muerte? ¿No te basta con lastimar a tu caballo que también tienes que dañar al mío?

La joven era consciente de que estaba enfadado, pero era incapaz de contener la risa.

—Perdona, Po. Sólo intentaba atraer tu atención.

—Y supongo que ni se te ha ocurrido intentarlo con mesura. Si te dijera que el techo de mi casa necesita una reparación, empezarías por echar abajo el edificio.

—Oh, Po, no te enfades. —Sofocó la risa que le pugnaba por estallar de nuevo—. De verdad, no creía que te sobresaltaría tanto ni que lo conseguiría; no imaginaba que tu gracia lo permitiría.

Tosió y se obligó a adoptar un gesto de fingida contrición que no habría engañado ni al mentalista más incompetente. Pero lo cierto es que no había sido su intención asustarlo tanto, y él debía de notarlo. Al fin se suavizó el duro rictus de la boca del lenita y un atisbo de sonrisa le asomó fugazmente.

—Mírame —dijo sin necesidad, porque la sonrisa ya la había atrapado—. Bien, di mi nombre para tus adentros, como si quisieras atraer mi atención... bajito. Como lo harías si lo pronunciaras.

Katsa esperó un momento antes de pensarlo:
Po
.

—Con eso vale.

—Bien, no ha sido difícil.

—Y habrás notado que no ha afectado al caballo.

—Muy divertido. ¿Podemos practicar mientras cabalgamos?

Durante el resto del día, Katsa lo llamó mentalmente de vez en cuando. En todas las ocasiones, él alzó la mano para indicar que lo había oído, incluso cuando la joven lo susurró. Por ello, decidió dejar de llamarlo al ser evidente que daba resultado; tampoco quería ponerse pesada. Entonces Po se volvió para mirarla y asintió en silencio, y Katsa supo que la había entendido. Cabalgó tras él con los ojos muy abiertos mientras intentaba encontrar sentido al hecho de que hubieran mantenido una especie de conversación sin haber pronunciado palabra.

Acamparon junto a una charca, rodeados de grandes árboles emeridios. Mientras desataban las alforjas de los caballos, Katsa tuvo la seguridad de haber visto un ánsar anadeando entre el carrizo en la otra orilla. Po atisbo y confirmó:

—En efecto, parece un ánsar, y no me importaría cenarme un muslo.

Así pues, Katsa se encaminó hacia allí y se aproximó al ave sin hacer ruido; el ánsar no advirtió su presencia. Katsa decidió ir directamente hacia él y romperle el cuello, como hacían las cocineras en los corrales del castillo. Sin embargo, a pesar de aproximarse con sigilo, el animal la oyó y se puso a parpar al tiempo que corría hacia el agua. La joven fue tras él, y el ave desplegó las grandes alas y echó a volar. Pero Katsa saltó y lo agarró por el cuerpo, en el aire; cayó al fondo de la charca, asombrada por el tamaño del animal, y de repente se encontró forcejeando en el agua con un ánsar enorme que aleteaba, chapoteaba, picaba y pateaba. Pero sólo fueron unos instantes porque ella le apretó el cuello con las manos y se lo partió, antes de que tuviera tiempo de darle un picotazo en alguna parte del cuerpo.

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