Las heridas se le estaban curando bien; de hecho, las menos graves casi no se le notaban ya y hasta las más grandes y profundas dejaron de sangrar a las pocas horas. En realidad sólo le suponían una fuente de irritación a pesar de que las alforjas que cargaba le rozaban los cortes, y las raquetas a medio hacer chocaban contra éstos al balancearse. Por otra parte, cada vez que echaba atrás la mano hacia la aljaba (hecha con un trozo de cuero de la silla de montar), que llevaba a la espalda, el hombro izquierdo y el pecho protestaban un poco; en esas dos zonas le quedarían cicatrices, así como, seguramente, en los muslos, pero ésas serían las únicas marcas que el felino le habría dejado en el cuerpo.
Cuando terminara las raquetas, lo siguiente que prepararía sería una especie de arnés por si tenía que llevar a cuestas a la niña, un avío de correas y ataduras hecho con el aparejo del caballo. De ese modo, si no quedaba más remedio que cargar a Gramilla, tendría los brazos libres para usar el arco. Y como ahora la pequeña iba más abrigada, quizá se haría una chaqueta para ella misma, una pelliza de la piel del siguiente lobo o puma con el que toparan.
Y todas las noches, atizada la lumbre y hecho el trabajo, con el recuerdo de Po tan cercano e insistente que no podía evitar pensar en él, se acurrucaba junto a Gramilla y se permitía unas cuantas horas de sueño.
Cuando Katsa descubrió que tiritaba al dormirse por las noches, y que tenía que protegerse la cabeza y el cuello con pieles y dar patadas en el suelo para librarse del entumecimiento de los pies, imaginó que debían de estar muy cerca del desfiladero de Grella. No podía estar mucho más lejos, porque si fuera así, en el paso entre montañas haría todavía más frío y no creía que en el mundo se dieran temperaturas tan bajas.
Llegó un punto en que temió que a la niña se le congelaran los dedos de las manos y de los pies, así como el rostro. Por ello, hacía paradas frecuentes para darle masajes en las extremidades. La pequeña no hablaba y se movía como entumecida, con lentitud, aunque era consciente de lo que la rodeaba. Asentía o negaba con la cabeza en respuesta a las preguntas de Katsa, que la estrechaba contra sí cada vez que la llevaba en brazos; lloraba de alivio cuando la fogata nocturna la calentaba o de dolor cuando Katsa la despertaba al frío de cada mañana.
Tenían que estar cerca del desfiladero. Tenían que estarlo porque Katsa no sabía cuánto más aguantaría la niña en esas condiciones extremas.
Una mañana se desató una tormenta de hielo mientras subían con mucho esfuerzo entre árboles y maleza. Gran parte de la mañana caminaron cegadas, con la cabeza inclinada contra el viento y el cuerpo azotado por nieve y hielo. Katsa abrazaba a Gramilla, como hacía siempre durante las tormentas, y se dejó guiar por su extraordinario sentido de la orientación hacia arriba y al oeste. Al cabo de un rato, notó que la pendiente era menos empinada y dejó de tropezar con raíces de árbol y matorrales de montaña, al mismo tiempo que los pies se le hundían, como si la nieve fuera más profunda y tuviera que abrirse paso empujándola.
Cuando cesó la tormenta, tan de repente como comenzó, el paisaje había cambiado. Se hallaban al pie de una pendiente lisa y prolongada, cubierta de nieve y carente de vegetación; el viento levantaba cristales de hielo de la superficie y los lanzaba hacia el cielo. A cierta distancia, dos roquedos negros se alzaban imponentes a izquierda y derecha. La pendiente ascendía para pasar entre ellos.
La blancura era cegadora y el cielo parecía tan próximo y tan intensamente azul que Gramilla se protegió los ojos con la mano. Ahí estaba el desfiladero de Grella, sin animales a los que repeler, sin piedras ni maleza que salvar; únicamente les restaba recorrer un tramo en cuesta de nieve lisa y franquear así la cordillera, para descender por fin en dirección a Meridia.
Casi parecía un paseo.
Pero la alarma sonó en la mente de Katsa; primero como un zumbido apagado que fue creciendo hasta convertirse en un clamor, porque observó los remolinos de nieve que se levantaban a lo largo del desfiladero. Para empezar, la distancia sería mayor de lo que aparentaba. En segundo lugar, en todo el tramo no habría un sitio donde refugiarse del viento, ni sería tan liso y fácil de salvar como parecía desde lejos, mientras los rayos del sol caían directos sobre el desfiladero. Y si se desataba una tormenta o, mejor dicho, cuando hubiera otra tormenta, estarían expuestas a la intemperie propia de esas altitudes, donde no resistía ningún ser vivo y lo único que tenía probabilidades de perdurar era la roca o el hielo.
Katsa limpió la nieve adherida a las pieles que cubrían a la niña y rompió trozos de hielo que se le habían pegado en la cara. Después descolgó las raquetas que llevaba a la espalda y plantó los pies encima; se las sujetó con las correas alrededor de los pies y de los tobillos y las ató muy fuertes. Desenvolvió el arnés que había hecho y ayudó a la pequeña a meterse en él, primero una pierna y después, otra. Gramilla se movía con lentitud, pero no protestó ni pidió explicaciones. Katsa se agachó, la asió por la barbilla y la miró a los ojos.
