El ejército peinaría la espesura, la calzada del Puerto y el terreno comprendido entre una y otra; rastrearían el desfiladero de montaña en la frontera con Meridia y Elestia; acamparían en Porto Mon y vigilarían los barcos que entraban y salían en busca de cualquier embarcación, en la que podrían haber escondido a la hija secuestrada del rey.
No, no iban bien. El día daba paso al anochecer cuando Katsa comprendió que se estaba engañando. Porque los soldados registrarían todos los barcos, tanto si eran sospechosos como si no, así como los edificios de la ciudad portuaria; rastrearían asimismo el litoral al este de Porto Mon y al oeste de las montañas; inspeccionarían cualquier embarcación que se aproximara, aunque fuera por casualidad, a la costa monmarda, y desarmarían pieza a pieza todos los barcos lenitas. Y dentro de un par de días, Gramilla y ella compartirían el terreno al pie de los picos monmardos con multitud de soldados de Leck. Sólo había dos medios para salir de Monmar: el mar o el desfiladero de montaña limítrofe con Meridia y Elestia. Si no se localizaba a los fugitivos en la calzada del Puerto ni en el bosque, ni aparecían en el desfiladero, ni en Porto Mon o a bordo de un barco, Leck sabría que se hallaban en las montañas, atrapados entre el mar y la espesura, teniendo a la espalda las cumbres que constituían la frontera entre Monmar y Meridia.
Al caer la noche, Katsa preparó una pequeña fogata pegada a una pared rocosa.
—¿Estás cansada? —le preguntó a Gramilla.
—Sí, pero no demasiado —contestó la chiquilla—. Estoy acostumbrándome a dormir a lomos del caballo.
—Pues esta noche tendrás que dormir así otra vez porque debemos seguir adelante —comentó Katsa—. Dime, princesa, ¿qué sabes sobre esta parte de la cordillera?
—¿La que nos separa de Meridia? Casi nada. No creo que haya nadie que sepa gran cosa de estas montañas; son pocos los que se han internado en ellas, excepto por el norte, claro, donde está el desfiladero.
Katsa se quedó pensativa un momento y después rebuscó en las bolsas, hasta dar con un rollo de mapas que extendió sobre su regazo para ojearlos. Era evidente que Raffin había creído a pies juntillas a Po cuanto éste dijo que no sabía hacia dónde se dirigían. Fue pasando mapas de Nordicia y Oestia, de Burgo de Drowden y de Burgo de Birn; uno de Meridia, otro de Burgo de Murgon y muchos de diversas zonas de Monmar. Al fin entresacó uno de esos mapas, que se enroscó al retirarlo del montón, y lo puso en el suelo, junto a la lumbre; colocó piedras en los bordes y en las puntas para que se mantuviera extendido. Después se acuclilló y observó a la princesa, que se ocupaba de vigilar las perdices puestas sobre la lumbre.
En los siete reinos había gente de ojos grises y cabello oscuro, así que esos rasgos de Gramilla no eran insólitos. Sin embargo, incluso a la tenue luz de la fogata, destacaba; quizá fuera por la nariz recta y el trazo firme y sereno de la boca, o por el espesor de la melena o la forma en que el cabello crecía hacia atrás dejándole la frente despejada. Katsa no acababa de captar a qué se debía, pero era consciente de que, incluso sin los aros en las orejas ni los anillos en los dedos, la niña tenía algo en su apariencia que delataba su ascendencia lenita, algo que no tenía que ver precisamente con el color oscuro del cabello o con los claros ojos grises.
En un reino donde se buscaba desesperadamente a una niña de diez años, de madre lenita, sería muy difícil enmascarar a Gramilla, incluso después de que hicieran lo que era obvio: cortarle el cabello, cambiarle la ropa y convertirla en un chico.