—Gramilla —la exhortó—. Gramilla, tienes que estar alerta. Te llevaré a cuestas, tan sólo porque tenemos que avanzar deprisa. Pero debes mantenerte despierta. Si creo que vas a dormirte, te bajaré al suelo y te haré caminar. ¿Lo entiendes? Te haré caminar, princesa, por mucho que te cueste.
—Estoy cansada —susurró la chiquilla, y Katsa la sujetó por los hombros y la zarandeó.
—Me da igual si lo estás. Harás lo que te digo, emplearás hasta la última pizca de fuerza que te queda en permanecer despierta. ¿Lo has entendido?
—No quiero morir —dijo Gramilla, y se le escapó una lágrima que se le congeló en las pestañas. Katsa se arrodilló y abrazó el paquetito que era la niña.
—No morirás —le aseguró—. No permitiré que mueras. —Pero iba a hacer falta algo más que su voluntad para mantener viva a Gramilla, así que buscó en la capa y sacó la cantimplora—. Bébete esto —ordenó—. Todo.
—Está fría.
—Te ayudará a seguir con vida. Deprisa, antes de que se congele.
La pequeña bebió y Katsa tomó una decisión que entraba en conflicto con su instinto de supervivencia. Soltó el arco en el suelo y se sacó por la cabeza la aljaba, y las alforjas, que dejó junto al arco. A continuación, se despojó de las pieles de lobo que llevaba echadas sobre los hombros, las que se había permitido utilizar sólo después de que la niña estuviera cubierta por varias capas de pieles, de la cabeza a los pies. El viento se coló por los desgarros que tenía en la chaqueta manchada de sangre, y el frío la asaltó como una cuchillada en el estómago y en las heridas del hombro y del pecho; se dijo para sus adentros que enseguida estaría corriendo y el ejercicio la haría entrar en calor. Tendría que componérselas con las pieles que le tapaban la cabeza y el cuello. De modo que envolvió a la chiquilla con las grandes pieles de lobo, como si fuera una manta.
—Estás loca de remate —dijo Gramilla, y la joven casi sonrió, porque si la niña era capaz de configurar una opinión insultante era porque, al menos, conservaba cierta lucidez.
—Estoy a punto de acometer un ejercicio muy duro —le dijo—. No querría calentarme en exceso. Bien, dame esa cantimplora, pequeña. —Se agachó y llenó el recipiente con nieve. Luego lo cerró y lo metió entre las ropas de piel de Gramilla—. Tendrás que llevarla tú, si no queremos que se congele.
El viento soplaba desde todas las direcciones, pero a Katsa le pareció que lo hacía con más fuerza desde el oeste, de cara. En consecuencia, decidió llevar a la niña cargada en la espalda. Se colgó delante todo lo demás y se metió las correas del arnés por los hombros, tras lo cual se puso de pie. Dio algunos pasos por la nieve, con cautela, para probar las raquetas.
—Cierra las manos en puño y pónmelas en las axilas —instruyó a la niña—. Pega la cara contra la piel que me cubre el cuello y ten cuidado con los pies. Si te parece que empiezas a no sentirlos, dímelo. ¿Lo has entendido, Gramilla?
—Lo he entendido.
—Bien, pues, en marcha. Allá vamos. Y echó a correr.
Se acostumbró enseguida a las raquetas y al equilibrio inestable de las cargas que llevaba a la espalda y sobre el pecho. La niña casi no pesaba, y las raquetas funcionaban bastante bien una vez que le cogió el tranquillo a correr con las piernas ligeramente abiertas. No daba crédito al frío que hacía en aquel desfiladero, ni a que el viento pudiera soplar tan fuerte y de forma tan insistente, sin cesar un solo momento. Cada inhalación era como un cuchillo que le penetraba en los pulmones hasta el fondo. Además, los brazos, las piernas, el torso y sobre todo las manos... y cualquier parte del cuerpo expuesta a la intemperie le ardían, como si se hubiera arrojado a una hoguera.
Corrió, y al principio le pareció que el esfuerzo del ejercicio de pies y piernas le proporcionaba algo de calor; después, el incesante golpeteo se convirtió en un dolor lacerante, y más tarde, en un dolor sordo; por último, dejó de sentir el golpeteo por completo, pero se conminó a continuar, adelante, hacia arriba, cada vez más cerca de los picos que parecían estar siempre a la misma distancia.
Las nubes se acumularon de nuevo y la acribillaron con nieve helada. El viento aulló, y Katsa corrió a ciegas. Una y otra vez le gritaba a Gramilla; le hacía preguntas irrelevantes sobre Monmar, sobre Burgo de Leck, o sobre su madre. Y siempre le preguntaba lo mismo: si sentía las manos, si podía mover los dedos de los pies, si se notaba mareada o entumecida. No estaba segura de que la princesa entendiera lo que le preguntaba, ni ella comprendía lo que la niña le respondía a gritos. Pero por lo menos gritaba; y si gritaba era porque seguía despierta. Katsa apretaba los brazos sobre las manos de la pequeña y, de vez en cuando, tanteaba hacia atrás para asirle las botas e intentar darle algún tipo de masaje en los pies. Y corrió y siguió corriendo aun cuando tenía la impresión de que el viento la empujaba hacia atrás, aun cuando sus preguntas iban siendo más y más absurdas, y sus dedos no lograron dar más masajes ni sus brazos abrazarla más.