Y enmascarar a Katsa no sería menos problemático, puesto que ésta no resultaba un chico tan convincente a la luz del día como de noche. Y tendría que taparse el ojo verde de algún modo. Así que un muchacho de rasgos afeminados (de un ojo de color azul intenso y el otro tapado con un parche), acompañado por un niño lenita que tenía a su cargo, llamarían tanto la atención a la luz del día que no superarían la prueba. Pero tampoco podían arriesgarse a viajar sólo de noche porque, aun en el caso de que consiguieran llegar a Porto Mon sin que las descubrieran, una vez allí las reconocerían en cuanto las vieran. Entonces las prenderían, y a Katsa no le quedaría otra opción que dedicarse a matar gente. O bien tendría que requisar o robar una embarcación, ella, que no sabía absolutamente nada sobre barcos. Pero esa acción también llegaría a oídos de Leck y sabría con toda exactitud dónde buscarlas.
Apartó la vista de la princesa para estudiar el mapa que tenía delante, extendido en el suelo; era de la frontera natural entre Meridia y Monmar, las infranqueables cumbres monmardas. De haberse encontrado Po allí, habría sospechado lo que estaba pensando. Katsa imaginó la terrible discusión que habrían sostenido. Y la imaginó a propósito, porque la ayudaría a tomar una decisión. Cuando acabaron de cenar, la joven enrolló los mapas, recogió las cosas y lo ató todo a la silla.
—Reanudamos la marcha, Gramilla; monta. No podemos desperdiciar las horas de la noche, hemos de seguir adelante.
—Po te advirtió que no agotaras al caballo —dijo la niña.
—El caballo va a disfrutar de un descanso completo dentro de poco. Nos dirigimos hacia las montañas, y cuando lleguemos un poco más arriba, lo dejaremos en libertad.
—¿Hacia las montañas? ¿Qué quieres decir?
Katsa esparció la ceniza de la lumbre y con la daga hizo un agujero en la tierra para meter los huesos de la cena.
—En Monmar no hay ningún lugar seguro para nosotras. Vamos a cruzar la cordillera para entrar en Meridia.
Gramilla se había quedado quieta junto al caballo y la miraba estupefacta.
—¿Cruzar la cordillera? ¿Esas cumbres de ahí?
—Sí. El desfiladero de montaña en la frontera septentrional estará vigilado. Hemos de encontrar nuestro propio desfiladero, alguna quebrada por donde cruzar al otro lado desde aquí.
—Nadie cruza estas montañas, ni siquiera en pleno verano —argumentó la niña—. Y casi es invierno. No tenemos ropas de abrigo, ni más útiles que tu daga y mi cuchillo. Es imposible. No sobreviviríamos.
Katsa tenía la respuesta preparada, aunque ignoraba los detalles. Alzó en vilo a la niña, la montó en la silla, y, subiéndose detrás de ella, hizo girar al caballo hacia el oeste.
—Yo te mantendré con vida —afirmó.
En realidad no tenían sólo un cuchillo y una daga para lograr atravesar las cumbres monmardas hacia Meridia, sino que contaban con esas armas y un rollo de cuerda, una aguja, un poco de cordel, los mapas, parte de las medicinas, casi todo el oro, un poco de ropa de repuesto, la manta raída que llevaba Gramilla encima, las alforjas, la silla de montar y una brida. Además, tendrían cualquier cosa que Katsa pudiera capturar, matar o elaborar con sus propias manos mientras ascendían. Eso incluía lo que era primordial, lo primero de la lista: las pieles de algún animal para proteger a la pequeña del persistente frío que hacía a la altura en que se hallaban y del frío mordiente que encontrarían más arriba. E igualmente importante era que no dispondría de mucho tiempo para pensar, porque cuando recapacitaba, dudaba de su decisión.
Se dijo que haría un arco y quizá raquetas para andar por la nieve, como las que utilizó una o dos veces, en invierno, en los bosques cercanos a Burgo de Randa. Creía recordar cómo eran y cómo se usaban.
Cuando el cielo empezó a clarear y a adquirir color, Katsa bajó a la pequeña del caballo y durmieron más o menos una hora, acurrucadas una contra otra en una hendidura de la roca tapizada de musgo, mientras el sol las alumbraba. Katsa se despertó a causa del castañeteo de los dientes de Gramilla. Debía despertarla para ponerse en marcha; y antes de que el día llegara a su fin, tendría que haber dado con una solución para atajar el frío que no daba tregua a la pequeña.
Gramilla parpadeó, deslumbrada por la luz, y dijo:
—Estamos a más altura; hemos ascendido durante la noche.
—Sí, así es —confirmó Katsa, que le tendió lo que quedaba de la cena.
—Sigues con la idea de que crucemos las montañas.
—Es el único lugar de Monmar en el que Leck no nos buscará.
—Porque sabe que estaríamos locas si lo intentáramos.
Había un ligero timbre malhumorado en el tono de la niña, el primer indicio de queja desde que Katsa y Po la encontraron en el bosque. Bien, estaba en su derecho. Tenía frío, estaba cansada, su madre había muerto... Katsa extendió el mapa de las cumbres monmardas sobre el regazo y no le contestó.
—En las montañas hay osos —apuntó Gramilla.
—Los osos están dormidos hasta la primavera.
—Hay otros animales: lobos, pumas... Animales que no tenéis en Terramedia y más nieve de la que hayas visto nunca. No sabes lo que son estas montañas.
En el mapa había dibujado un sendero entre dos picos, que parecía ser la ruta menos complicada para cruzar a Meridia.
«Desfiladero de Grella», rezaba el letrero garabateado; probablemente, era la única ruta a través de las cumbres que había recorrido alguien.
Katsa enrolló los mapas y los guardó en una de las alforjas. Montó de nuevo a la pequeña en la silla.
—¿Quién es Grella? —preguntó.
Gramilla soltó un bufido y no dijo nada. Katsa se montó detrás de ella y cabalgaron varios minutos antes de que la chiquilla respondiera.
—Grella fue un montañero y explorador monmardo muy famoso. Murió en el desfiladero que lleva su nombre.
—¿Era un graceling?
—No. No estaba dotado con una gracia, como tú, pero sí estaba igual de loco.
La pulla del comentario no surtió efecto en Katsa. No había ningún motivo para que Gramilla creyera que una graceling, que había visto montañas por primera vez no hacía mucho tiempo, sería capaz de conducirlas por el desfiladero de Grella. Ni siquiera la propia Katsa estaba segura de conseguirlo, pero si sopesaba el peligro que representaba el rey de Monmar contra el peligro de osos, lobos, tempestades de nieve y hielo, tenía la certeza más absoluta de que su gracia estaba mejor preparada para afrontar los retos de la montaña. Así pues, Katsa no replicó, pero tampoco cambió de idea.
Cuando empezó a soplar el viento y notó que Gramilla tiritaba, la ciñó más contra sí y le tapó las manos con las suyas, mientras el caballo subía a trompicones. A todo esto, Katsa pensó en la silla de montar; si la abría, la mojaba y la sacudía, el cuero se flexibilizaría, y con ella haría una burda chaqueta para Gramilla o quizás un pantalón. No había razón para desperdiciarla si era capaz de elaborar una prenda que diera calor; además, dentro de muy poco tiempo el caballo ya no la necesitaría.
* * *
Ascendían a ciegas, incluso de día, sin saber con qué se encontrarían, porque las pendientes y los árboles que se alzaban ante ellas les impedían ver el terreno que había más adelante. Katsa capturaba ardillas, peces y ratones para la comida; y si tenía suerte, conejos. Todas las noches, sentada junto a la fogata, la joven estiraba y secaba las pieles de los animales que comían; con los aceites del pescado y la grasa de los otros animales restregaba los cueros. Por fin juntó las pieles e hizo pruebas con ellas una y otra vez, hasta que consiguió confeccionarle a la niña una tosca capucha de pieles, de la que pendían unos largos extremos para enrollarlos al cuello a modo de tapaboca.