Al fin sólo fue consciente de dos cosas: la voz de la niña, que seguía sonándole en el oído, y la cuesta que tenía delante y que debía continuar subiéndola a la carrera.
Katsa detectó con apatía cómo el enorme globo rojo del sol descendía y se iba ocultando tras el horizonte. Y si llegaba el ocaso, significaba que ya no nevaba. Sí, ahora que lo pensaba, se daba cuenta de que había dejado de nevar, si bien no recordaba cuándo había ocurrido. Pero el ocaso también significaba que el día se acababa y la noche caería de un momento a otro, y de noche siempre hacía más frío que de día.
Siguió corriendo porque dentro de poco haría aún más frío. Movía las piernas y la niña hablaba de vez en cuando, pero Katsa no sentía nada aparte del helor que se le clavaba en los pulmones a cada respiración. Pero entonces algo más se abrió camino en la bruma que le obnubilaba la mente:
Divisaba un horizonte que se hallaba mucho más abajo de donde se encontraba ella, y contemplaba cómo se ocultaba el sol en el horizonte, que se ensanchaba allá abajo, mucho más abajo.
Ignoraba cuándo había cambiado el panorama, ni en qué momento había coronado el alto del desfiladero y comenzado a descender. Pero lo había hecho. Ya no veía los negros picos, así que debía de haberlos dejado atrás. Lo que veía ahora era la otra ladera de la cordillera, poblada de frondas y bosques interminables, y el sol, que ponía fin al día, mientras ella corría con la niña viva colgada a su espalda, descendiendo hacia Meridia. Y veía también, no muy lejos, el final de la cuesta nevada y el principio de árboles y maleza, y una pendiente de bajada que resultaría mucho más fácil para la pequeña de lo que había sido el ascenso.
Entonces notó los tiritones, los virulentos temblores, y el pánico se apoderó de ella y le devolvió la consciencia a la embotada mente. La niña no podía enfermar cuando faltaba tan poco para estar a salvo. Echó las manos hacia atrás y agarró las botas de Gramilla. La llamó a gritos y oyó la voz de la pequeña que le gritaba algo al oído; y sintió los brazos que le ceñían el torso y apretaban. Pero de repente experimentó algo distinto en la zona de debajo de los senos, donde Gramilla la rodeaba con los brazos: calor; demasiado calor. Katsa oyó el castañeteo de sus propios dientes y comprendió que no era la niña la que tiritaba, sino ella.
De repente se oyó reír, aunque la situación no tenía nada de divertida. Si ni siquiera era capaz de mantenerse con vida, no había esperanza para la princesa. No tendría que haber llegado hasta ese extremo; había sido una locura emprender camino hacia Meridia por esa ruta. Pensó en sus manos y las alzó para mirárselas; separó los dedos, los forzó a que se abrieran, y se maldijo al ver las puntas blancas. Entonces se puso las manos debajo de las axilas y se esforzó en reflexionar con claridad, con lucidez. Tenía frío, mucho frío. Pero era imprescindible llegar hasta donde empezaban los árboles para obtener leña y protección del viento. Debía encender una fogata. Llegar allí y encender una lumbre. Y mantener con vida a la niña. Esas eran sus prioridades, sus objetivos, y tendría esas ideas muy presentes mientras corría.
Cuando llegaron a la línea de árboles, Gramilla estaba entumecida y gimoteaba de frío. Pero al derrumbarse Katsa en el suelo, de rodillas, la niña se desató el arnés. Con torpeza, se quitó las pieles de lobo que llevaba echadas por encima y envolvió con ellas a Katsa. A continuación, se arrodilló junto a la joven y tiró de las correas de las raquetas a pesar de tener los dedos agrietados y manchados de sangre. Katsa se espabiló un poco y la ayudó a desatar las correas. Se quitó las raquetas y se desprendió de las alforjas, de la aljaba, del arnés y del arco.
—Leña —musitó la joven—. Leña.
La niña sorbió y asintió con la cabeza, y deambuló bajo los árboles a trompicones recogiendo la madera que encontraba. Pero la leña estaba húmeda a causa de la nieve. Katsa movía las manos con torpeza y manejó la daga despacio, temblorosa debido a los escalofríos que le sacudían el cuerpo. Nunca en su vida había tenido dificultades para encender un fuego, jamás, ni una sola vez. Se concentró, pues, con todas sus fuerzas, y al décimo o undécimo intento saltó una chispa y prendió en un hueco seco de la madera. Echó agujas de pino a la llamita y la protegió, la dirigió y le transmitió su deseo de que no muriera, hasta que la llamita lamió los bordes de las ramas que la joven había apilado. Creció y humeó, y crepitó. Ya tenían fuego.