—Tiene una apariencia un tanto extraña —comentó Katsa cuando terminó la capucha, y la niña se la probó—. Pero me parece que la vanidad no es uno de tus rasgos, princesa.
—Huele raro, pero da calor —contestó Gramilla.
Eso era lo único que Katsa necesitaba saber.
El terreno se fue haciendo más abrupto y la maleza adquirió un aspecto más agreste y extremado. De noche, mientras la fogata crepitaba y Gramilla dormía, Katsa oía ruidos y roces en la maleza de alrededor del campamento, que no había notado hasta entonces, ruidos que ponían nervioso al caballo. A veces, no muy lejos, también oía aullidos que despertaban a la niña y la impulsaban a arrimarse a Katsa, temblorosa, aduciendo pesadillas sobre extraños monstruos aulladores y, de vez en cuando, sobre su madre. Pero como no parecía inclinada a entrar en detalles, Katsa no la importunó para que se los explicara. En una de esas noches, en que los aullidos de los lobos empujaron a la chiquilla a aproximarse a Katsa, ésta dejó el palo que rebajaba con el cuchillo para hacer una flecha y rodeó a Gramilla con el brazo; frotó con mucho cuidado las agrietadas manos de la pequeña para que entraran en calor, y mientras tanto —porque estaba pensándolo— empezó a hablarle de su primo Raffin, a quien le encantaba el arte de la medicina y sería diez veces mejor rey de lo que era su padre; y también le habló de Helda, que se había hecho amiga suya cuando nadie más quería serlo; y del Consejo, y de la noche en la que Giddon, Oll y ella habían rescatado al abuelo de Gramilla, y ella misma sostuvo una reyerta con un desconocido en los jardines del palacio de Murgon, donde lo dejó tirado en el suelo, inconsciente... Un desconocido que resultó ser Po.
Gramilla rió al escuchar aquella historia, y asimismo Katsa le contó cómo se habían hecho amigos Po y ella, mientras Raffin cuidaba del abuelo para que recobrara la salud. Y le explicó que ella acompañó a Po hasta Meridia para desentrañar la verdad que había tras el secuestro, y cómo siguieron las pistas hasta Monmar, las montañas, el bosque... y al fin la encontraron a ella.
—No te pareces a la persona de la que cuentan tantas cosas... —comentó la chiquilla—. Cosas que oía sobre ti antes de conocerte.
Katsa se preparó para aguantar el hervidero de recuerdos que nunca parecían perder vigencia y siempre lograban que se sintiera avergonzada.
—Esas cosas son ciertas —dijo—. Soy esa persona.
—Pero ¿cómo es posible? Tú nunca le romperías el brazo a un hombre inocente ni le cortarías los dedos.
—Realicé esos actos para cumplir las órdenes de mi tío cuando todavía me tenía controlada —admitió.
En ese momento Katsa experimentó de nuevo la certeza de que hacían lo correcto al subir hacia el desfiladero de Grella, el único sitio a donde Leck no las seguiría. Porque no podría proteger a Gramilla si no tenía voluntad propia. Estrechó un poco más a la niña contra sí.
—Debes saber que mi don no es sólo la lucha, pequeña; mi gracia es la supervivencia. Yo te salvaré llevándote a través de estas montañas.
La chiquilla no contestó, pero apoyó la cabeza en el regazo de Katsa, rodeó la pierna de la joven con el brazo y se acurrucó contra ella. Se quedó dormida así, al son del aullido de los lobos, y Katsa no quiso reanudar la tarea de hacer la flecha para no despertarla. Dormitaron juntas frente a la fogata; cuando Katsa despertó, sentó a la niña en el caballo, tomó las riendas y condujo al animal ladera arriba en plena noche monmarda.